La sociedad colonial a
finales del siglo XVIII
El descubrimiento de América realizado por España a mitad del s. XV y su
posterior conquista, son el punto de partida de la mundialización de la
economía y del comercio. La suma del continente africano, histórica fuente de
mano de obra, con la expansión de la cultura comercial europea por el Pacífico
hasta las costas asiáticas, así lo determinó.
España tuvo a su alcance todo lo necesario para construir un imperio,
pero no pudo consolidarlo; porque para ello debía tener la seguridad de un
ejército fuerte dentro y fuera de sus fronteras, eficiencia administrativa en
los dos mundos, una flota mercante para un eficiente comercio y una marina de
guerra para el control marítimo continental. Y para el caso de sufrir reveses
internacionales, debió disponer de recursos técnicos y financieros para
reconstituir ese poder. Fue dueña de las rutas navieras y de una intensa
actividad comercial con el Nuevo Mundo, pero las perdió.
A mediados del s XVII, se inició el derrumbamiento de la potencialidad
española y empezó a ser despojada de estas a manos de las monarquías francesas
e inglesas, que vieron en su debilidad la posibilidad de hacerse de sus
posesiones y rutas comerciales americanas y asiáticas. Para entonces, España era
lo que bien podríamos llamar un imperio ultramarino sin flota, que tuvo el
constante desacierto de pasarse casi todo el s. XVIII enfrentado a Inglaterra y
a su enorme poderío marítimo y militar. “Realmente fue un caso insólito (…) que
existiera un Imperio ultramarino sin flota para defenderlo (…) incapaz de
defender sus enormes dominios ultramarinos del Atlántico y del Pacífico. Para
semejante empresa habría hecho falta no una armada, sino varias, como las que
tenían los británicos y los franceses”.[1]
Felipe V, “intentó revitalizar el comercio colonial y librarlo de la
dependencia extranjera, y es que las reformas en los sistemas comerciales
adquirirán notable empuje”.[2] Replanteó
la política naviera y para desplazar a flotas y galeones recurrió a navíos de
registro, logrando rehabilitar, aunque débilmente, el tráfico marítimo entre
España y los Reinos de Ultramar beneficiando grandemente el comercio. Dejando
ver su constante preocupación por la Indias y el comercio, “para que este noble
imperio disfrute la substancia y robustez que por su falta de comercio y
Marina, le usurpan lastimosamente otras naciones”.[3]
España fue protagonista de primera línea en siete grandes guerras: la de
Sucesión (1740-48, que culminó con el Tratado de Utrecht), la de la Oreja de Jenkins
(), la de los Siete Años (1756-63), la de Emancipación de las colonias inglesas
(1776), la de la Convención francesa, y dos contra Inglaterra (1797 y 1804). En
cada una de ellas pudo haber perdido todos sus dominios, pero las más
desastrosas fueron la primera de las nombradas, que mediante el Tratado de
Utrecht España aceptó a un Borbón como candidato para regirla y perdió sus
posesiones en Europa. Sin embargo, sus colonias americanas quedaron intactas.
Al llegar Carlos III al trono (1760), el poder de las naciones se medía
con una visión comercial global, la cual, favorecía a España, pues, continuaba
en posesión del mercado cautivo que representaban los reinos americanos. Mas,
esta posición le resultaba cada vez más difícil de sostener, por cuanto las
condiciones de sus recursos navales eran deplorables. Y en la guerra de Los
Siete Años, que se desarrolló a principios de su reinado “afortunadamente entró
tarde en la guerra aunque con tiempo suficiente para comprobar la eficiencia de
las armadas británicas frente a la española”.[4]
Este rey Borbón, frente a la situación reinante, asumió una política
entre estatal y burocrática. Creó la Junta Interministerial, impulsó la
construcción naval y dictó importantes medidas financieras, entre las cuales
figura un severo reajuste en materia impositiva. De esta política de
reordenamiento de la Hacienda, surgió “una iniciativa que constituía una
verdadera revolución en la actividad naviera en el mundo: los servicios
regulares sobre itinerarios fijos y con fechas precisas de salida”.[5] Fue una
disposición totalmente enmarcada dentro de las políticas de su reinado, en
procura de una defensa fundamentada en una saneada hacienda.
