Europa del siglo XVIII
Europa en el siglo XVIII inicia un nuevo movimiento filosófico e
ideológico. Bajo el ascenso de nuevas ideas se configura lo que se da en llamar
la corriente ilustrada. En efecto, el siglo
XVIII es el siglo de las luces o de la ilustración. Los grandes pensadores
franceses, ingleses y holandeses permitieron la creación de un
ambiente de libertad política, diversidad religiosa y prosperidad económica,
que era el más adecuado para el triunfo del pensamiento ilustrado. Sin embargo,
pese a estas conquistas obtenidas en muchos países europeos, hay que reconocer
que la cuna de este movimiento de la Ilustración fue Francia.
Y en el campo de las transformaciones políticas, especialmente
para las modificaciones de Europa, me atrevo a llamarlo, como lo han hecho
prestigiosos historiadores europeos y latinoamericanos, el siglo de las
revoluciones. Pues, las ideas transformadoras de la Ilustración, el pensamiento
pionero de Adam Smith a favor del libre comercio y los derechos humanos, y la
Revolución Francesa que plantea el derecho de autodeterminación de los pueblos,
fueron movimientos intelectuales que removieron los cimientos de los estados
autocráticos europeos y, además, apadrinaron las guerras de independencia de
Iberoamérica y Haití.
Pero no fue solo esto. También fue el siglo del comercio y su
expansión, así como de la apertura de las nuevas y grandes rutas mundiales,
pero, estuvo ensombrecido por el dualismo entre Prusia y Austria con tres
sangrientas guerras civiles y por varias guerras internacionales. La de
Sucesión, 1740-1748, la de la Convención francesa, y las llamadas de Coalición
movilizadas por William Pitt Jr. contra Francia: 1793-1797, 1799-1802 y 1805.
Sin embargo, en lo fundamental, que fue la lucha por la hegemonía
de los mares para captar los mercados mundiales, yo diría que este siglo se
reduce a la historia de Inglaterra. Pues, esta marcaba el ritmo del desarrollo
al haber alcanzado un mayor grado de libertad de la persona y de la propiedad
que el resto de Europa. Por el capital acumulado a través del comercio exterior
y por sus actividades corsarias logró crear una banca de alto nivel que
trabajaba con intereses relativamente bajos, que le representaron las
condiciones decisivas para su industrialización (1780). Por otra parte, no
podemos dejar de mencionar a los más connotados socios que Isabel I de
Inglaterra armó en corso: William Paterson, quien más tarde sería el fundador
del Banco de Inglaterra; Francis Drake, al cual se le dio el título de “Sir” y
Henry Morgan, que campeó su audacia por las costas americanas.
La Gran Bretaña alcanzaba preponderancia porque tuvo la concurrencia
de varios factores, que a lo largo de una generación la llevaron a vivir un
desarrollo sensacional: un nuevo orden social que abrió a sus empresarios un
campo de actividad amplio y libre, los ricos yacimientos de carbón, el
desarrollo de la máquina a vapor, un mercado único sin aranceles interiores y
una mano de obra barata obtenida mediante una gran injusticia social. Con ello,
desarrolló una clase empresarial, emprendedora y audaz que superó a sus
competidores europeos.
El Imperio Británico, por haber alcanzado las condiciones
económicas, sociales y científicas fue el gran ganador de la lucha por la
hegemonía y del conflicto mundial desde la Revolución Francesa, que a pesar del
bloqueo continental impuesto por Napoleón (1806), y gracias al tipo de explotación
humana referida, pudo adaptar su capacidad industrial a las necesidades del
mercado mundial. Y con la supresión de las barreras comerciales inundó los
mercados europeos y ultramarinos con una oferta de mercaderías aplastante. La
aplicación de una economía abierta, y de mercados libres (aunque practicó
algunas políticas proteccionistas), la ayudó como potencia industrial y
dominante de los mares a ocupar una posición de supremacía mundial tras vencer
a Francia.[1]
Siglo XVIII: España y la sociedad colonial
España tuvo a su alcance todo lo necesario para construir un
imperio ultramarino, pero sus condiciones
económicas y políticas no lo permitieron ni posibilitaron. Para hacerlo hubiera
tenido que cambiar su economía y algunos aspectos de su visión del mundo y de
la sociedad. Además, no lo pudo lograr porque para ello debía tener la
seguridad de un ejército fuerte dentro y fuera de sus fronteras, eficiencia
administrativa en los dos mundos, una economía fuerte, consolidada y en
expansión, más centrada en la manufactura. Además, una flota mercante para un
eficiente comercio y una marina de guerra para el control marítimo continental.
