martes, 9 de junio de 2020


La cocina en América
Los frailes dominicos fueron los religiosos de la conquista, ellos se embarcaron en la aventura para difundir el cristianismo en un mundo desconocido. En este empeño y cegados por el fanatismo destruyeron una civilización autóctona, sus creencias y culturas. Cuando Santiago de Guayaquil sufrió su última mudanza a la cumbre del cerro Santa Ana, que parece haber ocurrido el 25 de julio de 1547 en coincidencia con la fiesta del apóstol Santiago, allí estuvieron los dominicos, y cuando la ciudad comenzó su expansión levantaron el primer convento y capilla.
En 1593, llegaron los agustinos y levantaron su convento en la orilla norte del estero de Villamar (actual calle Loja), opuesto al astillero, luego de lo cual la ciudad se extendió hasta ese punto. El 2 de junio de 1603 arribaron los franciscanos y en julio de 1672 se tomaron las primeras providencias para establecer un convento de monjas. En los cabildos celebrados el 18 de noviembre de 1674 y el 3 de abril de 1678, se resolvió iniciar la colecta pública destinada a levantar el edificio para el primer convento de monjas.
Por estos contactos, cada uno en su tiempo y lugar de la extensa América que constituyó el Imperio de Ultramar, los evangelizadores lograron hacerse de la información y conocimiento de plantas nativas medicinales, habilidades que fueron incorporadas por los protomédicos en su práctica con pacientes en los hospitales. También lograron una recopilación extensa y detallada sobre la dieta diaria, basada en la utilización combinada de bienes alimenticios americanos con los llegados de Europa. 


Tanto los conventos como los hospitales, gracias a la acuciosidad de los primeros frailes de las órdenes mencionadas, se logró la identificación y uso de la zarzaparrilla, utilizada contra las bubas o mal francés, la quinina, con la que lograron aliviar a los palúdicos, la manzanilla, el orégano y tantas hojas y yerbas utilizadas por los nativos para los males estomacales, fracturas y heridas. Fueron verdaderos centros de investigación que aportaron grandes descubrimientos para la farmacopea mundial. Religiosos que gracias a su práctica y experiencia comunitaria lograron aumentar la producción agrícola, logrando así penetrar y participar en su organización. Fueron también los portadores del conocimiento para la perforación de pozos y búsqueda del agua subterránea destinada al consumo y a la irrigación.
Los frailes llegados a catequizar las Américas, encontraron que el gran vehículo para alcanzar la atención de las comunidades indígenas, eran las fiestas religiosas, para lo cual tuvieron buen cuidado de darles características semejantes a sus prácticas religiosas. También las representaciones teatrales interpretando la expulsión de los moros, fueron importantes y utilizando imágenes santas difundieron la religión cristiana, la formación en valores, la historia de España, la política, etc. Actividades que pese a la alimentación regularmente frugal de los frailes y de ayunos y abstinencias de las monjas, terminaban en grandes fiestas y comilonas públicas.
En las fiestas públicas como la coronación de un nuevo rey o el nacimiento de un príncipe, celebradas en las capitales de los virreinatos, participaban los virreyes, sus esposas, los arzobispos, etc. Empezaban con el paseo del real estandarte convocaban a toda la población local y pueblos vecinos, cabalgatas cargadas de boato y mucho aparato culminaban en un estrado levantado en la plaza de armas, donde entre vivas y loas al acontecimiento se leían los bandos que lo anunciaban de viva voz. También se exaltaban hechos como la fundación de ciudades, el ingreso de novicias a la vida religiosa, el santo patrono de las ciudades o de los conventos, etc. Celebraciones en las que se ofrecían los más deliciosos platos, basados en la carne de cerdo, y dulces elaborados en los conventos. En estas fiestas se exponía la más relevante mezcla de recetas europeas y americanas elaboradas por las criollas educadas en los conventos.
Las costumbres alimenticias variaban conforme la ecología continental, en países como el nuestro, en las tierras altas el clima favorecía el cultivo del trigo, que permitía la elaboración de un pan de buena calidad, luego prosperarían la cebada y la avena, mas en las sabanas tropicales, el plátano y el maíz lo reemplazaban ampliamente, cuyo producto era conocido como pan del pobre, cosa apartada de la verdad pues las clases altas los consumían con avidez. La alimentación principal fue a base de grandes cantidades de carne, especialmente de cerdo y borrego, que fueron los animales domésticos que más acogida tuvieron entre la población indígena especialmente en la andina. 
Sin embargo, en forma paulatina, llegadas de Europa se introdujeron en los conventos y de allí se generalizaron en la dieta diaria las legumbres, verduras y hortalizas, haciendo evidente la preocupación por un balance en la alimentación que se acentuó con el paso del tiempo y la llegada de extranjeros. De esta forma, con la incorporación de los vegetales la comida colonial se hizo menos cárnica. Los frutos nativos americanos, los europeos y otros de origen asiático y africano, como los cítricos y las nueces, avellanas y almendras. se expresaron en las mejores recetas de cocina salidas de los conventos 
Los cerdos, gallinas, ovejas, cabras, vacas, caballos, fueron los primeros animales doméstico que llegaron con la conquista se reprodujeron con facilidad y aportaron su carne, huevos, leches y mantequillas, etc. Luego los frutos traídos por los europeos, algunos de ellos de origen asiático o africano, se produjeron muy bien, destacándose los cítricos. Las hiervas aromáticas europeas, la especería asiática y africana como el anís, azafrán, albahaca, cilantro, canela, clavo, jengibre, mejorana, mostaza, orégano, pimientas y romero, que junto a las nativas vainilla, achiote y cacao, formaron rápidamente parte del recetario de la cocina colonial


