viernes, 23 de agosto de 2019


Las mariposas y el candil



En la Guayaquil trasnochadora y tunante, desde siempre, la vida diaria citadina ha tenido mucho colorido. No nos sorprenda entonces la forma en que rameras, cortesanas, perendengas o zurronas ejercían la profesión más antigua. En 1809, los balseros atracados a la orilla del río, disimulado en su actividad de verduleros, hacían pingüe negocio al facilitar cuartos flotantes para aliviar marineros, que luego de larga abstinencia, desembarcaban en busca de pelanduscas dispuestas a entregar sus encantos por unos cuantos reales. Hay documentos de la época que citan a tres mulatas de renombre, hijas de esclavos que habían, como era costumbre, adoptado el apellido de sus amos, que vivían en los bajos de la casa del Regidor don José Gorostisa. La una, la alcahueta, Manuela conocida como la “colorada”, corría a sus hijas Ventura y Ramona, de las cuales la segunda, por más señas, “tenía una cicatriz en el glúteo derecho, causada por la puñalada de un soldado celoso”. 

En 1818, no faltó quien se ocultara en respetable boda, pues, en extenso juicio María Pedrosa de 25 años, viuda de don Genaro León de 82, acusa a Ignacio Cabanillas de haberla calumniado diciendo que: “desde el tiempo de casada havia sido una p…écora arrastrada, pues lo havia ejecutado con el negro Pablo de don Mariano Franco (…) y que el mismo, Cabanillas, había disfrutado de ella”. Cinco años más tarde, luego de juzgar la vida escandalosa de Margarita Vera, “concurrió gustosa a que sus hijos se entregasen a personas de probidad, religión y facultades para que como padres adoptivos les enseñaren y educaren, y consecuente con esto se pusieren a Rita en casa del capitán Nicolás Antonio Martínez, y a Dominga en la de la señora Antonia Lara”.

A finales del siglo XIX, las meretrices “populares” ejercían en pequeños cuartos. Y, mientras estaban desocupadas permanecían de pie ante sus puertas. Esto hizo que el ingenio popular, estableciese un paralelo con lo que ocurría en las refresquerías que funcionaban en quioscos en las esquinas. Establecimientos que, para sus entregas, tenían un amarradero en el que ataban una burra (menos problemáticas que los burros), como quien tiene una camioneta de servicio al pie de su negocio. Mas, estando atadas, y en celo, cualquier asno callejero que acertaba a pasar las sometía a sus apetencias reproductivas. Por esta similitud con las burras atada frente negocio, las hetairas fueron motejadas como “burras de refresquería”.

Al empezar el siglo XX, el semanario “El Ají Picante” (1903), se refiere a jóvenes divertidos o tunantes embriagados, que corrían por el Boulevard en el auto Nº 12 acompañados de las “mesalinas Rosa Roca y Mercedes Matamoros, formaron un fenomenal escándalo en altas horas de la noche, hasta que varios guardianes de Policía, los redujeron a todos a chirona”. Entre octubre y noviembre de 1920, según el Diario Ilustrado, las peliforras no eran novedad en las calles de Guayaquil, pues en Vélez, junto a la Plaza del Centenario una damisela traficaba sus bondades fuera de los barrios calientes. Y, El Guanteasegura no saber “a título de qué compadrazgos, en Chanduy, entre Ballén y Aguirre; en Boyacá entre Aguirre y Luque, se hallan tranquilas unas viejas pecadoras del gremio”. Fue así que el intendente de policía echó de tales sectores a “Mercedes Alegría; Isabel Torres; Victoria Haro; Rosario Fiallo; Celinda Paredes; Flor Icaza; Blanca A. Parra; Rosa Andrade; Margarita Rendón; Luz M. Tinajeros; Ana Echeverría; Carmen Díaz; Natalia Montalvo; Natividad García; Antonia Cobos; María Esther Medina; Guillermina Castillo; Rosalina Echeverría y Ursulina Andrade”.

Entre los años 30 y 50, oíamos las voces y guitarras rasgar la noche con sus notas, las serenatas hacían abrir las persianas y despertar al barrio. Sin embargo, el romanticismo muchas veces era interrumpido con “baños” no gratos arrojados desde el balcón por algún padre celoso. Húmedos y escarmentados, los galanes se “abrían mar afuera”, a los barrios calientes, donde las “palomillas” saturadas de alcohol, adueñadas de los burdeles se disputaban a pescozones, cuchilladas o botellazos el favor de las mozcorras. Muchos pasados de copas, descubrieron al despertar en el cuartucho, que el sueño le costaba más que toda la “farra”, pues les habían limpiado los bolsillos. 

