domingo, 26 de enero de 2020

Guayaquil diverso, siglo XVIII - XIX

La extensión de la provincia de Guayaquil era de unos 50.000 km2, espacio geográfico más que suficiente para el cuádruplo de sus habitantes. Sin embargo, contenía una bajísima densidad poblacional. Durante todo el siglo XVIII habría menos de un habitante por km2.  Al comenzar el siglo XIX el gobernador Urbina organizó un censo que contó a más de 50.000 personas. Para 1825 se logró una población de 1,4 personas por km2.
Este notorio incremento poblacional se debió a los inmigrantes serranos, atraídos por los jornales en efectivo que se pagaban en la plantaciones cacaoteras, pugnaban por abandonar sus patronos. Los cuales, además, de retribuir salarios muy reducidos y en especies, los mantenían en inhumana servidumbre. 
Este movimiento migratorio está estrechamente ligado a la gran expansión de la producción de bienes agrícolas exportables, principalmente del cacao, conocido también como la “pepa de oro”. 
Los  lugares  de  destino  de  esta   migración,  que  empezó a ser  considerable  a partir de 1793 eran: Guayaquil, Portoviejo, Babahoyo,  Puebloviejo,  Palenque,  La Canoa y Daule.  Solo el partido  de  la  Punta  de  Santa  Elena,  poblado por “cholos”, entonces conocidos como indios, quedó relegado  de  este  proceso por la inexistencia de cacahuales en la zona. El cual, más bien, fue un distrito proveedor de mano de obra para los otros partidos, especialmente para el de Guayaquil.
En 1754, el Cabildo guayaquileño efectuó una cuantificación  de los distintos grupos étnicos de la provincia. Este estudio de la población arrojó que esta se componía “de más de seis mil españoles, cinco mil indios y de doce a catorce mil mulatos, zambos y negros”. 
De la información obtenida  de  otras fuentes se desprende que, a mediados del siglo XVIII los blancos eran un poco más de dos millares. 
Esto hace suponer que el censo realizado por el Ayuntamiento, englobó  como españoles a blancos y mestizos, con lo cual, desde su particular punto  de vista aumentaba la “calidad” de los habitantes de la provincia. 
En realidad los mestizos debieron incluirse en el grupo que en ese entonces se catalogaba como “libres de varios colores”: pardos, plebeyos, es decir, la plebe, gentes de toda clase, constituida por los mismos zambos, mulatos y negros libres. 
Todas estas mezclas raciales gozaban en Guayaquil de una misma consideración social, aunque inferiores a los blancos, estaban por encima de los indígenas. Los cuales según Francisco de Requena en su Descripción de Guayaquil, eran menospreciados y maltratados por los negros: 
“solo por negros, aunque sean libertos, se tengan por eximidos de pagar tributos, a que los sujetan las leyes (…) trata a los indígenas; así en Babahoyo, a donde los miserables indios acuden para vender la sal y el pescado, son hasta del más vil negro víctimas, por su paciencia y sufrimiento”. 
Además, los indios eran los únicos que pagaban tributos, lo que explica la protesta de los mestizos cuando se les intenta hacer tributar. En 1789 Juan Tomás Álvarez pidió ser eximido del pago de tributos atendiendo a que él no era hijo del marido de su madre, el indio Leonardo Garay, sino hijo natural, “de padre no conocido”, por lo cual y siendo su madre mestiza él no debía “ser comprendido en las clases de tributarios”, como efectivamente declaró el gobernador accediendo a la petición. 
Según las leyes coloniales, los indígenas solo debían ser superados por los españoles (peninsulares y criollos). Pero, en realidad, ocupaban el lugar más bajo de la escala social, incluso, como hemos visto,  inferiores a los esclavos. Empero, no hay constancia que entre los mestizos, mulatos o negros libres se produjera gradación alguna en cuanto a status social. No así los zambos (los nacidos de negro e indio), a los cuales se los tenía por más rudos, menos hábiles, y, en un escalafón inferior por su cercanía a los indígenas. 
El padre Bernardo Recio dice que “hay un pueblo que se compone todo de zambos (que) mataron a los indios y se quedaron allí, casándose con sus mujeres”. Al reorganizarse en 1775 las milicias de Guayaquil, se creó el batallón de infantería de milicias de pardos (mulatos y mestizos), cuyo comandante era Bernardo Roca. También se formó un batallón de blancos, al que se incorporaron los indígenas. En ninguno de estos se reclutó aron a los zambos.
