El dominio español: sus
efectos y costos
El punto de partida del imperio español
es constituir un espacio
imperial en ultramar. Para ello buscó que su visión del mundo y sus dominios
vayan más
allá del Mediterráneo, ocupado y poblado por navíos y navegantes, por un
trayecto ultramarino expansivo. En él se establece una red de comunicaciones
que por primera vez en la historia humana había alcanzado escala global.[1]
El espacio americano del imperio español desde Carlos V a Felipe II, sus límites
y características, fueron el resultado inmediato de la apropiación por las
armas de extensas zonas del continente. Los espacios sometidos alcanzaron la
fabulosa inmensidad de más de tres millones de kilómetros cuadrados, extensión
territorial que ofrecía una sobrecogedora y extrema variedad de paisajes y de
conjuntos bioclimáticos aplastantes.[2]
La marcada diferencia de origen regional existente en España
también fue trasplantada al Nuevo Mundo con todo su rigor y pasión. Feroces
rivalidades que a menudo enfrentaban a vascos, aragoneses, castellanos y
andaluces, especialmente en el gran centro minero de Potosí, donde era muy
frecuente hallar cadáveres descuartizados a la vera de los caminos, como
resultado de violentos encuentros nocturnos entre bandos regionales.
Tales rivalidades entre los propios originarios de la Península,
que eran minoría en comparación a los criollos, cuyo número aumentaba sin
cesar, produjeron un alto nivel de desprecio hacia ellos. Con el solo hecho de
llamarlos criollos, ya demostraban su discrimen. Los criollos por su parte, a
menudo designaban a los peninsulares en forma peyorativa que no ocultaba la
gran hostilidad que sentían. En México los llamaban “gachupines” o
“cachupines”, del portugués “cachopo” que significa muchacho. En nuestro país,
y los vecinos de norte y sur, se los calificaba como “chapetones” por las
mejillas enrojecidas, especialmente en las alturas andinas.
A quienes se identificaba de esta forma, generalmente era a los
hombres de paso, que llegaban devorados por el ansia de hacer fortuna y que
vivían en permanente nostalgia por su tierra. Para el criollo que se sentía
verdaderamente amo de un país ganado con el sudor, sufrimientos y la sangre de
sus antepasados, esta ave de paso, no era sino un intruso arrogante, con el
perfil desagradable del funcionario ambicioso y corrupto, “hábil monopolizador
de gajes y granjería, amigo o cliente de un virrey y relacionado con las
autoridades, cuando no lo representaba directamente como un aventurero ávido e
inescrupuloso. Hombre, por lo demás, desesperado por irse en cuanto hubiera
hecho fortuna, porque no abandonaba sus costumbres y gustos metropolitanos”.[3]
Por otra parte, las investigaciones realizadas sobre la época,
lamentable y mayoritariamente se han centrado en el tema sobre el relato y
descripción de los hechos y participación de personajes notables, sin embargo,
no ha concedido mucho espacio a la real importancia que tuvo la mujer del
pueblo, la verdadera “conquistadora”, que junto al hombre trabajó la tierra, explotó
la mina y debió empuñar las armas para su defensa. Omisión en la que,
penosamente, incurrieron tanto las autoridades españolas de la Península, como
sus mandatarios de ultramar. No supieron valorar la importancia que ella tuvo
solo por el hecho de sumarse a la aventura que determinó la implantación
colonial en América. Tal parece que solo hubiesen pensado en la necesidad de
poblar con ellas las tierras conquistadas y por conquistar, solamente por
motivaciones económicas, sin considerar lo trascendente de su presencia física
y espiritual.
Por otra parte, tan pronto los soldados, e “hijosdalgo” llegaron
al Nuevo Mundo en busca de fortuna, se produjo un gran encuentro sexual, al
punto que, en 1514, Carlos V mediante una real cédula estableció definitivamente
la libertad de casarse con indígenas. En 1516 el cardenal Cisneros, regente de
Castilla, recomendaba favorecer estos matrimonios con cacicas o hijas de
caciques, sin embargo, no fue práctica generalizada. En este encuentro de dos
civilizaciones, la mujer española[4]
estuvo presente desde los primeros años para jugar un gran papel “en la
economía, en la sociedad, en las artes, en la política y en su misión
trascendente como creadora de pueblos”.[5]
En 1539 se fijó un plazo de tres años para aquellos que habían
recibido una encomienda, se casaran so pena de perder sus beneficios. Con esta
amenaza, muchos se vieron forzados a regularizar su estado civil,
preferentemente con las recién llegadas de España, pues la idea de casarse con
india estaba bastante lejos de ser popular. Pero quienes se mantenían en el
concubinato, tan pronto les era posible se casaban con las españolas y
abandonaban a sus “barraganas” e hijos. Los personajes de alto rango, cuando se
veían avocados al problema, las entregaban en matrimonio a sus soldados de
confianza. Uno de los más célebres mestizos abandonados por su padre, cuando
este decidió casarse con española, fue el cronista peruano Gracilazo de la
Vega, “el inca”.
