sábado, 30 de noviembre de 2019


El Perico

El 7 de noviembre de 1885, fundado por el doctor Francisco Martínez Aguirre, circuló en Guayaquil el primer número de este semanario terriblemente satírico, era de formato pequeño, cuatro planas a dos columnas. En su cabezote constaba el grabado de un perico que pluma enristre, avanzaba a pasos firmes; directamente bajo su título aparecía el siguiente lema: “Cada pájaro taje su propia pluma y enristre”, y en la siguiente línea constaba: “Si las aves cantan de diverso modo, según su especie, no se les impida que emitan sus sonidos, sonoros o destemplados, con que el Creador Supremo las dotara, siempre que no perturben la tranquilidad del bosque”. El estilo impecable, la frase a punto y el chiste nada vulgar pero filudo como un puñal fueron sus características. 
“El Perico emprenderá el vuelo de hoy en adelante por la tarde del sábado de cada semana, hasta que lo dejen con vida o lo encierren en sólida jaula, y seguirá dando la pata por el módico precio de un real”, decía en la primera edición. 
También trazaba sus artículos en prosa; y si bien predominaba la mordaz ocurrencia, en el contenían una sesuda y bien cimentada crítica; él mismo hacía los dibujos trabajando magníficos grabados, que eran simultáneamente la revelación del artista y ocurrente caricaturista que indefectiblemente llevaba a la víctima al ridículo, haciendo las delicias de los lectores. El doctor Martínez se complementaba magistralmente con Pepe Lapierre, que como genial versificador improvisaba los chistes, cuyos efectos sentía el gobierno y hacía trinar a funcionarios públicos, que no se atrevían a actuar en contra de los redactores del periódico más popular de Guayaquil.
Cada edición de El Perico era llamada “vuelo”, de allí que al referirse a otro periódico satírico, que circuló antes que éste, titulado Fray Gerundio y que tuvo muerte violenta al publicar su cuarto número. Haciendo reminiscencia de esto, El Perico en su “vuelo cuarto”, cuyas columnas aparecieron enlutadas, decía: “Dedicatoria. Al emprender el vuelo por cuarta vez, recuerdo que Fray Gerundio murió, violenta e inesperadamente, después de su cuarta salida a paseo. Párvulo valiente, sucumbió en su puesto, cumpliendo el noble deber que él mismo se impusiera...”
No obstante los temores del doctor Martínez, El Perico tuvo más larga vida que Fray Gerundio, pues su primera época llegó al número 15 que para aquellos años, en que la vida de cualquier periódico opositor era muy breve, se lo podría considerar como un éxito. Transcurría el tiempo en que el gobierno de Caamaño era acosado por los cuatro costados, y él mismo, el día 6 de febrero, había sido asaltado por un grupo de valerosos hombres con el ánimo de secuestrarlo y llevarlo a las montañas como rehén, en el intento de lograr alguna ventaja para la revolución. También una noche al llegar a Guayaquil había escapado de caer en manos de asaltantes, que luego de un gran tumulto, resultó muerto el intendente de policía del Guayas, coronel Guedes. Hechos que agravaban cada día la situación y provocaban reacciones violentas del gobierno.
Éste último número circuló el 13 de febrero de 1886, en plena actividad revolucionaria; El Perico se vio obligado a suspender su edición y sus editores huyeron para no ser capturados; pero el 9 de diciembre de ese año salió a la circulación el número 16 desde Palenque, tal ejemplar tiene otro grabado en su cabezote, esta vez, es un perico volando con un látigo en la mano izquierda y una pluma tajada en la derecha, que dice: 
“Heme aquí, de nuevo en la arena después de larga ausencia obligada por la más cruda persecución de los implacables y rapaces enemigos de toda ave virtuosa, que tomando a su cargo la defensa de los derechos del pueblo y la honra de la Patria, no rehúsa el peligro y lidia a pecho descubierto contra los pajarracos de conciencia elástica y afilada garra; que adueñados del poder han sacrificado las libertades públicas, en aras de su concupiscencia para que el infortunado Ecuador, marchando a retaguardia sirva de ludibrio a sus hermanos de Sudamérica; quienes más afortunados gozan de los beneficios de los fueros que la civilización moderna, concede a los ciudadanos reunidos para formar república soberana e independiente...”
Luego de la derrota de Alfaro en Jaramijó, fue fusilado Nicolás Infante el 1 de enero de 1885, y más tarde el montonero Crispín Cerezo. El 17 de diciembre de 1886, se publicó la noticia de la derrota de los “montoneros” en el río Tiaone, en Esmeraldas; la captura y posterior fusilamiento de Luis Vargas Torres (20/03/1887). El 16 de marzo de 1887, fue fusilado el soldado Froilán Arriaga. Hechos violentos que conmovieron a la opinión pública enardeciendo aún más los ánimos, por lo que el gobierno trataba de frenar, donde surgían, estas reacciones de la ciudadanía y de la prensa, aplicando medidas de extremo rigor.
El doctor Martínez y José de Lapierre fueron perseguidos, hasta que el primero cayó prisionero y enviado al destierro en Lima, donde permaneció hasta que terminado el período de Caamaño. Al subir al poder el doctor Antonio Flores Jijón, abrió las fronteras patrias a todos los exiliados y perseguidos. 
El 5 de enero de 1889, reapareció El Perico en cuyo primer editorial el doctor Martínez se expresaba así: “¡Alucinación de cerebros debilitados por el hambre del ostracismo! cuando se empeñaban en asegurarme la inesperada aparición de la “Libertad” en el firmamento de la Patria. Este astro hermoso y brillante, tan deseado por las víctimas de la tiranía pasada que sufrían las amarguras del destierro”, agregando, que “convencido de tan hermosa realidad, se aprestaba a emprender nuevamente en sus vuelos El Perico”.
En lo tocante al gobierno de Antonio Flores, podemos afirmar que se respetó ampliamente la libertad de imprenta, y en reciprocidad, la prensa no abusó de ella, desaparecieron de sus publicaciones los insultos, la diatriba y la violencia, su lenguaje se tornó culto y mesurado para bien de la sociedad.
En esta segunda oportunidad, El Perico se editó en la Imprenta Liberal de propiedad del doctor Martínez Aguirre, quien fundó además, el semanario El Átomo. Semanario de las mismas características de formato de El Perico, pero dedicado a la enseñanza cívica y moral de niños y jóvenes, pues durante el gobierno de Antonio Flores, hubo paz y respeto a los derechos ciudadano y no había motivo para atacarlo. 
El Perico alcanzó, en esta vez, hasta el número 11 que circuló el 9 de agosto de 1890. Apareciendo por una tercera época, desde diciembre de 1903 hasta el número 27 que circuló el 20 de agosto de 1904.
El doctor Martínez, fue un notable guayaco que nació en 1850 en Baba, Los Ríos, floreciente cantón residencia de numerosos hacendados del cacao. Recibió su educación primaria en el Seminario de Guayaquil y la secundaria en el San Vicente del Guayas, donde se graduó de bachiller en Filosofía. Su padre lo envió a Europa donde permaneció un tiempo asimilando su cultura, al regreso, desembarcó en los Estados Unidos e ingresó a la ya famosa Universidad de Pensilvania, donde, el 14 de marzo de 1871 recibió el grado de médico cirujano. Retornó a su nativa Guayaquil, viajó a Quito e ingresó a la Escuela de Medicina de la Universidad Central y refrendó el título adquirido en Universidad de Pensilvania.
Desde 1878 hasta 1910, fue catedrático de la Universidad de Guayaquil. En 1897 el doctor Pedro José Boloña fue designado decano de la Facultad de Fisiología y el doctor Martínez fue su asistente de cátedra y profesor de Topografía Anatómica y en 1899 asumió el decanato. Las contribuciones del doctor Martínez para el desarrollo de los estudios médico quirúrgico en la Escuela de Medicina de la Universidad de Guayaquil fueron notables. Y la dedicación con que tomó a cargo
los cursos de Anatomía Topográfica y Descriptiva, y toda su vida profesional fue ejemplar dentro de la afamada Facultad de Medicina de nuestra Universidad.
Fue Senador por Los Ríos en 1901-1903, Ministro de Instrucción Pública, desde 1906 a 1909, Gobernador del Guayas y Ministro del Interior en 1907, Concejal del Municipio Guayaquil, miembro de la Sociedad Protectora del Bombero, de la Sociedad Filantrópica del Guayas, Jefe Político del Cantón Guayaquil, Ministro de Salud 1891-92, Vicepresidente de la Sociedad Liberal Democrática, Miembro Honorario de la Facultad de la Escuela de Medicina, Presidente de la segunda sección del Primer Congreso Médico Nacional.
Esta notable figura pública y padre de la ciudad murió en Guayaquil el 8 de febrero de 1917 a la edad de 67 años. Fue honrado por la Facultad de Medicina y el MI Municipio de Guayaquil, por sugerencia de José Antonio Gómez I, miembro de la Comisión Municipal nominadora de calles, designó como Francisco X. Martínez Aguirre a la avenida principal de la ciudadela Santa Cecilia al norte de la ciudad.