Y el motivo
para tomar esta decisión no pudo ser otro que el catastrófico desastre militar frente
a Inglaterra. De allí que, para reactivar la economía debía recurrirse al
aumento del dinero público y las recaudaciones reales que se producirían por un
cambio de modelo en las actividades privadas, en particular con el comercio
americano, pues la desacreditada política de aumentar impuestos a un pueblo que
no podía pagarlos, solo generaba aumento en la delincuencia y el fraude.
Carlos III fue
un monarca ilustrado, y al acceder a la Corona de España aspiró a continuar con
las exitosas políticas empleadas como gobernante de Nápoles y Sicilia, que fue
la marca que identificó a su reinado en España. En esa misma línea, en 1764 le
llegó el turno de la reforma al comercio interior y exterior de España con sus
colonias en América y provincias extranjeras. Reformismo controvertido que tendría su oposición en la
corte, como todo lo novedoso.
Temor a la apertura al libre comercio con las colonias de ultramar;
que se ve reflejado en lo cauteloso del informe del fiscal general presentado
en la segunda etapa del reinado de este progresista monarca: “Se hace, desde
luego, cargo de la grande importancia del asunto y de la reflexión,
circunspección y tiento con que es preciso proceder para el arreglo general del
comercio y navegación de España con las Indias y más a vista de que el método
de flotas y galeones en forma de comboy (sic), sin distinción de tiempos de paz
y guerra se ha observado puesto mas de 200 años, tiempo cuya razón muchas
personas oyen con horror cualquier innovación persuadidos de que todos, o lo
más que se han practicado desde principios de este siglo, lejos de producir
aumentos de nuestro comercio, han conspirado a su destrucción y ruina”.
“Por ser Cádiz
en el día absoluta y única plaza de nuestro comercio de deposito de los
caudales que se giran se interesan en conservarlo, y por consiguiente que no
omiten medio, diligencia para convertir cualquier pensamiento, que se dirija a
extender la navegación y el comercio a otros puertos, y malquistar las ideas
que consideren contrarias a su particular interés” (Centro de Estudios
Americanos).
El gran
esfuerzo naval realizado por lo reyes Borbones, si bien logró dotar a España de
una importante flota de guerra, no aumentó el tonelaje de la mercante, que al
término de la lucha de los Estados Unidos, no pasaba de unas 150.000 toneladas.
Esta limitación más la carencia de capitales tenía estancado al indiscutible
progreso de la industria y del comercio que se debió al abandono de los
sistemas de los monopolios.
El rey, luego
de su experiencia con Inglaterra comprendió la urgencia de “fortalecer cuatro
grandes centros de poder político, militar y económico, que fueron los
virreinatos de México, Nuevo Reino de Granada, Perú y Río de la Plata, desde
los cuales se haría una acción repobladora y defensiva en las tierras de
frontera”.[6] Y enfiló
sus decisiones hacia lo “fiscal, militar, jurídico, comercial y minero”,
poniendo énfasis en la rehabilitación de la hacienda pública mediante la
creación de nuevos impuestos, incremento de los existentes, para cuyo manejo se
crearon aduanas y otros organismos de control.
Estas reformas
bajo la intervención y presión personal del monarca se concretaron en apenas
cinco meses, sin embargo, sus resultados en realidad no se dieron con tanta
facilidad, pues las autoridades se vieron en la necesidad política de infundir
tranquilidad a los comerciantes monopolistas españoles y de ultramar, a fin de
impedir revueltas no deseadas cuando precisamente España se hallaba inmersa en
su rechazo a los jesuitas. Finalidad que estuvo muy lejos de lograrse. Pues, en
toda América se produjeron protestas, motines e importantes levantamientos como
los de Túpac Amaru en Perú y el de los Comuneros del Socorro en Colombia.
