jueves, 30 de agosto de 2018



El poder de los criollos [1]
Puestas en funcionamiento y apegando su accionar a una política reformista, la vigencia de las Reformas Borbónicas, buscó en su aplicación, la afirmación del absolutismo, y la declaratoria de libre comercio entre los puertos coloniales, los más afectados, al punto de sufrir una reducción importante, fueron los derechos y beneficios de los españoles americanos o criollos. Y pese a ciertas medidas paliatorias nada se pudo hacer para evitar el enfrentamiento de la ideología oficial con el pensamiento de la ilustración criolla.
Por otra parte, excluidos de los cargos importantes de la Administración, vedada su libertad de ejercer sus actividades comerciales y aprovechar los beneficios de su economía, más “la pérdida de privilegios y el desdén con que eran tratados los descendientes de españoles en América por los recién llegados reforzó la identidad de la nueva elite”,[2] que incluía a comerciantes y hacendados, actores de un florecimiento económico que sobrepasaba en mucho al de la metrópoli.
“Pero el relativo bienestar y comodidad no bastaron para contentar a los colonos. Como agudamente señala Harina: <la libertad de comercio dentro del Imperio sólo engendró un deseo de libertad para comerciar con todo el mundo>. La posibilidad de un autogobierno que libere a las trabas comerciales del pacto colonial se hizo cada vez más apetecible”.[3]
De esta forma, acicateados por unas reformas centralistas, que más se parecían una mayor dependencia y mayor sujeción a la corona, los criollos, a lo largo del siglo XVIII y en forma paulatina, incubaron un profundo sentimiento de cosa propia, de nacionalismo en ciernes. Pues, los estratos dominantes americanos interpretaron que todas estas medidas afectaban directamente a sus intereses económicos.
Sin embargo, a finales del siglo XVIII las cosas variaron notablemente como resultado de las reformas que propiciaban el aumento de la producción y de mayores beneficios para la metrópoli y el control de la administración colonial. La mayor parte de la burocracia profesional que actuaba en la “administración colonial estaba en manos de la elite criolla, de manera que las Indias habían alcanzado un nivel de autonomía, que se ha descrito como autogobierno a la orden del rey”.[4]
También, un importante sector social, de los criollos, nada desestimable para la época, por su número e incidencia social, también constituyeron buena parte de la oficialidad de un ejército permanente, que fue fortalecido con el envío desde la Península de regimientos completos, estableciendo un sistema de relevos en el servicio con las tropas locales. Esto permitió a los americanos ser parte de un ejército profesional formado por mestizos y “pardos”, del que buena parte de la oficialidad era criolla;[5] esto explica el número considerable de comandantes militares criollos, debidamente formados y entrenados que se apartaron de la corona y participaron en la guerra de independencia.
Esta conciencia de autoridad adquirida los condujo a alcanzar, además de los cabildos de sus lugares de nacimiento, cargos públicos importantes desde donde hicieron valer su poder y vínculos sociales, lo que influyó enormemente en el desarrollo de un profundo sentimiento de ”patria chica”, es decir, hacia una ciudad o región determinada. Pero, con el paso del tiempo y el conocimiento del continente, este sentimiento se amplió a espacios mayores, y una vez que se crearon universidades en las capitales virreinales y de las audiencias, se fortalecieron los vínculos intelectuales entre las elites criollas, creándose una “conciencia ilustrada” de clase.
Este orgullo se acrecienta con las descripciones de cientos de viajeros, científicos, tratadistas, etc., en que destacan la hermosura de sus capitales, de sus puertos. La prodigiosa naturaleza americana, su fauna y flora, los grandes ríos y cataratas, sus magníficas montañas, en fin, tantas y tan diversas descripciones como las muy numerosas referidas a Guayaquil durante los “viajes románticos” de los siglos XVIII y XIX.
