martes, 12 de noviembre de 2019


San Biritute
Cuando en 1517, la “Santa Inquisición”, célebre institución de la oscura España medieval, es trasladada a América, la información sobre la sexualidad entre aborígenes comienza a distorsionarse y la Iglesia a reprimir costumbres ancestrales. Las crónicas salidas de la conquista, basadas en la tradición oral de los pueblos indígenas, de las cuales nacen la leyenda y el mito, son fuentes a las que recurre la historia a falta de una documentación fehaciente. Pero, al ser prohibidas y satanizadas las ancestrales costumbres y expresiones culturales sobre la práctica sexual prehispánica, lo único que hemos podido conservar de esta es la representación muda manifestada en vasijas y figurillas de barro o en monolitos esculpidos en piedra.
El español tan vinculado a los movimientos y migraciones de la humanidad a través de la Península Ibérica, aprendió a no detenerse en nada ni andarse por las ramas en aquello de poseer sexualmente a cristianas, moras y judías. Por eso, cuando llega como conquistador del Nuevo Mundo, donde había multiplicidad de costumbres en la práctica sexual, en particular aquella de la relación previa a cualquier tipo de unión formal, no tiene límites en hacerlo con las indias, como lo haría más tarde con las negras. Y si a esta tendencia le agregamos la sodomía vigentes entre los hombres nativos, la tradicional rijosidad latina y la palabra cálida dicha al oído de sus mujeres, causaron una verdadera explosión demográfica, pues según la tradición a ellas las hacía muy felices y a sus familias muy honradas de que sus jóvenes hembras pariesen hijos de los conquistadores.
Este encuentro sexual entre dos culturas, produjo en la mujer autóctona conductas extrañas en la relación familiar, al punto que provocó la promulgación de muchas ordenanzas que establecían castigos para “el indio cristiano que tuviese acceso con india infiel o estuviere amancebado con ella, por la primera vez, que lo trasquilen y den cien azotes...” También se le prohibió tener a su lado a “hermana suya, ni cuñada, ni tía, ni prima hermana, ni manceba de su padre”, no fuera que entre ellos hubiese una unión carnal reñida con la religión. Es decir, que se produjo lo que podríamos llamar una estampida carnal, un ocurrir de todo entre todos. 
Esta breve información adquirida nos llevó a averiguar, muy superficialmente por cierto, qué ocurrió entre nosotros los litoralenses ecuatorianos. Y descubrimos una tradición sobre un tótem llamado San Biritute, que además de atribuírsele gran cantidad de poderes para hacer felices a nuestros indígenas litoralenses, era un símbolo sexual armado de un descomunal atributo. Pero, no te asustes querido lector, no se trata de un santo escapado del santoral de la Iglesia Católica sino, según Francisco Huerta Rendón, del amo y señor del recinto de ”Zacachún” perteneciente a la parroquia Julio Moreno en la provincia del Guayas. 
Este nombre lo lleva nada menos que un tótem monolítico tallado por los antiguos pobladores del bosque tropical seco, que hoy tiene mucho de seco y nada de bosque, que cubría la planicie de la provincia del Guayas comprendida entre las montañas de Colonche y Chongón y el mar que hoy ya no es nuestro. Este “sitio” cuando fue visitado por estudiosos de la arqueología, estaba ubicado entre lomas de poca altura, perdido entre ceibos, guayacanes, amarillos, bálsamos, cascoles, algarrobos y rodeado por brusqueros achaparrados. 
Entonces era Zacachún un caserío de una sola calle y población muy limitada, que se alzaba sobre el espinazo de una colina marcada con profundas grietas, cicatrices originadas por la lluvia, tal si fuera el erizado y escamoso lomo de una iguana. En una de las lomas comprendidas en esa topografía, oculto desde los tiempos prehispánicos se hallaba un icono deificado llamado Biritute. 
Considerado como una especie de “mentolátum” utilizado para todo (pero que no servía para nada), era venerado por los habitantes del pueblo y tenido por celoso cancerbero protector de sus devotos. Se le atribuían poderes capaces de generar lluvias copiosas y abundantes cosechas, quitar dolores y espantar ladrones. No había dolencia ni padecimiento que se resistiese a sus virtudes curativas, al punto que para tratar las enfermedades de la sangre o del padrejón, los zacachuneños no requerían de emolientes o pócimas especializadas, brebajes o pistrajes, aguachirles o bebistrajos, emplastos o menjunjes, cataplasmas o potingues, sino simplemente tocarlo.
Pero estas potestades no eran su única fuerza y su vigorosa eficacia: para todo tenía solución y remedio. Hacía que la menstruación volviese a las menopáusicas y que ya abuelas, las mujeres se embarazasen. Igual cosa ocurría con las jóvenes en “estado de merecer” que habían sido sacadas a cuarto aparte, y que pese al empeño del “cholo” no atinaban con aquello de la concepción. 
