miércoles, 29 de abril de 2020


Del teatro al cine

A principios del siglo XX, antes de la apertura del Canal de Panamá (1916), Guayaquil, como ciudad rica, era puerto obligado, para las compañías de teatro y arte en general que pasaban hacia Lima y Santiago. Así, en su viaje al sur y retorno al norte, la ciudad recibía dos veces el beneficio de un espectáculo, que junto a la ciudad crecía y prosperaba. El 23 de noviembre de 1907, la compañía de zarzuela y ópera española de Alfredo del Diestro se presentó en el teatro Olmedo y presentó la zarzuela “Guerra Santa”. Y el domingo 24, la partitura de la ópera “Marina”, ambas del celebrado maestro español Emilio Arrieta. En las dos fechas el lleno fue completo, como se decía en el lenguaje de teatro “a tabla volteada”. 
El comentario de la prensa destaca tanto el disfrute del público cuanto el valor del autor, y dice: “En Guerra Santa, Arrieta no es el mismo. Es el maestro que escribe para una obra de aparato, apropiando la música a la concepción de Julio Verne narrada por Mariano de Larra y Pérez Enrich. Es el maestro que se acuerda de cuanto sabe y lo vierte en su composición. Es el compositor que escribe música digna de aplauso donde quiera que la obra se presente (…) Pero, francamente, nosotros preferimos las ingenuidades del artista en Marina, a las perfecciones del autor en Guerra Santa. En el teatro, siempre la inspiración dominará al arte, y esto lo decimos sin poner en tela de juicio, el genio de Arrieta en ambas obras”. 
Mes a mes, durante la temporada, la Revista Patria registraba la cartelera de los teatros y anunciaba la venida de las diferentes compañías. En aquel año se presentaron tres compañías, una muy importante de zarzuelas y dos cómico-líricas. Las compañías Leal y del Diestro en el teatro Olmedo, y la de Casas en el Edén. Entre los artistas figuraban algunos de feliz recordación: Carlota Milanés, la conocida tiple Columba Quintana de Leal; los tenores Juan Brunat, Beut, y San Juan; la tiple cómica Consuelo Muñoz y Alfonso Arteaga, primer actor y director de la compañía Casas. Alfredo del Diestro, Casas, Parera y Arteaga. Pasaron las zarzuelas y comedias: Los Bohemios, La Tragedia de Pierrot, La Loba, Ruido de Campanas, El Coco, La Gatita Blanca, Los Granujas, La Vendimia, El Abuelito, La Borracha, Azucarillo y Aguardiente, El Monaguillo. 
“Eran las últimas funciones de la temporada (decía la revista mencionada, pues, se habían producido las primeras lluvias), de manera que pronto estaremos en la época de monotonía que trae la estación lluviosa, deseamos para el teatro cuanto más deleite y más instrucciones quepan”. Esa temporada también se estrenaron y presentaron espectáculos nuevos, dos recomendables comedias de nuestros compatriotas, el Juicio Final de Modesto Chávez Franco y El Ciego, de Miguel Neira.
En 1918 se encontraba en Guayaquil la célebre compañía de ópera y zarzuela de Esperanza Iris, que se había presentado por primera vez en el teatro Olmedo en 1913. Con ella las notables primera tiple dramática, Carlota Milanés y primera tiple cantante Josefina Peral, que al principio de temporada se presentaban en el mismo escenario, para cosechar verdaderas salvas de aplausos del público asistente. A partir de sus actuaciones en esta ciudad, pasaron a actuar en España y México, donde el 23 de mayo estuvieron presentes durante la inauguración en esa capital del Teatro Esperanza Iris. 
En septiembre del mismo año llegó la compañía Delgado-Caro-Campos, que ofreció a la sociedad guayaquileña, una corta temporada en el Olmedo. Noches de verdadera “delectación intelectual y artística”, dice la revista Patria, en una ciudad de intenso trabajo comercial que casi carecía de diversiones. Esto es verdad: pues la ciudadanía, después de la lucha por la vida diaria, no tenía donde cultivar, en forma consistente, el espíritu, con esta clase de espectáculos honestos e instructivos. 
La primera figura de la compañía, era Julia Delgado, guayaquileña, que se ganó las simpatías del público, no sólo por esta circunstancia, sino por sus grandes méritos que la habían llevado a forjarse una sólida reputación en los escenarios de la América española.
La Revista Patria decía: “Julita es una artista discreta y talentosa, que trabaja con gran profesionalidad, la verdadera afición y amor al arte que ostenta, revela siempre profundo estudio de los caracteres y un perfecto conocimiento de la escena, cualquiera que sea el papel que desempeñe (...) El Arte de Julia Delgado tiene su fuerza principal en un conjunto de pequeños detalles hábilmente combinados, que sugieren efecto emotivo con limpieza y precisión admirables. Sus suspiros tenues, miradas fugaces, pasajeras inquietudes, sollozos entrecortados. Más una mímica medida, discreta, para paladares de gusto exquisito y que puede satisfacer la sensibilidad del espectador más refinado y exigente”. 
Estas compañías de teatro tan demandadas por nuestra ciudadanía, que tan claramente reflejaron su interés por las actividades culturales, posiblemente fueron las últimas de importancia que llegaron y actuaron en nuestra ciudad. Paulatinamente las compañías teatrales, superadas por el cine desaparecieron, con notables excepciones, de los escenarios mundiales. En nuestra ciudad, continuaron presentándose, pero cada vez en forma más espaciada y con menor categoría. Por esta razón, bastante tiempo después de la llegada de los productos de la industria cinematográfica, las salas de cine en Guayaquil conservaban las características e instalaciones propias de los teatros. 
Según la Cronología de la Cultura Cinematográfica en el Ecuador (1895-1935) realizada por la Cinemateca Nacional, es el 7 de agosto de 1901 la fecha en que se proyectan en Guayaquil las primeras imágenes fílmicas, utilizando un aparato Edison llamado Biógrafo Americano. La primera exhibición de cine que se hace en Ecuador es en esta ciudad y no en otra. En la fecha citada se exhibieron tres minicortos dentro del espectáculo del Circo Ecuestre del mexicano Julio F. Quiroz: Reproducción de las escenas de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo, La última exposición de París en 1900 y Los Funerales de la Reina Victoria.
En la revolución liberal se logró alzar los pesados párpados ideológicos imperantes, permitiendo un despertar cultural. Esta revolución de las conciencias que lideró Eloy Alfaro puso a punto a una sociedad que estaba cada vez más deseosa de absorber nuevas corrientes artísticas.  Su condición de ciudad-puerto hizo que Santiago de Guayaquil sea una puerta abierta para el ingreso de un arte de reciente invención, como era el cinematógrafo. Recordemos que fue en diciembre de 1895 que los hermanos Lumiere lograron darle luz al arte número siete, lo cual implica que tuvieron que pasar seis años para que se realice la primera función cinematográfica oficial en nuestro medio (Marcelo Báez, Identidad Costeña y Guayaquileña, 2002).
Estamos entonces en junio de 1906 y las primeras imágenes con Guayaquil como tema se exhibieron en el Teatro Olmedo. La tripleta de minicortos era la siguiente: Procesión del Corpus en Guayaquil, Amago de incendio y Ejercicios del Cuerpo de Bomberos. Como ven se trata de temas cotidianos, que tienen que ver con nuestra idiosincrasia, con nuestra cotidianidad, con nuestra identidad (Báez).
Los primeros intentos por desarrollar la empresa cinematográfica en el país, fueron realizados, sin ninguna duda en esta ciudad. Esto queda corroborado, el 14 de julio de 1910, con la fundación de la primera distribuidora y productora ecuatoriana. El nombre de la compañía era de Empresa Nacional de Cinematógrafos Ambos Mundos, dirigida por el español Francisco Parra y Eduardo Rivas Orz. La cual, en 1921, financió y promocionó la primera revista ecuatoriana de cine titulada “Proyecciones del Edén”. En 1920, el decano de la prensa nacional, diario El Telégrafo de Guayaquil, había iniciado con mucho éxito la publicación de una columna regular que trataba sobre el séptimo arte. 
En 1928 llegó a nuestra ciudad el chileno Alberto Pérez Santana, contratado por la empresa Olmedo, cuyos propietarios, los señores Lautaro Aspiazu Carbo, Teodoro Alvarado Garaicoa y Rodrigo Icaza Cornejo, tenían interés en producir una película ecuatoriana. 
Al no cumplirse tal propósito, el 28 de octubre de ese año se filmó un documental titulado “Una visita a la ciudad ecuatoriana de Guayaquil”. El cual fue exhibido en los Estados Unidos por los estudios Paramount y United Artists. En septiembre de 1930, Pérez, nuevamente en esta ciudad, participa en la primera película ecuatoriana de ficción con sonido en vivo la cual fue rodada y estrenada con el título “Guayaquil de mis amores” (Rodolfo Pérez, Diccionario Biográfico Ecuatoriano).
Desde tiempo atrás, empresarios y sociedad guayaquileña fueron asiduos promotores y espectadores de todas las posibilidades culturales que, la condición de ciudad portuaria, siempre la mantuvo a la vanguardia del resto del país. La posición geográfica de Guayaquil, respecto a los mercados culturales de la costa septentrional panamericana, fue determinante para captarlas.