Mientras España se debatía en una grave crisis proveniente del fracaso de la reforma emprendida por Carlos III, que pretendía, además, aumentar el poder político del monarca, los súbditos ultramarinos sucumbían ante la influencia de las bellezas y recursos naturales americanos, relevados por científicos tan diferentes como José Celestino Mutis y José Antonio de Alzate, La Condamine, Jorge Juan de Santacilia y Antonio de Ulloa, Humboldt y muchos más. “Quienes supieron ver con inteligencia y generosidad tanto las maravillosas ventajas de las Indias, como las crueldades de los españoles o la mala administración política y económica”,[6] y además, expresadas en forma magnífica en la literatura del siglo XVIII, protagonizada tanto por criollos americanos como por peninsulares.
Influenciados por la atmósfera de estas condiciones históricas muy singulares, en un gran segmento de los criollos, especialmente de los de mayor preparación filosófica y social desarrollaron un sentimiento de valoración y autoestima que generó indignación por una marginación latente que dejaron sentir mediante numerosos escritos dirigidos al propio rey, al que no cesan de advertir que tal actitud discriminatoria podría llevar a la corona no solo a perder las posesiones americanas, sino a la ruina total del Imperio.
Sin embargo, pasará mucho tiempo antes de que se empiece a conformar una ideología independentista, la cual “sólo surgirá abiertamente cuando se produzca la crisis de la Ilustración, cuando el espacio concebido como <España> cambie radicalmente de significado en la percepción de los que hasta entonces se consideraban, sin perder sus señas de identidad <de las que se sentían profundamente orgullosos>, como los hijos más fieles de la Monarquía Hispánica”.[7]
Por ejemplo, en el caso de nuestra ciudad, los criollos guayaquileños, abogados José Joaquín de Olmedo, Francisco de Icaza y Silva y Justo de Figuerola, fueron designados como apoderados del Cabildo para que “promuevan ante el Rey nuestro Señor, sus Consejos y Tribunales, las causas, negocios y pretensiones de este Cabildo”.
Estos criollos ilustrados en esas funciones promueven la defensa de sus intereses y buscan negociarlo de mejor manera con la Corona. Por eso, en sus cargos que no dejan de utilizar para plantear proyectos y constantes reclamos en beneficio de la ciudad y la provincia. También, Vicente Rocafuerte, a los 26 años de edad es elegido Alcalde de segundo voto, con lo cual se incorpora por primera vez a la vida pública guayaquileña. Asimismo, cuando la representación americana en las Cortes consiguió la ampliación de su participación, fue elegido diputado don José Joaquín de Olmedo.
Su actuación fue tan distinguida desde el principio que, en la Comisión Permanente de Legislación, sucesora de las Cortes Extraordinarias, ocupó el puesto de secretario. Posteriormente fue primer secretario de las Cortes Ordinarias. No tomó parte activa en las discusiones de la Asamblea hasta el 12 de agosto de 1812 en que habló de las Mitas. En su extenso y dramático discurso presentó a la Cámara todos los horrores que causaba tan monstruosa práctica de explotación, y terminó exhortando a los diputados a abolirla. Nunca antes se habían pronunciado ideas tan revolucionarias y transformadoras, que solo su libérrima mente pudo concebir y a la vez exponer tan patéticamente la descripción de aquella gran crueldad, impropia de seres humanos, ejercida contra el indígena.
El 19 de marzo de 1812, en medio de serios procesos políticos de contradicciones y enfrentamientos internos entre los distintos sectores sociales de España, que buscaban promover la liberación, se dan procesos singulares de reivindicación política que se los hace desde la tribuna política de ese momento: las Cortes. En efecto, en 1812 desde las Cortes se promulgó la Constitución Política Española, de corte liberal y en ella, José Joaquín de Olmedo, Diputado por Guayaquil y secretario de las Cortes firmó la mencionada acta, el notable quiteño José Mejía Lequerica, Diputado por Nueva Granada, no pudo firmar por cuanto se hallaba gravemente enfermo y los pocos días murió. Pocas veces, como en esta oportunidad, se puede enorgullecer nuestro país de haber sido representado tan dignamente. Posteriormente, volvió a ocurrir cuando se aumentó la representación a todo el imperio y Vicente Rocafuerte fue elegido a las Cortes españolas para engrosar las filas americanas. Antes de incorporarse, en 1814, pasó por varios países estudiando diferentes legislaciones europeas.
