sábado, 29 de febrero de 2020



Memoria sobre el nacimiento de la hípica

El caballo llegó a América en el segundo viaje de Colón, y según Lucas Fernández de Piedrahita[1] fue considerado como “los nervios de la guerra contra los naturales” y Hernán Cortés lo pondera confesando: “no teníamos después de Dios, otra seguridad sino la de nuestros caballos”. Con ellos también vino la pasión por las apuestas durante las carreras. Hay documentos conservados en el Archivo Histórico del Guayas que contienen juicios que ventilan demandas por apuestas sobre el tema. Un de estos trata de un juicio en mayo de 1775 por Fernando Díaz contra Manuel Romero, por el pago de veinte y tres pesos, saldo de mayor cantidad, como resultado de una carrera de caballos”.
El pleito se inicia en 1773, cuando se realiza una carrera para la cual, se designó juez árbitro al Regidor del Cabildo de Guayaquil don Manuel Plaza. Ante él se “cazaron” las apuestas, que consistían de dinero y otros efectos. Evento en que los litigantes corrieron igual riesgo en la “antigua costumbre de dichas carreras”. Y “Así en esta dicha ciudad como en muchas otras capitales: gané la citada apuesta y me pagó mi opositor”. Pero solo canceló lo correspondiente a dinero sonante: “veinte y tres pesos originales”, más no el importe de los efectos que también formaban parte de la apuesta, como lo eran “Seis del valor de un jaquimón chapiado de plata. Siete de una sortija. Sinco de importe de un pañuelo de clarín bien obrado con sus pinos y vaciados”. Suma que el capitán Romero se comprometió a pagar, mas, en vista que no lo hacía el acreedor empezó a presionarlo.
Díaz dice que lo encontró en la calle, pero “me suplicó el que lo aguardara exponiéndome no tener como satisfacerme en aquella ocasión”. Ante esta súplica, decidió esperarlo por un mes más, pero al ver que no se daba por aludido insistió en el cobro, y lo que recibió fue una serie de improperios que soportó “prudentemente con el ánimo de exigirle satisfacciones por medio de la autoridad”. Pero al no tener testigos de la agresión verbal, optó por desistir de la acción por injurias, y “solamente a fin de cobrarle por libramiento que para ello le dí al secretario del cavildo (Sic)”.[2]
Esta afición a las carreras de caballos también era propia de hacendados, que la practicaban en poblaciones rurales donde había poca diversión. Fue así como en Baba, capital del cacao, durante las fiestas de la Natividad de 1806 se convino en realizar varias competencias por parejas de caballos. Todo lo programado se desenvolvía de acuerdo a lo previsto, y al caer la tarde tocó el turno de correr a una yegua contra un caballo.
Dieron la partida y arrancaron los animales, pero a los pocos metros el caballo empezó a corcovear arrojando al suelo al jinete, mientras que la yegua continuó la carrera y llegó a la meta. Los que apostaron a esta celebraban el triunfo mientras que los del caballo afirmaban no haber perdido. Fue tan agrio el pleito, que el Teniente del pueblo debió intervenir para dirimir las cosas, y sentenció que la ganadora era la yegua, lo cual fue aceptado por todos. 
Sin embargo, al día siguiente uno de los perdedores llamado Juan Echeverría, protestó y se valió de su padre el capitán de milicias Juan José Echeverría, para que interviniese. Este mandó a llamar al sargento miliciano Alejandro Boniche, alias el Maltés, ganador de la apuesta. A Justo Vargas y otros para que declaren sobre lo ocurrido. Hecho esto, el capitán ordenó al Maltés la devolución del dinero, so pena de imponerle 10 pesos de multa o de vender su poncho, y si quería librarse de ello, debía repetir la carrera al día siguiente.
Pero el Maltés, que tenía bien fajados los pantalones le contestó; “que por lo que respectava a la pareja del día antes estaba desidida por el juez del pueblo, y que estaba pronto a haser segunda carrera con ciento o doscientos pesos porque la plata de la primera estaba ganada”.[3] Ante esta respuesta airada el capitán Echeverría ordenó la captura del Maltés, quien estuvo detenido por cuatro horas. El problema fue llevado a juicio por Alejandro Boniche, y  ventilado entre el 26 y 27 de diciembre. El 30 obtuvo una sentencia favorable y al hacer la tasación de las costas de la causa, que sumaban 29 pesos con 3 reales, el juez dictaminó que las debía pagar el capitán Echeverría por no haberse inhibido de conocer la causa en que estaba involucrado un hijo suyo. En documentos que comprenden los años 1816, 1835 y 1837,[4] constan múltiples problemas referidos a carreras de caballos realizadas en distancias de 200, 300 y 500 varas. 
En una de estas competencias entre dos caballos, las apuestas subieron hasta 2.000 pesos, pero uno de estos era muy chúcaro y se hacía difícil emparejarlos para la partida, y el juez decidió que el jinete se apease hasta tranquilizar al animal. Al poco rato, pensando que estaban listos, dio la partida, pero el jinete del caballo brioso, que apenas había colocado el pie en el estribo no alcanzó a montar. Naturalmente, solo uno llegó a la meta y fue considerado el ganador por los interesados, demandando el pago de las apuestas.
En los albores de nuestra República, cuando no se realizaban las carreras “de a pie y de a caballo” en las calles de la ciudad, se lo hacía en la sabana como pista improvisada: “tras la ciudad, á su parte occidental, hay una hermosa sabana: allí se halla el largo canal de Estero Salado”.[5] El tomo IV de la “Guía Histórica de Guayaquil”, incluye una recopilación de datos sobre el hipódromo de Guayaquil y su trayectoria. Se inicia con notas aparecidas en el periódico Los Andes [6] los días 7 de octubre y 8 de noviembre de 1868: “Ha continuado funcionando nuestro naciente hipódromo (…) los caballos partieron de la esquina de San Francisco, separados por una cancha”. Como se puede entender se trataba de un hipódromo ocasional, que utilizaba la calle 9 de Octubre para realizar carreras de caballos nacionales, aptos solo para distancias cortas.
En años 1885 y 1899, encontramos los primeros peninos del Hipódromo de Guayaquil, entre estos, el contrato por 30 años celebrado entre el Municipio y los promotores, para construirlo en un gran solar municipal situado al sur de la ciudad en las calles Chimborazo y Puná,[7] lo cual deja constancia del interés por desarrollar en esta ciudad lo que ya existía en otras partes del mundo. Con la anuencia municipal, la Empresa Hipódromo, también se propuso establecer una línea de carros urbanos que partía de la plaza de la Concepción (actual plaza Colón), hacia el sur por la calle Chimborazo hasta situarse frente al hipódromo. A punto de iniciar actividades, la Empresa animaba a los socios a cubrir el valor del 25% de las acciones suscritas. La convocatoria a los accionistas realizada en junio dio tan buenos resultados, que el 23 de noviembre, la Empresa hizo un nuevo llamado para acercarse al Banco Anglo-Ecuatoriano a cubrir el 25% que aun quedaba pendiente para alcanzar el capital de 64.000 sucres.[8]
Una vez inaugurado el Hipódromo en 1887,[9] la Empresa de Carros Urbanos no vaciló en adquirir acciones de la Empresa del Hipódromo, que en 1903[10] aun permanecía y se extendía en un espacio de “13 manzanas abarcando el rectángulo entre Puná (Gómez Rendón), Santa Elena (Garaycoa), Independencia (Marcos), y Chimborazo, y la manzana al oeste de Santa Elena, entre Maldonado y Concordia (Calicuchima) hasta Seis de Marzo”.[11]