miércoles, 20 de noviembre de 2019


El primer obispo de Guayaquil
Hace algún tiempo, uno de los investigadores del Archivo Histórico, puso en mis manos una copia del “Auto General de Visita”, practicada por el primer obispo de Guayaquil en los años 1844 y 1845. Al revisarlo, lo encontré interesante, digno de comentarse y buena parte de reproducirse, pues nos muestra la atenta vigilancia que el prelado ejercía sobre el clero de su Diócesis. En tal documento constan disposiciones que dejan muy en claro que el doctor Francisco Xavier de Garaicoa, estaba seriamente preocupado por la común y dolorosa ignorancia que pesaba sobre la religión, tanto por parte de la clerigalla como de la feligresía. Para el efecto ordenó restablecer su enseñanza y dictó disposiciones especiales a los párrocos, para que una vez leído el evangelio de la misa mayor, la explicasen a su grey de forma tan clara como terminante, a fin de que, quienes “la saben, no la olviden y los que la ignoran, la aprendan”. 
Como no podían faltar los premios para aquellos que asistían a tales enseñanzas, se ofrecían indulgencias por camionadas: cuarenta días enteritos para pecar con el correspondiente perdón incluido, ¡qué tal facilidad la de nuestros abuelos!, con razón las “sucursales” eran plato de cada boda. Por eso, la “manga ancha” que en forma magnánima repartía la Iglesia, fue agotada por nuestros antecesores y no alcanzó para las generaciones venideras. Cada domingo el cura debía dar una explicación “acomodada a la inteligencia de los oyentes sobre algún punto”. Pero nada decía nuestro ilustre coterráneo, acerca de las luces que podía tener el adoctrinador para juzgar el cacumen de los demás.
Pero, la disposición no se limitaba solamente a difundir los evangelios desde el púlpito, sino que los frailes y sus ayudantes debían visitar con frecuencia las escuelas, y estimular a directores y maestros a cumplir con sus deberes religiosos prodigando una buena educación, que para tener esa categoría, claro estaba que tenía que fundamentarse en la doctrina. 
La verdad es que nuestro buen pastor, el ilustrísimo Garaicoa, en su debut en Guayaquil encontró que los lobos abundaban en su rebaño. Pues, era notable y sensible la negligencia de los padres de familia en el cumplimento de los “graves” deberes de asistir a la misa dominical y fiestas de guardar, y no se diga, de prodigar el buen ejemplo de cubrir la mínima cuota de la confesión y comunión anual. Otro aspecto de la vida guayaquileña que evidentemente sacaba de quicio a nuestro obispo, era la diaria presencia en el exterior de la iglesias de infinidad de paralíticos u otro tipo de limitados “de treinta y cuarenta años que yacen en los lechos del pecado y en las sombras de la muerte, sin moverse a la piscina sagrada del sacramento de la penitencia; y totalmente olvidados de los deberes religiosos llevan una vida animal y enteramente mundana”, postura que no se compadecía con la de los desamparados y lisiados que, a lo largo del tiempo, nos han mostrado los episodios sagrados.
No cabe ninguna duda que las cosas en esta ciudad tenían un cariz muy distinto, al que presentaban las poblaciones serranas, incapaces de imitar nuestras “monadas”. Por tal razón, el llamado que hacía a los curas, a que ejerciten su celo pastoral instruyendo a sus feligreses de la importancia de estos deberes era preciso y terminante. Ordenaba inculcar a los creyentes el cumplimiento de las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. Los urgía a emplazarlos y conminarlos con las penas establecidas por la Iglesia y “compelerlos con una fuerte y suave violencia”, para que ajustasen su vida a la mejor observancia de sus deberes como católicos. 
Podríamos decir que, enhorabuena, aquellos tiempos en que se pedía devoción, honestidad y acatamiento debido al lugar sagrado; que las mujeres debían concurrir con las cabezas cubiertas y los hombres con posturas decentes, no eran los mismos que hoy son. Nuestro querido y respetado primado habría muerto al instante al ver ropas tan ceñidas que, seguramente limitan la respiración, mas no la exposición de atributos y redondeces. No digamos la moda de rasurar el vello púbico para no exhibirlo junto al ombligo. Pantalones que no permiten sentarse en un asiento sin respaldar, agacharse o ponerse en cuclillas, sin que aparezca en primer plano la línea meridiana. Muestras gratuitas y de consumo diario que convierten en perdida del tiempo el ordenar nuevos curas, que ya son pocos los que quedan para evitar en la sacristía “conversaciones inútiles, y quizá pecaminosas, o al menos indignas de tal lugar”. Razones cada vez más frecuentes que influyen en los yerros vocacionales, o hacen resonar en las naves de las iglesias aquel célebre llamado de atención, que decía: “hasta cuando padre Almeida”.
Nuestro honesto y eficiente primer jerarca de la Iglesia guayaquileña, no quiso dejar las cosas en ese nivel. Y visto el desorden y negligencia que primaban en todos los registros, especialmente en los pueblos, donde el cura párroco era el árbitro de la vida y la muerte, consideró de suma importancia enmendar, por lo menos, el manejo de los registros sacramentales y defunciones. Dispuso que todos los volúmenes destinados a su constancia debían actualizarse y recoger muy prolija e independientemente cada una de estas anotaciones en libros separados: “para anotar los bautismos, casamientos y defunciones ocurridas cada año. La primera foja de tales libros sería en papel sellado, y las demás en papel común. Además, no se podía “dejar espacios vacíos entre cada partida”,  pues siendo el respaldo de los tribunales de justicia, y reposar en estos la seguridad de quienes requieren de tales documentos para probar su estado, edad, etc., debían constar muy claramente. 
Estas medidas evidencian que los párrocos no querían tomarse la molestia ni el tiempo para registrar claramente los datos. Pero, metidos en el brete por nuestro obispo debieron entender y acatar que “Las partidas no se escribirán con números en la data, como se ha abusado, sino con letras, omitiéndose también las abreviaturas en todo lo demás, con las cláusulas que se dirá en cada una de ellas”.
En vista que, además de la molicie descrita, había cierto manejo oscuro con los documentos, obligó a la clerecía a aceptar que “los libros parroquiales no pertenecen a los herederos de los curas, sino a la iglesia parroquial (y que) deberán permanecer en los archivos de las parroquias, bajo de llave”. Alguna razón de peso habrá tenido para también reglamentar, que al darse un cambio de párroco ”el cura antecesor deberá entregar al sucesor dichos libros, sin confiarlos a otra persona (…) porque contienen secretos importantes al honor de las familias. Por tanto, prohibimos a los curas confiarlos a persona alguna”.
Los depositarios de tales documentos podían dar copias a las personas que las pidiesen, siempre y cuando fuesen destinados solamente al uso de sus derechos, pues, habían sido confiados a su custodia para la tranquilidad pública, y prohibidos de entregar a quienes los pidiesen por pura curiosidad, o para enterarse de secretos de familias. “es necesaria esta precaución en los actos, y transcritos de los bautismos de los niños ilegítimos, o nacidos antes del matrimonio de sus padres, o sus madres, como también en los actos de los matrimonios que contienen los reconocimientos o legitimaciones de los niños, y de las dispensas infamantes a los contrayentes. Les es prohibido muy expresamente manifestar, o librar esta clase de actos; a no ser que sean padres, o madres, o hijos, expresados en ellos, o por orden judicial que lo pida en forma; y en todo caso transcribirá literalmente el original en la copia, sin la menor alteración”.
Nuestros abuelos mayoritariamente tan flojos de calzoncillo como generosos de bragueta, estaban expuestos a quienes se interesaban en estos chismes y en destapar lo celosamente oculto. Para preservar tales eventualidades, nuestro personaje debió enfrentar a un clero acostumbrado a ser manejado a la distancia, desde Cuenca. Y para ajustarles las cuentas, fue necesario recordarles que tales documentos firmados por los párrocos, habían sido tradicionalmente instrumentos fehacientes destinados solo al uso de los interesados en todos los juzgados y tribunales.
Regulaciones que dejaban ver el desbarajuste que había encontrado en el manejo de lo más elemental. Debió prescribir desde la forma de llenar los registros bautismales: “el año, el mes y el día, y la hora en que nació el niño; el sexo y el nombre; el nombre, la calidad y domicilio de los padres, de los padrinos y si procedía de legítimo matrimonio”, y que “las ánforas de óleo y crisma se guardarán bajo de llave, donde se preparará la pelliz y estolas morada y blanca”. 
Nada escapó al celo del prelado: ni siquiera la ubicación, limpieza y cuidado de la pila bautismal, que debía ser cubierta con una tapa y cerrada con llave. Tampoco los nombres de los bautizados los dejó fuera de su alcance: “prohibimos a todo sacerdote dar otros nombres a los que se presenten al bautismo, que los de los santos expresados en el Martirologio Romano”. Limitación que debería retomarse hoy a fin de evitar la proliferación de rarezas identificatorias como: Richmond Iturralde, Catherine Posligua, Strauss Chalén o Venus Afrodita Gómez. 