La presencia de estos guayaquileños en Cádiz (Olmedo y Rocafuerte, especialmente el primero) no busca ni pretende el liderazgo de los criollos hispanoamericanos. Tampoco ser simples exponentes de un discurso ilustrado, desde las colonias. Llevan planteamientos políticos concretos para que su dinámico espacio y unidad geopolítica (la antigua provincia de Guayaquil) continúen con su ascenso socioeconómico que se había iniciado en la segunda mitad del siglo XVIII, pese, a la crisis de la estructura socioeconómica colonial.
La formación ilustrada, más francesa e inglesa que específicamente española, de Olmedo y Rocafuerte, los intereses que representaban y la visión estratégica en la cual se movían las elites guayaquileñas, les permitía entender que “para una América que estaba atravesando una crisis económica y que se encontraba amenazada por graves conflictos sociales, el viejo estado imperial había dejado de tener utilidad alguna, de modo que no tenía sentido seguir participando en los costos crecientes de su mantenimiento” (Mario Hernández Sánchez-Barba, América y la Crisis del Antiguo Régimen).
Esta lectura adecuada del momento histórico que vivían, explica tanto el discurso de Olmedo, la resolución final sobre la abolición de la servidumbre indígena, cuanto la conducta posterior de Rocafuerte de no inclinarse ante representante alguno del antiguo régimen.


[1] Marina Alfonso Mola, “Lo mejor de ambos mundos: Criollos”, en La Aventura de la Historia 60, Madrid, 2003. Pág. 66. “No está muy claro en qué momento empezó a emplearse la palabra “criollo” para denominar a los blancos naturales de las Indias, término que además haría fortuna en otras lenguas (créole, creole, criolo). El primer testimonio data de 1567, cuando Lope García de Castro, presidente de la Audiencia de Lima y gobernador del Perú, al referirse a los rebeldes empleó la palabra en cuestión “Esta tierra está llena de criollos que son éstos que acá han nacido. que nunca han conocido al rey ni esperan conocerlo”, sentencia lapidaria, que define admirablemente el término, al tiempo que señala su connotación desdeñosa”
[2] Marina Alfonso Mola, “Lo mejor de ambos mundos, Criollos”, en La Aventura de la Historia, Nº 60, Madrid, Arlanza Ediciones SA. Pág. 67, 2003. “Mitologías y nacionalismo criollo”, Marina Alfonso Mola (Profesora de Historia Moderna de la UNED).
[3] Mariano Fazio Fernández, Op. Cit., Págs. 13-14.
[4] María Luisa Laviana, Op. Cit., Págs. 96-97.
[5] Laviana, Ibídem.
[6] José Luis Peset (investigador de la Historia, C.S.I.C.), “Las expediciones científicas: El rapto de América”, en Aventura de la Historia Nº 60, Madrid, Arlanza Ediciones, Págs. 82-83, 2003.
[7] Marina Alfonso, Op. Cit. Pág. 69.

miércoles, 29 de agosto de 2018



El dominio español: sus efectos y costos
El punto de partida del imperio español es constituir un espacio imperial en ultramar. Para ello buscó que su visión del mundo y sus dominios vayan más allá del Mediterráneo, ocupado y poblado por navíos y navegantes, por un trayecto ultramarino expansivo. En él se establece una red de comunicaciones que por primera vez en la historia humana había alcanzado escala global.[1] El espacio americano del imperio español desde Carlos V a Felipe II, sus límites y características, fueron el resultado inmediato de la apropiación por las armas de extensas zonas del continente. Los espacios sometidos alcanzaron la fabulosa inmensidad de más de tres millones de kilómetros cuadrados, extensión territorial que ofrecía una sobrecogedora y extrema variedad de paisajes y de conjuntos bioclimáticos aplastantes.[2]
La marcada diferencia de origen regional existente en España también fue trasplantada al Nuevo Mundo con todo su rigor y pasión. Feroces rivalidades que a menudo enfrentaban a vascos, aragoneses, castellanos y andaluces, especialmente en el gran centro minero de Potosí, donde era muy frecuente hallar cadáveres descuartizados a la vera de los caminos, como resultado de violentos encuentros nocturnos entre bandos regionales.