La revista ”Fin de Siglo” en su edición del 15 de julio de 1899 anuncia el inicio de la temporada de carreras de caballos. Afición que crecía y los asistentes se multiplicaban en proporción a las competencias. En otras palabras el público no asistía solo a ver las carreras sino a respirar ese ambiente que surge del interés sentido por un espectáculo favorito. El 8 de julio de 1900, al abrirse la temporada el público quedó sorprendido por las importantes reparaciones realizadas en la parte alta del edificio y en la baja de la cancha, en las secciones de remate, parí-mutuel y cantina. Por entonces habían cuatro carreras de 500, 550, 600 y 750 metros, premiadas con 50, 60, 80 y 100 sucres. 
Un importante evento social y deportivo eran tales reuniones, de las que periódicos y revistas se hacían eco; destacaban la numerosa asistencia, describían el ambiente de los palcos ocupados por la clase alta, y la presencia de hermosas señoritas bellamente ataviadas. Las tribunas y las áreas populares colmadas por personas de diferentes estratos sociales, movidos por el interés de cubrir apuestas y disfrutar del evento, eran también comentadas. Al abrir la tarde se la iniciaba con carreras de bicicletas, convirtiendo al hipódromo en el primer velódromo de la ciudad, que al estar algo alejado del centro los palcos y boletos se vendían en la peluquería de José Guillamet.
Las inscripciones de las carreras de abrían regularmente con quince días de anticipación, de esa forma había suficiente tiempo para atender la demanda. Ante la inexistencia de un reglamento de carreras, con cierta frecuencia se producían roces entre el empresario del hipódromo que quería impedir el remate de las carreras y el rematista empeñado en efectuarlo. Enfrentamientos que terminaban con la intervención del Intendente de Policía, que zanjaba el problema suspendiendo tanto el remate cuanto la oferta del pari-mutuel.
Pese a que no siempre la concurrencia era masiva, había ocasionales llenos completos, siempre movidos por la necesidad de plantar hitos contra el centralismo, dedicando la venta de boletos a enfrentar carencias que los gobiernos no satisfacían: “Fueron las carreras de ayer unas de las mejores de la temporada. La concurrencia numerosa atraída por el objeto a que se destina el producto de la función, que es la obra de los anunciadores eléctricos de incendios; y por el brillante despeje[12] verificado por el Cuerpo de Bomberos, que tuvo el mismo éxito que en las fiestas patrias de Octubre”.
Con cierta frecuencia se producían desafíos entre hacendados que arrendaban la pista de carreras para realizar competencias privadas con fines benéficos. Una de estas está registrada en El Grito del Pueblo del 26 de diciembre de 1900, como una conflictiva carrera de 750 metros entre los caballos “Pujavante” y “Tortuga”, que generó un total de apuestas por la suma de 12.000 sucres, que culminó con el triunfo de “Pujavante”. Pero los jóvenes parciales de ambos caballos causaron un conflicto que tardó en resolverse, lo que motivó el despacho de “unas notas de la Intendencia tanto al Ministerio de lo Interior cuanto a la Municipalidad en las que solicitaba la expedición de un Reglamento de Carreras”.[13] Entre 1907 y 1908, en las carreras dominicales los asistentes debían incrementar con su óbolo los fondos de la Junta Patriótica de Guayaquil, y se anunció la segunda importación de caballos pura sangre, que participaron con éxito en los eventos celebrados el 9 de Octubre.[14]
En 1909, el hipódromo supuestamente estaba ubicado en terrenos donde más tarde sería el Barrio del Centenario,[15] y en 1910 Juan Bautista Ceriola, afirmaba que el Jockey Club se mantenía activo al sur de la calle El Oro entre Chile y Lorenzo de Garaycoa. Sin embargo, el Nº 2 del “Semanario Sportivo Turf”, que entró en circulación el domingo 4 de junio de 1916, en su editorial dice lo siguiente: “La calle de Puná, trayecto obligado para el tráfico de los automóviles y coches que conducen a las familias al Hipódromo, está en muy malas condiciones.”[16] Es decir, que el hipódromo se mantenía en las calles Puná y Chimborazo. El semanario, también publicaba pronósticos, el resultado de la carreras, noticias hípicas, etc. 
Los jóvenes aficionados y sustentadores de la vida activa del hipódromo, durante muchos años mantuvieron serias discrepancias y estériles actitudes que, en definitiva, perjudicaban a la actividad hípica. Sin embargo, dentro del primer semestre de 1921 las cosas dieron un giro que terminó con la pugna que paralizaba la acción: “La hípica guayaquileña, que cuenta en su seno con un entusiasta núcleo de nuestra mejor juventud, está de plácemes con la reorganización del Jockey Club, en una forma que conforta las más caras  aspiraciones”. Efectivamente, la Sociedad Anónima Jockey Club se reorganizó con un capital suscrito de 200.000 sucres y su directorio, presidido por Leonardo Sotomayor designó las autoridades hípicas.[17]
Llegado el año 1923 la empresa decidió trasladar sus instalaciones al Parque Municipal, donde posteriormente se desarrolló el Parque Forestal. “El Concejo aceptó la propuesta, comprometiéndose a dar por terminado el contrato de 1919 y celebrar uno nuevo”. Este nuevo instrumento tenía una vigencia de cinco años con un canon de arrendamiento trimestral por 689,90 sucres. En 1934 se levantó una nueva gradería de madera en reemplazo de la que se había desplomado.[18]
El Jockey Club había recibido algunos créditos del Banco Territorial, y para facilitar el manejo de la deuda, la consolidó mediante una hipoteca por la suma de 430.000 sucres. Esto fue comunicado a la Corporación Municipal para su debido registro, la cual respondió haber tomado “debida nota de los particulares que contiene su comunicación”.[19]
En 1956, desaparecieron la viejas instalaciones y la afición creó el Hipódromo Santa Cecilia, en terrenos de propiedad de la hacienda Mapasingue. El cual estuvo situado en lo que es hoy el Colegio Balandra, en la ciudadela Los Ceibos con frente a la avenida Leopoldo Carrera Calvo. Tan pronto concluyó la construcción, los promotores notaron que resultaría estrecho para alojar a la afición guayaquileña. Así ocurrió durante uno de los más notables clásicos corridos, celebrado el 24 de julio de 1966, donde participó el famoso jinete uruguayo Irineo Leguísamo, que venía precedido de gran fama. A quien en una jornada inolvidable venció el ecuatoriano Leonardo Mantilla Aponte, convirtiéndose en el jockey más cotizado por nuestra afición hípica. En 1980 fue inaugurado el Hipódromo de Buijo, donde se trasladó la emoción de las carreras de caballos, las apuestas y el esparcimiento para todos. 
Familias enteras, aficionados y propietarios de caballos vibran con cada competencia dominical en el hipódromo Miguel Salem Dibo, El Buijo. Desde las tribunas y los palcos la emoción se acelera al ritmo de los jinetes que guían a los caballos hacia la meta. Un lugar donde se halla la oportunidad de apostar y de conocer las glorias de la hípica que hoy son parte importante de las carreras”.[20]