El obispado de Guayaquil

La religiosidad entre los guayaquileños ha sido cosa bastante ligera, si se quiere, tomada siempre muy a lo deportivo. Es tema conocido que los sentimientos y tendencias místicas se acentúa entre los varones cuando empiezan a envejecer. A medida que se ven avocados a la posibilidad de una muerte más o menos cercana, a manera de “meritorios”, intentan ganar indulgencias ante el buen Dios. Por lo demás, no ha existido nunca, ni existe en estos tiempos de superficialidad espiritual, la tendencia a la beatería tan común en otros lugares del país, particularmente en la Sierra.
En lo religioso, la provincia de Guayaquil era dependiente del obispado de Quito desde el año 1539, antes de lo cual, perteneció al del Perú. Durante esta dependencia, recordamos a un personaje que fue el primer obispo de la Nueva Castilla, el célebre cura Valverde, aquel que Biblia en mano testificó el asesinato de Atahualpa. En ese tiempo, mientras intentaba “evangelizar” a los punáes, que se encontraban bajo su jurisdicción (en realidad había ido en busca sus tesoros por orden de Pizarro), fue asesinado, y se dice que luego de asarlo a la parrilla, fue degustado con placer y sabor a venganza por los súbditos del cacique Tomalá. 
Pese a cierto nivel de irreverencia hacia lo religioso alcanzado en esta ciudad, desde tiempos remotos, los vecinos estuvieron siempre atentos a la posibilidad que Guayaquil fuese elevada a la categoría de ciudad episcopal. En acta del Cabildo celebrado el 4 de mayo de 1755, consta que por exhortación del obispo de Quito, el Ayuntamiento de Guayaquil envió un informe al virrey de Nueva Granada, que contenía los argumentos del vecindario de esta ciudad, para solicitar la desmembración de la jurisdicción religiosa quiteña, los territorios de Guayaquil, Cuenca y Loja. En tal informe el ayuntamiento porteño sostenía que la ciudad de Guayaquil, fundamentaba sus derechos en la antigüedad que tiene dentro del virreinato. Pues al haber sido fundada el 15 de agosto de 1534, venía a ser la segunda ciudad después de la de San Miguel de Piura, situada en la Diócesis de Trujillo, tal cual lo testifica una Cédula despachada por la “cesárea católica Majestad del señor Carlos Quinto, su data a 6 de octubre de 1535, en que dice ser la segunda población de este dominio, gozando desde entonces los honoríficos títulos de muy noble y leal ciudad y era tal la consecuencia desde su cuna que al principio del Reinado del señor Felipe segundo, ya le ceñían muros, que destruyó el enemigo en una invasión, y aun hoy perseveran algunos monumentos de la ruina”.
Al derecho de antigüedad, se argumentaba el de su importancia dentro de todo el reino, expresada en su importante astillero: “Siendo único su Astillero en todo el Mar del Sur, con la singularidad de tener todos barcos, que se construyen, carga para cualquier puerto de los frutos del país, hace patente esta verdad el haber renacido tantas veces para su Rey”. También sus riquísimos bosques e incesante comercio, originado por la importante exportación de madera y los muchos frutos que producía demandados en gran medida por otras provincias. Las cuales por desidia de sus moradores, pese a la feracidad de sus tierras, recurrían a Guayaquil y su provincia para aperarse de los más elementales productos. Además, su gran producción de cacao que convocaba al puerto a los grandes navíos de España, Francia y Nueva España. La industria de la madera, la importante cifra que generaba la exportación de tabaco, cera y pita, atraía los barcos del Perú. Y el comercio fluvial al interior, hacia Quito y sus provincias, movilizaba ganado, sal, pescado seco, algodón, etc. 
El documento, también hace hincapié en las particularidades que en ese entonces caracterizaban a nuestra ciudad. “Ninguna ciudad más combatida por el infortunio, tres veces ha padecido un total incendio y nueve particulares, ya de barrios enteros, ya de diez, doce y más casas. Vendida por la infidelidad de un esclavo fue saqueada por los ingleses y otras veces arruinada por los piratas, después de varios asaltos rechazados por sus vecinos. Todos estos estragos hubieran sepultado su memorial en sus cenizas, a no haberla levantado en sus brazos la necesidad de su comercio, siendo cierto que hasta hoy no han borrado sus ruinas, Latacunga, Ambato, Saña y otros pueblos a quienes falta el poder de Guayaquil”. 
Con todos estos argumentos, ajustados a la verdad, los guayaquileños buscaban impresionar al virrey para alcanzar sus aspiraciones. Argumentos que, dicho sea de paso, hoy nos imponen de la gran diferencia que desde entonces ya existía entre Guayaquil y otras ciudades de la audiencia y del virreinato. Resalta las características de su vecindario, compuesto por individuos capaces de desempeñarse en empleos importantes, cuya participación que era cada vez más frecuente dentro de la sociedad. Asimismo, subraya el importante crecimiento espacial de Guayaquil, que se extendía a lo largo de la ribera del hermoso Guayas. Y consecuentemente, el gran incremento poblacional que aceleraba el desarrollo de la ciudad, y permitía el crecimiento de una cada vez mayor e importante clase social de “segunda esfera”.
El Cabildo también destacaba las ventajas que el rey tendría al erigirse una nueva catedral en su reino, por ello vendrían mucho más gentes a avecindarse en la ciudad al ostentar su cabecera obispado. Sin contar que sus hijos no saldrían a buscar conveniencias eclesiásticas en otros obispados y los matrimonios de forasteros que buscarían celebrarlos en ella, “con la esperanza de ver a sus hijos acomodados en los altares”. En fin, la exposición y argumentos válidos planteados sobre un cúmulo de gabelas. Sin embargo, no pasaron más allá de ser una propuesta. Parece que tanto a los guayaquileños de entonces, como a los de hoy, nos falta lo que familiarmente se llama “labia”, astucia, sistema y estrategias para alcanzar nuestra metas en la competencia con aquellos que amarran las cosas bajo la mesa. Los cuencanos, muy calladitos, les birlaron su aspiración: apenas necesitaron de catorce años de labor de zapadores para que, en 1772, fuera erigido el obispado de Cuenca. Y la activa, productiva y orgullosa Santiago de Guayaquil, se quedó con un palmo de narices. La enorme provincia y cándidos habitantes, que tanto papel gastaron, esfuerzo e imaginación desplegaron en su aspiración pasaron a depender de la jurisdicción eclesiástica cuencana. 
Una vez bajo tal dependencia, empezaron las exacciones a la sociedad porteña, a través de muchos medios. Cuyo final resultado lo exhibe la airosa catedral cuencana, levantada con las imposiciones a la riqueza que generaba nuestra activa colmena. Defraudados, enfurecidos, mas no derrotados, se dejaron conducir por su arraigado espíritu autonomista e insistieron hasta el cansancio en su justa aspiración. Debieron transcurrir la lucha por la independencia de España, el periodo colombiano, y los primeros años de la república para que el Papa Gregorio XVI el 24 de enero de 1838 crease la Diócesis de Guayaquil.
Los considerandos en los cuales Su Santidad fundamentó tal decisión señalan el camino que debió recorrer la ciudad para ser condecorada con una “Cátedra Episcopal”. Aparte de haber sido visitada por grandes y destacados viajeros que la celebraron en su esplendor y defectos, que a la fecha contaba con 22.000 habitantes, desarrollaba una excelente actividad comercial. Un puerto cómodo y seguro al cual daban vida centenares de navíos de todo el mundo, el cual, además, contaba con muchos templos y una iglesia Matriz dotada de rentas suficientes, “donde piadosamente se educan y se instruyen en las ciencias sagradas los que son llamados al estado eclesiástico”. Ciudad donde no faltaban religiosos, institutos y fundaciones de beneficencia, era merecedora para recibir la “Silla episcopal”.
Los fundamentos en que el Papa se afirma para promulgar la Bula mediante la cual se creó la Diócesis guayaquileña, son los siguientes: “Se nos ha asegurado que entre Cuenca y Guayaquil, a más de grande distancia y notable diversidad de clima, hay otras circunstancias que agravan la dificultad de la mutua comunicación entre el Pastor y sus ovejas y es la aspereza y peligro de los caminos, por razón de los montes, principalmente de los ríos rápidos que carecen de puentes en algunos puntos; de modo que hasta aquí, ninguno de los obispos de Cuenca ha dispensado en los beneficios de la vistita canónica a la Provincia de Guayaquil, y ninguno de los pueblos ha oído la voz de su propio Pastor, ni ha recibido el sacramento de la confirmación”.
En el decreto mencionado, consta además que la jurisdicción eclesiástica conservaría los límites de la provincia incluyendo las 35 parroquias rurales que formaron las urbanas iglesia Matriz y la Concepción. El primer obispo de Guayaquil fue el Ilmo. Doctor Francisco Xavier de Garaicoa, el cual recibió en Quito la consagración episcopal el 14 de octubre de 1838. La lectura de la “Historia Eclesiástica de Guayaquil”, editada por Monseñor Roberto Pazmiño Guzmán, nos ha proporcionado las precisiones de este artículo. 