En los inicios de la conquista, las encargadas de preparar la comida para los españoles, fueron las indígenas. Pero con la llegada de la mujer conquistadora, que “en la economía, en la sociedad, en las artes, en la política y en su misión trascendente como creadora de pueblos” (Borges Analola: Anuario de Estudios Americanos, 1972),hizo que las cosas cambiaran. De esta forma la mujer del pueblo, que tuvo el coraje de abandonar su vida en la Península, que aunque pobre, y pueblerina tenía el recurso de familias constituidas, simboliza la pasión de dominio, pasión amorosa, heroica fidelidad conyugal, autoritarismo, extraordinaria fortaleza. Verdadera protagonista del acto heroico de sumarse a la conquista se encuentra desbordada por la fuerza de los hechos, pero inmersa en ellos. En 1604 Felipe III quedó sorprendido al enterarse de la presencia de aproximadamente seiscientas mujeres en la flota salida ese año hacia México, cuando él no había autorizado oficialmente y tras las debidas formalidades administrativas más que cincuenta.
Como los utensilios de cocina de metal, resultaban escasos y costosos, fueron reemplazados por la alfarería indígena, que en la medida de su perfeccionamiento y enriquecimiento gracias a la incorporación de la técnica del vidriado, se incorporaron nuevos diseños que permitieron utilizar el aceite de oliva para freír los alimentos, más que la mantequilla, pero al igual que la manteca de cerdo. 

 Otras formas de cocer los alimentos fueron el asado y el horneado, tareas realizadas 

en una habitación destinada a tales actividades, estancia que en la casa de los pobres era pequeña y en la de los ricos, como hasta hoy, era amplia y separada del comedor. 


“Había por lo menos cuatro categorías de pan, siendo el blanco el mejor. También se elaboraban bizcochos, buñuelos, hojaldres, empanadas, y pasteles salados y dulces.

 La carne era otro aspecto importante del abastecimiento. Se establecieron mataderos y rastros en las afueras, para sacrificar el ganado en pie que llegaba a las ciudades conforme a las costumbres españolas (…)

 Otro elemento importante fueron las bebidas”. 
El aguardiente fue muy difundido y si bien en un principio no hubo problemas, luego se prohibió, y solo se lo vendía en las pulperías y era apreciado por los indígenas. 

El vino tenía la preferencia de los españoles, pero su desarrollo fue muy limitado, por lo cual de lo traía de España.

 La cerveza era considerada muy buena para la salud, por lo cual se comenzó a fabricar y beber, aunque solo por los españoles ya que los indígenas continuaron prefiriendo el aguardiente (Anuario de Estudios Americanos). 

