miércoles, 20 de noviembre de 2019


El primer obispo de Guayaquil
Hace algún tiempo, uno de los investigadores del Archivo Histórico, puso en mis manos una copia del “Auto General de Visita”, practicada por el primer obispo de Guayaquil en los años 1844 y 1845. Al revisarlo, lo encontré interesante, digno de comentarse y buena parte de reproducirse, pues nos muestra la atenta vigilancia que el prelado ejercía sobre el clero de su Diócesis. En tal documento constan disposiciones que dejan muy en claro que el doctor Francisco Xavier de Garaicoa, estaba seriamente preocupado por la común y dolorosa ignorancia que pesaba sobre la religión, tanto por parte de la clerigalla como de la feligresía. Para el efecto ordenó restablecer su enseñanza y dictó disposiciones especiales a los párrocos, para que una vez leído el evangelio de la misa mayor, la explicasen a su grey de forma tan clara como terminante, a fin de que, quienes “la saben, no la olviden y los que la ignoran, la aprendan”. 
Como no podían faltar los premios para aquellos que asistían a tales enseñanzas, se ofrecían indulgencias por camionadas: cuarenta días enteritos para pecar con el correspondiente perdón incluido, ¡qué tal facilidad la de nuestros abuelos!, con razón las “sucursales” eran plato de cada boda. Por eso, la “manga ancha” que en forma magnánima repartía la Iglesia, fue agotada por nuestros antecesores y no alcanzó para las generaciones venideras. Cada domingo el cura debía dar una explicación “acomodada a la inteligencia de los oyentes sobre algún punto”. Pero nada decía nuestro ilustre coterráneo, acerca de las luces que podía tener el adoctrinador para juzgar el cacumen de los demás.
Pero, la disposición no se limitaba solamente a difundir los evangelios desde el púlpito, sino que los frailes y sus ayudantes debían visitar con frecuencia las escuelas, y estimular a directores y maestros a cumplir con sus deberes religiosos prodigando una buena educación, que para tener esa categoría, claro estaba que tenía que fundamentarse en la doctrina. 
La verdad es que nuestro buen pastor, el ilustrísimo Garaicoa, en su debut en Guayaquil encontró que los lobos abundaban en su rebaño. Pues, era notable y sensible la negligencia de los padres de familia en el cumplimento de los “graves” deberes de asistir a la misa dominical y fiestas de guardar, y no se diga, de prodigar el buen ejemplo de cubrir la mínima cuota de la confesión y comunión anual. Otro aspecto de la vida guayaquileña que evidentemente sacaba de quicio a nuestro obispo, era la diaria presencia en el exterior de la iglesias de infinidad de paralíticos u otro tipo de limitados “de treinta y cuarenta años que yacen en los lechos del pecado y en las sombras de la muerte, sin moverse a la piscina sagrada del sacramento de la penitencia; y totalmente olvidados de los deberes religiosos llevan una vida animal y enteramente mundana”, postura que no se compadecía con la de los desamparados y lisiados que, a lo largo del tiempo, nos han mostrado los episodios sagrados.
No cabe ninguna duda que las cosas en esta ciudad tenían un cariz muy distinto, al que presentaban las poblaciones serranas, incapaces de imitar nuestras “monadas”. Por tal razón, el llamado que hacía a los curas, a que ejerciten su celo pastoral instruyendo a sus feligreses de la importancia de estos deberes era preciso y terminante. Ordenaba inculcar a los creyentes el cumplimiento de las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. Los urgía a emplazarlos y conminarlos con las penas establecidas por la Iglesia y “compelerlos con una fuerte y suave violencia”, para que ajustasen su vida a la mejor observancia de sus deberes como católicos. 
Podríamos decir que, enhorabuena, aquellos tiempos en que se pedía devoción, honestidad y acatamiento debido al lugar sagrado; que las mujeres debían concurrir con las cabezas cubiertas y los hombres con posturas decentes, no eran los mismos que hoy son. Nuestro querido y respetado primado habría muerto al instante al ver ropas tan ceñidas que, seguramente limitan la respiración, mas no la exposición de atributos y redondeces. No digamos la moda de rasurar el vello púbico para no exhibirlo junto al ombligo. Pantalones que no permiten sentarse en un asiento sin respaldar, agacharse o ponerse en cuclillas, sin que aparezca en primer plano la línea meridiana. Muestras gratuitas y de consumo diario que convierten en perdida del tiempo el ordenar nuevos curas, que ya son pocos los que quedan para evitar en la sacristía “conversaciones inútiles, y quizá pecaminosas, o al menos indignas de tal lugar”. Razones cada vez más frecuentes que influyen en los yerros vocacionales, o hacen resonar en las naves de las iglesias aquel célebre llamado de atención, que decía: “hasta cuando padre Almeida”.