domingo, 17 de noviembre de 2019


La cocina en América
Los frailes dominicos fueron los religiosos de la conquista, ellos se embarcaron en la aventura para difundir el cristianismo en un mundo desconocido. En este empeño y cegados por el fanatismo destruyeron una civilización autóctona, sus creencias y culturas. Cuando Santiago de Guayaquil sufrió su última mudanza a la cumbre del cerro Santa Ana, que parece haber ocurrido el 25 de julio de 1547 en coincidencia con la fiesta del apóstol Santiago, allí estuvieron los dominicos, y cuando la ciudad comenzó su expansión levantaron el primer convento y capilla.
En 1593, llegaron los agustinos y levantaron su convento en la orilla norte del estero de Villamar (actual calle Loja), opuesto al astillero, luego de lo cual la ciudad se extendió hasta ese punto. El 2 de junio de 1603 arribaron los franciscanos y en julio de 1672 se tomaron las primeras providencias para establecer un convento de monjas. En los cabildos celebrados el 18 de noviembre de 1674 y el 3 de abril de 1678, se resolvió iniciar la colecta pública destinada a levantar el edificio para el primer convento de monjas.
Por estos contactos, cada uno en su tiempo y lugar de la extensa América que constituyó el Imperio de Ultramar, los evangelizadores lograron hacerse de la información y conocimiento de plantas nativas medicinales, habilidades que fueron incorporadas por los protomédicos en su práctica con pacientes en los hospitales. También lograron una recopilación extensa y detallada sobre la dieta diaria, basada en la utilización combinada de bienes alimenticios americanos con los llegados de Europa. 


Tanto los conventos como los hospitales, gracias a la acuciosidad de los primeros frailes de las órdenes mencionadas, se logró la identificación y uso de la zarzaparrilla, utilizada contra las bubas o mal francés, la quinina, con la que lograron aliviar a los palúdicos, la manzanilla, el oreganón y tantas hojas y yerbas utilizadas por los nativos para los males estomacales, fracturas y heridas. Fueron verdaderos centros de investigación que aportaron grandes descubrimientos para la farmacopea mundial. Religiosos que gracias a su práctica y experiencia comunitaria lograron aumentar la producción agrícola, logrando así penetrar y participar en su organización. Fueron también los portadores del conocimiento para la perforación de pozos y búsqueda del agua subterránea destinada al consumo y a la irrigación.
Los frailes llegados a catequizar las Américas, encontraron que el gran vehículo para alcanzar la atención de las comunidades indígenas, eran las fiestas religiosas, para lo cual tuvieron buen cuidado de darles características semejantes a sus prácticas religiosas. También las representaciones teatrales interpretando la expulsión de los moros, fueron importantes y utilizando imágenes santas difundieron la religión cristiana, la formación en valores, la historia de España, la política, etc. Actividades que pese a la alimentación regularmente frugal de los frailes y de ayunos y abstinencias de las monjas, terminaban en grandes fiestas y comilonas públicas.
En las fiestas públicas como la coronación de un nuevo rey o el nacimiento de un príncipe, celebradas en las capitales de los virreynatos, participaban los virreyes, sus esposas, los arzobispos, etc. Empezaban con el paseo del real estandarte convocaban a toda la población local y pueblos vecinos, cabalgatas cargadas de boato y mucho aparato culminaban en un estrado levantado en la plaza de armas, donde entre vivas y loas al acontecimiento se leían los bandos que lo anunciaban de viva voz. También se exaltaban hechos como la fundación de ciudades, el ingreso de novicias a la vida religiosa, el santo patrono de las ciudades o de los conventos, etc. Celebraciones en las que se ofrecían los más deliciosos platos, basados en la carne de cerdo, y dulces elaborados en los conventos. En estas fiestas se exponía la más relevante mezcla de recetas europeas y americanas elaboradas por las criollas educadas en los conventos.
Las costumbres alimenticias variaban conforme la ecología continental, en países como el nuestro, en las tierras altas el clima favorecía el cultivo del trigo, que permitía la elaboración de un pan de buena calidad, luego prosperarían la cebada y la avena, mas en las sabanas tropicales, el plátano y el maíz lo reemplazaban ampliamente, cuyo producto era conocido como pan del pobre, cosa apartada de la verdad pues las clases altas los consumían con avidez. La alimentación principal fue a base de grandes cantidades de carne, especialmente de cerdo y borrego, que fueron los animales domésticos que más acogida tuvieron entre la población indígena especialmente en la andina. 
Sin embargo, en forma paulatina, llegadas de Europa se introdujeron en los conventos y de allí se generalizaron en la dieta diaria las legumbres, verduras y hortalizas, haciendo evidente la preocupación por un balance en la alimentación que se acentuó con el paso del tiempo y la llegada de extranjeros. De esta forma, con la incorporación de los vegetales la comida colonial se hizo menos cárnica. Los frutos nativos americanos, los europeos y otros de origen asiático y africano, como los cítricos y las nueces, avellanas y almendras. se expresaron en las mejores recetas de cocina salidas de los conventos 
Los cerdos, gallinas, ovejas, cabras, vacas, caballos, fueron los primeros animales doméstico que llegaron con la conquista se reprodujeron con facilidad y aportaron su carne, huevos, leches y mantequillas, etc. Luego los frutos traídos por los europeos, algunos de ellos de origen asiático o africano, se produjeron muy bien, destacándose los cítricos. Las hiervas aromáticas europeas, la especería asiática y africana como el anís, azafrán, albahaca, cilantro, canela, clavo, jengibre, mejorana, mostaza, orégano, pimientas y romero, que junto a las nativas vainilla, achiote y cacao, formaron rápidamente parte del recetario de la cocina colonial


En los inicios de la conquista, las encargadas de preparar la comida para los españoles, fueron las indígenas. Pero con la llegada de la mujer conquistadora, que “en la economía, en la sociedad, en las artes, en la política y en su misión trascendente como creadora de pueblos” (Borges Analola: Anuario de Estudios Americanos, 1972),hizo que las cosas cambiaran. De esta forma la mujer del pueblo, que tuvo el coraje de abandonar su vida en la Península, que aunque pobre, y pueblerina tenía el recurso de familias constituidas, simboliza la pasión de dominio, pasión amorosa, heroica fidelidad conyugal, autoritarismo, extraordinaria fortaleza. Verdadera protagonista del acto heroico de sumarse a la conquista se encuentra desbordada por la fuerza de los hechos, pero inmersa en ellos. En 1604 Felipe III quedó sorprendido al enterarse de la presencia de aproximadamente seiscientas mujeres en la flota salida ese año hacia México, cuando él no había autorizado oficialmente y tras las debidas formalidades administrativas más que cincuenta.
Como los utensilios de cocina de metal, resultaban escasos y costosos, fueron reemplazados por la alfarería indígena, que en la medida de su perfeccionamiento y enriquecimiento gracias a la incorporación de la técnica del vidriado, se incorporaron nuevos diseños que permitieron utilizar el aceite de oliva para freír los alimentos, más que la mantequilla, pero al igual que la manteca de cerdo. 

 Otras formas de cocer los alimentos fueron el asado y el horneado, tareas realizadas 

en una habitación destinada a tales actividades, estancia que en la casa de los pobres era pequeña y en la de los ricos, como hasta hoy, era amplia y separada del comedor. 


“Había por lo menos cuatro categorías de pan, siendo el blanco el mejor. También se elaboraban bizcochos, buñuelos, hojaldres, empanadas, y pasteles salados y dulces.

 La carne era otro aspecto importante del abastecimiento. Se establecieron mataderos y rastros en las afueras, para sacrificar el ganado en pie que llegaba a las ciudades conforme a las costumbres españolas (…)

 Otro elemento importante fueron las bebidas”. 
El aguardiente fue muy difundido y si bien en un principio no hubo problemas, luego se prohibió, y solo se lo vendía en las pulperías y era apreciado por los indígenas. 

El vino tenía la preferencia de los españoles, pero su desarrollo fue muy limitado, por lo cual de lo traía de España.

