martes, 27 de agosto de 2019


La lucha por la higiene


La normal necesidad de las gentes por “expansionarse” o “aliviarse”, y al no haber en Guayaquil lugares adecuados a su alcance, sino bajo los árboles o cercas de los solares, obligó a que proliferasen las “balsas de baño”. Las cuales fijadas a la orilla del río mediante maderos hincados en el lodo se mantenían inmóviles en el fluir de las mareas. Como estos lugares eran el medio de subsistencia de familias que vivían de la actividad del río, además de dar facilidades para el acceso mediante gruesos tablones, estaban obligados a ofrecer ciertas comodidades, más limpieza y ventilación.
En el plano de Villavicencio levantado en 1858 las ubica a uno y otro lado del actual hemiciclo de La Rotonda. Posteriormente el Municipio incluyó en su presupuesto el ingreso generado por concepto de tasas municipales impuestas a las balsas de baño y simultáneamente promulgó un reglamento que normaba su funcionamiento como negocios rentables. 
Este instrumento regulador disponía, por ejemplo, que los propietarios debían conservar las “piezas de baño en estado de aseo y buen servicio, sin registro ni comunicación entre ellas, lo mismo que los excusados y comunes”. Lo cual quiere decir que los había comunales o colectivos, como los construidos por los romanos en sus celebrados baños, donde numerosos usuarios entraban, se instalaban a gusto mirándose las caras para dialogar. Según las circunstancias, hasta animadamente, quizá se producía una que otra disputa por la urgencia del turno, o talvez echaban mano a recursos que no se pueden explicar.
Entre 1823 y 1840, el drenaje de la ciudad se realizaba a través de los esteros y zanjas que la cruzaban. Condición por la cual, los vecinos en la creencia que el flujo y reflujo de la marea acarrearía hacia el río la basura y otros desperdicios humanos, no vacilaban en arrojar todo lo imaginable a sus cauces. Como este desalojo natural, no era posible, llegaba un momento en que la pestilencia era tan grande, que veían obligados a limpiarlos con el lodo a la cintura.
Pese estos hábitos y a la escasez de recursos, la higiene pública era materia de particular desvelo de autoridades y habitantes, situación que en 1870 forzó el establecimiento de la Empresa de Salud Pública. La cual entre otras tareas, se encargaba de la recolección a domicilio de las excretas humanas, para luego transportarlas al botadero en carretas tiradas por mulares, “envasadas” en barriles de madera con tapa. 
El individuo que se desempeñada en tan edificante como poco atractivo oficio, que implicaba el entrar a las casas los barriles vacíos de renuevo, bajar los colmados, transportarlos al botadero, vaciarlos y lavarlos, se lo conocía como “abromiquero”. Esta palabra, de uso común entonces, seguramente fue aplicada para identificar en forma respetuosa a este trabajador sacrificado, evitando señalarlo con alguna expresión que podía resultarle ofensiva. 
En 1878, a fin de financiar los trabajos de saneamiento, fueron creados los impuestos de 20 centavos por quintal a la exportación de caucho, cacao, café, quina, zarzaparrilla, mangle y cueros; 10 centavos por quintal de orchilla y 25 por cada centena de cañas guaduas. Lucha sin tregua contra la pobreza, la mala educación, la naturaleza, que generaba una apremiante necesidad de limpiar la ciudad, que la vemos anunciada mediante avisos en los periódicos, bajo epígrafes como el siguiente: “Para inteligencia del vecindario”.- “El que suscribe pone en conocimiento del público, que desde el 1o. del presente se ha hecho cargo, por la Contrata con la I. Municipalidad del aseo de calles; y le suplica que se abstenga de arrojar la basura a la vía pública después de barrida, por estar prohibido en el reglamento de Policía, el mismo que se ha distribuido a la población, inclusive la tarifa del citado ramo”. 
El saneamiento de Guayaquil fue una permanente y ansiosa búsqueda de todos los ciudadanos. Las descripciones de nuestra ciudad que abundan, los párrafos que se refieren a su higiene nos dejan ver el medio precario e insalubre en que vivían nuestros ancestros. Explicaciones duras hechas por extranjeros que apenas estaban de paso y venían de ambientes mejores. Lucha por superar lo malo, que los llevó a imaginar las cosas más insólitas y antitécnicas, no solo por la falta de recursos humanos sino económicos. Situación que hoy conocemos, pero que no podemos admitir que estaban felices de vivir en las condiciones que a diario se daban.