miércoles, 3 de junio de 2020



San Biritute

Cuando en 1517, la “Santa Inquisición”, célebre institución de la oscura España medieval es trasladada a América, la información sobre la sexualidad entre aborígenes comienza a distorsionarse y la Iglesia a reprimir costumbres ancestrales. Las crónicas salidas de la conquista basadas en la tradición oral de los pueblos indígenas, de las cuales nacen la leyenda y el mito, son fuentes a las que recurre la historia a falta de una documentación fehaciente. Pero, al ser prohibidas y satanizadas las naturales costumbres y expresiones culturales, sobre la práctica sexual prehispánica, lo único que hemos podido conservar de esta, es la representación muda manifestada en vasijas y figurillas de barro o en monolitos esculpidos en piedra.
El español tan vinculado a los movimientos y migraciones de la humanidad a través de la Península Ibérica, aprendió a no detenerse en nada ni andarse por las ramas en aquello de poseer sexualmente a mujeres de diferentes razas. Manifestándose primero con las moras y judías, y cuando llega como conquistador del Nuevo Mundo, donde había multiplicidad de costumbres en la práctica sexual, en particular aquella de la relación previa a cualquier tipo de unión formal, no tiene límites en hacerlo con las indias y más tarde con las negras. Y si a esta tendencia le agregamos la práctica común de la sodomía entre los nativos, la tradicional rijosidad latina y la palabra cálida dicha al oído de sus mujeres, causó una verdadera explosión demográfica. Pues, según la tradición a ellas las hacía muy felices y a sus familias muy honradas de que sus jóvenes hembras pariesen hijos de los conquistadores.
Este encuentro sexual entre dos culturas, produjo en la autóctona conductas extrañas en la relación familiar, al punto que provocó la promulgación de muchas ordenanzas que establecían castigos para “el indio cristiano que tuviese acceso con india infiel o estuviere amancebado con ella, por la primera vez, que lo trasquilen y den cien azotes... También se le prohibió tener a su lado a “hermana suya, ni cuñada, ni tía, ni prima hermana, ni manceba de su padre”, no fuera que entre ellos hubiese una unión carnal reñida con la religión. Es decir, que se produjo lo que podríamos llamar una estampida carnal, un ocurrir de todo entre todos. 
Esta breve información adquirida nos llevó a averiguar, muy superficialmente por cierto, qué ocurrió entre nosotros. Y descubrí una tradición sobre un tótem, que además de atribuírsele gran cantidad de poderes para hacer felices a nuestros indígenas de los manglares y de bosque tropical seco, era un símbolo sexual armado de tremendos atributos llamado San Biritute. Pero, no te asustes querido lector, no se trata de un desviado del santoral de la Iglesia Católica, sino, según Francisco Huerta Rendón, del amo y señor del recinto de Zacachún perteneciente a la parroquia Julio Moreno en la provincia del Guayas. 
Este nombre lo lleva nada menos que un tótem monolítico tallado por los antiguos pobladores del bosque tropical seco, que hoy tiene mucho de seco y nada de bosque, que cubría la planicie de la provincia del Guayas comprendida entre las montañas de Colonche y Chongón y el mar, que hoy, nos quieren robar. Este sitio cuando fue visitado por estudiosos de la arqueología, se situaba entre lomas de poca altura, perdido entre ceibos, guayacanes, amarillos, bálsamos, cascoles, algarrobos y rodeado por brusqueros achaparrados. 
Entonces era Zacachún un caserío de una sola calle que acogía una población muy limitada, que se alzaba sobre el espinazo de una colina marcada con profundas grietas, cicatrices originadas por la lluvia, tal si fuera el erizado y escamoso lomo de una iguana. En una de las lomas comprendidas en esa topografía, oculto desde los tiempos prehispánicos se hallaba un icono deificado llamado Biritute. 
Considerado como una especie de “mentolátum” utilizado para todo (pero que no servía para nada), era venerado por los habitantes del pueblo y tenido por celoso cancerbero protector de sus devotos. Se le atribuían poderes capaces de generar lluvias copiosas y abundantes cosechas, quitar dolores y espantar ladrones. No había dolencia ni padecimiento que se resistiese a sus virtudes curativas. Al punto, que para tratar las enfermedades de la sangre o del padrejón, los zacachunenses no requerían de emolientes o pócimas especializadas, brebajes o pistrajes, aguachirles o bebistrajos, emplastos o menjunjes, cataplasmas o potingues, sino simplemente tocarlo.
Pero estas potestades no solo eran su fuerza ni su vigorosa eficacia, para todo tenía solución y remedio. Hacía que la menstruación volviese a las menopáusicas y que ya abuelas, las mujeres se embarazasen. Igual cosa ocurría con las jóvenes en “estado de merecer” que habían sido sacadas a cuarto aparte, y que pese al empeño del cholo no entraban en aquello de la concepción. 