[1] Fernández de Piedrahita fue un sacerdote e historiador colombiano. Obispo de Santa Marta (1669) y de Panamá (1676). Autor de una Historia general de las conquistas del Nuevo Reino de Granada (1688), para cuya redacción consultó en Madrid documentos y manuscritos en gran parte inéditos.
[2] AHG. EP/J. 4912.
[3] AHG. EP/J 5955.
[4] AHG. EP/J 7320, AHG. EP/J 14604 y AHG. EP/J 8099 
[5] Manuel Villavicencio, “Geografía de la República del Ecuador”, Nueva York, Imprenta de Robert Craighead, Pág., 454, 1858.
[6] El semanario Los Andes fundado en Guayaquil por el exiliado colombiano Juan Antonio Calvo, inició su circulación el 14 de marzo de 1863, el 13 de julio de 1891 fue convertido en diario y se mantuvo activo hasta 1895. José Antonio Gómez Iturralde, “Los Periódicos Guayaquileños en la Historia 1821-1997”, Tomo I, Guayaquil, AHG, 1998.
[7] Plano de la ciudad levantado en 1900 por el Ing. Luis Alberto Carbo. Archivo JEY.
[8] Cecilia Estrada Solá – Antonieta Palacios Jara, “Guía Histórica de Guayaquil” tomo 5, Guayaquil, Poligráfica, Págs. 18-19, 2008.
[9] Los terrenos municipales destinados al Hipódromo, constan en el plano de la ciudad levantado en 1887 por el Dr. Teodoro Wolf. “Desarrollo Histórico de Guayaquil”, Universidad de Guayaquil, lámina 10-22, 1987.
[10] Plano de la ciudad levantado en 1903 por el Ing. Otto von Buchwald. Ídem, lámina 12-22.
[11] Estrada Solá-Palacios Jara, Op. Cit.
[12] Juegos de agua que se realizaban en la calles, en los cuales los bomberos manifestaban sus destrezas en la lucha contra incendios.
[13] La información contenida en este párrafo y los anteriores ha sido obtenida del periódico El Grito del Pueblo publicado en Guayaquil entre el mes de mayo de 1900 y enero de 1901, que se encuentra en la hemeroteca del Archivo Histórico del Guayas.
[14] Revista Patria, del 1 de noviembre de 1907 y 1 de julio de 1908. Hemeroteca del AHG.
[15] Plano de la ciudad, levantado en 1909 por el agrimensor municipal, Francisco J. Landín. Mapoteca del AHG.
[16] “Turf Semanario Sportivo” Nº 2 del domingo 11 de junio de 1916. Hemeroteca del AHG.
[17] “El Turf”, año II, Nº 35, de junio 17 de 1921. Hemeroteca del AHG.
[18] Estrada Solá-Palacios Jara, Op. Cit.
[19] Sesión ordinaria del Concejo Cantonal celebrada el 25 de abril de 1944, Revista Municipal No. 122 y 123 del 1 de mayo de ese año.
[20] La Revista, El Universo: Domingo 18 de enero de 2009.