Las ordenanzas municipales de Aseo de Calles, de principios del siglo XIX, curiosamente disponían en su artículo 49, que “Nadie podrá arrojar a las calles, plazas, acequias ni otros lugares públicos aguas inmundas; ni tampoco basuras, animales muertos, etc.; fuera de las horas señaladas para el efecto”. Es decir, que se podía hacerlo en cualquier parte, sin cuidar de qué se trataba siempre y cuando se respetase el horario establecido.
Con el paso del tiempo y el crecimiento arbitrario de la ciudad paulatinamente quedaron bloqueados los drenajes naturales del terreno. La tierra plana de Guayaquil, sin pendientes, cuyos drenajes, labrados sus cauces por las torrenciales lluvias a través de los siglos, una vez privada de estos, se vio sometida a constantes inundaciones. 
Desde esa época hasta nuestros días, pantanos y esteros fueron desecados y cegados con el relleno de cascajo que requirió la ciudad para expandirse. Ausencia de drenajes que en 1896, llevó al gobierno del general Alfaro a establecer la primera Junta de Canalización y a los tres años fijar un impuesto del 1% sobre la propiedad urbana para financiar tales trabajos. 
En 1900 es declarada obra nacional por el mismo gobierno, pero como era ya casi una costumbre, se produjeron una serie de intentos sin resultado. En 1907 se pusieron en funcionamiento los hornos crematorios para incinerar la basura, uno al sur y otro al norte de la urbe. El señor Luis Alberto Carbo, que había vuelto a la ciudad luego de graduarse de ingeniero en la Universidad de Columbia, Estados Unidos, fue quien los diseñó y construyó. 
Desde tiempos lejanos la indisciplina ha sido la lamentable constante de los habitantes de Guayaquil. La gran mayoría de los emigrantes, raíz de las clases menos favorecidas ha provenido siempre de familias del campo, carentes de hábitos comunitarios y acostumbrados a que los desperdicios sean degradados por la naturaleza. De allí la lucha que hasta hoy sostienen las autoridades por conseguir que la población no arroje los desechos en la vía pública.
Avisos en los diarios nos demuestran la permanente preocupación por educar a la sociedad: “faltas de barrido encontradas ayer por la mañana: en la calle de Colón, dos montones de basura, en la primera cuadra de la calle del Chimborazo dos ídem; en la segunda cuadra de la calle del Morro, un ídem; y un perro muerto de hace dos días. Se notificó a la señora Jacinta Albán para que componga el desagüé de su casa de la calle del Chimborazo. Se castigó a dos muchachos sorprendidos arrojando virutas cerca del taller de Mayer y Freire”. 
Estas recomendaciones encajaban perfectamente en la eliminación de los focos de infección que eran el viejo edificio del Cabildo y el mercado adosado en su parte posterior. Y, basada en ellas, la opinión ciudadana se encendió, y se hizo público que habían tiendas y bodegas establecidas en torno a la Casa del Cabildo desde 1818. Las cuales, con el solo requisito de pactar con la municipalidad un nuevo canon de arrendamiento, pasaban como bien hereditario de generación en generación. 
La mayoría de ellas, en deplorable condición eran criaderos de sabandijas dañinas, y tenían más de cien años infectando un amplio sector del barrio del Centro. Ante tal estado de degradación sanitaria y, la imposibilidad de desalojar por la vía pacífica a quienes se negaban trasladarse a un nuevo mercado, el Concejo maduró la idea de incinerarlas. ¡de pegarles fuego! 
El 19 de marzo de ese año, “El Grito del Pueblo” anunció las medidas que, con tal propósito, se cumplirían ese mismo día, con la vigilancia de las autoridades y naturalmente del Cuerpo de Bomberos. “Este cuerpo principiará a organizarse a la 8 a.m. para atender a la defensa de las manzanas circunvecinas a la antigua Casa Consistorial (…) Se dividirá en cuatro partes correspondientes a las cuatro brigadas que lo forman y que bajo el comando de sus respectivos jefes, ocuparán los siguientes puntos”. Planificación que también preveía medidas para “El caso de surgir incendio en otro punto de la ciudad, quedarán en reserva en sus respectivos depósitos, una guardia formada por cinco hombres provistos de un carro de mangueras”.