Carlos III se
vio forzado a frenar su política de imponer reformas que afectaron más a los
criollos quienes con más recursos debieron pagar más que el común. El monarca
tuvo que acceder a sus peticiones,[7]
realizando reformas selectivas, y para
consolidar su gobierno eligió las más urgentes. Con esta nueva política de
selección y la espera por acontecimientos políticos favorables, el comercio
americano permaneció estancado hasta 1770, en que muy tímidamente se intento
reactivarlo.
Para la Corona,
los conflictos producidos en torno a los nuevos impuestos, como alcabala, Guía
y tornaguía, no cayeron en saco roto. Pronto se extendió la organización
militar que mantenía guarniciones en los puertos y plazas defensivas a las
capitales virreinales. Se crearon las milicias voluntarias, intendencias
militares y de Hacienda (1786), y se estructuraron las capitanías generales
sostenidas por comandancias militares. Esta organización militar sobrevivió y
fue la que debió enfrentar la lucha emancipadora americana a partir de 1810.
“En el siglo
XIX el panorama será muy distinto, al menos en los primeros años. Primero
Trafalgar, luego la invasión francesa, más tarde la sublevación de las colonias
y la guerras carlistas se encargarán de anular el progreso logrado a lo largo
de la segunda mitad del siglo XVIII (…) la flota mercantil casi desaparece ya
que la inestabilidad política no ofrecía alicientes a la inversión de capitales
en el negocio marítimo”.[8]
Los criollos
Puestas en
vigencia las Reformas Borbónicas y la declaratoria de libre comercio entre los
puertos coloniales, los más afectados, al punto de sufrir una reducción
importante, fueron los derechos y beneficios de los españoles americanos o
criollos. Por otra parte, excluidos de los cargos importantes de la
Administración, “la pérdida de privilegios y el desdén con que eran tratados
los descendientes de españoles en América por los recién llegados reforzó la
identidad de la nueva elite”,[9] que
incluía a comerciantes y hacendados, actores de un florecimiento económico que
sobrepasaba en mucho al de la metrópoli. Esta conciencia de poder adquirida los
condujo a alcanzar los cabildos de sus lugares de nacimiento, desde donde
hicieron valer su poder y vínculos sociales.
Por otra
parte, desarrollaron un profundo sentimiento de ”patria chica”, es decir hacia
una ciudad o región determinada, pero, con el paso del tiempo y el conocimiento
del continente fue diferido a espacios mayores. Y una vez creadas la
universidades de México y San Marcos en Lima, donde prepararon importantes
ilustrados, adquirieron conciencia de su importancia y recursos intelectuales.
Este
orgullo se acrecienta con las descripciones de cientos de viajeros,
científicos, tratadistas, etc., en que destacan la hermosura de sus capitales,
de sus puertos. La prodigiosa naturaleza americana, su fauna y flora, los
grandes ríos y cataratas, sus magníficas montañas, en fin, tantas y tan
diversas descripciones como las muy numerosas referidas a Guayaquil. Mientras
España se debatía una grave crisis proveniente del fracaso de la reforma
emprendida por Carlos III, que pretendía, además, aumentar el poder político
del monarca, los súbditos ultramarinos sucumbían ante la influencia de estas
bellezas y recursos naturales, expresados en la literatura del s. XVIII
protagonizada tanto por criollos como por peninsulares.
Extasiados
por tal atmósfera desarrollaron un sentimiento de autosuficiencia e indignados
por una marginación creciente, dejan sentir su permanente protesta mediante
numerosos escritos dirigidos al propio rey, al que no cesan de advertir que tal
actitud discriminatoria podría llevar a la corona no solo a perder las
posesiones americanas, sino a la ruina total del Imperio. Sin embargo, pasará
mucho tiempo antes de que se empiece a conformar una ideología independentista,
la cual “sólo surgirá abiertamente cuando se produzca la crisis de la Ilustración,
cuando el espacio concebido como <España> cambie radicalmente de
significado en la percepción de los que hasta entonces se consideraban, sin
perder sus señas de identidad <de las que se sentían profundamente
orgullosos>, como los hijos más fieles de la Monarquía Hispánica”.[10]
Poco antes de 1812, algunos de
los criollos guayaquileños (Rocafuerte y Olmedo, entre otros) empiezan a
desempeñar cargos administrativos menores, lo cual les proporcionó el
reconocimiento público e influencias. Sin embargo, nunca pudieron acceder a
elevados cargos públicos del virreinato, que eran privilegio exclusivo de los
españoles peninsulares. Consecuentemente, para lograr alguna posición
burocrática les resultaba de suma importancia establecer nexos de amistad hasta
de parentesco con los peninsulares.