 La cerveza era considerada muy buena para la salud, por lo cual se comenzó a fabricar y beber, aunque solo por los españoles ya que los indígenas continuaron prefiriendo el aguardiente (Anuario de Estudios Americanos). 


viernes, 15 de noviembre de 2019



Múltiples mudanzas y asentamientos de la Guayaquil trashumante

Al comenzar el año 1536, los aguerridos chonos atacaron Santiago, destruyeron el poblado y acabaron con la vida de un número cercano a la mitad de los vecinos. Diego Daza, con unos pocos, subió a Quito para pedir auxilios. Antes del 24 de marzo de ese año, Diego de Tapia abandonó Quito y en pocos días llegó con refuerzos a Santiago, donde permanecieron por cuarenta días. Luego de feroz lucha, fue derrotado Tapia y abandonó la ciudad. 
Ante este descalabro, Pizarro que se encontraba en Piura, en junio de 1536 comisionó a Hernando Zaera para someter a los indios y reconstruir la ciudad. No existe documentación para probar si realmente lo hizo y dónde la estableció, pero a fines de agosto tuvo que abandonar la empresa, pues, bajo amenaza de muerte debió correr en socorro de Pizarro, que estaba sitiado en el Cuzco por Manco Inca y lo que quedaba de los ejércitos incaicos. Antes de partir dejó como justicia mayor a Rodrigo Vargas de Guzmán. 
Al retirarse Zaera, por la inseguridad de la posición, unos vecinos huyeron a Quito y otros a Puerto Viejo, debilitando seriamente las defensas. Aliados los Punáes, y chonos cercaron la ciudad. De esta reducida tropa, se envió una partida a pedir ayuda a Portoviejo, pero los emboscaron al cruzar el río Baba, “e allí y un estero del dicho río nos mataron siete españoles e siete caballos e yeguas entre las cuales me mataron e perdí una yegua castaña mui buena que yo llevava (sic)”. Información de servicios hechos en las provincias del Perú, por Hernando Alonso Olguín vecino de la ciudad de Puerto Viejo, Archivo General de Indias. 
Los pocos hombres de la defensa, se reagruparon formando un cerco de protección y durante cuatro meses se defendieron de la furia de los indígenas; padecieron hambre y frecuentes ataques, a tal punto que no podían abandonar las armas. Finalmente Rodrigo Vargas logró el auxilio de veinte hombres y con los vecinos, “contuvo el orgullo de los bárbaros, escarmentándolos, de tal suerte que hasta hoy no han vuelto a rebelarse”. Informe del Procurador General, Juan de Robles Alonso, al rey, destacando los servicios que Guayaquil había prestado a la corona desde su fundación, presentado el 18 de noviembre de 1775, que consta en actas del Cabildo. Después de esta acción Vargas de Guzmán, levantó la ciudad en un lugar conocido como la Culata. El invierno había comenzado, dificultando aun más las cosas para dominar al enemigo, y más remota la posibilidad de recibir auxilios, pues luego de tantos avatares seguramente los daban por muertos.
Superado el sitio impuesto a Pizarro por Manco Inca, Francisco de Orellana fue enviado para pacificar la provincia y repoblar Santiago, cuya población, pese a la enconada lucha que habían sostenido aún sobrevivía. Comisión que cumplió antes de terminar el año 1537, mudándola “donde vienen los navíos junto a ella”, esto sugiere una profundidad del río que solo se podía encontrar en un lugar al norte del cerro Santa Ana. Este es el momento que Orellana intenta pasar por fundador de Santiago de la Nueva Castilla. Una vez cumplida esta nueva mudanza dejó como alcalde a Juan Porcel y partió al Perú. Luego de participar en la batalla de Salinas (abril 26 de 1538), volvió a Lima y fue designado alférez real, poco más tarde como teniente de gobernador de Santiago de la Culata se embarcó en Paita con refuerzos del Perú. 
Nótese que en todas las mudanzas que sufrió la ciudad, prevaleció el nombre de Santiago, lo cual indica, en forma indiscutible, que la ciudad de Santiago de Quito, y Santiago de Guayaquil son la misma Santiago que adoptó el topónimo de los distintos lugares en que debió asentarse: Santiago de Amay, Santiago de la Culata, etc. Más adelante, Orellana, designado teniente de gobernador de Puerto Viejo, esquilmó a los indígenas, amasó una fortuna y en 1541 partió a su aventura amazónica. 
Esto fue aprovechado por los chonos y punáes que atacaron la ciudad. En mayo de 1542 el capitán Diego de Urbina, la movilizó y buscó refugio entre los huancavilcas “que son gente de paz”. Tras un año de lucha aplastó la rebelión y restableció a Santiago donde originalmente la había dejado Benalcázar, esto es Guayaquile. Desde entonces se la conoce como Santiago de Guayaquil. 
Este traslado de la ciudad de Santiago a la Costa, “con su nombre”, es un hecho comprobado y fácil de entender por cualquier persona, por eso llama la atención que se diga que Quito fue fundada tres veces: el 15 de agosto de 1534 como “ciudad” de Santiago de Quito; trece días más tarde, el 28 de agosto, como “villa” de San Francisco de Quito y finalmente, el 6 de diciembre de ese año. Esto quiere decir que los españoles estaban locos. Pues, a los trece días de fundada como ciudad de Santiago la bajan a la categoría de villa de San Francisco y el 6 diciembre, al emplazarla en el lugar que hoy se encuentra, es otra vez ciudad. Es en 1541 que la villa de San Francisco de Quito, alcanza la categoría de ciudad, solicitada por el Cabildo quiteño a la Corona española.  
Luego de esta pequeña digresión, retomamos el tema con el inicio de la guerra civil entre los Almagro y los Pizarro. Hernando Pizarro fue a España para defender ante el rey a su clan acusado del asesinato de Almagro; Francisco Pizarro cayó asesinado el 26 de junio de 1541. Y Gonzalo, el único sobreviviente de esta lucha, temeroso del castigo del rey, se alzó en armas en su contra y se adueñó de los territorios de la Nueva Castilla (Ecuador-Perú). Con este motivo, fue enviado como pacificador Pedro de La Gasca, y con él, el capitán Francisco de Olmos, quien con los hombres leales a la corona vecinos de Guayaquil, el 6 de abril de 1547, ajustició al teniente de gobernador pizarrista Manuel de Estacio. Sirvieron “sus vecinos con grande honra, valor y obediencia al Rey Nuestro señor, en todos los encuentros y alteraciones que movieron contra el Rey y leales vasallos, los tiranos Gonzalo Pizarro, Carvajal y Machuca”. Informe del Procurador General, Juan de Robles Alonso, al rey, destacando los servicios que Guayaquil había prestado a la corona desde su fundación, presentado el 18 de noviembre de 1775 (acta del Cabildo). 
Conscientes los guayaquileños de que los rebeldes dirigidos por Pedro de Puelles intentarían someterlos para vengarse de la ejecución de Estacio, los capitanes Francisco de Olmos, Rodrigo Vargas de Guzmán y Toribio de Castro, organizaron una nueva mudanza de la ciudad. Probablemente en julio de 1547, 45 vecinos y una población que no pasaría de 750 individuos, sus animales y menaje, cruzaron en numerosas balsas a la orilla opuesta del río. Ayudados por la corriente llegaron a la playa rocosa de Las Peñas (Olmos continuó al Perú con La Gasca), y con el fin de atalayar al enemigo y protegerse de los indígenas se establecieron sobre el “cerrillo verde con forma de silla jineta”, que es la unión cimera de los cerros de El Carmen y Santa Ana.  