Y para el caso de sufrir reveses internacionales, debió disponer de recursos
técnicos y financieros para reconstituir ese poder.
Sin embargo, durante más de dos siglos, fue dueña y tuvo el
control de las rutas navieras y de una intensa actividad comercial cautiva con
el Nuevo Mundo, pero las perdió. Con los reinos de ultramar le ocurrió lo
mismo, por cuanto no pudo reconocer la realidad de su independencia, hasta que
los hechos ocurridos a partir de 1819 no se lo demostraron en forma
irreversible: primero con la sublevación de los ejércitos que desde la
Península se intentaba enviar a ultramar para sofocar la revolución, el de Andalucía
a órdenes de Riego, y segundo, con la batalla de Ayacucho en 1824 en que es
despojada del último jirón de territorio americano, el Perú.[2]
En la primera mitad del siglo XVIII ya era evidente la decadencia
de España en el concierto de las grandes naciones y de los imperios coloniales
europeos. Su derrumbamiento como potencia naval y la pérdida de las rutas
comerciales a manos de las monarquías francesas e inglesas era inevitable, pues
estas vieron en su debilidad económica y naviera la posibilidad de hacerse de
sus posesiones americanas y asiáticas. Para entonces, España era lo que bien
podríamos llamar un imperio ultramarino sin flota, que tuvo el constante
desacierto de pasarse casi todo el siglo XVIII enfrentado a Inglaterra y a su
enorme poderío marítimo y militar. “Realmente fue un caso insólito (…) que existiera un Imperio
ultramarino sin flota para defenderlo (…) incapaz de defender sus enormes
dominios ultramarinos del Atlántico y del Pacífico. Para semejante empresa
habría hecho falta no una armada, sino varias, como las que tenían los
británicos y los franceses”.[3]
La debilidad española en el mar era tan manifiesta que, por ejemplo, luego de la toma de Guayaquil en 1709
por el corsario inglés Woodes Rogers que obtuvo 30.000 pesos de rescate,[4] y
el solo conocimiento del zarpe de siete navíos desde Inglaterra hacia las
costas del Pacífico alarmó a las autoridades virreinales. Las cuales, para
alcanzar cierto grado defensivo debieron pedir a todos lo barcos franceses,
inclusive a los contrabandistas que se encontraban en el área, a integrarse “en
una flota para defender el virreinato de un posible ataque inglés. A cambio de
la ayuda militar de los franceses, el virrey suspendía las reales órdenes de
prohibición del comercio a los franceses para que pudieran desembarcar y vender
sus mercaderías”.[5]
[1] Otto J. Seiler, Op. Cit., Págs.
29 a 33.
[2]
Gloria Inés Ospina Sánchez, “España y Colombia en el siglo XIX”, Madrid,
Ediciones Cultura Hispánica, Pág. 24, 1988.
[3] Manuel Lucena Salmoral, “Un Continente maduro
para la independencia”, Revista La Aventura de la Historia, Nº 60, Madrid,
Arlanza Ediciones SA, Pág. 58, 2003.
[4]
Carta del virrey marqués De Castell Dos Rius a Don Cristóbal Ramírez de
Arellano: “Por vuestra carta de trece y quince del pasado, quedo en
inteligencia de todo lo sucedido aquel día con los enemigos que entraron en esa
ciudad, y os apruebo todo lo que ejecutasteis que muy conforme a vuestras
obligaciones, esperando continuaréis en lo que se ofreciere con la misma
prudencia y cuidado, procurando, si los enemigos se han acabado de retirar de
esa ciudad, reducir a los vecinos a que se restituyan en ella y vivan todos con
el cuidado y prevención que conviene por si volvieren segunda vez.
Espero que
todo lo que pudiéreis haber inquirido de sus designios, sus fuerzas, porte de
bajeles y gente que traen, me informaréis muy por menor, por lo que importa
tener estas noticias, como también, en qué paró el ajuste hecho/ de los treinta
mil pesos con ellos y si han restituido los bajeles apresados con todo lo demás
que se os ofreciere.- Dios os guarde.- Lima, ocho de junio de mil setecientos
nueve. Actas del Cabildo Colonial de Guayaquil, Tomo X: 1708 – 1712. Tomo XI:
1715- 1716, Versión Ezio Garay Arellano, Guayaquil, Archivo Histórico del
Guayas, Págs. 64-65, 2004.
[5]
Carta del virrey marqués de Castell dos Rius a Su Majestad de 31 de diciembre
de 1709. A.G.I. Lima, 483, en Jesús Turisu Sebastián. Op. Cit. Pág. 113.
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