sábado, 18 de agosto de 2018




La sociedad colonial a finales del siglo XVIII                            

El descubrimiento de América realizado por España a mitad del s. XV y su posterior conquista, son el punto de partida de la mundialización de la economía y del comercio. La suma del continente africano, histórica fuente de mano de obra, con la expansión de la cultura comercial europea por el Pacífico hasta las costas asiáticas, así lo determinó.
España tuvo a su alcance todo lo necesario para construir un imperio, pero no pudo consolidarlo; porque para ello debía tener la seguridad de un ejército fuerte dentro y fuera de sus fronteras, eficiencia administrativa en los dos mundos, una flota mercante para un eficiente comercio y una marina de guerra para el control marítimo continental. Y para el caso de sufrir reveses internacionales, debió disponer de recursos técnicos y financieros para reconstituir ese poder. Fue dueña de las rutas navieras y de una intensa actividad comercial con el Nuevo Mundo, pero las perdió.
A mediados del s XVII, se inició el derrumbamiento de la potencialidad española y empezó a ser despojada de estas a manos de las monarquías francesas e inglesas, que vieron en su debilidad la posibilidad de hacerse de sus posesiones y rutas comerciales americanas y asiáticas. Para entonces, España era lo que bien podríamos llamar un imperio ultramarino sin flota, que tuvo el constante desacierto de pasarse casi todo el s. XVIII enfrentado a Inglaterra y a su enorme poderío marítimo y militar. “Realmente fue un caso insólito (…) que existiera un Imperio ultramarino sin flota para defenderlo (…) incapaz de defender sus enormes dominios ultramarinos del Atlántico y del Pacífico. Para semejante empresa habría hecho falta no una armada, sino varias, como las que tenían los británicos y los franceses”.[1]
Felipe V, “intentó revitalizar el comercio colonial y librarlo de la dependencia extranjera, y es que las reformas en los sistemas comerciales adquirirán notable empuje”.[2] Replanteó la política naviera y para desplazar a flotas y galeones recurrió a navíos de registro, logrando rehabilitar, aunque débilmente, el tráfico marítimo entre España y los Reinos de Ultramar beneficiando grandemente el comercio. Dejando ver su constante preocupación por la Indias y el comercio, “para que este noble imperio disfrute la substancia y robustez que por su falta de comercio y Marina, le usurpan lastimosamente otras naciones”.[3]
España fue protagonista de primera línea en siete grandes guerras: la de Sucesión (1740-48, que culminó con el Tratado de Utrecht), la de la Oreja de Jenkins (), la de los Siete Años (1756-63), la de Emancipación de las colonias inglesas (1776), la de la Convención francesa, y dos contra Inglaterra (1797 y 1804). En cada una de ellas pudo haber perdido todos sus dominios, pero las más desastrosas fueron la primera de las nombradas, que mediante el Tratado de Utrecht España aceptó a un Borbón como candidato para regirla y perdió sus posesiones en Europa. Sin embargo, sus colonias americanas quedaron intactas.
Al llegar Carlos III al trono (1760), el poder de las naciones se medía con una visión comercial global, la cual, favorecía a España, pues, continuaba en posesión del mercado cautivo que representaban los reinos americanos. Mas, esta posición le resultaba cada vez más difícil de sostener, por cuanto las condiciones de sus recursos navales eran deplorables. Y en la guerra de Los Siete Años, que se desarrolló a principios de su reinado “afortunadamente entró tarde en la guerra aunque con tiempo suficiente para comprobar la eficiencia de las armadas británicas frente a la española”.[4]
Este rey Borbón, frente a la situación reinante, asumió una política entre estatal y burocrática. Creó la Junta Interministerial, impulsó la construcción naval y dictó importantes medidas financieras, entre las cuales figura un severo reajuste en materia impositiva. De esta política de reordenamiento de la Hacienda, surgió “una iniciativa que constituía una verdadera revolución en la actividad naviera en el mundo: los servicios regulares sobre itinerarios fijos y con fechas precisas de salida”.[5] Fue una disposición totalmente enmarcada dentro de las políticas de su reinado, en procura de una defensa fundamentada en una saneada hacienda.