Esto ayudará a entender por qué
el virreinato peruano y sobre todo Lima fue el último bastión realista
latinoamericano, especialmente si tomamos en cuenta las donaciones realizadas
por sus elites, destinadas a sofocar las sublevaciones y motines indígenas,
posteriormente a la defensa del virreinato de los peligros internos que se
presentaron a lo largo del siglo XVIII, y finalmente a los producidos en el s.
XIX cuando se inicia la independencia de la metrópoli.
Además del rechazo a las
reformas borbónicas, se daba un profundo malestar por la concentración de poder
de la elite limeña, en parte como intermediaria de la administración de la
corona pero también como un rival en el aspecto comercial. Esta especie de
resentimiento ante la administración limeña avivó en los primeros años del XIX
una serie de sentimientos separatistas y autónomos, como el caso de Guayaquil,
dirigidos más hacia esta capital que hacia la corona.
Aspectos económicos
Durante los reinados de Carlos
III y Carlos IV, los ingresos de la corona y de estos monarcas tuvieron un
crecimiento espectacular, lo cual supuestamente aumentaba su poder. Mas, la
realidad fue otra, los gastos burocráticos aumentaban con mayor rapidez que los
ingresos, mermando los “beneficios netos” del monarca. Cada vez percibía más
ingresos, pero se diluían en gastos burocráticos, nuevas obligaciones, e
inversiones en recursos bélicos. Por estas circunstancias “Cuando la Corona
decidió a comienzos del siglo XIX bombear recursos en forma masiva a la
Metrópoli para sufragar gastos bélicos, los notables indianos dejaron de seguir
creyendo en el pacto establecido entre ellos, la Iglesia y la Corona a
comienzos del siglo XVI. La independencia comenzó a ser vista como una
salvación”.[11]
La creación de nuevos
virreinatos como el de Nueva Granada en 1736 y el del Río de la Plata en 1776,
sobre todo el último, al eliminar al Alto Perú del territorio del virreinato
peruano, limitó una de las principales fuentes de riqueza minera y redujo casi
a cero un articulado circuito comercial ligado a Potosí. Fue así como la alta
dependencia de la economía peruana a la extracción de plata tuvo un efecto
negativo al agudizar el atraso industrial y agropecuario y con ello la
diversificación económica del virreinato. El comercio marítimo también sufrió
diversos cambios, desde la aplicación de las Reformas y el creciente apogeo de
Buenos Aires, por lo cual la Metrópoli se vio en la necesidad de flexibilizar
aun más el trato con las colonias. A la muerte de Carlos III el potencial
marítimo español había caído a un bajísimo nivel.
En 1796 se concedió libertad a los comerciantes de ultramar
para utilizar sus propios buques en el comercio con la Península, mas, la
debilidad naval española era tal, que de los 171 navíos que aquel año salieron
de puertos americanos tan solo 9 llegaron a Cádiz en 1797. Las consecuencias
acarreadas por estas pérdidas y la poca frecuencia de los contactos con la
Península influyeron en el ámbito político, pues en los reinos ultramarinos
empezó a crecer una sensación de lejanía y abandono cada vez mayor.
Sin embargo, hay cifras manejadas por estudiosos que
demuestran que la libertad de comercio vigorizó el tráfico marítimo con buques
más veloces, como exigencia de la rapidez que también demandaba la aceleración
del comercio y esta a su vez por el incuestionable crecimiento demográfico.
“Entre 1765 y 1795, el número de barcos que cruzaron el Atlántico procedentes
de todos los puertos coloniales se multiplicó por nueve, en el quinquenio de
1760-1765, surcaron sus aguas 185 barcos, mientras que en el de 1790-1795 lo
hicieron 1.643”.[12]
Finalmente, el vacío comercial
dejado por España en el Pacífico fue llenado por Inglaterra y Estados Unidos.