lunes, 27 de abril de 2020



El comercio Litoral-Sierra


Pese a los obstáculos y dificultades físicas que la topografía ofrecía a la práctica comercial entre Litoral y Sierra, las vinculaciones económicas y familiares, permitieron mantener un permanente interés por las comunicaciones entre ambas regiones. 
En esta relación de comercio, San Miguel de Chimbo no sólo fue un lugar de descanso, sino también un área que producía abundantes cereales, leguminosas, ganadería, artesanía de buena calidad como tejidos, trabajos de talabartería, etc., que la mantuvieron activa como centro del comercio interregional.
Apenas iniciado su desarrollo y hasta finales del siglo XVI, su presencia en el mercado colonial se reducía a la venta de mulares destinados al transporte de mercaderías por los agrestes caminos que comunicaban Litoral y Sierra. A la confección de arneses para las acémilas, bieldos y árguenas, utilizadas para el transportar carga a cada lado del mular. Este negocio era explotado por los propios arrieros que conducían las recuas de una región a otra, es decir entre Chimbo y Bodegas (Babahoyo). 
Al empezar el siglo XVII, los hasta ese tiempo arrieros, se transformaron en comerciantes activos, que además, mantenían por cuenta propia el negocio del transporte. Se aprovecharon de los arrieros independientes y monopolizaron la provisión de componentes necesarios para tal actividad. Convertidos en mayoristas, paulatinamente acapararon los artículos que el comercio demandaba y con frecuencia se entregaban a la especulación ocultando los productos en sus depósitos. 
De los productos que subían desde Guayaquil hasta San Miguel, era la sal en grano el que ocupaba el primer lugar. En un viaje que se iniciaba en las salinas de la península de Santa Elena, era transportada a lomo de mula hasta su destino en la serranía. La sal se empacaba en árguenas o alforjas de mimbre y posteriormente en sacos de yute burdos, mucho más baratos de elaborar los cestos de mimbre utilizados al principio.
Seguían en orden de importancia el arroz, el algodón, pescado seco, frutas tropicales, el pisco peruano (aguardiente de uva), el vino chileno, ají, gomas vegetales, la lana de ceibo y otros productos importados como la quincallería, calderería, clavazón, brea y especias importadas. En la Sierra también era muy significativo el consumo de gomas vegetales traídas del trópico, principalmente de la goma de zapote. Utilizada, entre otras cosas, para tratar la madera y para fijar y volver más duradera la pintura de las casas. Cosa igual puede decirse de la lana de ceibo, usada por las gentes de mayores recursos para elaborar sus colchones y almohadas. 
Las recuas de mulas, de retorno al litoral, especialmente dirigían su comercio al principal mercado que era Guayaquil, donde mantenían un constante y activo comercio de harinas, jamón, queso, etc. También transportaban productos serranos como telas, cueros de res, trabajos en talabartería, cordobanes (cueros elaborados de cabra), cordellates (tejidos de lana), etc., que los comerciantes guayaquileños enviaban a Lima.
Transcurrido más de un siglo, por 1774, al tiempo de la llegada al país del ingeniero Francisco de Requena los rubros este flujo de comercio había aumentado casi un tercio del inicial: “Los efectos que a dicha aduana (de Babahoyo) se conducen por las vías de Guaranda y Riobamba son paños y lienzos de la tierra que pasan para (Guayaquil) y de aquí a Lima y a todo el Perú, que en otro tiempo se abastecía solo de ellos; no llegan hoy a 600 piezas de paño, lo más de color azul”. 
“Pero el principal comercio está en el día en los víveres que de las referidas provincias y de las demás de la sierra abastecen a Guayaquil, cuya cantidad no es posible puntualizar porque desde el mes de junio hasta diciembre es un continuo flujo y reflujo de recuas, que dejando harinas, menestras, dulces, azúcar, jamones, ordinariamente al precio de la sierra, se proveen y vuelven cargadas de sal, de cacao, arroz, algodón, cera y otros géneros de esta provincia, de hierro, acero y ropas de Castilla, y de aceite, vino, aguardiente y otros efectos que vienen del Perú”. (María Luisa Laviana Cuetos <Requena>).
Dentro de ese activo intercambio comercial, el mecanismo fundamental utilizado por los comerciantes establecidos en San Miguel de Chimbo consistía en comprar y embodegar productos del litoral durante la temporada de verano. Transportados cuando los caminos eran más fáciles de transitar y el precio de los productos de cosecha reciente, como el arroz, era menor. Y cuando las dificultades propias de la temporada de lluvias producían la elevación de costos, los productos destinados a la región interandina centro-norte eran vendidos a precios de especulación. 
Igual cosa ocurría con los productos serranos demandados por el litoral. Lentejas, frijoles, maíz suave, etc., eran adquiridos y embodegados en Chimbo durante la cosecha. Dentro de esa misma modalidad especulativa se incluían jamones, manteca de cerdo, quesos, velas de sebo, monturas y aderezos de caballería, zapatos, tejidos de algodón, etc. Todos los cuales se adquirían para revenderlos en Babahoyo, Guayaquil y demás poblaciones litoralenses. 
“Pero aquel sistema de acopio y reventa no dejaba de crear resistencia entre los consumidores, que en ocasiones acusaban a los comerciantes chimbeños de acaparar productos de primera necesidad, especialmente la sal, para elevar artificialmente los precios”. 
“Una acusación de este tipo fue hecha en el cabildo de Quito, por los comerciantes locales, ante la exagerada elevación de los precios de la sal, y dio lugar a que el alcalde de la capital, que lo era don Francisco de Borja y Larraspuru, se trasladara hasta Guaranda en compañía de algunos otros cabildantes, para investigar la causa de la especulación”. 
“Los acusados argumentaron en su defensa que esa elevación de precios era normal en cada época invernal y el asunto se diluyó finalmente entre papeleos judiciales, sin mayores consecuencias para ellos, salvo la consabida amonestación de las autoridades” (Núñez). 
