Brujos en el cerro Santa Ana
A finales del siglo XIX, en una covacha situada en los extramuros de la ciudad, en la cumbre del Cerro Santa Ana, vivía un hombre conocido como “Alberto el Grande”, a quien el común le atribuía la condición de brujo. Todas las “noches de sábado”, con la presencia de un perro y un macho cabrío negros, entre espeluznantes escenas se celebraban “misas negras” y “ritos de la Cábala”. Se hacían realidad los milagros de la magia negra. Y mediante tétricas revelaciones se distribuía a los pacientes, filtros de amor, pócimas de odio, remedios prohibidos, amuletos de defensa y baños de suerte (con excrementos humanos).
Un vecino de la ciudad, que por largo tiempo sufría mucho de un mal desconocido, que no respondía a ningún tratamiento aplicado por el doctor José Mascote que aun recetaba, y a sus casi cien años de edad dudaba si el mal del quejoso, era fiebre amarilla, tifus o paludismo; sin embargo prescripción tras prescripción que nuestro hombre recibía del galeno no le producía ningún alivio.
Pero, la casualidad lo condujo a relacionarse con “Pinchao”, un discípulo del brujo del cerro, que se había establecido en un cuarto de la “Posada Manabita” situada en la calle Boyacá, entre la de la Municipalidad (10 de Agosto) y Clemente Ballén. Hombre extraño y misterioso que al conocerlo, de hecho le produjo cierto cosquilleo en el estómago, bastante parecido a la ansiedad.
Su mal era muy rebelde y lo postraba frecuentemente en la cama, tanto así que lo podríamos calificar como crónico. Finalmente, aun en el convencimiento que éste aprendiz de brujo era uno de los tantos farsantes que decía poseer secretos para la curación de distintos males, un buen día se decidió a hacerle una consulta.
Fue, pues, a visitar al poseedor de tales dotes y le expuso el motivo que lo llevaba. Y sin mayores preámbulos éste le respondió, llenándolo de sorpresa e incredulidad: “usted es víctima del <daño> que le ha hecho una mujer, a la cual abandonó intempestivamente hace 15 meses”. Una respuesta tan precisa como concreta, dejó patidifuso a nuestro amigo, pues era exactamente el tiempo que había transcurrido desde que abandonara a una guapa mujer, cuyos caprichos, exigencias, mal carácter y arranques de histerismo, invariablemente lo llevaron a la decepción y consecuentemente a su abandono.
Lleno de asombro por lo certero del aserto se dispuso a escucharlo poseído de una gran confianza: “Usted tuvo después unas breves relaciones con otra joven, lo que despertó furiosos celos en su anterior querida; entonces, esta se consultó con “Juana María”, quien le hizo el <daño> en el mes de Junio, la noche de San Juan, valiéndose de un pañuelo y una carta suyas que ella conserva”. Algo desconfiado, quiso confirmar la fecha buscando entre sus papeles la primera receta del doctor Mascote, y quedó pasmado al constatar que había sido el 20 de junio de 1892.
¿Pero, es que realmente hay un remedio, un conjuro, una contra, que pueda deshacer el maleficio? “Claro que si, respondió <Pinchao>, pero para ello tiene usted que asistir un sábado 13 por la noche, a la casa de <Alberto el Grande> en el cerro Santa Ana, donde celebraremos una misa negra durante la oscura”.
Con tal de sanarme –dijo nuestro hombre– soy capaz de vender mi alma al diablo, pues mis padecimientos son atroces…
“Si usted dice estar tan dispuesto a someterse a un tratamiento, no solamente puede recobrar su salud, sino hasta de vengarse de la malvada hembra…”
Al finalizar octubre coincidió un sábado 13 con la fase oscura de la luna, que al filo de la media noche se mostraba negra como boca de lobo. Con éste singular amigo, cruzaron la “Quinta Pareja” hasta la Calle Nueva (Rocafuerte) y llegaron a la “Boca del Pozo” (Rocafuerte y Julián Coronel). Pasaron por la parte posterior del templo de Santo Domingo (Camino de la Fuga), y entre fragancias de ciruelos y chillidos de lechuzas, subieron a la cima del cerro hasta la choza del “Cojo Ocaña”, otro brujo donde se había diferido la reunión.
A la puerta del extraño recinto de techo pajizo se hallaban atados un perro, llamado Satán, un “berraco” de ojos diabólicos armado de tremenda cornamenta, un gato y una gallina “chirapa”. Todos estos negros como el ala del gallinazo posado en el hombro del “Cojo”. Entraron a la choza, donde se quemaba “palosanto” pasando por un cuartucho en ruinas alumbrado por una luz macilenta salida de un candil y tres velas de sebo. Y para estimular los escalofríos de nuestro protagonista, el viento aullaba a través de los intersticios de la caña, y con cada paso que daba se tambaleaban las paredes, y las cuerdas del piso, con amenazador crujido, parecían hundirse bajo sus plantas.