Y el motivo para tomar esta decisión no pudo ser otro que el catastrófico desastre militar frente a Inglaterra. De allí que, para reactivar la economía debía recurrirse al aumento del dinero público y las recaudaciones reales que se producirían por un cambio de modelo en las actividades privadas, en particular con el comercio americano, pues la desacreditada política de aumentar impuestos a un pueblo que no podía pagarlos, solo generaba aumento en la delincuencia y el fraude.
Carlos III fue un monarca ilustrado, y al acceder a la Corona de España aspiró a continuar con las exitosas políticas empleadas como gobernante de Nápoles y Sicilia, que fue la marca que identificó a su reinado en España. En esa misma línea, en 1764 le llegó el turno de la reforma al comercio interior y exterior de España con sus colonias en América y provincias extranjeras. Reformismo  controvertido que tendría su oposición en la corte, como todo lo novedoso.
Temor a la aper­tura al libre comercio con las colonias de ultramar; que se ve reflejado en lo cauteloso del informe del fiscal general presentado en la segunda etapa del reinado de este progresista monarca: “Se hace, desde luego, cargo de la grande importancia del asunto y de la reflexión, circunspección y tiento con que es preciso proceder para el arreglo general del comercio y navegación de España con las Indias y más a vista de que el método de flotas y galeones en forma de comboy (sic), sin distinción de tiempos de paz y guerra se ha observado puesto mas de 200 años, tiempo cuya razón muchas personas oyen con horror cualquier innovación persuadidos de que todos, o lo más que se han practicado desde principios de este siglo, lejos de producir aumentos de nuestro comercio, han conspirado a su destrucción y ruina”.
“Por ser Cádiz en el día absoluta y única plaza de nuestro comercio de deposito de los caudales que se giran se interesan en conservarlo, y por consiguiente que no omiten medio, diligencia para convertir cualquier pensamiento, que se dirija a extender la navegación y el comercio a otros puertos, y malquistar las ideas que consideren contrarias a su particular interés” (Centro de Estudios Americanos).
El gran esfuerzo naval realizado por lo reyes Borbones, si bien logró dotar a España de una importante flota de guerra, no aumentó el tonelaje de la mercante, que al término de la lucha de los Estados Unidos, no pasaba de unas 150.000 toneladas. Esta limitación más la carencia de capitales tenía estancado al indiscutible progreso de la industria y del comercio que se debió al abandono de los sistemas de los monopolios.
El rey, luego de su experiencia con Inglaterra comprendió la urgencia de “fortalecer cuatro grandes centros de poder político, militar y económico, que fueron los virreinatos de México, Nuevo Reino de Granada, Perú y Río de la Plata, desde los cuales se haría una acción repobladora y defensiva en las tierras de frontera”.[6] Y enfiló sus decisiones hacia lo “fiscal, militar, jurídico, comercial y minero”, poniendo énfasis en la rehabilitación de la hacienda pública mediante la creación de nuevos impuestos, incremento de los existentes, para cuyo manejo se crearon aduanas y otros organismos de control.
Estas reformas bajo la intervención y presión personal del monarca se concretaron en apenas cinco meses, sin embargo, sus resultados en realidad no se dieron con tanta facilidad, pues las autoridades se vieron en la necesidad política de infundir tranquilidad a los comerciantes monopolistas españoles y de ultramar, a fin de impedir revueltas no deseadas cuando precisamente España se hallaba inmersa en su rechazo a los jesuitas. Finalidad que estuvo muy lejos de lograrse. Pues, en toda América se produjeron protestas, motines e importantes levantamientos como los de Túpac Amaru en Perú y el de los Comuneros del Socorro en Colombia.