Finalmente, debemos destacar que entre los productos serranos llevados hasta el trópico figuraba uno de particular importancia: el hielo extraído de los glaciares del Chimborazo. Adecuadamente empacado en paja del páramo, se lo transportaba en forma de bultos hacia el litoral, donde se lo utilizaba para preparar refrescos y helados que aliviaran la canícula, e incluso para fines medicinales. 
Este negocio resultó ser tan importante que hacia fines del siglo XVIII empezaron a disputarse su manejo exclusivo los ricos comerciantes de Guayaquil, encabezados por Miguel Agustín de Olmedo, y sus equivalentes de Guaranda, representados por Pedro Tobar y Eraso.
Las serias dificultades y obstáculos que los caminos utilizados para este flujo comercial, significaban para administración del territorio de la Audiencia, movieron a las autoridades y a particulares a interesarse en su mejora y reconstrucción. Los primeros en gestión oficial y los segundos procurando lucrar de algún contrato. 
Las grandes avenidas de agua propias de la época invernal, causaban derrumbos que en poco tiempo habían destruido las nuevas rutas abiertas o las obras de reparación efectuadas en las ya establecidas. De ahí que fuera también reiterado el interés por establecer una nueva ruta de tránsito entre Guayaquil y Quito, a fin de evitar las dificultades existentes en los tres caminos tradicionales. 
La primera propuesta para construir una nueva vía más segura y cómoda fue hecha en 1774 por el ingeniero militar Francisco de Requena, que consta en su “Descripción histórica y geográfica de la Provincia de Guayaquil”, transcrita por María Luisa Laviana. Este personaje, cuya presencia fue de gran beneficio especialmente para Guayaquil, luego comprobar que el camino más corto entre Quito y la ciudad-puerto del Guayas, además de “más cómodo porque se evitan los páramos de Guaranda y cuestas penosas de Chimbo y San Antonio (era) menos fragoso”, era el de Palenque.  
Requena propuso abrir una nueva ruta, que fuera desde Babahoyo a Ventanas por vía fluvial “pues se podría navegar (…) con bastante caudal y suave corriente, y (…) desde su desembarcadero el poder ahorrar los páramos y ríos que tienen los demás caminos que sufrir y pasar (pues) desde este río de Mapán se sale derecho al pueblo de Latacunga… “
Empero, el primer esfuerzo práctico en este sentido fue el proyecto de Miguel Agustín de Olmedo, un comerciante malagueño avecindado en Guayaquil, que en 1784 elevó al presidente de la Audiencia la propuesta de “descubrir por su cuenta un camino transitable en toda estación.” 
Como hemos señalado antes, Olmedo estaba empeñado en controlar el negocio de aprovisionar al puerto con hielo del Chimborazo. Fue así como, contando con la aprobación del presidente Villalengua, se empeñó en estudiar todas las posibles rutas para construir un nuevo camino. “que facilitase en todas las estaciones del año, y perpetuamente, la comunicación, correos y comercio de la provincia de Guayaquil con esta de Quito, respecto de que mediando una gran montaña, por donde se atraviesa, es impracticable en tiempo de invierno, que dura regularmente la mitad del año.”
Tras efectuar varias salidas de exploración “por varios rumbos de suma aspereza y riesgo, en que tuvo mucho que padecer personalmente y el gasto de más de mil y quinientos pesos”, según lo hizo constar en la relación de méritos que elevó a la corona, logró establecer una nueva posible ruta “por paraje más firme, libre de la inundación general del invierno, y menos dilatado”. 
En realidad, la ruta escogida por Olmedo era otro antiguo camino prehispánico, que salía de Babahoyo y avanzaba por vía fluvial hasta llegar al piedemonte, y emprendía la subida por la cuesta de Chazo Juan (1050 m.s.n.m.), en el subtrópico, subiendo hasta al puerto de montaña de Tomavela (3000 m.s.n.m.) y avanzando desde ahí, por El Arenal (4500 m.s.n.m.) y Santa Rosa, hacia Ambato (Núñez). 
Olmedo, luego de su exploración presentó “un mapa topográfico con la relación exacta de los lugares sobre que había levantado”, pero, como siempre ocurrió, más allá de la intención y entusiasmo oficial, los fondos para financiar la empresa estaban muy lejos de existir. Sin embargo, el apoyo oficial para la empresa apoyar la empresa, quedó condicionado al financiamiento que el proponente pudiera aportar para su construcción. Finalmente, el proyecto quedó en nada.
Una nueva propuesta, pero muy diferente esta vez. Fue la del obispo José Pérez Calama ofrecía la donación de los fondos para la reparación de la fragosa “cuesta de San Antonio”. La cual, fue planteada en 1790 al ministro Porlier y al presidente de Quito Antonio Mon. Mas, cuando los cálculos y consultas, le demostraron al fraile que la obra resultaba demasiado costosa, abandonó su generoso proyecto. 
Finalmente el corregidor de Guaranda, Gaspar de Morales, recurrió al aporte de los vecinos de las poblaciones y comunidades beneficiadas, y ordenó que los diversos pueblos bajo su jurisdicción arreglaran un tramo de la vía cada uno. El trabajo fue cumplido con gran sacrificio de la población, pero, ante la fuerza con que se presentó el siguiente invierno, resultó inútil.
Como consta en el acta del cabildo celebrado en Guayaquil el 9 de agosto de 1799, fue Pedro Tovar y Eraso, un comerciante guarandeño, quien planteó al Cabildo porteño la concesión del monopolio de la venta de hielo en el puerto, por el lapso de diez años. A cambio se comprometió abrir un nuevo camino a Guaranda “para facilitar el tráfico y comercio de la sierra con esta ciudad, de invierno y de verano, sin la pensión de pasar los ríos intermedios”. 
Tras varias consultas oficiales, el proyecto fue aprobado por la Audiencia de Quito y Tovar emprendió su tarea. En el plazo de un año, abrió un nuevo camino por la ruta de Ojiva, tan ancho que permitía el paso simultáneo de dos mulas cargadas. 
Más adelante, en los lugares críticos, la vía fue afirmada con una secuencia de maderos colocados transversalmente. En ciertas áreas se la ensanchó y construyó tambos para el reposo y aprovisionamiento de los viajeros. Finalmente, en 1803 entró en servicio. Mas, a los pocos años de explotación de la ruta murió Pedro Tovar. Como ninguno de los comerciantes beneficiados por la estabilidad de la ruta podía mantenerla, los graves problemas inherentes a este tráfico, nuevamente dominaron el escenario y persistieron por muchos años más. 