Los blancos se duplicaron entre los años 1765 y 1790, de lo que se colige que fue el grupo más dinámico. A partir de 1762 llegaron a Guayaquil numerosos desertores de las tropas españolas enviadas a América. Estos abandonan sus regimientos para instalarse en ciudades donde existían “mayores posibilidades de medrar”. Los blancos (aunque no los únicos), pronto se convirtieron en los detentadores del poder económico en la ciudad. De ellos salen los grandes comerciantes y hacendados, así como funcionarios y miembros del clero. El padre Recio dice al respecto: 
“Hoy día en todo el Reino de Quito no hay un sacerdote siquiera indio. Más afortunados han sido en esta parte los negros y mulatos, de los cuales conocí hartos y muy buenos en las tierras calientes”.
La dinámica economía guayaquileña, basada en la exportación, y la preponderancia numérica de las castas o mezclas raciales, configuraron una sociedad abierta, menos jerarquizada y dotada de un mayor grado de movilidad social que la existente en lugares de otros tipos de economía y poblados mayoritariamente por indígenas, como la sierra quiteña con su economía cerrada. 
Bernardo Roca, mulato cuarterón nacido en Panamá por 1740, que debió avecindarse en Guayaquil en la década de 1760, es el típico caso de las oportunidades que brindó la sociedad comercial guayaquileña. Es probable que haya llegado junto a la tropa enviada desde Panamá para la pacificación del motín de Quito. En 1770, ya había progresado, pues consta que vendió una esclava negra en la ciudad de Guayaquil. Por 1787 es ya uno de los mayores exportadores  de cacao de la provincia, por lo cual el presidente de la Audiencia informa que es un vasallo cuya actividad comercial “ha producido al Real Erario considerables sumas de dinero en los puertos de Guayaquil, Lima y demás de su comercio”.
En este mismo año hay varias denuncias contra el monopolio del comercio del cacao que varios vecinos intentan frenar con el apoyo del gobernador Pizarro. Roca es uno de los acusados como consta en el documento: 
“siendo el fruto del cacao el que ha sostenido a esta ciudad y sus vecinos, éste con malicia se ha reducido a un precio ínfimo porque han hecho un monopolio cuatro individuos, que son, el primero un mulato llamado Bernardo Roca, el segundo un don Manuel Barragán, el tercero don Jacinto Bejarano, y el cuarto don Martín Icaza”.
A comienzos del siglo XIX es uno de los 20 vecinos “de la mayor excepción y probidad de Guayaquil”. Solo en una sociedad liberal y abierta como históricamente ha sido y es la guayaquileña, es posible que en tiempos de la colonia, un mulato pueda haber prosperado tanto económicamente y alcanzado a figurar entre los vecinos distinguidos de la ciudad. 

Caminos coloniales
El paso por el estrecho camino original apto para ser recorrido a pie con dirección al este, pasaba por los poblados que algunos de ellos conservaban su nombre autóctono y otros españoles, como Telimbela, Tablas, Copalillo, La Florida y Guarumal. Coronada la cordillera, a una altura de 2.500 metros, se alcanzaba la meseta interandina y más adelante a la llanura de Cochabamba, punto desde el cual se alcanzaba los poblados de Chapacoto, Azancoto, Chimbo y Guaranda.
La  segunda  vía,  y  probablemente  la  más  utilizada  por cuanto era la menos agreste, salía del mismo punto en que luego  se  edificó  Babahoyo  hacia   el   occidente.   Atravesaba las  tierras  bajas   e   inundadas  de  Palmar  y  Pisagua,  para llegar  a Balsapamba,  pueblo  situado  donde iniciaba el ascenso de la cordillera de Angas o La Chima, hacia la serranía. 
Una vez alcanzado Bilován, se continuaba a San Miguel, luego a San José de Chimbo, y finalmente a Guaranda. 
La tercera ruta, algo más al norte de las anteriores, y probablemente   la  menos sujeta  a  las inundaciones de la época de lluvias,  igualmente nacía en las  Bodegas,  hasta llegar al pueblo indígena de la Ojiva, situado al pie de la cordillera. 
