miércoles, 29 de agosto de 2018



El dominio español: sus efectos y costos
El punto de partida del imperio español es constituir un espacio imperial en ultramar. Para ello buscó que su visión del mundo y sus dominios vayan más allá del Mediterráneo, ocupado y poblado por navíos y navegantes, por un trayecto ultramarino expansivo. En él se establece una red de comunicaciones que por primera vez en la historia humana había alcanzado escala global.[1] El espacio americano del imperio español desde Carlos V a Felipe II, sus límites y características, fueron el resultado inmediato de la apropiación por las armas de extensas zonas del continente. Los espacios sometidos alcanzaron la fabulosa inmensidad de más de tres millones de kilómetros cuadrados, extensión territorial que ofrecía una sobrecogedora y extrema variedad de paisajes y de conjuntos bioclimáticos aplastantes.[2]
La marcada diferencia de origen regional existente en España también fue trasplantada al Nuevo Mundo con todo su rigor y pasión. Feroces rivalidades que a menudo enfrentaban a vascos, aragoneses, castellanos y andaluces, especialmente en el gran centro minero de Potosí, donde era muy frecuente hallar cadáveres descuartizados a la vera de los caminos, como resultado de violentos encuentros nocturnos entre bandos regionales.
Tales rivalidades entre los propios originarios de la Península, que eran minoría en comparación a los criollos, cuyo número aumentaba sin cesar, produjeron un alto nivel de desprecio hacia ellos. Con el solo hecho de llamarlos criollos, ya demostraban su discrimen. Los criollos por su parte, a menudo designaban a los peninsulares en forma peyorativa que no ocultaba la gran hostilidad que sentían. En México los llamaban “gachupines” o “cachupines”, del portugués “cachopo” que significa muchacho. En nuestro país, y los vecinos de norte y sur, se los calificaba como “chapetones” por las mejillas enrojecidas, especialmente en las alturas andinas.
A quienes se identificaba de esta forma, generalmente era a los hombres de paso, que llegaban devorados por el ansia de hacer fortuna y que vivían en permanente nostalgia por su tierra. Para el criollo que se sentía verdaderamente amo de un país ganado con el sudor, sufrimientos y la sangre de sus antepasados, esta ave de paso, no era sino un intruso arrogante, con el perfil desagradable del funcionario ambicioso y corrupto, “hábil monopolizador de gajes y granjería, amigo o cliente de un virrey y relacionado con las autoridades, cuando no lo representaba directamente como un aventurero ávido e inescrupuloso. Hombre, por lo demás, desesperado por irse en cuanto hubiera hecho fortuna, porque no abandonaba sus costumbres y gustos metropolitanos”.[3]
Por otra parte, las investigaciones realizadas sobre la época, lamentable y mayoritariamente se han centrado en el tema sobre el relato y descripción de los hechos y participación de personajes notables, sin embargo, no ha concedido mucho espacio a la real importancia que tuvo la mujer del pueblo, la verdadera “conquistadora”, que junto al hombre trabajó la tierra, explotó la mina y debió empuñar las armas para su defensa. Omisión en la que, penosamente, incurrieron tanto las autoridades españolas de la Península, como sus mandatarios de ultramar. No supieron valorar la importancia que ella tuvo solo por el hecho de sumarse a la aventura que determinó la implantación colonial en América. Tal parece que solo hubiesen pensado en la necesidad de poblar con ellas las tierras conquistadas y por conquistar, solamente por motivaciones económicas, sin considerar lo trascendente de su presencia física y espiritual.
Por otra parte, tan pronto los soldados, e “hijosdalgo” llegaron al Nuevo Mundo en busca de fortuna, se produjo un gran encuentro sexual, al punto que, en 1514, Carlos V mediante una real cédula estableció definitivamente la libertad de casarse con indígenas. En 1516 el cardenal Cisneros, regente de Castilla, recomendaba favorecer estos matrimonios con cacicas o hijas de caciques, sin embargo, no fue práctica generalizada. En este encuentro de dos civilizaciones, la mujer española[4] estuvo presente desde los primeros años para jugar un gran papel “en la economía, en la sociedad, en las artes, en la política y en su misión trascendente como creadora de pueblos”.[5]
En 1539 se fijó un plazo de tres años para aquellos que habían recibido una encomienda, se casaran so pena de perder sus beneficios. Con esta amenaza, muchos se vieron forzados a regularizar su estado civil, preferentemente con las recién llegadas de España, pues la idea de casarse con india estaba bastante lejos de ser popular. Pero quienes se mantenían en el concubinato, tan pronto les era posible se casaban con las españolas y abandonaban a sus “barraganas” e hijos. Los personajes de alto rango, cuando se veían avocados al problema, las entregaban en matrimonio a sus soldados de confianza. Uno de los más célebres mestizos abandonados por su padre, cuando este decidió casarse con española, fue el cronista peruano Gracilazo de la Vega, “el inca”.
De este encuentro nace el mestizaje biológico que constituye el rasgo más original y característico de la población de los Reinos de Ultramar, que produjo una sociedad organizada, segregada y estratificada conforme al color de la piel. “Como consecuencia de este proceso se produjo una síntesis nominal de las castas que fue transformando la sociedad pigmentocrática en una multiétnica fuertemente jerarquizada (...) Se creó un sistema de castas que identificaba prestigio racial con poder económico, aunque las fronteras fueron imprecisas y cambiantes”.[6]
Simón Bolívar, criollo por condición y por mentalidad, sentó en el Congreso de Angostura, en 1819, las bases posibles de la significación multinacional hispanoamericana, y la consiguiente diferenciación y homogeneidad de sus hombres, al decir: “Al desprenderse la América de la Monarquía española se ha encontrado semejante al Imperio Romano cuando aquella enorme masa cayó dispersa en medio del antiguo mundo. Cada desmembración formó entonces una nación independiente, conforme a su situación, o a sus intereses: pero con la diferencia de que aquellos volvían a restablecer sus primeras asociaciones. Nosotros ni aun conservamos los vestigios de lo que fue en otro tiempo; somos europeos, no somos indios, sino una especie media entre los aborígenes y los españoles. Americanos por nacimiento, y europeos por derechos, nos hallamos en el conflicto de disputar a los naturales los títulos de posesión, y de mantenernos en el país que nos vio nacer contra la oposición de los invasores; así nuestro caso es el más extraordinario y complicado”.[7]