Carlos III se vio forzado a frenar su política de imponer reformas que afectaron más a los criollos quienes con más recursos debieron pagar más que el común. El monarca tuvo que acceder a sus peticiones,[7] realizando  reformas selectivas, y para consolidar su gobierno eligió las más urgentes. Con esta nueva política de selección y la espera por acontecimientos políticos favorables, el comercio americano permaneció esta­ncado hasta 1770, en que muy tímidamente se intento reactivarlo.
Para la Corona, los conflictos producidos en torno a los nuevos impuestos, como alcabala, Guía y tornaguía, no cayeron en saco roto. Pronto se extendió la organización militar que mantenía guarniciones en los puertos y plazas defensivas a las capitales virreinales. Se crearon las milicias voluntarias, intendencias militares y de Hacienda (1786), y se estructuraron las capitanías generales sostenidas por comandancias militares. Esta organización militar sobrevivió y fue la que debió enfrentar la lucha emancipadora americana a partir de 1810.
“En el siglo XIX el panorama será muy distinto, al menos en los primeros años. Primero Trafalgar, luego la invasión francesa, más tarde la sublevación de las colonias y la guerras carlistas se encargarán de anular el progreso logrado a lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII (…) la flota mercantil casi desaparece ya que la inestabilidad política no ofrecía alicientes a la inversión de capitales en el negocio marítimo”.[8]

Los criollos
Puestas en vigencia las Reformas Borbónicas y la declaratoria de libre comercio entre los puertos coloniales, los más afectados, al punto de sufrir una reducción importante, fueron los derechos y beneficios de los españoles americanos o criollos. Por otra parte, excluidos de los cargos importantes de la Administración, “la pérdida de privilegios y el desdén con que eran tratados los descendientes de españoles en América por los recién llegados reforzó la identidad de la nueva elite”,[9] que incluía a comerciantes y hacendados, actores de un florecimiento económico que sobrepasaba en mucho al de la metrópoli. Esta conciencia de poder adquirida los condujo a alcanzar los cabildos de sus lugares de nacimiento, desde donde hicieron valer su poder y vínculos sociales.
Por otra parte, desarrollaron un profundo sentimiento de ”patria chica”, es decir hacia una ciudad o región determinada, pero, con el paso del tiempo y el conocimiento del continente fue diferido a espacios mayores. Y una vez creadas la universidades de México y San Marcos en Lima, donde prepararon importantes ilustrados, adquirieron conciencia de su importancia y recursos intelectuales.
Este orgullo se acrecienta con las descripciones de cientos de viajeros, científicos, tratadistas, etc., en que destacan la hermosura de sus capitales, de sus puertos. La prodigiosa naturaleza americana, su fauna y flora, los grandes ríos y cataratas, sus magníficas montañas, en fin, tantas y tan diversas descripciones como las muy numerosas referidas a Guayaquil. Mientras España se debatía una grave crisis proveniente del fracaso de la reforma emprendida por Carlos III, que pretendía, además, aumentar el poder político del monarca, los súbditos ultramarinos sucumbían ante la influencia de estas bellezas y recursos naturales, expresados en la literatura del s. XVIII protagonizada tanto por criollos como por peninsulares.
Extasiados por tal atmósfera desarrollaron un sentimiento de autosuficiencia e indignados por una marginación creciente, dejan sentir su permanente protesta mediante numerosos escritos dirigidos al propio rey, al que no cesan de advertir que tal actitud discriminatoria podría llevar a la corona no solo a perder las posesiones americanas, sino a la ruina total del Imperio. Sin embargo, pasará mucho tiempo antes de que se empiece a conformar una ideología independentista, la cual “sólo surgirá abiertamente cuando se produzca la crisis de la Ilustración, cuando el espacio concebido como <España> cambie radicalmente de significado en la percepción de los que hasta entonces se consideraban, sin perder sus señas de identidad <de las que se sentían profundamente orgullosos>, como los hijos más fieles de la Monarquía Hispánica”.[10]
Poco antes de 1812, algunos de los criollos guayaquileños (Rocafuerte y Olmedo, entre otros) empiezan a desempeñar cargos administrativos menores, lo cual les proporcionó el reconocimiento público e influencias. Sin embargo, nunca pudieron acceder a elevados cargos públicos del virreinato, que eran privilegio exclusivo de los españoles peninsulares. Consecuentemente, para lograr alguna posición burocrática les resultaba de suma importancia establecer nexos de amistad hasta de parentesco con los peninsulares.