sábado, 22 de febrero de 2020


COLEGIO NACIONAL SAN VICENTE DEL GUAYAS

El Colegio San Vicente del Guayas tuvo por antecedente al Colegio Nacional, inaugurado el 1 de febrero de 1842 por el gobernador de la provincia Vicente Rocafuerte, en base a un decreto dictado por Juan José Flores el 26 de diciembre de 1841. Por decreto del presidente Vicente Ramón Roca promulgado el 18 de noviembre y sancionado el 4 de diciembre de 1847 fue transformado en Colegio Nacional San Vicente del Guayas, según consta en el No. 132 del 24 de diciembre del mismo año, del que correspondería al Registro Oficial actual. Nombrado así por haber sido consagrado a San Vicente Ferrer, según consta en sus estatutos correspondientes a 1890 y a propósito de la gran reforma educativa instaurada en este plantel.
Teodoro Maldonado González fue su primer rector en 1842, hasta 1863 en que Gabriel García Moreno lo entregó a la regencia de los padres de la Compañía de Jesús desde 1863 a 1875 en que García Moreno murió asesinado. En 1876 Francisco Campos Coello asumió el rectorado y el 24 de agosto de 1878 Francisco Teodoro Maldonado Cora fue elegido como rector hasta 1884, en que el Canónigo José María Santistevan asumió el cargo. En 1895, al triunfo de la Revolución Liberal, Eloy Alfaro encargó del rectorado a Francisco Campos Coello. Finalmente, Eloy Alfaro por Decreto del 10 de septiembre 1900, sancionado el 18 del mismo mes y publicado en el Registro Oficial No. 1227 del 28 de septiembre del mismo año, se le dio el nombre de su benefactor, Vicente Rocafuerte.
En 1872, con la creación de la Facultad de Derecho, la Universidad de Guayaquil empezó a funcionar en el edificio del colegio, por tal razón el Rector del Colegio Nacional de San Vicente del Guayas, Francisco Campos Coello comunica a la ciudadanía: “Que por resolución del Ilustre Consejo General de Instrucción Pública expedida en sesión de veinte y tres del pasado y  comunicado oficialmente en fecha del veinte cuatro a este rectorado, se convoca para el domingo 4 a las dos de la tarde en el salón de exámenes del Colegio Nacional a todos los doctores residentes en la ciudad con el objeto de elegir al rector y vicerrector de la Universidad del Guayas.” Estas dignidades recayeron en Francisco Javier Aguirre Abad y Dr. Federico Mateus el 4 de esos mes y año.[1]
Igualmente, en 1877 la Facultad de Medicina empezó a funcionar el este plantel. “En la tarde de ayer tuvieron lugar en el colegio de San Vicente los certámenes de medicina correspondiente al presente año escolar. Informes de personas muy competentes nos dicen que los examinados se desempeñaron con el mayor lucimiento hasta el punto de merecer entusiastas aplausos de los concurrentes. Felicitamos a los estudiantes de medicina por los lauros que acaban de conquistar, correspondiendo así al noble afán de sus profesores. Igualmente presentaron sus exámenes los señores Fernando Gómez y Francisco Maldonado sobre ciencia constitucional y ciencia administrativa quedando plenamente aprobado”.[2]
En 1847, por resolución de la Junta de Notables presidida por el gobernador del Guayas, general Antonio Elizalde, a un concurso de ofertas para construcción el primer edificio destinado al San Vicente del Guayas. Dos fueron las ofertas calificadas: la del maestro José Plaza Araujo y la del maestro mayor Juan María Martínez Coello. Asignada a este último con un presupuesto de 32.500 pesos, la obra se inició en junio de 1849.[3] En agosto de 1863, los certámenes públicos de los alumnos del Colegio Nacional de San Vicente se llevaron a cabo de la siguiente manera: gramática latina, gramática castellana y geografía. El 16 Francés y teneduría de libros, y el 23 matemáticas, el 30, último del año escolar, tuvo lugar la solemne distribución de premios iniciada con un acto literario y otro de acción de gracias.[4]
Como era lo procedente entonces, los cursos del San Vicente, al igual que los de las facultades de Derecho y Medicina, se iniciaban anualmente los días 15 de octubre. Consecuentemente, los estudiantes de la secundaria y superior, debían concurrir en los días hábiles de la segunda quincena de mes de septiembre anterior para inscribirse y obtener las matrículas. Según el artículo 41 de la ley de Instrucción Pública vigente, nadie podía ser admitido sin previo examen en las materias de enseñanza primaria que constaban en el artículo 26 de la Ley señalada.
Igualmente, los alumnos cuyos padres estaban interesados en la admisión de sus hijos en el internado, en las fechas señaladas debían pagar 15 pesos mensuales en trimestres anticipados. Asimismo, aquellos que deseaban adquirir los enseres necesarios para el uso del internado.
“En Guayaquil a 28 de octubre de 1878 reunidos en el Colegio Nacional de San Vicente del Guayas los señores Dr. Francisco Aguirre Jado, Rector de la Corporación Universitaria, Dr. Federico Mateus, vicerrector de la misma y rector del Colegio Seminario de San Ignacio, Sr. Teodoro Maldonado, rector del Colegio San Vicente y profesor de matemáticas, Sr. Leonidas del Campo inspector repetidor y profesor de historia y geografía, Dr. Napoleón Aguirre y Dr. Juan Emilio Roca profesores de la Facultad de Jurisprudencia, Dr. Alejo Lascano, Dr. José Julián Coronel, Dr. Pedro José Boloña, Dr. Manuel Pacheco, Dr. Francisco J. Martínez, Dr. Francisco Campos Coello y Dr. Gumersindo Yépez, profesores de ciencias filosóficas, Dres. Manuel J. Vallejo y José Julián Navarro profesores de la Facultad de Ética y Humanidades, Dr. José Francisco Alvarado, pro vicario capitular y rector del Colegio Seminario y José Mateus secretario interno, se procedió por orden del señor rector a dar lectura al Art. 56 de la ley de Instrucción Pública vigente, que establece la de 18 de octubre 1867 sobre juntas universitarias del Guayas y Azuay, y traída a la vista la mencionada ley se leyó el Art. 1 que establece dichas juntas. En su consecuencia se declaró por el señor rector instalada lo corporación universitaria del Guayas conforme la organiza la citada ley. Con la cual se concluyó la presente acta que firman los señores concurrentes con el secretario que suscribe. Siguen las firmas en copia. José M. Mateus. Secretario Interno.”[5]
Una vez posesionado como rector, en su segundo periodo el doctor Teodoro Maldonado no perdió tiempo en dar algunos pasos administrativos. El 24 de octubre de 1878 comunicó al gobernador haber hecho arreglos en el edificio, tendentes a ofrecer comodidad y limpieza a los treinta y tres alumnos matriculados como internos. Entre los cuales figuraban “nueve agraciados por el gobierno con becas costeadas por la nación y que la disciplina y el orden imperan en el establecimiento bajo todo concepto sin restricciones ni medidas represivas que hagan enojosa la condición de escolar interno”.[6] También presenta el presupuesto sueldo de profesores del Colegio, incluyendo el suyo como rector, el de los catedráticos de Jurisprudencia, Medicina y la servidumbre del establecimiento, que arrojaba un total de $873.
Esta es la raíz del centenario Vicente Rocafuerte, cuyo edificio original construido en 1847 por Juan María Martínez Coello, quien aportó 10.000 pesos, al igual que Vicente Rocafuerte y J. J. De Olmedo 10.000 pesos cada uno se incendió en 1902, conocido como el incendio del Carmen, uno de los tantos graves flagelos sufridos por Guayaquil y una segunda vez en agosto de 1918. En ambas oportunidades debió instalarse en el local perteneciente a la Sociedad de Artesanos Amantes del Progreso. 
El edificio fue reconstruido “En la manzana comprendidas por las calles Chile, Clemente Ballén, Pedro Carbo y Aguirre; se construyó a principios de la segunda década del siglo XX, ocupando inclusive los terrenos donde estuvieron el convento y la antigua iglesia de San José “un vasto edificio” de madera, de dos plantas, con galerías exteriores y columnatas rematadas en una sucesión de arcos, de formas clásicas y un frontón triangular remarcando el ingreso” (Lee, Compte y Peralta. Patrimonio Arquitectónico y Urbano de Guayaquil, p. 35, 1989).
Esta es la semilla del centenario Colegio Nacional Vicente Rocafuerte. No sólo en su nombre, sino en su vida institucional está contenida la historia de un importante constructor de la nacionalidad ecuatoriana. Nació en el marco de la guayaquileñidad ilustrada, que desgraciadamente hoy se ha perdido. Fue tal su importancia que en sus instalaciones comenzó a funcionar las primeras clases de la Universidad de Guayaquil. Toda esa historia hoy está perdida, esperando que las nuevas generaciones la recuperen y la proyecten.