De este encuentro nace el mestizaje
biológico que constituye el rasgo más original y característico de la población
de los Reinos de Ultramar, que produjo una sociedad organizada, segregada y
estratificada conforme al color de la piel. “Como consecuencia de este proceso
se produjo una síntesis nominal de las castas que fue transformando la sociedad
pigmentocrática en una multiétnica fuertemente jerarquizada (...) Se creó un
sistema de castas que identificaba prestigio racial con poder económico, aunque
las fronteras fueron imprecisas y cambiantes”.[6]
Simón
Bolívar, criollo por condición y por mentalidad, sentó en el Congreso de
Angostura, en 1819, las bases posibles de la significación multinacional
hispanoamericana, y la consiguiente diferenciación y homogeneidad de sus
hombres, al decir: “Al desprenderse la América de la Monarquía española se ha
encontrado semejante al Imperio Romano cuando aquella enorme masa cayó dispersa
en medio del antiguo mundo. Cada desmembración formó entonces una nación
independiente, conforme a su situación, o a sus intereses: pero con la diferencia
de que aquellos volvían a restablecer sus primeras asociaciones. Nosotros ni
aun conservamos los vestigios de lo que fue en otro tiempo; somos europeos, no
somos indios, sino una especie media entre los aborígenes y los españoles.
Americanos por nacimiento, y europeos por derechos, nos hallamos en el
conflicto de disputar a los naturales los títulos de posesión, y de mantenernos
en el país que nos vio nacer contra la oposición de los invasores; así nuestro
caso es el más extraordinario y complicado”.[7]
[1]
Felipe II en 1556, recibió un vasto Imperio, pero, con un erario en bancarrota.
Para neutralizar la expansión portuguesa y a la vez obtener el dinero que tanto
necesitaba, inició el comercio con los apetecidos productos asiáticos. En 1559,
en el más absoluto secreto el monarca inició el trazado de un cuidadoso plan.
El 20 de noviembre de 1564 zarparon del puerto de Navidad (Nueva España) cuatro
naves protegidas por la Capitana San Pedro. A fines de abril de 1565 arribaron
a Cebú e iniciaron la conquista y colonización de la islas Filipinas. En 1571,
un sampán chino naufragó en aguas Filipinas y fue socorrido por naves
españolas. Al año siguiente fondeó en Manila un navío chino cargado de regalos
para el gobierno español como agradecimiento por el rescate de los náufragos.
En 1572 los mercaderes españoles cargaron un galeón con los preciosos regalos
el cual llegó a Acapulco en 1573 y así comenzó uno de los tráficos comerciales
españoles más importantes de la época que duró 242 años.
[2]
“Entre 1519 y 1556, se logró construir un imperio inmenso que al iniciarse el
reinado de Felipe II, atraía en forma irresistible a hombres y mujeres de la
Península Ibérica. Entre 1493 y 1519 quedaron oficialmente registrados cinco
mil cuatrocientos ochenta colonos y entre 1520 y 1539, aproximadamente 22.538
pasajeros zarparon de los puertos españoles, y al finalizar el siglo XVI, se
habían embarcado hacia América unas doscientas cincuenta mil personas. Cifra
imponente si consideramos que en 1594, Sevilla tenía apenas 90.000 habitantes,
Toledo 54.665 y Madrid 37.500”. Ramón Carande, “Carlos V y sus banqueros”, La
Hacienda Real de Castilla. Madrid. Sociedad de Estudios y Publicaciones Felipe
V, 1949.
[3]
Georges Baudot y Todorov T’zvetan, “Relatos Aztecas de la Conquista”.
Traducción de Guillermina Cuevas, México, Consejo Nacional para la Cultura y
las Artes-Grijalbo, Pág. 485, 1989. O El siglo XVI, como clave de la historia
americana
[4]
El trabajo más significativo realizado a la fecha sobre la presencia de la
mujer española en la conquista, es el de la norteamericana, Nancy
O’Sullivan-Beare: “Las Mujeres de los conquistadores”, Madrid, 1960.
[5]
Borges Analola, “La mujer pobladora en los orígenes americanos”, Anuario de
Estudios Americanos. Tomo XXIX, Pág. 38, 1972.
[6]
Pedro Tomé Martín, “Indios, mestizos y negros. El Crisol”, en La Aventura de la
Historia 60, Madrid. Págs. 64-67, 2003.
[7]
José Antonio Calderón Quijano, “Población y Raza en Hispanoamérica”, Sevilla,
Escuela de Estudios Hispano-Americanos, Consejo Superior de Investigaciones
Científicas, Vol. XXVII, Art. 18, Pág. 733, 1970.
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