Esto ayudará a entender por qué el virreinato peruano y sobre todo Lima fue el último bastión realista latinoamericano, especialmente si tomamos en cuenta las donaciones realizadas por sus elites, destinadas a sofocar las sublevaciones y motines indígenas, posteriormente a la defensa del virreinato de los peligros internos que se presentaron a lo largo del siglo XVIII, y finalmente a los producidos en el s. XIX cuando se inicia la independencia de la metrópoli.
Además del rechazo a las reformas borbónicas, se daba un profundo malestar por la concentración de poder de la elite limeña, en parte como intermediaria de la administración de la corona pero también como un rival en el aspecto comercial. Esta especie de resentimiento ante la administración limeña avivó en los primeros años del XIX una serie de sentimientos separatistas y autónomos, como el caso de Guayaquil, dirigidos más hacia esta capital que hacia la corona.

Aspectos económicos
Durante los reinados de Carlos III y Carlos IV, los ingresos de la corona y de estos monarcas tuvieron un crecimiento espectacular, lo cual supuestamente aumentaba su poder. Mas, la realidad fue otra, los gastos burocráticos aumentaban con mayor rapidez que los ingresos, mermando los “beneficios netos” del monarca. Cada vez percibía más ingresos, pero se diluían en gastos burocráticos, nuevas obligaciones, e inversiones en recursos bélicos. Por estas circunstancias “Cuando la Corona decidió a comienzos del siglo XIX bombear recursos en forma masiva a la Metrópoli para sufragar gastos bélicos, los notables indianos dejaron de seguir creyendo en el pacto establecido entre ellos, la Iglesia y la Corona a comienzos del siglo XVI. La independencia comenzó a ser vista como una salvación”.[11]
La creación de nuevos virreinatos como el de Nueva Granada en 1736 y el del Río de la Plata en 1776, sobre todo el último, al eliminar al Alto Perú del territorio del virreinato peruano, limitó una de las principales fuentes de riqueza minera y redujo casi a cero un articulado circuito comercial ligado a Potosí. Fue así como la alta dependencia de la economía peruana a la extracción de plata tuvo un efecto negativo al agudizar el atraso industrial y agropecuario y con ello la diversificación económica del virreinato. El comercio marítimo también sufrió diversos cambios, desde la aplicación de las Reformas y el creciente apogeo de Buenos Aires, por lo cual la Metrópoli se vio en la necesidad de flexibilizar aun más el trato con las colonias. A la muerte de Carlos III el potencial marítimo español había caído a un bajísimo nivel.
En 1796 se concedió libertad a los comerciantes de ultramar para utilizar sus propios buques en el comercio con la Península, mas, la debilidad naval española era tal, que de los 171 navíos que aquel año salieron de puertos americanos tan solo 9 llegaron a Cádiz en 1797. Las consecuencias acarreadas por estas pérdidas y la poca frecuencia de los contactos con la Península influyeron en el ámbito político, pues en los reinos ultramarinos empezó a crecer una sensación de lejanía y abandono cada vez mayor.