martes, 12 de noviembre de 2019


San Biritute
Cuando en 1517, la “Santa Inquisición”, célebre institución de la oscura España medieval, es trasladada a América, la información sobre la sexualidad entre aborígenes comienza a distorsionarse y la Iglesia a reprimir costumbres ancestrales. Las crónicas salidas de la conquista, basadas en la tradición oral de los pueblos indígenas, de las cuales nacen la leyenda y el mito, son fuentes a las que recurre la historia a falta de una documentación fehaciente. Pero, al ser prohibidas y satanizadas las ancestrales costumbres y expresiones culturales sobre la práctica sexual prehispánica, lo único que hemos podido conservar de esta es la representación muda manifestada en vasijas y figurillas de barro o en monolitos esculpidos en piedra.
El español tan vinculado a los movimientos y migraciones de la humanidad a través de la Península Ibérica, aprendió a no detenerse en nada ni andarse por las ramas en aquello de poseer sexualmente a cristianas, moras y judías. Por eso, cuando llega como conquistador del Nuevo Mundo, donde había multiplicidad de costumbres en la práctica sexual, en particular aquella de la relación previa a cualquier tipo de unión formal, no tiene límites en hacerlo con las indias, como lo haría más tarde con las negras. Y si a esta tendencia le agregamos la sodomía vigentes entre los hombres nativos, la tradicional rijosidad latina y la palabra cálida dicha al oído de sus mujeres, causaron una verdadera explosión demográfica, pues según la tradición a ellas las hacía muy felices y a sus familias muy honradas de que sus jóvenes hembras pariesen hijos de los conquistadores.
Este encuentro sexual entre dos culturas, produjo en la mujer autóctona conductas extrañas en la relación familiar, al punto que provocó la promulgación de muchas ordenanzas que establecían castigos para “el indio cristiano que tuviese acceso con india infiel o estuviere amancebado con ella, por la primera vez, que lo trasquilen y den cien azotes...” También se le prohibió tener a su lado a “hermana suya, ni cuñada, ni tía, ni prima hermana, ni manceba de su padre”, no fuera que entre ellos hubiese una unión carnal reñida con la religión. Es decir, que se produjo lo que podríamos llamar una estampida carnal, un ocurrir de todo entre todos. 
Esta breve información adquirida nos llevó a averiguar, muy superficialmente por cierto, qué ocurrió entre nosotros los litoralenses ecuatorianos. Y descubrimos una tradición sobre un tótem llamado San Biritute, que además de atribuírsele gran cantidad de poderes para hacer felices a nuestros indígenas litoralenses, era un símbolo sexual armado de un descomunal atributo. Pero, no te asustes querido lector, no se trata de un santo escapado del santoral de la Iglesia Católica sino, según Francisco Huerta Rendón, del amo y señor del recinto de ”Zacachún” perteneciente a la parroquia Julio Moreno en la provincia del Guayas. 
Este nombre lo lleva nada menos que un tótem monolítico tallado por los antiguos pobladores del bosque tropical seco, que hoy tiene mucho de seco y nada de bosque, que cubría la planicie de la provincia del Guayas comprendida entre las montañas de Colonche y Chongón y el mar que hoy ya no es nuestro. Este “sitio” cuando fue visitado por estudiosos de la arqueología, estaba ubicado entre lomas de poca altura, perdido entre ceibos, guayacanes, amarillos, bálsamos, cascoles, algarrobos y rodeado por brusqueros achaparrados. 
Entonces era Zacachún un caserío de una sola calle y población muy limitada, que se alzaba sobre el espinazo de una colina marcada con profundas grietas, cicatrices originadas por la lluvia, tal si fuera el erizado y escamoso lomo de una iguana. En una de las lomas comprendidas en esa topografía, oculto desde los tiempos prehispánicos se hallaba un icono deificado llamado Biritute. 
Considerado como una especie de “mentolátum” utilizado para todo (pero que no servía para nada), era venerado por los habitantes del pueblo y tenido por celoso cancerbero protector de sus devotos. Se le atribuían poderes capaces de generar lluvias copiosas y abundantes cosechas, quitar dolores y espantar ladrones. No había dolencia ni padecimiento que se resistiese a sus virtudes curativas, al punto que para tratar las enfermedades de la sangre o del padrejón, los zacachuneños no requerían de emolientes o pócimas especializadas, brebajes o pistrajes, aguachirles o bebistrajos, emplastos o menjunjes, cataplasmas o potingues, sino simplemente tocarlo.
Pero estas potestades no eran su única fuerza y su vigorosa eficacia: para todo tenía solución y remedio. Hacía que la menstruación volviese a las menopáusicas y que ya abuelas, las mujeres se embarazasen. Igual cosa ocurría con las jóvenes en “estado de merecer” que habían sido sacadas a cuarto aparte, y que pese al empeño del “cholo” no atinaban con aquello de la concepción. 
Para alcanzar su gracia, durante lo más cerrado de las tinieblas y oscuridad de una noche de verano, nunca en invierno porque las lluvias atenuaban sus “amplios poderes” (palabrejas de moda antes de la instalación de la inefable Asamblea Constituyente 2007-2008), las interesadas debían darse un estrecho arrumaco con enérgico restregón y mucha entrega contra la fría piedra totémica, y asir con ambas manos el descomunal, pétreo y erecto falo que sin ningún pudor exhibe el señor de Zacachún.
Pero, pese a los poderes descritos, algunas veces solía fallar. Cuando esto ocurría, especialmente en el día de difuntos (2 de noviembre), las perjudicadas, asimismo por la noche, depositaban a sus pies la clásica mazamorra morada, plátanos verdes asados al carbón de guayacán, humitas, carnes secas y ahumadas en el rescoldo del fogón, etc. Todo esto para estimular su apetito, pues se decía que lo tenía muy variado. En otras palabras, lo que podríamos llamar un suculento y sustancioso delicatessen criollo, digno del más conspicuo gourmet que, además, era regado generosamente con chicha de jora o aguardiente de punta. 
Los perros y chanchos del pueblo (generalmente abundantes) se daban el atracón del año, como lo evidenciaban los restos esparcidos por el suelo en clara señal de disputas canino-porcinas, lo que era atribuido al apetito secular de Biritute. En cambio, de la chicha ni una gota había sobrado dejando en claro que algún trasnochador incrédulo, aficionado al picantito del fermento, se la había echado al buche. Después de este espléndido obsequio a la inexpresiva deidad, las interesadas en entrar “en estado”, confiadas, insistían en el estimulante proceso nocturno. Para volver una y otra vez al catre, y encontrar a los Tigreros, Banchones o Villones profundamente dormidos y ajenos a sus requiebros amorosos. 
Así las cosas, entre las afectadas no cabía duda que el culpable de estos aletargamientos carnales o evidente falta de rigor en la obligación marital, no era otro que Biritute. Entonces, a la impasible masa de naturaleza sorda, que mostraba un pudendo petrificado y erosionado por centurias de entusiasta manoseo se le armaba la gorda. Se encapotaban los cielos y la valdivia cantaba: ¡al hueco va, al hueco va! El más anciano varón del recinto, asumiendo el papel de inquisidor, fuete en mano arremetía contra “Biri” para darle “tute”. Era tan fuerte la azotaina que saltaban chispas de su espalda caliza, y las mujeres, esperanzadas siempre en el futuro, formadas en grupo de lloronas o plañideras, coreaban ¡no le pegues más, no le pegues!
Según relatan los cuenteros en Zacachún,  reunidos en torno a la candela, el último ejecutor que propinó a Biritute tan inmerecido castigo, no vivió para contar el cuento. Se rasgó el firmamento y se precipitaron tan torrenciales lluvias que se pudrió el maíz, se ahogaron las guaijas y tan malsano quedó el ambiente que a los pocos días acabó la vida del anciano verdugo. Desde entonces, buen cuidado tienen los vecinos de ni siquiera mirarlo mal, no se le ocurra nuevamente exprimir las nubes en forma tan exagerada. Las mujeres lo adulan con generosos regalos y obsequian sus petrificados oídos con alusivas declaraciones respecto a su virilidad, pero sin mirar de frente, solo de soslayo, el impresionante príapismo que lo adorna.
Con la llegada de los castellanos la fe en la efigie continuó y como no se conocía el viagra, viejos y jóvenes recurrían a su ancestral conocimiento, medios y recursos estimulantes. Convertidos en Ulises tropicales y muy ligeros de ropa, corrían su propia odisea. Devoraban distancias dentro de su nación huancavilca, vadeaban esteros, trepaban empinados montes y bajaban por tupidas cañadas, cruzaban extensos pajonales y tejidos manglares, para cosechar la estimulante yumbina, en el momento en que el “cuchucho” entraba en celo, así como colectar ostiones gordos en El Salado, y durante la luna llena hacer pasta de aguacate caído en menguante, amasada con maní en leche de burra blanca y pétalos de la flor del amancay del Guayas. 
Todo lo cual, macerado en el bajo vientre de una viuda joven mientras dormía, pero sin alterar su sueño, se aplicaba como emplasto usando el rabo de un tejón pillado en el acto reproductor. O se bebía como liviana pócima de un bototo curado con sebo de venado y enjundia de gallina, saturado con efluvios de la panza de un berrugate posorjeño, todo lo cual se comía como una verdadera ensalada propia para el gusto de Afrodita. Pese a esta odisea y a la introducción por los poros o por la vía oral de todo el recetario descrito en el torrente sanguíneo de los recipientes, nunca hubo una explosión poblacional en el pueblo de Zacachún que hoy languidece casi extinguido.
Hoy que el turismo costeño ha cobrado intensa actividad, debería orientarse hacia el recinto Zacachún para disfrutar de la visión que ofrece en el centro del pueblo, la tosca figura de Biritute junto a una cruz, la cual, un acucioso fraile alguna vez colocó para sustituirlo o por lo menos competir con él. Pero al no lograrlo debió transar con los zacachunenses, que a cambio de llamarlo y considerarlo santo, permitirles que en la cara posterior del escapulario lleven la fotografía de esta figura porno precolombina. 