En el interior habían diez personas, de las cuales, nuestro hombre conocía a cuatro: una putilla muy popular en la ciudad, un viejo celador municipal, el conductor de un carro urbano y una partera embarazada. Quiso entablar conversación con ellos pero fue advertido que debía guardar silencio para no espantar a los espíritus.
Después de un momento pasaron a la habitación contigua, para ocupar asientos colocados alrededor de un altar formado por cajones y cubierto por un manto negro. Sobre éste se destacaban un sable, un agudo puñal, dos lechuzas y dos gatos disecados, una lavacara, un brasero encendido, unos pedazos de espejo y otras chucherías. Largo rato permanecieron sentados meditando, según se les ordenó, sobre el objetivo que cada uno perseguía.
De pronto se abrió un horambre que había en la pared oculto tras un manto negro y entre humos malolientes de azufre quemado, apareció “Alberto el Grande”. Era un viejo, reviejo, que más parecía ser el maestre guardián de San Biritute. Envuelto en una sábana curtida por la mugre y el tiempo, avanzó hasta el altar, y bajo la pálida luz de cuatro velas que alumbraban el altar, dejó caer el manto para exponer su huesuda desnudez. Por algunos minutos pronunció extrañas e ininteligibles oraciones de cábala, acompañadas con signos, gestos y contorsiones para invocar a los habitantes del Averno.
Cuando la ceremonia terminó, el viejo oficiante tomó la lavacara y el puñal, e hizo a todos una pequeña sangría de un dedo, la recogió y depositó sobre el altar, después de lo cual echó una pizca de incienso en el brasero y se sumió en profunda meditación. Entre tanto, por la apertura de la pared apareció el Cojo Ocaña con el aprendiz. El primero cargaba un infante de corta edad profundamente dormido y el otro un cabrito vivo. Caminaron hasta el altar y colocaron al niño en la lavacara que contenía la sangría de los presentes, con dos rápidos tajos del sable degollaron sobre él al chivato.
Entonces ardió Troya… Los berridos del animal despertaron al niño, y mientras la casa trepidaba por las carreras que los habitantes del báratro daban en torno a ella, bañado en sangre, daba de alaridos a todo pulmón. Impresionado, nuestro interlocutor quiso retirarse, mas un gesto de “Alberto” lo clavó en el asiento poseído por el espanto.
Luego se retiraron ambos brujos con el cuerpo ensangrentado del chiquillo y la cabrita muerta, y el brujo mayor continuó con la espeluznante misa negra. Una vez terminada, los llamó uno por uno al altar para preguntarles al oído, qué era lo que cada cual deseaba. Cuando le tocó el turno a nuestro personaje, manifestó que lo único que deseaba era curarse del “daño” que le habían hecho.
“Ya estás curado, afirmó el embaucador, y si deseas vengarte, mira dentro de la lavacara y verás a la persona que te hizo mal y expresa lo que deseas como su castigo”. Influenciado y sobreexitado por los acontecimientos vividos, creyó ver en la brillante sangre coagulada el rostro de la conflictiva mujer que quince meses antes había sido su querida… No quiero venganzas, contestó, me basta con saberme curado.
Momentos después, uno a uno salió de la casa endemoniada. Y nuestro amigo, sin ocuparse del aprendiz de brujo, que previamente a la misa le había arrancado cincuenta sucres, bajó hasta la Plaza Colón donde encontró a la mesalina. A paso lento, tomado de la mano de la hermosa horizontal llegaron al Malecón, y distendidos los nervios emitió un suspiro de alivio, preguntándole a la vez: ¿A qué has venido tú a éste antro maldito? ”Eso no se puede decir, respondió ella, si no quieres que tu deseo resulte infructuoso, lo único que te diré es que deseo olvidar al maldito que me engañó”.
A paso lento, con la vista sobre el Guayas, cuya vida empezaba a despertar, caminaron sobre el muro empedrado confiando el uno al otro sus cuitas. Y así entre silencios y retomar del diálogo llegaron al “Boulevard”, cruzaron la avenida, y casi sin pensarlo, como si hubiesen alcanzado un lugar predestinado entraron al “Gran Hotel París” de Monclus & Cía. Donde cada uno olvidó sus penas, sin cesar de preguntarse si era el resultado de la misa negra o de lo fortuito.
Finalmente, llegó el siglo XX, el de las luces, la civilización, la ciencia, el progreso. Pero, en un Guayaquil entre culto e inculto, creyente e incrédulo, los Ocañas como los Albertos, continuaron utilizando casualidades y gatos encerrados como verdades alcanzadas por la práctica del ocultismo.
Felicitaciones por mantener viva la memoria del Guayaquil antiguo. Y de manera tan amena.
ResponderEliminarMuy buen relato. Felicitaciones.
ResponderEliminarRelato como los que hacía mi bisabuela ya no los recuerdo, pero así de detallados eran
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