Sin embargo, hay cifras manejadas por estudiosos que demuestran que la libertad de comercio vigorizó el tráfico marítimo con buques más veloces, como exigencia de la rapidez que también demandaba la aceleración del comercio y esta a su vez por el incuestionable crecimiento demográfico. “Entre 1765 y 1795, el número de barcos que cruzaron el Atlántico procedentes de todos los puertos coloniales se multiplicó por nueve, en el quinquenio de 1760-1765, surcaron sus aguas 185 barcos, mientras que en el de 1790-1795 lo hicieron 1.643”.[12]
Finalmente, el vacío comercial dejado por España en el Pacífico fue llenado por Inglaterra y Estados Unidos. Entre 1788 y 1809 unos 257 barcos norteamericanos desembarcaron en Chile y Perú, dejando mercaderías por valor de un millón de libras esterlinas aproximadamente. Esta importación de productos provenientes tanto del comercio legal como del ilegal acarreó una saturación del mercado provocando una vertiginosa caída de precios que afectó, principalmente, a las elites comerciantes limeñas y consecuentemente a la guayaquileñas. De esta forma, la influencia de ambas naciones en el Pacífico se hizo permanente configurando las relaciones comerciales que luego funcionarían en la nueva República.
Para 1790, el 80% de los yacimientos mineros no funcionaban o tenían un rendimiento mínimo. El cierre definitivo de la mina de Huancavelica en 1808, el principal abastecedor de mercurio o azogue para las minas de plata, acrecentó el problema de la minería. Pero el principal problema que afrontó la minería colonial y por lo cual quedó prácticamente destruida a fines de la colonia, no fue la falta de mitayos o de azogue, sino la falta de capitales para su renovación.
En 1812, la minas de plata de Cerro de Pasco, Huarochirí y Potosí sufrieron una grave crisis. Aun así, la plata siguió monopolizando prácticamente el espectro de minerales extraídos en las minas, que por el contrario sí se habían diversificado en una serie de yacimientos menores que no articulaban la economía provincial de manera que lo hicieron los grandes yacimientos en los siglos anteriores.
Estas tensiones convocaron a los criollos notables a propender a la búsqueda de la independencia apoyando los movimientos que surgían en cada uno de los países. No era su meta recuperar los viejos privilegios sino continuar la expansión de sus negocios y consolidar su autonomía económica y política. Con mayor razón “tras comprobar que la Monarquía no ofrecía las suficientes vías de crecimiento esperadas y que el naciente liberalismo peninsular se mostraba claramente colonialista con respecto a las regiones indianas”.[13]

 

Antecedentes de la libertad americana.
Estos se encuentran en las ideas de la Ilustración y del Liberalismo. La Ilustración, corriente de pensamiento altamente desarrollado en Francia en el siglo XVIII, idealizó la razón como modo de progreso que traería la felicidad al mundo. Sus propuestas ligadas al desarrollo tecnológico y a las ciencias naturales tenían como finalidad el mejoramiento social vinculado estrechamente con la educación.
El Liberalismo, como expresión política de la anterior, esta fundamentado en la superioridad de la persona humana, consecuentemente basado en el sufragio universal y el Estado, soportados a su vez en la diversidad de poderes políticos, la propiedad privada, la libertad de cultos, la igualdad entre los hombres y la supresión de la esclavitud. Sin embargo, fueron ideas que no alcanzaron a dominar todos los espacios sociales sino que, por un bajo nivel de instrucción y cultura, se difundieron solo entre intelectuales, académicos y en los espacios políticos surgidos de la Revolución Francesa.
La historia europea también brinda una serie de hechos interesantes. La guerra entre España y Francia (1793) y luego entre estas dos contra Inglaterra (1796) debilitaron la presencia de la metrópoli en las colonias americanas. Los triunfos ingleses cambiaron la configuración de poder no sólo en Europa, sino también afectaron a los virreinatos, sobre todo en la medida que el comercio ultramarino de las últimas décadas del XVIII e inicios del XIX fue mayoritariamente inglés, sobre todo después de Trafalgar (1805).
Más importante fue la invasión napoleónica a España, que como veremos más adelante remeció los cimientos de las elites y de la burocracia política al crear una crisis de legitimidad que fue recibida de diversas maneras según el virreinato. La creación de la Junta Central en Cádiz, la emisión de una constitución liberal en 1812 y el retorno al absolutismo en 1814, para que tan sólo seis años después una rebelión liberal en España vuelva a cambiar la naturaleza política de la corona, sacudieron una y otra vez a las clases dominantes americanas.