sábado, 9 de noviembre de 2019


Brujos en el cerro Santa Ana
A finales del siglo XIX, en una covacha situada en los extramuros de la ciudad, en la cumbre del Cerro Santa Ana, vivía un hombre conocido como “Alberto el Grande”, a quien el común le atribuía la condición de brujo. Todas las “noches de sábado”, con la presencia de un perro y un macho cabrío negros, entre espeluznantes escenas se celebraban “misas negras” y “ritos de la Cábala”. Se hacían realidad los milagros de la magia negra. Y mediante tétricas revelaciones se distribuía a los pacientes, filtros de amor, pócimas de odio, remedios prohibidos, amuletos de defensa y baños de suerte (con excrementos humanos).
Un vecino de la ciudad, que por largo tiempo sufría mucho de un mal desconocido, que no respondía a ningún tratamiento aplicado por el doctor José Mascote que aun recetaba, y a sus casi cien años de edad dudaba si el mal del quejoso, era fiebre amarilla, tifus o paludismo; sin embargo prescripción tras prescripción que nuestro hombre recibía del galeno no le producía ningún alivio. 
Pero, la casualidad lo condujo a relacionarse con “Pinchao”, un discípulo del brujo del cerro, que se había establecido en un cuarto de la “Posada Manabita” situada en la calle Boyacá, entre la de la Municipalidad (10 de Agosto) y Clemente Ballén. Hombre extraño y misterioso que al conocerlo, de hecho le produjo cierto cosquilleo en el estómago, bastante parecido a la ansiedad.
Su mal era muy rebelde y lo postraba frecuentemente en la cama, tanto así que lo podríamos calificar como crónico. Finalmente, aun en el convencimiento que éste aprendiz de brujo era uno de los tantos farsantes que decía poseer secretos para la curación de distintos males, un buen día se decidió a hacerle una consulta.
Fue, pues, a visitar al poseedor de tales dotes y le expuso el motivo que lo llevaba. Y sin mayores preámbulos éste le respondió, llenándolo de sorpresa e incredulidad: “usted es víctima del <daño> que le ha hecho una mujer, a la cual abandonó intempestivamente hace 15 meses”. Una respuesta tan precisa como concreta, dejó patidifuso a nuestro amigo, pues era exactamente el tiempo que había transcurrido desde que abandonara a una guapa mujer, cuyos caprichos, exigencias, mal carácter y arranques de histerismo, invariablemente lo llevaron a la decepción y consecuentemente a su abandono.
Lleno de asombro por lo certero del aserto se dispuso a escucharlo poseído de una gran confianza: “Usted tuvo después unas breves relaciones con otra joven, lo que despertó furiosos celos en su anterior querida; entonces, esta se consultó con “Juana María”, quien le hizo el <daño> en el mes de Junio, la noche de San Juan, valiéndose de un pañuelo y una carta suyas que ella conserva”. Algo desconfiado, quiso confirmar la fecha buscando entre sus papeles la primera receta del doctor Mascote, y quedó pasmado al constatar que había sido el 20 de junio de 1892.
¿Pero, es que realmente hay un remedio, un conjuro, una contra, que pueda deshacer el maleficio? “Claro que si, respondió <Pinchao>, pero para ello tiene usted que asistir un sábado 13 por la noche, a la casa de <Alberto el Grande> en el cerro Santa Ana, donde celebraremos una misa negra durante la oscura”.
Con tal de sanarme –dijo nuestro hombre– soy capaz de vender mi alma al diablo, pues mis padecimientos son atroces…
“Si usted dice estar tan dispuesto a someterse a un tratamiento, no solamente puede recobrar su salud, sino hasta de vengarse de la malvada hembra…”
Al finalizar octubre coincidió un sábado 13 con la fase oscura de la luna, que al filo de la media noche se mostraba negra como boca de lobo. Con éste singular amigo, cruzaron la “Quinta Pareja” hasta la Calle Nueva (Rocafuerte) y llegaron a la “Boca del Pozo” (Rocafuerte y Julián Coronel). Pasaron por la parte posterior del templo de Santo Domingo (Camino de la Fuga), y entre fragancias de ciruelos y chillidos de lechuzas, subieron a la cima del cerro hasta la choza del “Cojo Ocaña”, otro brujo donde se había diferido la reunión.
A la puerta del extraño recinto de techo pajizo se hallaban atados un perro, llamado Satán, un “berraco” de ojos diabólicos armado de tremenda cornamenta, un gato y una gallina “chirapa”. Todos estos negros como el ala del gallinazo posado en el hombro del “Cojo”. Entraron a la choza, donde se quemaba “palosanto” pasando por un cuartucho en ruinas alumbrado por una luz macilenta salida de un candil y tres velas de sebo. Y para estimular los escalofríos de nuestro protagonista, el viento aullaba a través de los intersticios de la caña, y con cada paso que daba se tambaleaban las paredes, y las cuerdas del piso, con amenazador crujido, parecían hundirse bajo sus plantas. 
En el interior habían diez personas, de las cuales, nuestro hombre conocía a cuatro: una putilla muy popular en la ciudad, un viejo celador municipal, el conductor de un carro urbano y una partera embarazada. Quiso entablar conversación con ellos pero fue advertido que debía guardar silencio para no espantar a los espíritus.
Después de un momento pasaron a la habitación contigua, para ocupar asientos colocados alrededor de un altar formado por cajones y cubierto por un manto negro. Sobre éste se destacaban un sable, un agudo puñal, dos lechuzas y dos gatos disecados, una lavacara, un brasero encendido, unos pedazos de espejo y otras chucherías. Largo rato permanecieron sentados meditando, según se les ordenó, sobre el objetivo que cada uno perseguía.
De pronto se abrió un horambre que había en la pared oculto tras un manto negro y entre humos malolientes de azufre quemado, apareció “Alberto el Grande”. Era un viejo, reviejo, que más parecía ser el maestre guardián de San Biritute. Envuelto en una sábana curtida por la mugre y el tiempo, avanzó hasta el altar, y bajo la pálida luz de cuatro velas que alumbraban el altar, dejó caer el manto para exponer su huesuda desnudez. Por algunos minutos pronunció extrañas e ininteligibles oraciones de cábala, acompañadas con signos, gestos y contorsiones para invocar a los habitantes del Averno.
Cuando la ceremonia terminó, el viejo oficiante tomó la lavacara y el puñal, e hizo a todos una pequeña sangría de un dedo, la recogió y depositó sobre el altar, después de lo cual echó una pizca de incienso en el brasero y se sumió en profunda meditación. Entre tanto, por la apertura de la pared apareció el Cojo Ocaña con el aprendiz. El primero cargaba un infante de corta edad profundamente dormido y el otro un cabrito vivo. Caminaron hasta el altar y colocaron al niño en la lavacara que contenía la sangría de los presentes, con dos rápidos tajos del sable degollaron sobre él al chivato. 
Entonces ardió Troya… Los berridos del animal despertaron al niño, y mientras la casa trepidaba por las carreras que los habitantes del báratro daban en torno a ella, bañado en sangre, daba de alaridos a todo pulmón. Impresionado, nuestro interlocutor quiso retirarse, mas un gesto de “Alberto” lo clavó en el asiento poseído por el espanto. 
Luego se retiraron ambos brujos con el cuerpo ensangrentado del chiquillo y la cabrita muerta, y el brujo mayor continuó con la espeluznante misa negra. Una vez terminada, los llamó uno por uno al altar para preguntarles al oído, qué era lo que cada cual deseaba. Cuando le tocó el turno a nuestro personaje, manifestó que lo único que deseaba era curarse del “daño” que le habían hecho.
“Ya estás curado, afirmó el embaucador, y si deseas vengarte, mira dentro de la lavacara y verás a la persona que te hizo mal y expresa lo que deseas como su castigo”. Influenciado y sobreexitado por los acontecimientos vividos, creyó ver en la brillante sangre coagulada el rostro de la conflictiva mujer que quince meses antes había sido su querida… No quiero venganzas, contestó, me basta con saberme curado.
Momentos después, uno a uno salió de la casa endemoniada. Y nuestro amigo, sin ocuparse del aprendiz de brujo, que previamente a la misa le había arrancado cincuenta sucres, bajó hasta la Plaza Colón donde encontró a la mesalina. A paso lento, tomado de la mano de la hermosa horizontal llegaron al Malecón, y distendidos los nervios emitió un suspiro de alivio, preguntándole a la vez: ¿A qué has venido tú a éste antro maldito? ”Eso no se puede decir, respondió ella, si no quieres que tu deseo resulte infructuoso, lo único que te diré es que deseo olvidar al maldito que me engañó”. 
A paso lento, con la vista sobre el Guayas, cuya vida empezaba a despertar, caminaron sobre el muro empedrado confiando el uno al otro sus cuitas. Y así entre silencios y retomar del diálogo llegaron al “Boulevard”, cruzaron la avenida, y casi sin pensarlo, como si hubiesen alcanzado un lugar predestinado entraron al “Gran Hotel París” de Monclus & Cía. Donde cada uno olvidó sus penas, sin cesar de preguntarse si era el resultado de la misa negra o de lo fortuito. 
Finalmente, llegó el siglo XX, el de las luces, la civilización, la ciencia, el progreso. Pero, en un Guayaquil entre culto e inculto, creyente e incrédulo, los Ocañas como los Albertos, continuaron utilizando casualidades y gatos encerrados como verdades alcanzadas por la práctica del ocultismo.  