Nuestro honesto y eficiente primer jerarca de la Iglesia guayaquileña, no quiso dejar las cosas en ese nivel. Y visto el desorden y negligencia que primaban en todos los registros, especialmente en los pueblos, donde el cura párroco era el árbitro de la vida y la muerte, consideró de suma importancia enmendar, por lo menos, el manejo de los registros sacramentales y defunciones. Dispuso que todos los volúmenes destinados a su constancia debían actualizarse y recoger muy prolija e independientemente cada una de estas anotaciones en libros separados: “para anotar los bautismos, casamientos y defunciones ocurridas cada año. La primera foja de tales libros sería en papel sellado, y las demás en papel común. Además, no se podía “dejar espacios vacíos entre cada partida”,  pues siendo el respaldo de los tribunales de justicia, y reposar en estos la seguridad de quienes requieren de tales documentos para probar su estado, edad, etc., debían constar muy claramente. 
Estas medidas evidencian que los párrocos no querían tomarse la molestia ni el tiempo para registrar claramente los datos. Pero, metidos en el brete por nuestro obispo debieron entender y acatar que “Las partidas no se escribirán con números en la data, como se ha abusado, sino con letras, omitiéndose también las abreviaturas en todo lo demás, con las cláusulas que se dirá en cada una de ellas”.
En vista que, además de la molicie descrita, había cierto manejo oscuro con los documentos, obligó a la clerecía a aceptar que “los libros parroquiales no pertenecen a los herederos de los curas, sino a la iglesia parroquial (y que) deberán permanecer en los archivos de las parroquias, bajo de llave”. Alguna razón de peso habrá tenido para también reglamentar, que al darse un cambio de párroco ”el cura antecesor deberá entregar al sucesor dichos libros, sin confiarlos a otra persona (…) porque contienen secretos importantes al honor de las familias. Por tanto, prohibimos a los curas confiarlos a persona alguna”.
Los depositarios de tales documentos podían dar copias a las personas que las pidiesen, siempre y cuando fuesen destinados solamente al uso de sus derechos, pues, habían sido confiados a su custodia para la tranquilidad pública, y prohibidos de entregar a quienes los pidiesen por pura curiosidad, o para enterarse de secretos de familias. “es necesaria esta precaución en los actos, y transcritos de los bautismos de los niños ilegítimos, o nacidos antes del matrimonio de sus padres, o sus madres, como también en los actos de los matrimonios que contienen los reconocimientos o legitimaciones de los niños, y de las dispensas infamantes a los contrayentes. Les es prohibido muy expresamente manifestar, o librar esta clase de actos; a no ser que sean padres, o madres, o hijos, expresados en ellos, o por orden judicial que lo pida en forma; y en todo caso transcribirá literalmente el original en la copia, sin la menor alteración”.
Nuestros abuelos mayoritariamente tan flojos de calzoncillo como generosos de bragueta, estaban expuestos a quienes se interesaban en estos chismes y en destapar lo celosamente oculto. Para preservar tales eventualidades, nuestro personaje debió enfrentar a un clero acostumbrado a ser manejado a la distancia, desde Cuenca. Y para ajustarles las cuentas, fue necesario recordarles que tales documentos firmados por los párrocos, habían sido tradicionalmente instrumentos fehacientes destinados solo al uso de los interesados en todos los juzgados y tribunales.
Regulaciones que dejaban ver el desbarajuste que había encontrado en el manejo de lo más elemental. Debió prescribir desde la forma de llenar los registros bautismales: “el año, el mes y el día, y la hora en que nació el niño; el sexo y el nombre; el nombre, la calidad y domicilio de los padres, de los padrinos y si procedía de legítimo matrimonio”, y que “las ánforas de óleo y crisma se guardarán bajo de llave, donde se preparará la pelliz y estolas morada y blanca”. 
Nada escapó al celo del prelado: ni siquiera la ubicación, limpieza y cuidado de la pila bautismal, que debía ser cubierta con una tapa y cerrada con llave. Tampoco los nombres de los bautizados los dejó fuera de su alcance: “prohibimos a todo sacerdote dar otros nombres a los que se presenten al bautismo, que los de los santos expresados en el Martirologio Romano”. Limitación que debería retomarse hoy a fin de evitar la proliferación de rarezas identificatorias como: Richmond Iturralde, Catherine Posligua, Strauss Chalén o Venus Afrodita Gómez. 

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