martes, 21 de abril de 2020


COLEGIO NACIONAL SAN VICENTE DEL GUAYAS

El Colegio San Vicente del Guayas tuvo por antecedente al Colegio Nacional, inaugurado el 1 de febrero de 1842 por el gobernador de la provincia Vicente Rocafuerte, en base a un decreto dictado por Juan José Flores el 26 de diciembre de 1841. Por decreto del presidente Vicente Ramón Roca promulgado el 18 de noviembre y sancionado el 4 de diciembre de 1847 fue transformado en Colegio Nacional San Vicente del Guayas, según consta en el No. 132 del 24 de diciembre del mismo año, del que correspondería al Registro Oficial actual. Nombrado así por haber sido consagrado a San Vicente Ferrer, según consta en sus estatutos correspondientes a 1890 y a propósito de la gran reforma educativa instaurada en este plantel.
Teodoro Maldonado González fue su primer rector en 1842, hasta 1863 en que Gabriel García Moreno lo entregó a la regencia de los padres de la Compañía de Jesús desde 1863 a 1875 año en que García Moreno murió asesinado. En 1876 Francisco Campos Coello asumió el rectorado y el 24 de agosto de 1878 Francisco Teodoro Maldonado Cora fue elegido como rector hasta 1884, en que el Canónigo José María Santistevan asumió el cargo. En 1895, al triunfo de la Revolución Liberal, Eloy Alfaro encargó del rectorado a Francisco Campos Coello. Finalmente, Eloy Alfaro por Decreto del 10 de septiembre 1900, sancionado el 18 del mismo mes y publicado en el Registro Oficial No. 1227 del 28 de septiembre del mismo año, se le dio el nombre de su benefactor, Vicente Rocafuerte.
En 1872, con la creación de la Facultad de Derecho, la Universidad de Guayaquil empezó a funcionar en el edificio del colegio, por tal razón el Rector del Colegio Nacional de San Vicente del Guayas, Francisco Campos Coello comunica a la ciudadanía: “Que por resolución del Ilustre Consejo General de Instrucción Pública expedida en sesión de veinte y tres del pasado y  comunicado oficialmente en fecha del veinte cuatro a este rectorado, se convoca para el domingo 4 a las dos de la tarde en el salón de exámenes del Colegio Nacional a todos los doctores residentes en la ciudad con el objeto de elegir al rector y vicerrector de la Universidad del Guayas.” Estas dignidades recayeron en Francisco Javier Aguirre Abad y Dr. Federico Mateus el 4 de esos mes y año.[1]
Igualmente, en 1877 la Facultad de Medicina empezó a funcionar el este plantel. “En la tarde de ayer tuvieron lugar en el colegio de San Vicente los certámenes de medicina correspondiente al presente año escolar. Informes de personas muy competentes nos dicen que los examinados se desempeñaron con el mayor lucimiento hasta el punto de merecer entusiastas aplausos de los concurrentes. Felicitamos a los estudiantes de medicina por los lauros que acaban de conquistar, correspondiendo así al noble afán de sus profesores. Igualmente presentaron sus exámenes los señores Fernando Gómez y Francisco Maldonado sobre ciencia constitucional y ciencia administrativa quedando plenamente aprobado”.[2]
En 1847, por resolución de la Junta de Notables presidida por el gobernador del Guayas, general Antonio Elizalde, a un concurso de ofertas para construcción el primer edificio destinado al San Vicente del Guayas. Dos fueron las ofertas calificadas: la del maestro José Plaza Araujo y la del maestro mayor Juan María Martínez Coello. Asignada a este último con un presupuesto de 32.500 pesos, la obra se inició en junio de 1849.[3] En agosto de 1863, los certámenes públicos de los alumnos del Colegio Nacional de San Vicente se llevaron a cabo de la siguiente manera: gramática latina, gramática castellana y geografía. El 16 Francés y teneduría de libros, y el 23 matemáticas, el 30, último del año escolar, tuvo lugar la solemne distribución de premios iniciada con un acto literario y otro de acción de gracias.[4]
Como era lo procedente entonces, los cursos del San Vicente, al igual que los de las facultades de Derecho y Medicina, se iniciaban anualmente los días 15 de octubre. Consecuentemente, los estudiantes de la secundaria y superior, debían concurrir en los días hábiles de la segunda quincena de mes de septiembre anterior para inscribirse y obtener las matrículas. Según el artículo 41 de la ley de Instrucción Pública vigente, nadie podía ser admitido sin previo examen en las materias de enseñanza primaria que constaban en el artículo 26 de la Ley señalada.