Desde este lugar, por la llamada cuesta de San Antonio, culminaba en el tambo de Pucará y desde el cual, luego de coronar las alturas de la hoya del río Chimbo alcanzaba Tanizahua y Santa Fe, para terminar en Guaranda. 
Como podemos ver que luego de salir de Babahoyo, se podría recordar al viejo dicho que asegura que “todos los caminos conducen a Roma”, excepto que en nuestro caso, apenas llegaban a Guaranda, que al finalizar el siglo XVII, las autoridades coloniales la designaron capital del corregimiento en reemplazo de San Miguel de Chimbo. 
Todos estos caminos hechos originalmente para ser cubiertos a pie en la época prehispánica, posteriormente convertidos a herradura, eran tolerables durante el tiempo de secano, mas, llegadas las lluvias eran verdaderos infiernos, por cuyas laderas con frecuencia rodaban hombres, bestias y carga hasta el fondo de las quebradas. 
Durante esa época del año, el desbordamiento de los ríos de la gran cuenca del Guayas inundaban los llanos y los hacían intransitables. Para alcanzar la estribación de cada uno de los caminos, se viajaba en balsas por la sabana inundada, desde Babahoyo hasta llegar a la misma pata de la cordillera por la cual cada uno ascendía a la Sierra. Estas inundaciones llegaban a niveles tan altos, que la población de bodegas emigraba hacia los tambos ubicados en las estribaciones hasta el cambio de estación.
Llegados a Guaranda, los viajeros tenían la oportunidad de descansar y tomar bestias frescas para reiniciar una nueva etapa del camino, ya fuese hacia el norte o al sur. En ambos caso implicaba ascender hasta los 4.000 metros de altitud en que se halla el páramo del Arenal situado al pie del Chimborazo. 
En esa desolación y altura no habían tambos, por lo tanto era necesario descender y buscar entre la breñas lugares algo abrigados para pernoctar. Al amanecer, los arrieros, viajeros, junto a las recuas de mulas cargadas de mercadería, reiniciaban el descenso hacia el interande hasta llegar a Riobamba. Aquellos que viajaban a Quito, que eran la mayoría, debían nuevamente ascender la montaña, atravesar las faldas del Chimborazo, pasar por Ambato y Latacunga, trepar las faldas del Cotopaxi, para caer luego al valle de Machachi. 
Había un trayecto que igualmente debía subir a El Arenal, se pasaba la noche en el tambo de Santa Rosa, y al amanecer se continuaba a Ambato por el camino de Latacunga luego por el poblado de ese nombre finalmente se llegaba a Quito. 
El viajero Andrés Baleato, partió desde Guayaquil hacia la Sierra. En una descripción detallada se refiere a la larga y agotadora jornada que debió hacer en una balsa y al peligroso ascenso por las estribaciones de Yunga, Angas o la Cuesta de San Antonio, en la cual se lamentaba diciendo: “que es de siete horas de horrible camino a Pucará, al fin de dicha cuesta, todo con mucho bosque”.
La intensa lluvia que se precipitaba entre diciembre y mayo, convertían el camino en un verdadero tobogán, que pese a la pisada segura y firme de los mulares, caían y levantaban o se atascaban hasta los ijares al cruzar las huellas hechas por los propios animales en su constante ir y venir.
Cuando aparecía, periódicamente, el entonces desconocido fenómeno de El Niño, parece ser que el único camino de ascenso posible era el de La Chima. En cambio, en esta ruta, la parte baja inundada, aunque menos peligrosa, era mucho más larga y agotadora. 
Los viajeros y la carga sobre las acémilas, se veían obligados a cruzar los bajiales y tembladeras con el agua hasta la mitad de sus costados, para llegar extenuados a Guaranda y con la mitad de la carga arruinada. Por cualquiera de las tres vías señaladas, sin contar el trayecto en balsa por el río Babahoyo, que en cualquier época del año tomaba de 3 a 4 noches para llegar a Bodegas, en verano, tanto en el ascenso como en el descenso se cubría el camino de Quito en 4 días, en cambio durante la temporada de lluvias se lo hacía entre 12 y 25 días.