En virreinatos como el Río de la Plata y Nueva Granada se organizaron grupos criollos que apostaban por el separatismo en la medida también que favorecía sus intereses, al luchar contra el absolutismo y el control de la economía colonial. En los virreinatos del Perú y de México, por ejemplo, las elites permanecieron fieles a la corona en la medida que ésta garantizaba sus beneficios y fueros, y más alzó su voz para llamar al separatismo en los momentos en que España parecía dar un giro liberal y ya no podía encargarse de mantener la situación colonial en América, por lo cual otro grupo debía hacerlo.

La estrategia viene del sur

Una vez independizada la República Argentina, San Martín empieza a pensar en la libertad continental y luego de comprobar, tras acciones de armas desastrosas sufridas en varios intentos de llevar la guerra al Perú a través de los Andes, comprendió que esa no era la estrategia para culminar con la independencia sudamericana. Pues, el poderío de las fuerzas españolas continentales estaba intacto y sus bien afianzadas posiciones estratégicas llevaría a una confrontación armada interminable y en extremo costosa en vidas y recursos.
Posesionado del mando del Ejército auxiliar del Perú por la Junta Revolucionaria de Buenos Aires, deja ver claramente que “su idea era llevar la guerra por el oeste, trasmontando los Andes y ocupar á Chile; dominar el mar Pacífico, y atacar el Bajo Perú por el flanco, admitiendo simplemente como complementarias y concurrentes en segundo orden las operaciones por la frontera norte”.[14] En una carta dirigida a un amigo muy cercano, ratifica lo anterior: “Ya le he dicho á V. mi secreto. Un ejército pequeño y bien disciplinado en Mendoza para pasar á Chile y acabar allí con los godos, apoyando un gobierno de amigos sólidos para concluir con la anarquía que reina. Aliando las fuerzas pasaremos por el mar á tomar Lima: ese es el camino y no éste. Convénzase, hasta que no estemos sobre Lima la guerra no acabará”.[15]


[1] Manuel Lucena Salmoral, “Un Continente maduro para la independencia”, Revista La Aventura de la Historia, Nº 60, Madrid, Arlanza Ediciones SA. Pág. 58, 2003.
[2] José Cervera Pery. La Marina Mercante en la Política del Reformismo Borbónico, Madrid, Edit. San Martín, 1986, Pág. 255
[3] Jerónimo de Ustáriz exposición de su plan comercial al rey.
[4] Manuel Lucena, Op. Cit. Pág. 60.
[5] José Cervera, Op. Cit. Pág. 259
[6] Lucena, Op. Cit. Págs. 60-61
[7] En los informes consultados que publica Jesús Varela en el Anuario de Estudios Americanos, que fueron presentados al rey entre febrero de 1772 y julio de 1773, se hace evidente la intención de dilatar las cosas mediante el empleo de la lentitud burocrática en los informes, estudios, elaboración de propuestas que tanto lastre agregaron a la eficacia del gobierno en su determinación.
[8] Cervera, Op. Cit. Pág. 263
[9] Marina Alonso Mola, “Lo mejor de ambos mundos, Criollos”, Revista La Aventura de la Historia, Nº 60, Madrid, Arlanza Ediciones SA. Pág. 67, 2003.
[10] Marina Alfonso, Op. Cit. Pág. 69.
[11] Pedro Pérez Herrero, Patria y libertad de comercio, Revista La Aventura de la Historia, Nº 60, Madrid, Arlanza Ediciones SA. Pedro Pérez Herrero, Op. Cit. Pág. 72
[12] Pedro Pérez Herrero, Op. Cit. Pág. Pág. 71.
[13] Pedro Pérez, Op. Cit. Pág. 75.
[14] Barros Arana: Historia General de la Independencia de Chile, t. III, Págs. 86 y 97.
[15] Carta de San Martín a Nicolás Rodríguez Peña del 22 de abril de 1814.

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