Entre 1788 y 1809 unos 257 barcos norteamericanos desembarcaron en Chile y
Perú, dejando mercaderías por valor de un millón de libras esterlinas
aproximadamente. Esta importación de productos provenientes tanto del comercio
legal como del ilegal acarreó una saturación del mercado provocando una
vertiginosa caída de precios que afectó, principalmente, a las elites
comerciantes limeñas y consecuentemente a la guayaquileñas. De esta forma, la
influencia de ambas naciones en el Pacífico se hizo permanente configurando las
relaciones comerciales que luego funcionarían en la nueva República.
Para 1790, el 80% de los
yacimientos mineros no funcionaban o tenían un rendimiento mínimo. El cierre
definitivo de la mina de Huancavelica en 1808, el principal abastecedor de
mercurio o azogue para las minas de plata, acrecentó el problema de la minería.
Pero el principal problema que afrontó la minería colonial y por lo cual quedó
prácticamente destruida a fines de la colonia, no fue la falta de mitayos o de
azogue, sino la falta de capitales para su renovación.
En 1812, la minas de plata de
Cerro de Pasco, Huarochirí y Potosí sufrieron una grave crisis. Aun así, la
plata siguió monopolizando prácticamente el espectro de minerales extraídos en
las minas, que por el contrario sí se habían diversificado en una serie de
yacimientos menores que no articulaban la economía provincial de manera que lo
hicieron los grandes yacimientos en los siglos anteriores.
Estas tensiones convocaron a los
criollos notables a propender a la búsqueda de la independencia apoyando los
movimientos que surgían en cada uno de los países. No era su meta recuperar los
viejos privilegios sino continuar la expansión de sus negocios y consolidar su
autonomía económica y política. Con mayor razón “tras comprobar que la
Monarquía no ofrecía las suficientes vías de crecimiento esperadas y que el
naciente liberalismo peninsular se mostraba claramente colonialista con
respecto a las regiones indianas”.[13]
Antecedentes de la
libertad americana.
Estos se encuentran en las ideas de la Ilustración y del
Liberalismo. La Ilustración, corriente de pensamiento altamente desarrollado en
Francia en el siglo XVIII, idealizó la razón como modo de progreso que traería
la felicidad al mundo. Sus propuestas ligadas al desarrollo tecnológico y a las
ciencias naturales tenían como finalidad el mejoramiento social vinculado
estrechamente con la educación.
El Liberalismo, como expresión
política de la anterior, esta fundamentado en la superioridad de la persona
humana, consecuentemente basado en el sufragio universal y el Estado,
soportados a su vez en la diversidad de poderes políticos, la propiedad
privada, la libertad de cultos, la igualdad entre los hombres y la supresión de
la esclavitud. Sin embargo, fueron ideas que no alcanzaron a dominar todos los
espacios sociales sino que, por un bajo nivel de instrucción y cultura, se
difundieron solo entre intelectuales, académicos y en los espacios políticos
surgidos de la Revolución Francesa.
La historia europea también brinda una serie de hechos
interesantes. La guerra entre España y Francia (1793) y luego entre estas dos
contra Inglaterra (1796) debilitaron la presencia de la metrópoli en las
colonias americanas. Los triunfos ingleses cambiaron la configuración de poder
no sólo en Europa, sino también afectaron a los virreinatos, sobre todo en la
medida que el comercio ultramarino de las últimas décadas del XVIII e inicios
del XIX fue mayoritariamente inglés, sobre todo después de Trafalgar (1805).
Más importante fue la invasión napoleónica a España, que como
veremos más adelante remeció los cimientos de las elites y de la burocracia
política al crear una crisis de legitimidad que fue recibida de diversas
maneras según el virreinato. La creación de la Junta Central en Cádiz, la
emisión de una constitución liberal en 1812 y el retorno al absolutismo en
1814, para que tan sólo seis años después una rebelión liberal en España vuelva
a cambiar la naturaleza política de la corona, sacudieron una y otra vez a las
clases dominantes americanas.