En 1562, cuando la conquista y la guerra de los Pizarro cesó, la ciudad recibió la visita del recién designado corregidor, licenciado Juan Salazar Villasante (1562-1563), quien debió cubrir la ruta hasta Quito; primero lo hizo en una balsa hasta el Desembarcadero (Babahoyo), y de éste a Quito en una caravana de mulas. De aquel viaje del nuevo corregidor, nació la más completa descripción que se ha hecho sobre esta accidentada vía de transporte utilizada durante la Colonia:
“Por este río, arriba hasta el Desembarcadero que hay diez y nueve leguas, se va en unas que llaman balsas, en lugar de barcos, y son como palos grandes atados unos contra otro, ni mas ni menos que la escalera de una carreta, digo como una carreta quitadas las ruedas, salvo que van los palos juntos; el de en medio es mas largo y es la proa de la balsa, en la cabeza del cual va siempre gobernando un indio, y a los lados van cada tres, o cada dos o cada cinco indios, según son las balsas y la carga que llevan; porque algunas son de siete palos, y de allí no suben; van llanas por el agua que algunas veces las baña el agua, y los regalados y gente de respeto hacen poner una tabla sobre unos palos atravesados, y allí van echados. Otras veces hacen poner a los lados unas estacas y atravesados los palos como las varas de una carreta, por sí llevan niños no caigan al agua; y así subí yo con mi mujer y hijos; y por el sol hacen un tejadillo de paja; de manera que cuando ésta balsa va así parece una choza de pastores.
 “Es de ver, cierto, los indios que las llevan lo que trabajan, porque se tardan tres días en subir hasta El Desembarcadero desde la ciudad de Guayaquil en los cuales no duermen ni descansan, sino es cuando allegan algún lugar de los que están en la ribera, que paran para comer y surgen a la orilla y luego tornan a remar; y aun algunos crueles españoles no los dejan hacer esto, sino que remando les hacen que coman, porque allí en las balsas se llevan las comidas y lo mismo los españoles y allí comen. Con todo esto van siempre cantando en su lengua y haciendo grandes regocijos; van desnudos en cueros, sólo con sus pañetes”.
El padre Mario Sicala S.J., autor de la más importante completa descripción de la Audiencia de Quito, describe su recorrido por los caminos señalados efectuado entre 1747 y 1768, en los siguientes términos: 
“Tan malo, peligroso, molesto y enojoso es el camino desde Guaranda hasta la playa de los Jíbaros, como lo es el de San Miguel de Chimbo hasta el Garzal y quizás éste es bastante menos molesto, toda vez que por el camino de San Antonio no tienen los viajeros y caminantes donde hospedarse ni donde aprovisionarse de víveres y vituallas ni de pastos para las bestias; al contrario (de lo que ocurre) por el camino de la Chima…. Hay solo una diferencia, que el camino de Guaranda es una sola prolongada cuesta y una sola bajada muy larga de 6 a 8 leguas, y los ríos caudalosos; en cambio el camino de la Chima  tiene una primera montaña de casi una legua y otra bajada de 6 a 7 leguas, (pero) las subidas y bajadas son menos molestas y peligrosas que las de San Antonio, y los ríos fácilmente vadeables. La única molestia … bastante enojosa es un sector del camino muy plano de tres leguas llamado Pisagua, que quiere decir pisar el agua y es un natural empedrado de grandes piedras lizas cubiertas continuamente de agua… Las mulas casi siempre tienen que caminar con la barriga sumergida en el agua y los que van a caballo tienen que avanzar con los pies fuera de los estribos…, bañados y enlodados con las salpicaduras de aquella agua lodosa…”.
En el cabildo celebrado en el Ayuntamiento de Guayaquil el 25 de mayo de 1610 consta el relato del célebre viaje en balsa hasta Paita, del entonces obispo de Quito, don Diego Ladrón de Guevara, por haber sido nombrado Virrey del Perú. Desde el pueblo de la Ojiva, en una balsa lujosamente aparejada, como nunca antes se había visto, fue transportado con toda su familia y equipaje a esta ciudad y de ella hasta el Salto y puerto de Tumbes. 
Los grandes navíos que hacían la ruta desde Panamá hacia el sur, también fondeaban en el surgidero de Puná –donde con el andar del tiempo se estableció el primer control aduanero– no navegaban río arriba pues no existían prácticos ni conocedores de sus cambiantes canales, formados en un lecho tachonado de bancos de arena. 
