viernes, 29 de mayo de 2020


Voces de antaño
Desde sus albores hasta los tiempos actuales nuestra ciudad, viene siendo comparable a la caudalosa corriente de nuestro Guayas, que jamás deja de mover su abundante aporte a la riqueza y progreso del país. Desde la memoria que se pierde en el tiempo es un centro de febril actividad urbana que dimana tanta energía creadora, que bien lo podemos calificar como nervio vital de la patria. El pequeño caserío que por coincidencia con su fiesta patronal parece haberse asentado el 25 de julio de 1547 en la cumbre del cerro Santa Ana, en menos de dos siglos se convirtió en la ciudad más rica y pujante de la costa del Pacífico sudamericano.
El papel jugado por Guayaquil en el desarrollo de nuestro país es el resultado de una triple función cumplida a través de su historia: única ciudad-puerto de la Audiencia de Quito, principal astillero del Pacífico sudamericano, centro de comercio importador y exportador de maderas, extraídas de las montañas de Bulubulo, de cacao de la cuenca del Guayas, café de los bancos de Balzar y tabaco de las vegas altas del Guayas, etc. 
Esta vida productiva y desarrollada explica con claridad meridiana el interés que despertó en numerosos viajeros, en cuyas descripciones sobre el llamado Reino de Quito, no pudieron prescindir de redactar extensos pasajes, en los que se la identifica como un corazón que latía con fuerza generadora de riqueza, movido por una colectiva actividad febril.
Su acelerado progreso, logrado por el esfuerzo de sus hombres y mujeres que supieron aprovechar la feracidad de la cuenca del Guayas, alcanzó su máximo punto en el segundo tercio del siglo XVIII, conocido como el “primer boom del cacao”. Los ataques piratas, incendios, la insalubridad del medio, forjaron un ciudadano luchador, de voluntad fuerte con un alto sentido de pertenencia y permanencia. 
Así, aferrados a la hermosa ribera que le dio natura, convirtieron a Guayaquil no solo en una ciudad-puerto generadora de cultura y abundancia, sino en un centro de pensamiento liberal ilustrado. Una revolución, no puede hacerse sin ideas, sin dinero ni fuerza militar, y eso aportó nuestra ciudad para la concepción, financiación y ejecución de la independencia nacional y final de la colonia en el continente. 
Guayaquil, llamada “Capital Montuvia” por José de la Cuadra, hacía honor a tal categoría, porque era el terminal comercial donde el agro se abastecía de todas sus necesidades, creando un ambiente entre citadino y campirano. Y miles de canoas, chatas, balandras de todo tamaño abastecían a los mercados del alimento diario que consumía la sociedad. Asentada en el margen occidental del Guayas, exhibía su extenso malecón como la verdadera columna vertebral de la economía nacional. 
La vida en la orilla resumía la pujanza de la ciudad: los trasatlánticos fondeados en el surtidero, recibían de los lanchones atracados a sus bandas el cacao y el banano, otros descargaban en ellos la mercadería importada para transportarla a la aduana. El malecón, pleno de aromas de cacao, frutas, plátanos, junto al del sudor y la humedad salobre del río, era el crisol donde se fundía el montuvio con el cacahuero y el cuadrillero, con el comerciante y el poderoso “gran cacao”.
En este espacio físico se forjó una sociedad que no tuvo la prisa ni la impersonalidad de hoy, forma de vida entre citadina y campirana que daba espacio a la amistad, a la tertulia. El apacible tono callejero que se percibía diariamente, permitía escuchar sus pregones, descubrir la pujanza de sus gentes, y disfrutar de la risa juvenil y traviesa de alguna montuvia, chola costeña o encopetada coquetuela. 
En las madrugadas del siglo XXI cuando la ciudad duerme, en las calles más tranquilas del centro de la ciudad o del barrio de Las Peñas, todavía se debe escuchar románticas serenatas frente a los balcones de las amadas, en que el charrasqueo de las guitarras rasgaba el aire acompañando canciones como: “Enamorado” que a principios de siglo XX, decía, “Al pie de tu reja, te canto adorada, la canción divina de mi corazón”, o “La Maravillosa”, que resumía amor cantando, “Mi fiel corazón, por ti está suspirando”.
Con un sereno de tres canciones escogidas los enamorados se juraban amor eterno, no era necesaria declaración alguna. La voz romántica y sentimental del cantante interrumpía los sueños de las bellas. Y tras las celosías de las persianas, resaltada por la luz mortecina de una vela, se percibía la ansiosa silueta de la hembra que mostraba sus hombros desnudos flanqueados por una cascada de rizos negros. 