Tales rivalidades entre los propios originarios de la Península, que eran minoría en comparación a los criollos, cuyo número aumentaba sin cesar, produjeron un alto nivel de desprecio hacia ellos. Con el solo hecho de llamarlos criollos, ya demostraban su discrimen. Los criollos por su parte, a menudo designaban a los peninsulares en forma peyorativa que no ocultaba la gran hostilidad que sentían. En México los llamaban “gachupines” o “cachupines”, del portugués “cachopo” que significa muchacho. En nuestro país, y los vecinos de norte y sur, se los calificaba como “chapetones” por las mejillas enrojecidas, especialmente en las alturas andinas.
A quienes se identificaba de esta forma, generalmente era a los hombres de paso, que llegaban devorados por el ansia de hacer fortuna y que vivían en permanente nostalgia por su tierra. Para el criollo que se sentía verdaderamente amo de un país ganado con el sudor, sufrimientos y la sangre de sus antepasados, esta ave de paso, no era sino un intruso arrogante, con el perfil desagradable del funcionario ambicioso y corrupto, “hábil monopolizador de gajes y granjería, amigo o cliente de un virrey y relacionado con las autoridades, cuando no lo representaba directamente como un aventurero ávido e inescrupuloso. Hombre, por lo demás, desesperado por irse en cuanto hubiera hecho fortuna, porque no abandonaba sus costumbres y gustos metropolitanos”.[3]
Por otra parte, las investigaciones realizadas sobre la época, lamentable y mayoritariamente se han centrado en el tema sobre el relato y descripción de los hechos y participación de personajes notables, sin embargo, no ha concedido mucho espacio a la real importancia que tuvo la mujer del pueblo, la verdadera “conquistadora”, que junto al hombre trabajó la tierra, explotó la mina y debió empuñar las armas para su defensa. Omisión en la que, penosamente, incurrieron tanto las autoridades españolas de la Península, como sus mandatarios de ultramar. No supieron valorar la importancia que ella tuvo solo por el hecho de sumarse a la aventura que determinó la implantación colonial en América. Tal parece que solo hubiesen pensado en la necesidad de poblar con ellas las tierras conquistadas y por conquistar, solamente por motivaciones económicas, sin considerar lo trascendente de su presencia física y espiritual.
Por otra parte, tan pronto los soldados, e “hijosdalgo” llegaron al Nuevo Mundo en busca de fortuna, se produjo un gran encuentro sexual, al punto que, en 1514, Carlos V mediante una real cédula estableció definitivamente la libertad de casarse con indígenas. En 1516 el cardenal Cisneros, regente de Castilla, recomendaba favorecer estos matrimonios con cacicas o hijas de caciques, sin embargo, no fue práctica generalizada. En este encuentro de dos civilizaciones, la mujer española[4] estuvo presente desde los primeros años para jugar un gran papel “en la economía, en la sociedad, en las artes, en la política y en su misión trascendente como creadora de pueblos”.[5]
En 1539 se fijó un plazo de tres años para aquellos que habían recibido una encomienda, se casaran so pena de perder sus beneficios. Con esta amenaza, muchos se vieron forzados a regularizar su estado civil, preferentemente con las recién llegadas de España, pues la idea de casarse con india estaba bastante lejos de ser popular. Pero quienes se mantenían en el concubinato, tan pronto les era posible se casaban con las españolas y abandonaban a sus “barraganas” e hijos. Los personajes de alto rango, cuando se veían avocados al problema, las entregaban en matrimonio a sus soldados de confianza. Uno de los más célebres mestizos abandonados por su padre, cuando este decidió casarse con española, fue el cronista peruano Gracilazo de la Vega, “el inca”.