Lupanares, burdeles o cabarets, los había de aquellos en que se bebía y bailaba, hasta los que ofrecían “cama, dama y chocolate”. En privados, donde podía suceder cualquier cosa, se daban desde el robo al dormido hasta el escándalo por “perro muerto”. Habían algunos financistas del sistema, pero “el cacho”, y Generoso eran los más fuertes. El servicio para ejercer la profesión consistía de cuartos estrechos, verdaderos antros, casi cuevas. Muy rentables por cierto, pues a cambio de un tugurio de ínfimas condiciones, las “horizontales” debían entregar un elevado porcentaje de sus tarifas. 

Una vez desocupadas se arracimaban en la sala de baile, en espera de parroquianos, o se dedicaban a hacer beber y gastar a los presentes. Apretujadas, en unos cuantos muebles destartalados, rozando entre sí sus pieles brillantes, exhibían ociosas y sin pudor, el cuero picoteado y estropeado por el uso. El cabello apelmazado con grasas baratas, saturadas de fragancias empalagosas. Maquilladas con coloretes chillones y exageradas ojeras, apuntaban a quien pague la tarifa. Las de más categoría, con miras a que alguno las despose y las retire honrosamente del servicio público, se las hallaba en lugares más discretos, casas de cita a cargo de alguna tratante. 

Las había recién iniciadas, de recursos e imaginación y las de casta o con cierta clase. De estas últimas se decía “no saber por qué las llaman mujeres malas, cuando son tan buenas”. Por aquellos años hicieron época “la papirusa”, que había sobrevivido de padres a hijos como bien sucesable. Blanca Blanco, “la caballo de paso”, “la venada”, “la china” Olga, las tres hermanas Pozo, “la cucube”, la gran Carlota, entre muchas otras. Las jóvenes imaginativas sobresalían entre la flor y nata de las más buscadas y mejor pagadas. 

Sobre “la papirusa” se cuenta que, ya vieja, luego de triunfar con su mancebía, logró hacerse de medios para viajar con frecuencia. Cada vez que partía lo anunciaba en los diarios: “La señora HB, próximamente viajará a Europa, y pide órdenes a sus amistades, para París, etc.” Cierta ocasión, una dama conocida, encontró a esta encantadora guayaquileña en un “tour” por Europa. Subyugada por su trato fino, la convirtió en asidua compañera de jornada. Cuando volvió, informó al esposo de su nueva amistad. “Tan devota” en Roma, dijo, “qué simpática, qué dulce”, la ponderó. “Me ha dado su teléfono para frecuentarnos”. “Qué bien”, respondió el marido, “¿por qué no la invitas a tomar el té?… Y, ¿cómo se llama?”, “Hortensia B.”, respondió ella. Al cliente habitúe de la “papi”, le bastó oír el nombre para poner distancia de por medio.

A “la venada” la corría un alcahuete apodado “gavilán”. Finalmente la acogió el tío “orejón”, la honró y mantuvo largos años. Mujer sensacional, tanto, que vale la pena recordar su hermosa apariencia. Mi generación la conoció por los años cuarenta, cuando todavía joven y atractiva, daba más candela que Mesalina. Iniciada a los dieciséis años, la motejaron así, precisamente porque su piel era color venado, brillante como miel extendida sobre mármol. De cuerpo bien formado, cimbreante, duro, sensual, su pecho era firme y agresivo como el que más. Atrevida desafiaba las miradas con sus ojos verdes almendrados, el cabello negro tornasolado lo estiraba en un moño, nariz pequeña y fina, labios abultados e incitantes, la hacían, pese a su condición, persona nada vulgar. A tal punto que, en más de un salón europeo pudo ser paseada como princesa de algún país exótico. 

A la vida de quienes eligieron ejercer esta profesión bíblica, inextinguible, Medardo Ángel Silva, el joven poeta guayaquileño, proclive a la tristeza y al suicidio, dedicó lo siguiente: “Y he visto jovencitas prematuramente procaces, con esa inconsciencia graciosa, (...) estas muchachas locas de su cuerpo (...) No saben la tristeza del burdel, la tristeza de la vida en contacto con cuanto hay de bajo y sucio en la ciudad. (...) Vejada por la sociedad, vejada por el estiércol humano. (...) esta infeliz prostituta hace rebozar mi corazón de piedad”. 

Estoy seguro que, más de un gato viejo que sueña hoy con ratones tiernos, esta nota sobre la vida diaria guayaquileña, no le parecerá nada exagerada.

1 comentario:

  1. Esta crónica forma parte de la historia real en la Perla del Pacífico,muy bien desarrollada con el clásico estilo fluido y generoso de su autor... Felicitaciones, José Antonio.

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