Igualmente, los alumnos cuyos padres estaban interesados en la admisión de sus hijos en el internado, en las fechas señaladas debían pagar 15 pesos mensuales en trimestres anticipados. Asimismo, aquellos que deseaban adquirir los enseres necesarios para el uso del internado.
“En Guayaquil a 28 de octubre de 1878 reunidos en el Colegio Nacional de San Vicente del Guayas los señores Dr. Francisco Aguirre Jado, Rector de la Corporación Universitaria, Dr. Federico Mateus, vicerrector de la misma y rector del Colegio Seminario de San Ignacio, Sr. Teodoro Maldonado, rector del Colegio San Vicente y profesor de matemáticas, Sr. Leonidas del Campo inspector repetidor y profesor de historia y geografía, Dr. Napoleón Aguirre y Dr. Juan Emilio Roca profesores de la Facultad de Jurisprudencia, Dr. Alejo Lascano, Dr. José Julián Coronel, Dr. Pedro José Boloña, Dr. Manuel Pacheco, Dr. Francisco J. Martínez, Dr. Francisco Campos Coello y Dr. Gumersindo Yépez, profesores de ciencias filosóficas, Dres. Manuel J. Vallejo y José Julián Navarro profesores de la Facultad de Ética y Humanidades, Dr. José Francisco Alvarado, pro vicario capitular y rector del Colegio Seminario y José Mateus secretario interno, se procedió por orden del señor rector a dar lectura al Art. 56 de la ley de Instrucción Pública vigente, que establece la de 18 de octubre 1867 sobre juntas universitarias del Guayas y Azuay, y traída a la vista la mencionada ley se leyó el Art. 1 que establece dichas juntas. En su consecuencia se declaró por el señor rector instalada lo corporación universitaria del Guayas conforme la organiza la citada ley. Con la cual se concluyó la presente acta que firman los señores concurrentes con el secretario que suscribe. Siguen las firmas en copia. José M. Mateus. Secretario Interno.”[5]
Una vez posesionado como rector, en su segundo periodo el doctor Teodoro Maldonado no perdió tiempo en dar algunos pasos administrativos. El 24 de octubre de 1878 comunicó al gobernador haber hecho arreglos en el edificio, tendentes a ofrecer comodidad y limpieza a los treinta y tres alumnos matriculados como internos. Entre los cuales figuraban “nueve agraciados por el gobierno con becas costeadas por la nación y que la disciplina y el orden imperan en el establecimiento bajo todo concepto sin restricciones ni medidas represivas que hagan enojosa la condición de escolar interno”.[6] También presenta el presupuesto sueldo de profesores del Colegio, incluyendo el suyo como rector, el de los catedráticos de Jurisprudencia, Medicina y la servidumbre del establecimiento, que arrojaba un total de $873.
Esta es la raíz del centenario Vicente Rocafuerte, cuyo edificio original construido en 1847 por Juan María Martínez Coello, quien aportó 10.000 pesos, al igual que Vicente Rocafuerte y J. J. De Olmedo 10.000 pesos cada uno se incendió en 1902, conocido como el incendio del Carmen, uno de los tantos graves flagelos sufridos por Guayaquil y una segunda vez en agosto de 1918. En ambas oportunidades debió instalarse en el local perteneciente a la Sociedad de Artesanos Amantes del Progreso. 
El edificio fue reconstruido “En la manzana comprendidas por las calles Chile, Clemente Ballén, Pedro Carbo y Aguirre; se construyó a principios de la segunda década del siglo XX, ocupando inclusive los terrenos donde estuvieron el convento y la antigua iglesia de San José “un vasto edificio” de madera, de dos plantas, con galerías exteriores y columnatas rematadas en una sucesión de arcos, de formas clásicas y un frontón triangular remarcando el ingreso” (Lee, Compte y Peralta. Patrimonio Arquitectónico y Urbano de Guayaquil, p. 35, 1989).
Esta es la semilla del centenario Colegio Nacional Vicente Rocafuerte. No sólo en su nombre, sino en su vida institucional está contenida la historia de un importante constructor de la nacionalidad ecuatoriana. Nació en el marco de la guayaquileñidad ilustrada, que desgraciadamente hoy se ha perdido. Fue tal su importancia que en sus instalaciones comenzó a funcionar las primeras clases de la Universidad de Guayaquil. Toda esa historia hoy está perdida, esperando que las nuevas generaciones la recuperen y la proyecten.


[1] En el periódico El Comercio de Guayaquil, en el Nº 341 del 2 de agosto de 1878,
[2] Aviso publicado por El Comercio de Guayaquil, No. 342, el 6 de julio de 1878.        

[3] José Antonio Gómez, Las Calles de mi Ciudad, tomo II, Guayaquil, Edit. Luz, Págs. 129 a 132, 1997.
[4] Semanario “Unión Americana” Año 4, No. 738, 8 de agosto de 1863.
[5] El Comercio de Guayaquil, Nº 366 del 29 de octubre de 1878.