“El Grito del Pueblo”, el viernes 20 de marzo, en una nota titulada “Demolición e Incendio de la Antigua Casa Consistorial y la Plaza de Abastos” comenta el hecho, diciendo: “Recomendable trabajo de los bomberos (…) Y ardió, cayó, se hundió, pasó a la historia sin que alma compasiva se hubiese dolido (…) ¡Pobre Casa Municipal! Había cumplido su misión (…) ¡Y todo por la ratas! ¡Ah, las malditas ratas!” 
En un álbum especial publicado por la Revista Patria número 19, cuya aparición anunció “El Grito del Pueblo” el 22 de marzo, aparece una página entera con fotografías del incendio planificado por las autoridades y la participación del Cuerpo de Bomberos de Guayaquil (fondos del Archivo Histórico del Guayas). De esa forma se organizó y ejecutó  la demolición por fuego, tanto del edificio municipal como de todos los puestos, tendidos, tiendas, bodegas, etc., adosadas a él. No cabe duda que debieron estar seguros de lo que hacían. Fue un acontecimiento de excepción, que convocó a una ciudadanía sorprendida, por el hecho de provocar un incendio en una ciudad que se aterraba con ellos. Sin embargo, el solar vacío que había quedado luego de la incineración de la Casa del Ayuntamiento y su mercado de inmundicias, el Concejo, seguramente para no dejar en la desocupación a muchos informales, lo arrendó a comerciantes de víveres a fin de que instalaran allí sus tendidos. 
Finalmente, en 1911 se concretó por parte del Congreso una autorización al gobierno del general Eloy Alfaro, para obtener un préstamo de cincuenta millones de francos oro, destinados a financiar las obras contratadas por Edmundo Coignet con el Concejo Municipal, con la Junta de Canalización y la Proveedora de Agua. Suma de la cual, veinte millones se aplicarían para efectuar el pago de los trabajos de canalización ya iniciados y el saldo, destinado a la ampliación del abastecimiento del agua potable, la construcción del nuevo malecón y la cancelación del préstamo que el Banco Hipotecario había otorgado al Municipio. 
En 1914 fue suscrito el contrato con la firma inglesa J.G. White & Co., una de las más prestigiosas y experimentadas en la materia originaria de la Gran Bretaña. Con ella se iniciaron los trabajos de saneamiento y agua potable, que en los primeros años de la Primera Guerra Mundial, se vieron retrasados por la falta de espacio naviero para la importación de los materiales. 
En 1918, al terminar la Primera Guerra Mundial, la White, luego de cumplir su contrato parcial se había retirado. El 5 de enero de 1919, con la ya conocida compañía francesa de Edmundo Coignet se firmó un contrato más amplio para el saneamiento de la ciudad. En esos años fueron ensanchadas varias calles y canalizado un amplio sector céntrico de la ciudad. Y en los arrabales se taparon varios esteros, se limpiaron los manglares, especialmente en el sector de El Salado. 
El 14 de agosto de 1930, luego de muchos años de afrontar Guayaquil muy graves problemas sanitarios, se llevó a cabo la ceremonia de inauguración de la cloaca matriz de las obras de alcantarillado de la ciudad.
La juventud que hoy vive en la ciudad, exceptuando la mayor parte de la zona suburbana, encuentra que las calles son pavimentadas y que el agua potable fluye por un grifo; que el baño de sus casas drena a un sistema domiciliar de aguas servidas que converge a una red matriz; que al accionar un interruptor eléctrico se ilumina la habitación; que tiene transporte para movilizarse a la escuela, etc., etc.
Pero, ninguno sabe cómo llegó la ciudad a disponer de tales servicios y sobre todo, quiénes lo hicieron. Si la educación fuese mejor, y los maestros más cercanos y atentos a su apostolado, sabrían que tras de todo eso hubieron hombres que lucharon por alcanzar esos niveles de vida, si no perfectos, muy por encima de los que ellos tuvieron. Para valorar la ciudad y amarla, es necesario el conocimiento de su historia.


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