[1] Felipe II en 1556, recibió un vasto Imperio, pero, con un erario en bancarrota. Para neutralizar la expansión portuguesa y a la vez obtener el dinero que tanto necesitaba, inició el comercio con los apetecidos productos asiáticos. En 1559, en el más absoluto secreto el monarca inició el trazado de un cuidadoso plan. El 20 de noviembre de 1564 zarparon del puerto de Navidad (Nueva España) cuatro naves protegidas por la Capitana San Pedro. A fines de abril de 1565 arribaron a Cebú e iniciaron la conquista y colonización de la islas Filipinas. En 1571, un sampán chino naufragó en aguas Filipinas y fue socorrido por naves españolas. Al año siguiente fondeó en Manila un navío chino cargado de regalos para el gobierno español como agradecimiento por el rescate de los náufragos. En 1572 los mercaderes españoles cargaron un galeón con los preciosos regalos el cual llegó a Acapulco en 1573 y así comenzó uno de los tráficos comerciales españoles más importantes de la época que duró 242 años.
[2] “Entre 1519 y 1556, se logró construir un imperio inmenso que al iniciarse el reinado de Felipe II, atraía en forma irresistible a hombres y mujeres de la Península Ibérica. Entre 1493 y 1519 quedaron oficialmente registrados cinco mil cuatrocientos ochenta colonos y entre 1520 y 1539, aproximadamente 22.538 pasajeros zarparon de los puertos españoles, y al finalizar el siglo XVI, se habían embarcado hacia América unas doscientas cincuenta mil personas. Cifra imponente si consideramos que en 1594, Sevilla tenía apenas 90.000 habitantes, Toledo 54.665 y Madrid 37.500”. Ramón Carande, “Carlos V y sus banqueros”, La Hacienda Real de Castilla. Madrid. Sociedad de Estudios y Publicaciones Felipe V, 1949.
[3] Georges Baudot y Todorov T’zvetan, “Relatos Aztecas de la Conquista”. Traducción de Guillermina Cuevas, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes-Grijalbo, Pág. 485, 1989. O El siglo XVI, como clave de la historia americana

[4] El trabajo más significativo realizado a la fecha sobre la presencia de la mujer española en la conquista, es el de la norteamericana, Nancy O’Sullivan-Beare: “Las Mujeres de los conquistadores”, Madrid, 1960.
[5] Borges Analola, “La mujer pobladora en los orígenes americanos”, Anuario de Estudios Americanos. Tomo XXIX, Pág. 38, 1972.
[6] Pedro Tomé Martín, “Indios, mestizos y negros. El Crisol”, en La Aventura de la Historia 60, Madrid. Págs. 64-67, 2003.
[7] José Antonio Calderón Quijano, “Población y Raza en Hispanoamérica”, Sevilla, Escuela de Estudios Hispano-Americanos, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Vol. XXVII, Art. 18, Pág. 733, 1970.

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