[6] El Comercio de Guayaquil, Nº 366 del 29 de octubre de 1878.

lunes, 20 de abril de 2020



Los fantasmas en Guayaquil

Las historias sobre fantasmas las encontramos perdidas en la noche de los tiempos, en épocas previas al cristianismo y en las tradiciones de muchas culturas, entre otras la nuestra. Han llegado a nosotros como supuestos espíritus o almas descarnadas que asumiendo distintas formas perceptibles se presentan ante la vista y sentidos de los vivos. La creencia está en todas las culturas. En occidente y oriente especialmente en la china, india y japonesa, en las cuales se acepta la existencia de fantasmas como almas en pena, que por haber dejado en vida alguna tarea por concluir o por ser una víctima que reclama venganza, no pueden alcanzar el descanso eterno y vagan por su ámbito en la esperanza que algún vivo satisfaga sus ansiedades. 
En el siglo XIX, Edgar Allan Poe, autor, entre otras cosas, de historias cortas relacionadas con el “Más Allá”, aborda frecuentemente el tema y acerca a los tiempos modernos todas estas creencias del común de las gentes. Por eso, la creencia o no en fantasmas, aparecidos o como se los llame, bajo la óptica contemporánea está más o menos condicionada al nivel cultural de la sociedad en que se vive. Y pese a que la información globalizada que nos llega en la actualidad da al traste con estos supuestos, en la oscuridad de la noche, o en el interior de casas cuyas condiciones sugieren sucesos sobrenaturales, son pocos los que pueden evitar, con los cabellos erizados, una sensación de presencias extrañas que les infunde miedo. 
Inglaterra es uno de los países donde los fantasmas son considerados parte de lo cotidiano, al punto que muchas casas se han valorizado cuando se ha descubierto uno de estos huéspedes etéreos. En muchos castillos los residentes están tan familiarizados con ellos, que podríamos decir que los extrañan cuando se ausentan. La Torre de Londres es el lugar donde el inventario es más variado: Ana Bolena, por ejemplo, se pasea sin cabeza todos los 19 de mayo por las noches; Thomas Beckett, el célebre arzobispo de Canterbury decapitado por Enrique II; el espectro de Eduardo V, los manes de Sir Walter Raleigh, y la sombra del Duque de Cork, etc. Además, las ciudades inglesas de York y de Derby también están reputadas como importantes centros fantasmales.
Hoy, en la medida que se han desarrollado nuevas tecnologías de comunicación, es muy frecuente observar en programas televisados que numerosos individuos, hasta empresas, buscan afanosamente entablar contacto con fantasmas. Además, no falta quienes intentan popularizar esta tradición, sugiriendo que los fantasmas son un acervo de energías o reflejos de personas que al morir dejaron su halo impregnado en el ambiente. 
Finalmente, los guayaquileños también hemos exhibido nuestra propia colección de aparecidos, duendes, espantos, etc. Por 1550 circulaban las historias de Pactos con el Diablo, del Naranjo Encantado y del Hada del Santa Ana, que sembraban el terror entre los vecinos del cerro. Por 1700, la Dama Tapada y La Canoita Fantasma daban escalofríos a los niños de la ciudad; ya en el siglo XIX nos acompañaban las historias de la Procesión de las Ánimas y por 1916 el Fantasma del padre Izurieta. 
En la década de 1920, se creía en el cuento del Tintín, un duende que tenía los pies al revés para desorientar a sus perseguidores y que obligaba a los padres de todas las jóvenes bellas de grandes ojos oscuros, que eran sus preferidas, a redoblar la guardia para que no fueran secuestradas y embarazadas por él. El pobre duende cargaba con la culpa de algún primo o enamorado audaz que burlaba la vigilancia paterna. Por eso hoy es obsoleto, ya no hay Tintín a quien culpar; no es necesario tener ojos bellos y grandes, ya que sin tapujos no se perdona ni a las bizcas. 
Al final de la calle de Bolívar, casi al llegar a Santa Elena, se hallaba una casa de antigua arquitectura de la cual se aseguraba, por el decir de las gentes, que se encontraba encantada. Frecuentes fenómenos tomados como sobrenaturales, causaban la alarma y provocaban el terror en el vecindario. Esta casa, pese a no ser la más vieja del sector, ni tan afectada por el paso del tiempo, tenía un aspecto lúgubre que la distinguía entre las demás. Por las noches, su apariencia, voces y ruidos sordos, inspiraban temor y sobrecogían el corazón de los transeúntes que atinaban a pasar por su portal.
Los chismosos del barrio afirmaban que en esta se había cometido un crimen horrendo y desde entonces se encuentra en pena el alma de la víctima, la cual se manifestaba de diferentes formas a la vista de los residentes. Igual número de descripciones espeluznantes relataban quienes habían habitado aquel edificio, hasta que fueron obligados a desocuparlo por los espantos causados por el huésped desconocido.
Tales afirmaciones hechas por 1923, consiguieron que muchos dueños de casa de Guayaquil empezaron a sospechar que en ellas habitaban fantasmas, pues era muy frecuente tener visiones espectrales, escuchar crujidos, rechinar de puertas, aullidos del viento, que realmente metían miedo a los inquilinos. Entre las casas que se tenían por residencia de almas en pena, había una situada en la calle Santa Elena, entre Diez de Agosto y Clemente Ballén; otra en el camino de La Legua o del panteón, muy cerca al Cementerio, desde donde se podía avistar los fuegos fatuos. Una más que se hallaba en la Boca del Pozo, otra a la entrada de la Quinta Pareja por el lado de Rocafuerte; la del Astillero, situada en Febres Cordero y Chile  y otra en la calle Tomás Martínez y Panamá. 
Pero la que presentaba las mayores características excepcionales que infundían pánico, al punto que ni los celadores querían acercarse, era una de dos pisos situada en la calle Bolívar y Pedro Carbo, frente al Tribunal de Cuentas. En la cual, en altas horas de la noche se veía aparecer entre las sombras un fantasma; además, se escuchaban ayes lastimeros, pisadas furtivas, entrechocar de huesos, arrastrar de cadenas, llamadas capaces de poner los pelos de punta al más pintado. Y todo esto, a causa de un asesinato que había quedado en la impunidad, por lo cual el alma de la víctima vagaba y se lamentaba en la oscuridad de la casa.
Relataban las crónicas del barrio de entonces que en aquella casa, unos diez años atrás se había cometido un espantoso crimen. Fue en el amplio departamento de los altos ocupado por una buena señora, de edad avanzada, quien llamaba Aurora Avendaño y que poseía una cuantiosa fortuna. Un buen día amaneció muerta la señora, completamente rígida, morada y sus labios acusaban el rictus de un profundo dolor, seguramente causado por algún envenenamiento con la comida de la tarde.
Hecha la autopsia, se determinó que había sido envenenada con estricnina. Mediante largo proceso trató la justicia de descubrir a los autores del homicidio; mas todo esfuerzo fue inútil, la causa se sobreseyó y puesta en libertad la doméstica a quien se había acusado  y retenido como responsable.
Sin embargo, la vindicta pública, desde el principio había señalado a un sobrino de la señora Avendaño, como el responsable del malvado acto cometido contra ella. Tal aseveración tenía su razón de ser y justificado fundamento, pues, el tal sobrino, además de ser un crápula de vida licenciosa y disipada, era el único heredero de la víctima. Esto, y las actitudes y detalles de su vida, paulatinamente lo delataron como el autor de la muerte de su benefactora. 
Contaba la gente, que acosado por tan grave juicio y sentencia de los vecinos, el criminal se sumió en una profunda depresión, y entregado al alcoholismo dilapidó la fortuna mal adquirida y se volvió loco. Poco tiempo después, tras esa miserable vida que eligió, murió sin que nadie derramase una lágrima y que fue su alma a padecer las torturas del fuego eterno en los abismos del averno.
Con el paso del tiempo, quienes habitaron aquella casa aseguraban ver apariciones de la víctima y el victimario. Una sombra blanca y una negra se perseguían sin descanso, produciendo escalofriantes ruidos y voces en el silencio de la noche.  Agregando que esta fantasmal presencia venida del otro mundo no sólo les hacía la vida insufrible, sino que sus familias debieron afrontar una serie de accidentes desgraciados. 
Los últimos propietarios de la casa, que ignorantes de la situación la habían adquirido, recurrieron a expertos en las ciencias ocultas y notables espiritistas para que actúen como mediadores en la comunicación con aquellos espíritus que no podían alcanzar la paz. Desde entonces, decía el común, que se había logrado dar el descanso a aquellas almas en pena, que aunque no habían suspendido totalmente las apariciones espectrales de la señora Avendaño y su criminal sobrino, ya no tenían la frecuencia ni sus condiciones aterradoras.