El ingreso a Guayaquil de las embarcaciones de mayor buque, se daba cuando estas necesitaban ser carenadas. Solo cuando empezaba la pleamar, ascendían río arriba sin ninguna carga, y tan pronto empezaba la bajamar, buscaban una profundidad adecuada para fondear en la espera de la próxima marea creciente y continuar hasta su destino.
Tan pronto llegaba la carga o pasajeros a Guayaquil destinados a la Sierra, se contrataba con otros balseros el transporte hasta el Desembarcadero (Bodegas, después Babahoyo), destino final de quienes viajaban a la serranía. En la temporada de invierno, se podía avanzar por aquellas tierras inundadas, hasta la población de la Ojiva, asentada muy cerca de las primeras estribaciones de la cordillera de Angas.
Por este río arriba se sube en balsas para ir a la ciudad de Quito, que dista de este pueblo 60 leguas en la tierra, y tierra fría, las veinte y cinco por el río arriba, las demás por tierra. Al verano se sube en cuatro o cinco días; al invierno en ocho cuando en menos tiempo. 
En el Desembarcadero había una posada o fonda, donde la gente negociaba su marcha hacia la Sierra, tomaba un descanso, mientras los recueros preparaban las cabalgaduras para los viajeros, enjaezaban y organizaban las acémilas para transportar la carga. El partir de la recua, era siempre un evento lleno de colorido, con sabor a partida y llegada a la vez. Matizado de adioses, los con relinchos, rebuznos, coces y ladridos de perros, que llenaban el ámbito con olor animal. Las voces del baquiano de la tropa, que con toda laya de imprecaciones y calificativos, animaba tanto a los subalternos que servían la caravana, como a las bestias que la formaban. 
Las graves dificultades que los caminos de Chimbo planteaban al tránsito, el comercio y la defensa militar del país quiteño, movieron a las autoridades coloniales a empeñarse reiteradamente en su mejora y reconstrucción, aunque las avenidas de agua y derrumbes de cada invierno destruían en poco tiempo las obras de reparación efectuadas. De ahí que fuera también reiterado el interés por establecer una nueva ruta de tránsito entre Guayaquil y Quito, a fin de que evitara las dificultades existentes en los tres caminos tradicionales. 
La primera propuesta para construir una nueva vía más segura y cómoda fue hecha en 1774 por el ingeniero militar español Francisco de Requena en su “Descripción histórica y geográfica de la Provincia de Guayaquil”, la cual consta en un el importante trabajo de María Luisa Laviana Cuetos. 
En efecto, tras constatar que el camino más corto entre las dos grandes ciudades quiteñas era el de Palenque, que además era “más cómodo porque se evitan los páramos de Guaranda y cuestas penosas de Chimbo y San Antonio (y) menos fragoso”, propuso abrir una nueva ruta, que fuera desde Babahoyo a Ventanas por vía fluvial que facilitaba un viaje más llevadero, pues la corriente así lo permitía. Otra ventaja que tenía esta ruta, es que era más corta ya que eliminaba ríos y páramos permitiendo llegar pronto se llegaba a Latacunga. 
Otro personaje preocupado por las comunicaciones fue don Miguel Agustín de Olmedo (padre del prócer José Joaquín de Olmedo). Comerciante originario de Málaga que había hecho fortuna en Panamá y avecindado en Guayaquil, quien, en sus andanzas comerciales, había observado y sufrido la interrupción periódica que sufría el tráfico entre las dos ciudades más importantes de la Audiencia. 
En 1784 propuso al presidente de la Audiencia “descubrir por su cuenta un camino transitable en toda estación”(María Luisa Laviana Cuetos, Estudios sobre el Guayaquil colonial).
Comerciante ambicioso que era, Olmedo necesitaba controlar el negocio de aprovisionar a Guayaquil con hielo del Chimborazo. El presidente Villalengua, aceptó la propuesta y ordenó a las autoridades que lo auxiliasen en tal cometido. 
Entre 1785 y 1786, en cuatro expediciones realizadas tanto en invierno como en verano exploró varias rutas posibles. Y según carta a la Audiencia, fechada en Quito el 16 de abril de 1787, da testimonio de que gastó en ellas “más de 1.500 pesos de su propio peculio fuera de una fatiga personal increíble”, sin considerar el abandono de sus negocios.