Para alcanzar su gracia, durante lo más cerrado de las tinieblas y oscuridad de una noche de verano, nunca en invierno porque las lluvias atenuaban sus amplios poderes (palabrejas de moda), las interesadas debían darse un estrecho arrumaco con enérgico restregón y mucha entrega contra la fría piedra totémica, y asir con ambas manos el descomunal, pétreo y erecto falo que sin ningún pudor exhibía el señor de Zacachún.
Pero, pese a los poderes descritos algunas veces solía fallar. Cuando esto ocurría, especialmente en el día de difuntos (2 de noviembre), las perjudicadas, asimismo por la noche depositaban a sus pies la clásica mazamorra morada, plátanos verdes asados al carbón de guayacán, humitas, carnes secas y ahumadas al calor del fogón, etc., para estimular su apetito, pues se dice que los tenía muy variados. En otras palabras, lo que podríamos llamar, un suculento y sustancioso delicatessen, digno del más conspicuo aniñado, que, además, se lo acompañaba generosamente con chicha de jora y aguardiente de punta. 
Los perros y chanchos del pueblo (generalmente abundantes) se daban el atracón del año, como lo evidenciaban los restos esparcidos por el suelo, en clara señal de disputas canino-porcinas. Sin embargo, de la chicha ni una gota había sobrado algún aficionado al picantito del fermento. Después de este espléndido obsequio a la inexpresiva deidad, las interesadas en entrar “en estado”, confiadas, insistían en el estimulante proceso nocturno. Para volver una y otra vez al catre, y encontrar a los Tigreros, Banchones o Villones profundamente dormidos y ajenos a sus requiebros amorosos. 
Así las cosas, entre las afectadas no cabía duda que el culpable de estos aletargamientos carnales o evidente falta de rigor en la obligación marital, no era otro que Biritute. Entonces, a la impasible masa de naturaleza sorda, que mostraba un pudendo petrificado y erosionado por centurias de entusiasta manoseo, se le armaba la gorda. Se encapotaban los cielos y la valdivia cantaba: ¡al hueco va, al hueco va! El más anciano varón del recinto, asumiendo el papel de inquisidor, fuete en mano arremetía contra “Biri” para darle “tute”. Era tan fuerte la azotina que saltaban chispas de su espalda caliza, y las mujeres, esperanzadas siempre en el futuro, formadas en grupo de lloronas o plañideras, coreaban ¡no le pegues más, no le pegues!
Según relatan los cuenteros en Zacachún, reunidos en torno a la candela, el último ejecutor que propinó a Biritute tan inmerecido castigo, no vivió para contar el cuento. Se rasgó el firmamento y se precipitaron tan torrenciales lluvias que se pudrió el maíz, se ahogaron hasta las guaijas y tan malsano quedó el ambiente que a los pocos días acabó la vida del anciano verdugo. Desde entonces, buen cuidado tienen los vecinos de ni siquiera mirarlo mal, no se le ocurra, nuevamente, exprimir las nubes en forma tan exagerada. Las mujeres lo adulan con generosos regalos, lo regalan con alusivas oraciones respecto a su virilidad, pero sin mirar de frente, solo de soslayo, al impresionante príapo.
Con la llegada de los castellanos la fe en la efigie se enfrió, y como no se conocía el viagra, viejos y jóvenes, recurrían a su ancestral conocimiento, medios y recursos estimulantes. Convertidos en Ulises tropicales y muy ligeros de ropas, corrían su propia odisea. Devoraban distancias dentro de su nación huancavilca, vadeaban esteros, trepaban empinados montes y bajaban por tupidas cañadas, cruzaban extensos pajonales y tejidos manglares, para cosechar la estimulante yumbina, en el momento en que el “cuchucho” entraba en celo. Colectar ostiones gordos en El Salado durante la luna llena, hacer pasta de aguacate caído en menguante y amasar maní en leche de burra blanca con la flor del amancay del Guayas. 
Todo lo cual, macerado en el bajo vientre de una viuda joven dormida, pero sin alterar su sueño, se aplicaba como emplasto, usando el rabo de un tejón pillado en el acto reproductor. O se bebía como liviana pócima de un bototo curado con sebo de venado y enjundia de gallina, saturado con efluvios de la panza de un berrugate posorjeño. O se comía como una verdadera ensalada de Afrodita. Pese a esta odisea y a la introducción por los poros o por la vía oral de todo el recetario en el torrente sanguíneo de los recipientes, nunca hubo una explosión poblacional en el pueblo, que hoy languidece casi extinguido.
Hoy que el turismo costeño ha cobrado intensa actividad, debería orientarse hacia el recinto Zacachún para disfrutar de la visión que ofrece en el centro del pueblo, la tosca figura de Biritute junto a una cruz, la cual, un acucioso fraile alguna vez colocó para sustituirlo o por lo menos competir con él. Pero al no lograrlo, debió transar con los zacachunenses para, a cambio de llamarlo y considerarlo santo, permitirles que en la cara posterior del escapulario lleven la fotografía de esta figura porno precolombina.