sábado, 11 de abril de 2020


La pelea de gallos


La adicción a la adrenalina, al riesgo, al azar, tiene mucho que ver con la naturaleza humana. Por eso el juego, con su matiz de diversión unida al dinero, aparece en todo tipo de sociedades: desde las más equilibradas en sus clases a las aun en desarrollo. La apuesta, la tensión, llegan a provocar alteraciones que van desde el escándalo público a la ruina del jugador. La riña de gallos, además, de ser un lance de suerte es conocida también como el deporte de las plumas, que implica cuidados animales, preparación, alimentación, entrenamiento, etc. Esta lid es todo eso, por tanto un gran atractivo para una gran variedad de adeptos al envite. 
Desde muy atrás en el tiempo permanece aun como un entretenimiento muy arraigado entre la población rural y urbana especialmente de nuestro litoral, propia del montubio y su cultura. Originaria de Asia llevada a Europa por turcos y árabes, que una vez arraigada en la Península Ibérica se traslada y difunde en América. El guayaquileño decimonónico, siempre jugador y bullanguero, se reunía en torno a un palenque a cielo abierto o cubierto, formado con caña picada, que se sostenía mediante el pago del espectador. 
En este espacio se medían los emplumados contendores en una pelea a muerte por 12 a 15 minutos, contados desde que se los “aflojaba”. Si en este lapso, alguno huía, demostraba cobardía o quedaba malherido, de hecho era el perdedor. Si ninguno incurría en lo anterior, se declaraba empatado el encuentro. Y naturalmente, a la muerte de uno de ellos, había un vencedor indiscutible.
En las islas de Indonesia, el gallo de pelea aun forma parte de los bienes del campesino. Para arengar a sus soldados, el general ateniense Temístocles lo utilizaba como símbolo de lucha hasta la muerte. Se dice que antes de la batalla de Salamina condujo a sus hombres a presenciar una lidia de gallos, a fin de mostrarles la valentía con que estos luchaban a morir. A partir del siglo XVI, apareció en el oeste europeo, cuya lid fue considerada en Inglaterra como una diversión propia de la nobleza, hasta que el puritano Oliverio Cronwell la prohibió a mediados del siglo XVII.
Por el camino de la seda y las especias se incorporó a las distintas regiones europeas donde adquirió modalidades propias. Desde la Edad Media, el sur de España fue centro de crianza y exportación hacia América del afamado gallo jerezano. Posteriormente, provenientes de Extremadura, Cataluña, Valencia y las Islas Canarias, partieron nuevas variedades a los Reinos de Ultramar. Los marineros y aventureros que se embarcaban en Cádiz, donde había un criadero, cuyo producto lo utilizaban para solventar el sostenimiento de un hospicio, aliviaban el tedio del viaje, levantando un coso en la cubierta de los buques. Con la jerga propia de la pelea de gallos, corrían las apuestas entre tripulantes y pasajeros, mientras los contendores luchaban a morir en una arena improvisada que se balanceaba  sobre las olas.
Siempre hubo dinero de por medio, que circulaba en apuestas entre 300 o 400 asistentes al palenque, para presenciar una seguidilla de 15 a 20 peleas. No era necesario “casar” la apuesta, bastaba anunciarla de viva voz, y esta era un compromiso de honor, cuyo resultado bajo el lema de “Palabra de gallero es palabra de caballero”, se respetaba a rajatabla. En la actualidad rigen la mayoría de las normas, mas, también a este juego ha llegado la corrupción: doping, espuelas que antes eran prohibidas y que hoy, además, se las emponzoña. 
Para tener una idea de la categoría del gallero del siglo XIX, basta saber que por 1818, ejercía la presidencia de la Diversión de Gallos don José Joaquín de Olmedo, como uno de los alcaldes que era del Cabildo guayaquileño. Mediante este cargo se ejercía el control del espectáculo en sí, al igual que lo concerniente a la disciplina y el orden. Con el paso del tiempo, a fin de evitar los desórdenes que como producto del aguardiente se daban en días de gallos, fue paulatinamente reglamentada y controlada por jueces especialmente designados. 
Al iniciarse la república (1830), el evento pasó a estar bajo la jurisdicción de las comisarías municipales de espectáculos. Más tarde su control se trasladó a las Intendencias de policía. En todo caso, ambas fueron a su turno, dependencias de vigilancia las cuales extendían los correspondientes permisos para la construcción de palenques destinados a tal fin.
En el cabildo celebrado el 9 de mayo de 1826, ante la corrupción y la violencia que generaba este juego, se presionó a los jueces para que recurriesen a toda su energía para aplicar los reglamentos y evitar los excesos del público. Al juego rural de gallos, aun asiste el “montuvio” con su puñal de guardamano al cinto, pues, como todo en lo que interviene el dinero, el alcohol, etc., no dejará de ser violento. 
El 11 de septiembre de 1896, pocos días antes del gran incendio, por resolución del Concejo cantonal, se denominó calle de “La Gallera” a una calle muy corta que nacida en 9 de Octubre no se extendía más allá de la actual Víctor Manuel Rendón. Luego del “Incendio Grande”, la Municipalidad aprovechó que la mitad de la ciudad estaba reducida a cenizas para modificarla, y muchas calles se corrigieron y cerraron, ensancharon y extendieron, entre estas está la calle de “La Gallera” que fue nominada calle de General Córdova.