Al amanecer, cada voceador mañanero proclamaba a todo pulmón la bondad de su oferta: el verdulero elogiaba el rojo del tomate, el carbonero, al hecho de guayacán o algarrobo, el vendedor de aguacates voceaba que todos eran “de la pepa floja”. El joven humilde que se ganaba la vida vendiendo los diarios, asimismo se desgañitaba “niversiteliéeegrafo”, con la noticia del griego “Papadópulos” que murió descuartizado de El Salado.
Como un eco lejano del siglo XX, aun resuenan en el vecindario las voces fantasmales de los pregoneros. El “trulirulí trulirulá... trulirulí trulirulá”, de la armónica con que el afilador de cuchillos y tijeras anunciaba su presencia. El vendedor de patas de cerdo, ofrecía “patalavá, niiiña”, “mondonguito de borreeego” o del pescador que brindaba “corviniliiisa” patrona. Vocerío tempranero que rompía el silencio como un gallo madrugador, que hoy inunda igual, pero con temor a las pandillas, el espacio suburbano. Era la voz de la ciudad, el rumor cotidiano, vigoroso palpitar y alegre despertar de un pueblo trabajador. 
A la media mañana hasta después del mediodía, recorría las calles el vendedor ambulante de telas, el sencillero característico del Guayaquil comerciante, que vendiendo fiado y en actividad constante aprendía a vivir de su esfuerzo. Al atardecer, los dulceros anunciaban sus golosinas, “Bolemaní y melcocha”, “pan de yuca y carmelitas de yema”, “chocolatín y cocada”. 
También recorría las calles el piano ambulante. Una caja musical que al girar una manija movía un rollo perforado de pianola y esparcía en el ambiente sus melodías. También solía llevar algún animalito: a veces un mico, un canario, un loro o un perico entrenados para sacar de una pequeña caja un papelito plegado, que decían a quien había pagado para escuchar la melodía, la buenaventura, un amor por llegar, una visita inesperada, la ansiada riqueza, etc., pero nunca malos presagios. La melodía más frecuente de escuchar era la alegre “Virgencita” que se cantaba fácil: “En una mesa te puse un ramillete de flores, Mariana no seas ingrata, regálame tus amores”.
Al caer la tarde, desde los cafés y las llamadas pesebreras donde se bebía buen chocolate y se jugaba dominó, inundaban el ambiente los pianos y pianolas. La animada melodía de la canción “El Zorzal”, incitaba a los comensales a cantarla: “Cuando era joven, nunca me olvido, vivía en un rancho, bajo un sauzal, entre sus ramas colgaba un nido y allí cantaba siempre un zorzal”. El valsecito “Un pueblito español” dejaba correr sus estrofas sentimentales y las lágrimas de algún inmigrante ibero: “En una aldea de España, oí un canto de amor, suave, evocador, una canción de recuerdos, y muy sentimental, que decía así. Linda casita pintada de blanco color, tus tejas rojo fuego que me hablan de amor”.
En los viejos barrios, donde todavía estimula los sentidos el alardeante aroma emanado de las cocinas en que se cocía dulces de pechiches o guayabas, se sentía la tardecita refrescada por el “chanduy” (brisa que viene del mar sobre esa población) y a la “oración” (cuando se oculta el sol). Los enamorados y sus chaperonas se paseaba en la “góndola” tirada por una mula sobre los rieles del malecón, para tomar “el fresco de don Silverio Ponce”.  
Por las noches, las caminatas sin miedos, a veces bajo la luna, eran realmente gratas. La brisa fresca propagaba risas femeninas y esparcía por la orilla voces y olor de juventud. Algo más tarde, se disfrutaba de las tortillas de maíz en la calle Rocafuerte o frente al cementerio. El vendedor de “can de Suiza” (candy swiss), instalado con su charol en cualquier esquina, encendía su lámpara tan brillante que opacaba la macilenta luz de las calles. 
En la noche oscura, cuando por los tejados solo se veían gatos en celo, nuevamente rasgaba el aire la cadencia romántica de las vihuelas, que junto a trémulas notas de las guitarras esparcían el acompañamiento apasionado a las canciones de amor. Y bajo la soñolienta vigilia de algún “celador” se abrían quedamente las persianas para mostrar la atrevida silueta de la mujer amada.
Guayaquil, es una mezcla de tesón y energías nacidas de una lucha permanente contra la adversidad, protagonizada por un empresariado y un pueblo trabajador siempre decididos a emprender y prosperar en libertad. 

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