[1] En el periódico El Comercio de Guayaquil, en el Nº 341 del 2 de agosto de 1878,
[2] Aviso publicado por El Comercio de Guayaquil, No. 342, el 6 de julio de 1878.        

[3] José Antonio Gómez, Las Calles de mi Ciudad, tomo II, Guayaquil, Edit. Luz, Págs. 129 a 132, 1997.
[4] Semanario “Unión Americana” Año 4, No. 738, 8 de agosto de 1863.
[5] El Comercio de Guayaquil, Nº 366 del 29 de octubre de 1878.

[6] El Comercio de Guayaquil, Nº 366 del 29 de octubre de 1878.

miércoles, 12 de febrero de 2020


Las fortificaciones en el siglo XVIII 

 Al iniciarse el siglo XVIII, el imperio ultramarino español llegaba a su ocaso. Inglaterra, inundaba de contrabando las colonias americanas, pues la había desplazado del mar y despojado de todas sus rutas comerciales. Por otra parte, con la muerte sin sucesión del rey Carlos II, la corona de España se encontraba vacante. Esta oportunidad convocó a varias cortes europeas, entre ellas la de Francia, que se sentían con facultades para reclamar el derecho a ocupar el trono español, y con ello nació un largo conflicto del cual saldría muy mal librada. 
Mas, el poderoso Luis XIV, impuso a su nieto como rey de España con el nombre de Felipe V. Con este motivo, Austria formó contra Francia la Gran Liga de la Haya, compuesta por Inglaterra, Holanda, Portugal, el ducado de Saboya y el elector de Brandemburgo. Con lo cual se desató la llamada Guerra de Sucesión española, que duró doce años (1701-1713). 
Culminada en un desastre, mediante el tratado de Ultrecht (1713) Felipe V fue reconocido como rey de España e Indias, pero el reino perdió Gibraltar y Menorca y por el tratado de Rastadt (1714) fue despojado de los Países Bajos españoles.
Por cierto que, en tales circunstancias, la situación en las colonias era absolutamente crítica y ni hablar de las defensas de Guayaquil, cuyos recursos continuaban siendo insuficientes y su situación tan lamentable como siempre. En busca de cubrir esta falta, el virrey de Lima, marqués de Castell-dos-rius, recibió entusiasmado la demanda del Cabildo guayaquileño por dotar a la ciudad de una fortaleza para su defensa, pero, al poco tiempo de aprobar la idea, murió. La vacante limeña, fue llenada interinamente por dos obispos, religiosos que, como supuestamente hombres de paz, no se les movió un solo cabello ni sufrieron de insomnio por los problemas que agobiaban a nuestra ciudad.  
El 2 de mayo de 1709, Guayaquil debió afrontar un nuevo asalto, pero su defensa apenas constaba de trincheras de tierra sin ningún parapeto adicional. El corsario inglés Woodes Rogers, al mando de siete veleros artillados con 44 y 74 cañones cada uno, que habían sido armados en Londres por comerciantes de esa localidad, atacó la plaza. 
El gobernador Jerónimo Boza y Solís, fue avisado por el virrey de Lima de su presencia, pero al carecer la ciudad de medios para su defensa, no opuso resistencia (también se dice que Boza era algo cobarde). Rogers desembarcó y a cambio de no incendiarla, asolarla y tomar más rehenes de los que ya tenía, exigió un rescate de 32.000 piezas de ocho. 
Mientras esperaba que los vecinos reuniesen tal suma, aprovechó el tiempo para explorar la cuenca baja del Guayas y haciendas aledañas, 
“en una de ellas en particular había una docena de bellas y gentiles jóvenes mujeres bien vestidas, donde nuestros hombres consiguieron varias cadenas de oro y aretes (…) algunas de sus cadenas de oro más grandes estaban ocultas en varias partes de sus cuerpos, piernas y muslos”.
En el ínterin le fue posible a Rogers recabar información suficiente para escribir un libro, en el cual consta una de las más coloridas y completas informaciones sobre la ciudad y costumbres de la época. 
En 1712, el corregidor Pablo Sáez Durón, propuso al rey la construcción de un castillo. Mas, considerando excesivo el presupuesto de 30.000 pesos, este lo negó. En 1719, al pasar por Guayaquil con destino a Santafé, el primer virrey del Nuevo Reino de Granada, pudo constatar la precariedad de sus instalaciones defensivas. 
Aprobó un proyecto presentado sobre el fuerte (de la Concepción)  y  a  fin  de  financiarlo,  autorizó  el  cobro de medio  real  por  carga  de  cacao  de  81  libras  que saliese por el puerto.  Por  citas documentadas, podemos ver que el estado de las instalaciones militares era verdaderamente desastroso: 
“la artillería está desmontada porque las cureñas están inservibles (…) faltando artillería no se puede hacer batería formal con solo pocas armas de arcabuces y escopetas”.
El virrey José de Armendáriz, encomendó al corregidor Juan Miguel de Vera que construyese dos baterías fuera de la ciudad, una en Punta Gorda y otra en Sono (río arriba de Puná). En 1726, además de las dos mencionadas, se construía el fuerte de La Limpia Concepción. Y en el Cabildo del 9 de noviembre de ese año, se conoció una carta del virrey, fechada a 3 de octubre, en que al respecto dispone que “se continúe con toda eficacia la reedificación del Baluarte que actualmente se está fabricando”.