lunes, 4 de noviembre de 2019


Nuestra ciudad puerto
La condición portuaria de la ciudad de Guayaquil empieza por los meses de octubre o noviembre de 1535, cuando Sebastián de Benalcázar, luego de obtener de Pizarro la anuencia para conquistar las provincias de Quillasinga y Condelunamarca, al norte de Quito, traslada la fundación de la ciudad de Santiago y la asienta a orillas del río de Guayaquil donde se afincaba el poblado indígena Guayaquile. 
La finalidad de este traslado, no fue otra que la necesidad de crear un puerto más cercano que Paita, como centro logístico de Benalcázar para la conquista de las tierras descubiertas por los capitanes Pedro de Añasco y Juan de Ampudia. Los distintos asentamientos elegidos para proteger Guayaquil de las asechanzas indígenas, siempre estuvieron en el margen oriental del Guayas o del Babahoyo, a fin de mantenerlo como puerto de la conquista. Pero el 25 de julio 1547 la ciudad sufrió la última y definitiva mudanza para situarla en la cumbre de cerro Santa Ana. 
Esta nueva ubicación en el margen occidental del río, provocó la indignación de los cabildantes quiteños, pues según consta en el Libro Segundo de Cabildos de Quito, Pág. 198-199, se levantó una protesta a fin de exigir, por medio del virrey que la ciudad sea reinstalada a su lugar anterior para, convenientemente, continuar utilizándolo como puerto de Quito. Por supuesto que al Cabildo guayaquileño ni a su vecindario se les ocurrió someterse a semejante despropósito e ignoraron el pedido de la Presidencia.
Es quizá por una coincidencia que fuera el 25 de julio de 1547, día que conmemora a Santiago el Mayor, patrono de Guayaquil, en que la ciudad en busca de seguridad, se estableciera definitivamente en la cumbre del cerro Santa Ana. Al dejar de ser el puerto “de Quito” se inicia el desarrollo de la ciudad-puerto, cuya importancia que se mantiene hasta hoy, no solo se debe a su ubicación sino a su propia población y su actitud de permanencia. Desde entonces, una vez alcanzado un espacio seguro para establecerla, no vuelve a ser destruida por los chonos y los guayaquileños inician la toma de posesión de la cuenca del Guayas y con ello se produce la génesis de la riqueza de la ciudad y su provincia. 
Al respecto, en el acta del cabildo celebrado en Guayaquil el 24 de julio de 1781, consta lo siguiente: “En este Cabildo se trató sobre la fiesta con que se solemniza el Real Estandarte, en memoria de la conquista de esta ciudad y su Provincia, cuya función se verifica el día de mañana veinte y cinco del corriente en que celebra la Iglesia al Apóstol Santiago”.
Situada en esta posición geográfica, estratégica y privilegiada, toma a la ciudad menos de dos siglos para transformarse de un modesto caserío en la más rica ciudad y próspera provincia de la Audiencia de Quito, luego de Colombia y finalmente del Ecuador. “Ya se ha visto en esta obra todo el país brindando a la cultura, lleno de ríos para transportar con facilidad los géneros a la capital; ésta situada en un río navegable y que recoge a todos los demás, con un seguro puerto en medio de la Mar del Sur, proporcionado para comerciar a todas partes, y en un terreno propio para la construcción de navíos y con maderas excelentes y buena maestranza; en una palabra, tienen sus habitantes todas las comodidades que se requieren para adelantarse en el comercio y en la agricultura” (María Luisa Laviana Cuetos).
Aferrados los guayaquileños a su posición, al río Guayas y su enorme red fluvial, soportan sin arredrarse numerosos incendios, ataques de piratas, pestes que diezmaron la población. Jamás la abandonaron ni dejaron de reconstruirla, levantándola de las cenizas, tantas cuantas veces se incendió. Desde esta posición, la ciudad y su río se convirtieron en columna vertebral de la economía de la Audiencia de Quito y en su momento de la nacionalidad ecuatoriana. 
Todo el comercio, los grandes negocios nacionales, la exportación, los bienes importados, las artes, llegaron y beneficiaron a la Sierra centro norte por la única vía posible: el Guayas por el camino de Babahoyo, la cordillera de Angas y San Miguel de Chimbo. Y a las provincias australes por el río Naranjal como afluente del gran río y el puerto de la Bola hasta Cuenca y Loja. De estas condiciones se desprende que, pese a que durante la colonia la Sierra tenía una mayor población, su importancia económica es muy inferior a la del litoral.
Las condiciones de Guayaquil como puerto fluvial accesible fueron muy ventajosas, pues, además de sus buenas características de puerto abrigado, estaba guarnecida por 60 millas de navegación por un río desconocido, lo cual desanimó a muchos piratas. Por otra parte, el Guayas no tiene una corriente excesivamente rápida, que pudo causar serias molestias y dificultades tremendas a la maniobra de los navíos. También es una ría, es decir, que tiene flujo y reflujo de mareas, que en la máxima creciente permitieron hasta las primeras décadas del siglo XX la entrada cómoda de buques de mayor calado.
Los españoles, al tomar posesión del territorio fueron muy cautelosos al practicar la navegación por el Guayas. Les tomó tiempo familiarizarse con los canales y formar prácticos para aventurarse a surcarlo con embarcaciones mayores. De esta forma, a partir del ingreso al golfo que hiciera Benalcázar en balsas y su viaje aguas arriba para encontrar el camino a Quito, el progreso de la navegación por el Guayas, aunque consistente, fue muy lento.
Durante el siglo XVII lo navíos que llegaban de Europa a la costa del Pacífico de la América meridional, mayoritariamente tenían un desplazamiento de 900 toneladas o más. Sin embargo, por esa época no entraban al Guayas por cuanto los sondajes realizados en el canal conocido arrojaban apenas tres y media brazas en la alta marea y una y media en la baja. Por tal razón hay cientos de documentos que recogen las descripciones de viajes en balsa, pues hacerlo en embarcaciones pequeñas no era recomendable por la correntada y el oleaje que se produce en el bajo de Cascajal, frente a Puná.
Es durante el ejercicio del corregidor de Guayaquil Fernando Ponce de León que se descubrió un nuevo canal que en la marea baja tenía una profundidad de tres y media brazas. Ante este evento, el virrey del Perú “dispuso el 20 de septiembre de 1692, que a partir de esa fecha se utilizase exclusivamente el nuevo canal” (A.R. Castillo en Julio Estrada “El Puerto de Guayaquil”). Con este descubrimiento, no solo se aceleró el tráfico fluvial, sino que la navegación de embarcaciones mayores fue más segura.
Hay una descripción del pirata William Dampier, que al referirse al surtidero de Puná indica: “los habitantes de la aldea son todos marineros y, los únicos prácticos que hay en estos mares sobre todo para este río (…) Todos los barcos que vienen para el río de Guayaquil fondean (en Puná) y están obligados a esperar un piloto, porque la entrada es bien peligrosa para los extranjeros (Dampier, 1715). El tráfico marítimo internacional, hasta hace pocas décadas requirió de prácticos para remontar el Guayas. 
Al tiempo de la independencia, 1820, y de la pertenencia a Colombia, las cosas no fueron muy diferentes por cuanto la navegación a vela, continuó siendo bastante compleja. Los bricks, goletas, fragatas, clippers, etc., debían tener un gobierno eficaz, es decir, aptitudes de maniobrabilidad para eludir los bancos de arena tan comunes en el Guayas y troncos de árboles que flotaban arrancados por las grandes avenidas de agua durante la época de lluvias. Temporada que se caracteriza por la falta de vientos que en esa época eran elementos decisivos.
En 1831 entró en vigencia el código de comercio español de 1829, y la Convención de Ambato de 1835, declaró abiertos nuestros puertos a los buques mercantes españoles. Estos hechos convirtieron al comercio guayaquileño en una actividad cada vez más intensa. Gracias a las gestiones realizadas por Vicente Rocafuerte y Pedro Gual el Congreso ecuatoriano de 1837 impulsó la navegación a vapor al conceder por cuatro años, a la compañía inglesa Pacific Steam Navigation Company, un privilegio para comerciar en aguas ecuatorianas, exceptuando el de cabotaje. 
En 1840, Rocafuerte fundó la Compañía del Guayas para la Navegación de este Río en Buques de Vapor, hecho que fue complementado el 7 de junio de 1841 con la entrada al puerto del primer vapor de alto bordo, llamado “Perú”. El 6 de agosto de ese año el vapor “Guayas” fue botado al agua en el astillero de esta ciudad y el 8 de octubre ancló en el Guayas el vapor “Chile”. La compañía naviera de William Wheelright abrió sus oficinas en esta ciudad y permaneció navegando en aguas ecuatorianas por casi ochenta años. A partir de entonces, gracias a Rocafuerte la navegación a vapor abarcó la cuenca del Guayas. 
En la década de 1930 cambiaría la actividad portuaria pues se completaron los estudios para la construcción del muelle de la aduana de Guayaquil, que finalizó en 1937. Grandes instalaciones se realizaron para el almacenaje de la enorme cantidad de bienes de comercio que entraban y salían de la ciudad, y se instalaron dos grandes grúas eléctricas que trabajaban día y noche, y se hacían notar con el constante ronroneo de sus motores que acompañaban a los residentes del barrio de Las Peñas.