De este encuentro nace el mestizaje biológico que constituye el rasgo más original y característico de la población de los Reinos de Ultramar, que produjo una sociedad organizada, segregada y estratificada conforme al color de la piel. “Como consecuencia de este proceso se produjo una síntesis nominal de las castas que fue transformando la sociedad pigmentocrática en una multiétnica fuertemente jerarquizada (...) Se creó un sistema de castas que identificaba prestigio racial con poder económico, aunque las fronteras fueron imprecisas y cambiantes”.[6]
Simón Bolívar, criollo por condición y por mentalidad, sentó en el Congreso de Angostura, en 1819, las bases posibles de la significación multinacional hispanoamericana, y la consiguiente diferenciación y homogeneidad de sus hombres, al decir: “Al desprenderse la América de la Monarquía española se ha encontrado semejante al Imperio Romano cuando aquella enorme masa cayó dispersa en medio del antiguo mundo. Cada desmembración formó entonces una nación independiente, conforme a su situación, o a sus intereses: pero con la diferencia de que aquellos volvían a restablecer sus primeras asociaciones. Nosotros ni aun conservamos los vestigios de lo que fue en otro tiempo; somos europeos, no somos indios, sino una especie media entre los aborígenes y los españoles. Americanos por nacimiento, y europeos por derechos, nos hallamos en el conflicto de disputar a los naturales los títulos de posesión, y de mantenernos en el país que nos vio nacer contra la oposición de los invasores; así nuestro caso es el más extraordinario y complicado”.[7]


[1] Felipe II en 1556, recibió un vasto Imperio, pero, con un erario en bancarrota. Para neutralizar la expansión portuguesa y a la vez obtener el dinero que tanto necesitaba, inició el comercio con los apetecidos productos asiáticos. En 1559, en el más absoluto secreto el monarca inició el trazado de un cuidadoso plan. El 20 de noviembre de 1564 zarparon del puerto de Navidad (Nueva España) cuatro naves protegidas por la Capitana San Pedro. A fines de abril de 1565 arribaron a Cebú e iniciaron la conquista y colonización de la islas Filipinas. En 1571, un sampán chino naufragó en aguas Filipinas y fue socorrido por naves españolas. Al año siguiente fondeó en Manila un navío chino cargado de regalos para el gobierno español como agradecimiento por el rescate de los náufragos. En 1572 los mercaderes españoles cargaron un galeón con los preciosos regalos el cual llegó a Acapulco en 1573 y así comenzó uno de los tráficos comerciales españoles más importantes de la época que duró 242 años.
[2] “Entre 1519 y 1556, se logró construir un imperio inmenso que al iniciarse el reinado de Felipe II, atraía en forma irresistible a hombres y mujeres de la Península Ibérica. Entre 1493 y 1519 quedaron oficialmente registrados cinco mil cuatrocientos ochenta colonos y entre 1520 y 1539, aproximadamente 22.538 pasajeros zarparon de los puertos españoles, y al finalizar el siglo XVI, se habían embarcado hacia América unas doscientas cincuenta mil personas. Cifra imponente si consideramos que en 1594, Sevilla tenía apenas 90.000 habitantes, Toledo 54.665 y Madrid 37.500”. Ramón Carande, “Carlos V y sus banqueros”, La Hacienda Real de Castilla. Madrid. Sociedad de Estudios y Publicaciones Felipe V, 1949.
[3] Georges Baudot y Todorov T’zvetan, “Relatos Aztecas de la Conquista”. Traducción de Guillermina Cuevas, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes-Grijalbo, Pág. 485, 1989. O El siglo XVI, como clave de la historia americana

[4] El trabajo más significativo realizado a la fecha sobre la presencia de la mujer española en la conquista, es el de la norteamericana, Nancy O’Sullivan-Beare: “Las Mujeres de los conquistadores”, Madrid, 1960.
[5] Borges Analola, “La mujer pobladora en los orígenes americanos”, Anuario de Estudios Americanos. Tomo XXIX, Pág. 38, 1972.
[6] Pedro Tomé Martín, “Indios, mestizos y negros. El Crisol”, en La Aventura de la Historia 60, Madrid. Págs. 64-67, 2003.
[7] José Antonio Calderón Quijano, “Población y Raza en Hispanoamérica”, Sevilla, Escuela de Estudios Hispano-Americanos, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Vol. XXVII, Art. 18, Pág. 733, 1970.