En la década de 1740, según el informe al rey, presentado por el procurador general, Juan de Robles Alonso, parece haberse construido en diferentes lugares de la orilla del río 
“varios baluartes, estacadas y fosos, sin omitir trabajo que se consideraba necesario, que a porfía los vecinos concurrieron con su persona y caudales, con tanta aplicación y esfuerzo, que manifestaron su ardiente celo al servicio de Dios, del Rey y de la Patria”. 
Entre 1741 y 1742, el pirata Anzón merodeaba nuestras costas, y la ciudad contaba con los baluartes La Limpia Concepción y San Felipe, el primero en el centro de la urbe y el segundo en el astillero. En aquella ocasión, el Cabildo, ante la falta de dinero para armar la defensa, tomó 30.000 pesos que estaban bajo su custodia, pertenecientes al consulado de Lima que debían remitirse a Panamá (las cosas no son del dueño sino de quien las necesita).
Un inventario hecho el 23 de diciembre de 1748 por Juan Pío Montúfar y Frasso, gobernador y capitán general de las provincias de Quito, descubre que del fuerte de San Felipe apenas quedaban unos pocos rastros. Las lluvias y riadas habían destruido las trincheras y los parapetos de madera. No quedaban sino fragmentos de la casa destinada a los hombres de la marina. No digamos los cañones que se hallan faltos de cureñas, otros sin pernos, y sin muñoneras. La pobreza del parque y armamento liviano conque los vecinos debían enfrentar al enemigo era impresionante, “viniendo así a quedar indefensa del todo una plaza tan importante”. Igual suerte había corrido La Concepción, también situado a la orilla del río y el único en pie era La Planchada, que ya había sido reedificado con cal y piedra. 
A partir de entonces, hasta 1762, en que se entabló la guerra entre España e Inglaterra, la ciudad vivió en relativa calma. Pero ante el conflicto, renació la intranquilidad, y el intento, unas veces con éxito y otras sin él, de construir o rehabilitar las defensas fue constante. 
Con la nueva amenaza de piratas, la falta de armamentos y pertrechos se hizo ostensible (apenas había 8 cañones de bronce de un calibre mayor y 7 del mismo metal para disparar la metralla). Por lo cual, el Cabildo solicitó a Quito fondos para atender las necesidades de defensa de la ciudad. Y la respuesta fue: 
“el requerimiento fecho en su virtud por el expresado Cabildo, ofrecerse, prontos y aparejados, a contribuir de los Reales Haberes que administran, aquel dinero que fuere preciso impender cuando llegue la ocasión y la necesidad lo exija, que será en caso que se tenga por evidencia alguna invasión de enemigos por noticias suficientes, habida consideración de su fundamento y certeza, número de gente y bajeles, y el intento que puedan tener”.
En otras palabras, allá en la seguridad de las alturas, pensaban que era necesario que el enemigo estuviese frente a Guayaquil, conocer el número de hombres que contaban y cuáles eran las intenciones para considerar la solicitud de elementos para su defensa. 
Según la Real Providencia del 13 de octubre de 1763 el rey autorizó gastar 50.000 pesos en la recién creada Gobernación Militar de Guayaquil. El 11 de octubre de ese año el teniente coronel Juan Antonio Zelaya se posesionó ante el Cabildo como su primer gobernador colonial.
En 1770, llegó a la ciudad el ingeniero Francisco de Requena, que fue el planificador de la mayor parte de las transformaciones del Guayaquil de la época. Levantó planos de la ciudad y sus ríos, y en su diseño del “Río de Guayaquil” proyectó 3 baterías en la ciudad y lo que él llama “Punta de Piedra y Fuerte”. Además de otras medidas muy puntuales, levantó los canales del río, hizo un plano de Puná y diseñó la construcción del malecón de Guayaquil. 
Por empeño del gobernador Pizarro, en 1779 se inició la edificación del fuerte San Carlos, levantado en la boca del estero de su nombre (Av. Olmedo). Y en el plano elaborado durante su mandato, aparecen la batería de La Planchada, la del Muelle (malecón entre 10 de Agosto y Sucre), la del Resinto (sic) al norte del estero de la avenida Olmedo y la fortaleza de Santiago situada a orilla del mismo estero, pero a la altura de la actual calle Boyacá.
El capitán Miguel de Olmedo (padre de nuestro gran prócer), dirigió la construcción de un fuerte ordenada por el gobernador Pizarro, e invirtió 7.000 pesos de su peculio. Igual que los anteriores, constaba de trincheras y muros de tierra estacados con madera. 
Esta importante posición, utilizada como arsenal, contenía 36 cañones de bronce, 15 de hierro (seis en mal estado) y 4.550 balas de hierro. Pero, fue tan mal construido que un fuerte temblor le causó serios daños. En los mapas levantados por la expedición “Malaspina” (1789-1791) figura que Punta de Piedra es un fuerte bien estructurado para la defensa de Guayaquil. En 1790, el gobernador José de Aguirre Irisarri, hizo un estudio en que consta los “Estados de la Fortificación y Sala de Armas de Guayaquil”, en el cual detalla el número de fusiles, pistolas, espadas, sables, lanzas, cartucheras, piedras y balas, cañones y sus pertrechos, y todo lo que se hallaba en los almacenes militares.  