En virreinatos como el Río de la
Plata y Nueva Granada se organizaron grupos criollos que apostaban por el
separatismo en la medida también que favorecía sus intereses, al luchar contra
el absolutismo y el control de la economía colonial. En los virreinatos del
Perú y de México, por ejemplo, las elites permanecieron fieles a la corona en
la medida que ésta garantizaba sus beneficios y fueros, y más alzó su voz para
llamar al separatismo en los momentos en que España parecía dar un giro liberal
y ya no podía encargarse de mantener la situación colonial en América, por lo
cual otro grupo debía hacerlo.
La estrategia viene
del sur
Una vez independizada la
República Argentina, San Martín empieza a pensar en la libertad continental y
luego de comprobar, tras acciones de armas desastrosas sufridas en varios
intentos de llevar la guerra al Perú a través de los Andes, comprendió que esa
no era la estrategia para culminar con la independencia sudamericana. Pues, el
poderío de las fuerzas españolas continentales estaba intacto y sus bien
afianzadas posiciones estratégicas llevaría a una confrontación armada
interminable y en extremo costosa en vidas y recursos.
Posesionado del mando del
Ejército auxiliar del Perú por la Junta Revolucionaria de Buenos Aires, deja
ver claramente que “su idea era llevar la guerra por el oeste, trasmontando los
Andes y ocupar á Chile; dominar el mar Pacífico, y atacar el Bajo Perú por el
flanco, admitiendo simplemente como complementarias y concurrentes en segundo
orden las operaciones por la frontera norte”.[14] En una
carta dirigida a un amigo muy cercano, ratifica lo anterior: “Ya le he dicho á
V. mi secreto. Un ejército pequeño y bien disciplinado en Mendoza para pasar á
Chile y acabar allí con los godos, apoyando un gobierno de amigos sólidos para
concluir con la anarquía que reina. Aliando las fuerzas pasaremos por el mar á
tomar Lima: ese es el camino y no éste. Convénzase, hasta que no estemos sobre
Lima la guerra no acabará”.[15]
[1]
Manuel Lucena Salmoral, “Un Continente maduro para la independencia”, Revista
La Aventura de la Historia, Nº 60, Madrid, Arlanza Ediciones SA. Pág. 58, 2003.
[2]
José Cervera Pery. La Marina Mercante en la Política del Reformismo Borbónico,
Madrid, Edit. San Martín, 1986, Pág. 255
[3]
Jerónimo de Ustáriz exposición de su plan comercial al rey.
[4]
Manuel Lucena, Op. Cit. Pág. 60.
[5]
José Cervera, Op. Cit. Pág. 259
[6]
Lucena, Op. Cit. Págs. 60-61
[7]
En los informes consultados que publica Jesús Varela en el Anuario de Estudios
Americanos, que fueron presentados al rey entre febrero de 1772 y julio de
1773, se hace evidente la intención de dilatar las cosas mediante el empleo de
la lentitud burocrática en los informes, estudios, elaboración de propuestas
que tanto lastre agregaron a la eficacia del gobierno en su determinación.
[8]
Cervera, Op. Cit. Pág. 263
[9]
Marina Alonso Mola, “Lo mejor de ambos mundos, Criollos”, Revista La Aventura
de la Historia, Nº 60, Madrid, Arlanza Ediciones SA. Pág. 67, 2003.
[10]
Marina Alfonso, Op. Cit. Pág. 69.
[11]
Pedro Pérez Herrero, Patria y libertad de comercio, Revista La Aventura de la
Historia, Nº 60, Madrid, Arlanza Ediciones SA. Pedro Pérez Herrero, Op. Cit.
Pág. 72
[12]
Pedro Pérez Herrero, Op. Cit. Pág. Pág. 71.
[13]
Pedro Pérez, Op. Cit. Pág. 75.
[14]
Barros Arana: Historia General de la Independencia de Chile, t. III, Págs. 86 y
97.
[15]
Carta de San Martín a Nicolás Rodríguez Peña del 22 de abril de 1814.
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