El resultado de sus investigaciones lo plasma en un informe elevado a Villalengua, fechado en Quito el 10 de julio de 1787, y un mapa (30 de marzo de ese año) en los que describe en detalle la nueva ruta que propone. 
Él comienza por la hacienda Soledad, en el río Babahoyo, que pertenece a él, sigue hasta la Punta de Catarama para continuar a lo largo del río Piedras hasta un lugar que él identifica como La Sabanita 
“donde el camino se divide para dirigirse por un lado hacia Guaranda y por otro hacia Ambato por la trabajosa cuesta de Chaso Juan y los pueblos de Salinas y Santa Rosa” (Laviana). 
Este camino que él denomina “de Chaso Juan”, era más corto para dirigirse a Quito que las dos rutas existentes conocidas como camino de la China y de San Antonio, más largas que la propuesta en ocho y media y cinco leguas. Olmedo calculaba que sería necesario invertir entre 25.000 y 30.000 pesos. Villalengua lo aprobó, condicionando su ejecución a que el mismo Olmedo “proporcione los arbitrios regulares que ha ofrecido proponer para su costeo”. Según parece, nunca los proveyó, consecuentemente, no se llevó a la práctica por falta de fondos.
Una nueva ruta que debía superar la famosa “cuesta de San Antonio”, fue planteado en 1790 por el obispo José Pérez Calama, quien ofrecía cubrir los costos de la empresa con un donativo suyo. Sin embargo, cuando las propuestas son tan domésticas y salidas de la emoción, al momento de estimar costos, cálculos y consultas, los costos son tan altos que el filántropo acaba espantado. 
El corregidor de Guaranda, Gaspar de Morales, intentó ejecutarla por su cuenta, y el apoyo de varios pueblos de la jurisdicción de Chimbo para que cada uno arreglase un tramo. La población trabajó con ahínco, pero realizó un trabajo pobre que no soportó la primera temporada de lluvias.
El comerciante guarandeño Pedro Tovar y Eraso, propuso al Ayuntamiento guayaquileño, que se le concediese por diez años el monopolio del expendio de hielo en la ciudad. Y como contraparte ofrecía abrir una nueva ruta de comunicación con Guaranda, según acta del cabildo celebrado en esta ciudad el 9 de agosto de 1799; este sería construido “para facilitar el tráfico y comercio de la sierra con esta ciudad, de invierno y de verano, sin la pensión de pasar los ríos intermedios.” Una vez aprobado por la Audiencia, inició el trabajo y transcurrido un año había abierto una trocha por la ruta de Ojiva afirmada con material pétreo y madera incorruptible. 
En ciertos tramos que la topografía lo permitía, se la hizo tan ancha que cabían dos acémilas con su carga a los costados, y se establecieron espacios para la construcción de tambos. Una vez concluido el trabajo, la Audiencia comunicó oficialmente al Ayuntamiento guayaquileño, que el tránsito hacia Guaranda estaba libre, y que, había ordenado la instalación de los correspondientes tambos. Dos baquianos fueron contratados por la suma de cuatro pesos y medio diarios para recibir el trabajo y vigilar la construcción de los tambos en los espacios seleccionados. 
En el acta del cabildo celebrado el 18 de octubre de 1803, consta la apertura del camino, el cual complementaba al transporte fluvial de productos de consumo doméstico originarios del litoral y la Sierra, las importaciones del comercio quiteño, el comercio de tejidos, hielo tomado de los glaciares del Chimborazo, y víveres de origen serrano. A los pocos años de explotación de la ruta murió Pedro Tovar y nadie estuvo en capacidad de mantener su vía de comercio, y con el paso del tiempo se destruyó.  
Varios intentos se hicieron para mejorar las comunicaciones entre ambas regiones. Sin embargo, las dificultades continuaron y el problema se mantuvo a lo largo del siglo XIX; las lluvias intensas, las inundaciones, barrizales, ponían 
“en gravísimo riesgo y averías continuas en que perecen no solo las caballerías y bestias de carga, sino aun las gentes mismas que viajan en semejante estación, forzadas de la necesidad, como lo acredita la experiencia de todos los años” (Michael T. Hamerly, Historia social y económica de la antigua provincia de Guayaquil).

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