Las fortificaciones del siglo XIX           
principios del siglo XIX, al sur de la ciudad, se había levantado la batería de Las Cruces (calle General Gómez instalaciones de la Empresa Eléctrica), pero el punto defensivo más importante para la protección de la ciudad era el de Punta de Piedra. 
El 5 de marzo de 1803, el teniente coronel Bartolomé Cucalón y Villamayor (1803-1809) asumió la gobernación de Guayaquil y uno de sus primeros actos de gobierno fue acordar con el virrey la venida desde Lima del capitán 2º Juan Subirat, quien fue autorizado a quedarse como  oficial de artillería  para cuidar de las baterías y sala de armas. 
El fuerte de San Luis situado en Puná fue demolido por orden del gobernador en 1804. Y el comandante de ingeniería, Luis Rico, le extendió un informe en el cual le daba cuenta del mal estado del fuerte de San Carlos y Punta de Piedra, la única que se hallaba en regular estado era la batería de La Planchada.
En 1805, ante la presencia de filibusteros ingleses, el gobernador ordenó cerrar el puerto para embarcaciones que comerciaban con Europa, 
“para evitar cualquier sorpresa que quieran hacer muchas Fragatas Inglesas que andan por estos mares, (y se) ha dispuesto se monte toda la Artillería del Castillo de San Luis, componiéndose sus explanadas, como también la del Fuerte de San Carlos y que igualmente se carenen y póngase en estado las dos Lanchas Cañoneras… las otras cuatro Lanchas Cañoneras… de que hablé a V.E., son muy convenientes para destinarlas a las bocas del estero Salado, en la de Naranjal y en el puerto de Puná” (Estrada). 
Los cañones de la fragata Leocadia, estaban montados en Punta de Piedra y en la ciudad.
Evidentemente, el fuerte de Punta de Piedra era el mejor artillado, sin embargo, la única acción bélica que en su existencia tuvo fue cuando el almirante Brown, enviado como filibustero por el Gobierno argentino de Pueyrredón, para que pueda financiar sus incursiones libertarias en la costa americana del Pacífico, decidió atacar Guayaquil (1816). 
Subiendo río arriba llegó al fuerte de Punta de Piedra, y lo atacó, cuyo resultado para los catorce hombres que lo guarnecían fue desastroso. Según sus memorias dice que “Después de la medianoche, fue tomado el primer fuerte, llamado Punta de Piedras que montaba 12 cañones largos de 17, y 20 de 4 libras”.
Para el asalto de Brown la ciudad tenía tres puntos fortificados a la orilla del río: La batería de la Limpia Concepción, la de Las Cruces y otra en La Tejería y el gobernador militar era el brigadier Juan Manuel de Mendiburu.
Al retiro de Mendiburu fue posesionado el brigadier José Pascual Vivero y Salavarría quien fue depuesto la noche del 8 de octubre de 1820. Andrés Baleato, en su descripción de Guayaquil se refiere al estado de los puntos artillados que había en la ciudad al momento de alcanzar su independencia: 
“hay  en  la  margen  del  O.  del  río  la  batería  de  Punta  de  Piedras,  la  de  las Cruces  que  se  halla  en  la  hacienda  de Ugarte  a  media  legua  al  S.  de  la  ciudad;  la  de  San Carlos  en  la  parte  S.  del  Astillero;  y  la  batería  o  Castillo de Ciudad  Vieja  (La  Planchada)  el  pie  del  Cerrillo  de  Santa Ana  y extremo  del  N.  de  la  población”.
Gabriel Lafond de Lurcy, joven topógrafo francés que prestó servicios a la Independencia y autor de Viajes alrededor del Mundo y Naufragios Célebres, París (1843), fue contratado para construir el primer puente con fines militares “para defender la ciudad por sus espaldas, fortificando el paso que accedía al Estero Salado”.
Bolívar forzó militarmente la anexión de Guayaquil a Colombia (13 de julio de 1822), a partir de tal fecha fue convertida en centro de reclutamiento y aprovisionamiento de vituallas para sostener la logística de la guerra de independencia del Perú. Casi al finalizar la época Colombiana la capacidad defensiva de Guayaquil era nula, por lo cual se pensó en posicionar al bergantín Chimborazo frente a la batería de Las Cruces con el ánimo de reforzar su defensa. 
En 1851, cuando el general Flores amenazaba tomar Guayaquil con naves adquiridas y armadas en el Perú, el presidente General Francisco Urbina (1851-1856), inició la reconstrucción del fuerte de San Carlos y tras sus muros se montaron dos cañones. Destinó una importante suma para contratar un ingeniero militar y los correspondientes gastos de oficina para levantar un plano de las distintas fortificaciones de la ciudad. 
Cuatro años más tarde, continuaba la reconstrucción tanto del baluarte de La Planchada, como del fuerte de San Carlos. Instalaciones  militares  que  aparecen  en el plano de la ciudad levantado por Villavicencio; además, el conocido como La Trinchera situado en el malecón frente al  callejón Gutiérrez.
El embajador de los Estados Unidos en nuestro país, Friederick Hassaurek, llegó a Guayaquil el 21 de junio de 1861, cuando  se iniciaba la consolidación de la dictadura de Gabriel García Moreno. 
En el capítulo 1 de su obra “Cuatro años entre los ecuatorianos” (Quito 1994), se refiere a las fortificaciones de la ciudad: 
“La colina, a los pies de la cual se extiende la Ciudad Vieja, está fortificada por baterías resguardando el río en lo alto y en lo bajo. Baterías de arena también están salpicadas a lo largo del Malecón. Dichas fortalezas fueron levantadas en 1861 y 1862 cuando la guerra con el Perú parecía inevitable. (El por qué se levantó las fortalezas dentro de la ciudad como para meter el fuego del enemigo en una ciudad como Guayaquil hecha de construcciones de madera, en vez de planear una defensa desde fuera, es uno de los misterios de la logística que los civiles no pueden comprender). En la ciudad hay tres cuarteles. Los soldados, especialmente venidos de tierra adentro, vienen por lo general acompañados de sus esposas, a quienes se les permite vivir junto a ellos. Esta indulgencia que contradice las leyes militares previene, según se cree, de posibles deserciones, aumenta su confort y puede ser considerada como un mejoramiento de la moralidad de los cuarteles. Los soldados constituyen una multitud variada, con o sin zapatos y de todas las razas. Los altos oficiales son generalmente los hombres blancos; pero en la tropa no se alista ningún soldado blanco, los indios están exentos del servicio militar debido a su cobardía y docilidad”.
En 1864, por un conflicto de intereses con el Perú, España tomó posesión del territorio peruano de las islas Chinchas. El Gobierno de Chile se solidarizó, e hizo causa suya la del Gobierno peruano. El doctor García Moreno, ofendido porque este gobierno había apoyado la expedición militar del general Urbina, salida de ese país para derrocarlo, no se sumó al pacto de ambos países. 
Sin embargo, posteriormente, el Ecuador, como todos los países hispanoamericanos, se solidarizó ante una posible agresión de la flota española al Perú. Y ante un eventual ataque a Guayaquil 
“se procedió a levantar fortificaciones en Santa Elena, Sono y Segal, así como en la entrada del Puerto de Guayaquil. Punta Gorda y Santay. Se instalaron baterías de cañones en La Planchada, Las Cruces y Saraguro”(Historia Marítima del Ecuador, tomo IX, segunda parte). 
En un plano de la ciudad publicado el 18 de noviembre de 1896 por periódico El Grito del Pueblo, donde consta la magnitud del daño causado por el Incendio Grande, el único baluarte que consta en él, como próximo a la ciudad, es el de Las Cruces. 
De esta manera podemos ver que en el siglo XIX las instalaciones militares destinadas a la defensa de Guayaquil, situadas río arriba desde Puná, en realidad no solo no intervinieron en acción alguna, sino que en su mayor parte estaban desmanteladas y desarmadas. 