El juego de gallos es herencia colonial arraigada en todo el territorio nacional, particularmente en la Costa. Y para elaborar este artículo referido a la actualidad recibí información de dos cultores de esta afición, como el Ing. Oswaldo Rugel, y el doctor Gonzalo Abad, por ellos conocimos que el gallo de pelea introducido en Hispanoamérica, desciende del espécimen salvaje originario de Indochina, conocido como Banquiva. En el país también hay mezclas con otras razas, por ejemplo del gallo Calcuta (India), o del malayo que es muy jugado en el Japón. 
Los galleros, siempre en busca de un peleador que les dé mejores resultados, han efectuado una serie de cruces con gallinetas caracterizadas por su agresividad y fuerza. Basados en el principio meteleano, que sostiene que de individuos parecidos se producen semejantes, es decir, que mediante la mezcla se rescatan las virtudes predominantes. Actualmente, en la provincia del Guayas hay aproximadamente 150 palenques para la lidia de gallos.
Cada gallera tiene su propio reglamento claramente diferenciado de las demás, el cual una vez aprobado por la autoridad competente entra en vigencia. Por ejemplo, en Bogotá hay una famosa y muy prestigiada gallera llamada San Miguel, en la cual juegan con un reglamento muy diferente a los que rigen en nuestro país. En este lugar durante la pelea se prohíbe expresamente la intervención de los llamados “cariadores” y de los asistentes de los gallos. El juez es el único que puede entrar en el ruedo. En dicho palenque, para incitar a los gallos a la lucha y constatar su agresividad, utilizan un señuelo de trapo al que se conoce como “la moña”. 
Actualmente con la cruza de razas escogidas y el manejo adecuado de la genética, los productos son más fuertes y rápidos, con mayor capacidad para herir al contendor. Por este motivo el límite es de 12 minutos por pelea, antes tomaba 14. Si en ese lapso no hay vencedor el encuentro se declara “tablas” o empate. La edad reglamentaria para que un gallo sea presentado a una primera pelea es alrededor de los 14 meses. Mas hay galleros que esperan la muda para hacerlo, esto es cuando este tiene alrededor de dos años. Hay aficionados que nunca apuestan a los gallos mozos sino a los de 4 o 5 años es decir, que están “jechos”. Cuando han alcanzado esa edad y continúan siendo buenos los retiran del ruedo para dedicarlos a la reproducción. A este respecto hay un dicho popular que califica como “un gallo jugado”, al hombre ducho y de mucha experiencia en cosas de la vida. 
Hay lugares en el mundo donde los palenques tienen instalaciones especiales, en las cuales se evita el contacto humano antes de la pelea, para evitar dopajes, etc. Desde un altillo mediante unas poleas se bajan al coso las jaulas en que se hallan los gallos; se abren las respectivas compuertas y se inicia la lid. Un contendiente puede perder la pelea por decreto del juez, si es que no se ha producido una sola apuesta a su favor. Esta disposición rige en las galleras que manejan sus cosas con pulcritud y respeto entre los participantes. 
Aquello de “Palabra de gallero es palabra de caballero”, nos da una idea de la seriedad con que se manejan las apuestas hechas en “casa” y las de “gabela”, por fuera. Todas ellas con la confianza plena en la palabra empeñada. Pero no deja de haber excepciones: si un gallero tiene la mala ocurrencia de no pagar su apuesta, se lo expulsa del ruedo y no puede entrar más al palenque. Sin embargo, en la actualidad la corrupción hace que estos hechos ocurran cada vez con mayor frecuencia. La decadencia moral, el dinero fácil y el accionar tramposo cada vez conquista más adeptos. 
Esta falta de escrúpulos, en una práctica que hasta hace pocos años la regía el honor, genera muchos peligros que acechan a los gallos antes y durante las lidias. Actualmente hay inescrupulosos que dañan a los gallos con drogas o dopajes prohibidos, utilizados para darle más fortaleza y resistencia al castigo que recibe durante el ardor de la lucha. Otra mala práctica es el uso de espuelas artificiales. Se empezó por afilar sus espuelas naturales, luego se los dotó de unas hechas de carey (caparazón de la tortuga marina), mas tarde se los armó con dientes de la peinilla de la “catanuda” (pez sierra). 
En tiempos recientes, se recurre a ciertos artificios que no existían hace 50 años, como es el uso de un plástico muy duro para reforzar la espuela. Esta novedad fue introducida por los portorriqueños en el último campeonato mundial. Es una espuela más pequeña y conveniente, pues al no causar tanto daño permiten que el perdedor sobreviva al encuentro.


En el ámbito montubio la pelea de gallos siempre ha inspirado al “Amorfino”
El otro gallero
Mi gallito e’ superior
Tiene grandes espolones
Con sus agudos aguijones
En extremo e’ heridor
pa mi e’ er ma’ mejor
E’ un gallazo valiente
Si lo sopla, lo voltea
Con otro gallo lo carea
Come carne, toma alcohol
Y no se rinde en la pelea

Entre galleros
Pa er domingo que viene
Traigo un gallo peleador
Quince peleas tiene
Bien ganadas hasta hoy
Pa’que sea un ganador
Un gallero me lo entrena
Ataca siempre de frente
Y no recula señor
De un espuelazo lo mata
Al gallito peleador