Para alcanzar su gracia, durante lo más cerrado de las tinieblas y oscuridad de una noche de verano, nunca en invierno porque las lluvias atenuaban sus “amplios poderes” (palabrejas de moda antes de la instalación de la inefable Asamblea Constituyente 2007-2008), las interesadas debían darse un estrecho arrumaco con enérgico restregón y mucha entrega contra la fría piedra totémica, y asir con ambas manos el descomunal, pétreo y erecto falo que sin ningún pudor exhibe el señor de Zacachún.
Pero, pese a los poderes descritos, algunas veces solía fallar. Cuando esto ocurría, especialmente en el día de difuntos (2 de noviembre), las perjudicadas, asimismo por la noche, depositaban a sus pies la clásica mazamorra morada, plátanos verdes asados al carbón de guayacán, humitas, carnes secas y ahumadas en el rescoldo del fogón, etc. Todo esto para estimular su apetito, pues se decía que lo tenía muy variado. En otras palabras, lo que podríamos llamar un suculento y sustancioso delicatessen criollo, digno del más conspicuo gourmet que, además, era regado generosamente con chicha de jora o aguardiente de punta. 
Los perros y chanchos del pueblo (generalmente abundantes) se daban el atracón del año, como lo evidenciaban los restos esparcidos por el suelo en clara señal de disputas canino-porcinas, lo que era atribuido al apetito secular de Biritute. En cambio, de la chicha ni una gota había sobrado dejando en claro que algún trasnochador incrédulo, aficionado al picantito del fermento, se la había echado al buche. Después de este espléndido obsequio a la inexpresiva deidad, las interesadas en entrar “en estado”, confiadas, insistían en el estimulante proceso nocturno. Para volver una y otra vez al catre, y encontrar a los Tigreros, Banchones o Villones profundamente dormidos y ajenos a sus requiebros amorosos. 
Así las cosas, entre las afectadas no cabía duda que el culpable de estos aletargamientos carnales o evidente falta de rigor en la obligación marital, no era otro que Biritute. Entonces, a la impasible masa de naturaleza sorda, que mostraba un pudendo petrificado y erosionado por centurias de entusiasta manoseo se le armaba la gorda. Se encapotaban los cielos y la valdivia cantaba: ¡al hueco va, al hueco va! El más anciano varón del recinto, asumiendo el papel de inquisidor, fuete en mano arremetía contra “Biri” para darle “tute”. Era tan fuerte la azotaina que saltaban chispas de su espalda caliza, y las mujeres, esperanzadas siempre en el futuro, formadas en grupo de lloronas o plañideras, coreaban ¡no le pegues más, no le pegues!
Según relatan los cuenteros en Zacachún,  reunidos en torno a la candela, el último ejecutor que propinó a Biritute tan inmerecido castigo, no vivió para contar el cuento. Se rasgó el firmamento y se precipitaron tan torrenciales lluvias que se pudrió el maíz, se ahogaron las guaijas y tan malsano quedó el ambiente que a los pocos días acabó la vida del anciano verdugo. Desde entonces, buen cuidado tienen los vecinos de ni siquiera mirarlo mal, no se le ocurra nuevamente exprimir las nubes en forma tan exagerada. Las mujeres lo adulan con generosos regalos y obsequian sus petrificados oídos con alusivas declaraciones respecto a su virilidad, pero sin mirar de frente, solo de soslayo, el impresionante príapismo que lo adorna.
Con la llegada de los castellanos la fe en la efigie continuó y como no se conocía el viagra, viejos y jóvenes recurrían a su ancestral conocimiento, medios y recursos estimulantes. Convertidos en Ulises tropicales y muy ligeros de ropa, corrían su propia odisea. Devoraban distancias dentro de su nación huancavilca, vadeaban esteros, trepaban empinados montes y bajaban por tupidas cañadas, cruzaban extensos pajonales y tejidos manglares, para cosechar la estimulante yumbina, en el momento en que el “cuchucho” entraba en celo, así como colectar ostiones gordos en El Salado, y durante la luna llena hacer pasta de aguacate caído en menguante, amasada con maní en leche de burra blanca y pétalos de la flor del amancay del Guayas. 
Todo lo cual, macerado en el bajo vientre de una viuda joven mientras dormía, pero sin alterar su sueño, se aplicaba como emplasto usando el rabo de un tejón pillado en el acto reproductor. O se bebía como liviana pócima de un bototo curado con sebo de venado y enjundia de gallina, saturado con efluvios de la panza de un berrugate posorjeño, todo lo cual se comía como una verdadera ensalada propia para el gusto de Afrodita. Pese a esta odisea y a la introducción por los poros o por la vía oral de todo el recetario descrito en el torrente sanguíneo de los recipientes, nunca hubo una explosión poblacional en el pueblo de Zacachún que hoy languidece casi extinguido.
Hoy que el turismo costeño ha cobrado intensa actividad, debería orientarse hacia el recinto Zacachún para disfrutar de la visión que ofrece en el centro del pueblo, la tosca figura de Biritute junto a una cruz, la cual, un acucioso fraile alguna vez colocó para sustituirlo o por lo menos competir con él. Pero al no lograrlo debió transar con los zacachunenses, que a cambio de llamarlo y considerarlo santo, permitirles que en la cara posterior del escapulario lleven la fotografía de esta figura porno precolombina. 

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