viernes, 7 de febrero de 2020


La defensa de Guayaquil: siglos XVI y XVII

El descubrimiento del Nuevo  Mundo y el asedio permanente de Inglaterra para despojar a España de sus rutas comerciales, la obligó a desarrollar un cambio sustancial en sus estrategias. Ya no solo debía controlar las vertientes mediterránea y atlántica, sino el frente marítimo de Europa, África y América. Murallas, baluartes y fuertes fueron levantados en las costas para defenderse del gran número de enemigos, constituidos en su mayoría por piratas y corsarios ingleses, franceses y holandeses. Los cuales ávidos por apoderarse de los tesoros asaltaban los galeones españoles en su ruta a la Península. 
Estas construcciones militares, realmente servían de poco para la defensa de miles de kilómetros de costas e islas. 
“la Mar del Sur, que es de 1200 leguas de costa, toda ella fondable, con puertos y surgideros, que si todo se huviere (Sic) de fortificar faltarían medios para otras necesidades más urgentes”. 
Sin embargo, de alguna forma cumplieron su cometido. En el virreinato del Perú, habían tres: El Callao, Trujillo y Guayaquil.
Desde la llegada a estas tierras del pacificador La Gasca (1546) recibió las sugerencias sobre la fortificación de Puná. Esta preocupación nacía porque sobre el lado del Caribe la lucha contra los piratas empezaba a cobrar importancia. 
Los primeros en asomar por las costas sudamericanas del Pacífico fueron los ingleses Drake (1583), que hizo pegar un susto terrible al vecindario y dos años después Cavendish (1585), que los obligó a pedir recursos para fortificarse. 
Los primeros corsarios en amagar seriamente a la ciudad en 1615 fueron los holandeses guiados por Joris Van Spielbergen. Entraron a la cala de Puná, pero temieron remontar las 80 millas de un río desconocido, de lo contrario, habrían hecho de las suyas por cuanto la ciudad estaba desguarnecida. 
El segundo, en 1624, fue el holandés Jacobo L’Heremite, el cual desde Puná, donde había fondeado su flota, envió una excursión de cuatrocientos hombres bien armados, que encontraron la ciudad totalmente desprovista de fortificaciones. Sin embargo, fueron derrotados y el propio L’Heremite perdió la vida. 
En venganza, asaltaron Guayaquil por segunda vez y pese a un nuevo fracaso, la dejaron destruida. 
“la gran ruina que esta ciudad tuvo con la entrada del enemigo holandés a seis de junio de seiscientos y veinte y cuatro, pues quedó toda ella arrasada y asolada y los navíos que tenían algunos de los vecinos quemados, con que ha quedado en total ruina toda la ciudad y vecinos de ella, pues hecha numeración de lo que se perdió vino a montar más de un millón y doscientos mil pesos, a común estimación” (Julio Estrada, Guía Histórica de Guayaquil).
En 1627, Francisco Pérez de Navarrete decía en una carta: “estando fortificando como estoy esta plaza para defenderla de todo género de enemigos”. Al año siguiente se proponía fortificar la Punta de Santa Elena, pero José de Castro influenciaba para que sus habitantes obstaculicen la construcción de un fuerte. En 1639, el conde de Chichón, virrey del Perú, considerando que: 
“se haga más caso de su guarda que la que hoy se hace, pues aunque es así que la gente de este puerto es muy valerosa es tan poco el número el que tiene que no será bastante a resistir la invasión que se puede hacer con él”.
Envió al capitán Miguel de Sessé, para que revise las construcciones defensivas, que no tenían carácter permanente, y le informase. Luego de lo cual Lima suministró artillería, armas cortas y municiones.
En vista de la debilidad de las defensas de Guayaquil, el Cabildo, a petición del procurador general Pedro de Carranza, el 2 de mayo de 1643, propuso al vecindario solicitar al virrey el envío de “seis piezas de artillería a esta ciudad para su defensa por cuenta de Su Majestad”. Y empezaron los primeros trabajos consistentes en trincheras, muros de tierra y estacadas de madera incorruptible. Pero el armamento siempre insuficiente para equipar a las milicias de voluntarios, motivó una permanente lucha contra el centralismo ejercido por Quito y Lima. 
En 1651 se levantó el baluarte de La Planchada, conformado con muros de tierra, y provisto de un estacado en las trincheras. Y con el fin de proporcionar movilidad a los defensores, se construyó la calle que desde la orilla del río culminaba en la plaza de Santo Domingo. 
En 1670, el virrey de Lima, envió a Guayaquil 6 piezas de artillería con pertrechos y municiones (solicitadas en 1643). Y al año siguiente, con el pirata Henry Morgan merodeando las costas del virreinato, se fundieron dos pedreros y tomaron medidas de defensa. 
Cuando en mayo de 1680, la presencia de los ingleses Coxon y Hawkins, era una amenaza para las ciudades costeras, el Maestre de Campo Cristóbal Ramírez de Arellano, construyó de su peculio en Guayaquil un fuerte y 2.000 varas de trincheras. 
En 1682, el ingeniero mayor Luis Venegas Osorio hizo un proyecto para defenderla mediante un sistema de murallas y baluartes. Pero, a lo largo de más de cien años, solo se levantaron cuatro con sus correspondientes cortinas. Los más importantes: La Planchada (el 24 de febrero de ese año, el vecindario contribuyó con cuatro mil pesos para la reconstrucción en cal y canto). San Felipe, La Concepción, y en 1779, el de San Carlos. Para facilitar la defensa de la ciudad y provincia, el rey resolvió elevarla a la categoría de Gobernación Militar. 
En la descripción que hace el pirata francés Guillaume Dampier, que intentó asaltar la ciudad en 1684, pero se extravió en los manglares de El Salado, dice: “la ciudad tiene un fuerte en un lugar bajo y otro en una altura”. Se refiere a La Planchada, que aun sobrevive, y a San Carlos situado en la cumbre del cerro Santa Ana, que eran los únicos puntos defensivos. 
Mucho tiempo atrás, el Cabildo había pedido ayuda a Quito para aumentar las milicias y mejorar sus defensas. Pero fue inútil, el 20 de abril de 1687, piratas ingleses y franceses la tomaron por sorpresa y la asolaron. 
“Escondidos en Puná determinaron el plan de asalto: el Capitán Picard debía atacar el puerto principal con 50 hombres; el Capitán George Hewit asaltaría el fuerte pequeño con otros 50 hombres; Croignet con el cuerpo principal debía acometer la ciudad”.
El Corregidor de Guayaquil, general Fernando Ponce de León, apenas contaba con 300 hombres, entre vecinos y soldados con arcabuces y mosquetes; de los cuales murieron 70. En ese tiempo, solo existían tres remedos de fuertes: San Carlos, ubicado en la cima del cerro Santa Ana, el de Santo Domingo, por el estero de Villamar con dos cañones y el intermedio de La Planchada. 
“La falta de auxilios de Quito en el incidente de 1687, fue considerada por la ciudadanía guayaquileña no solo como manifiesta negligencia, sino un acto deliberado de deslealtad” (Laurence Clayton, Los Astilleros de Guayaquil).
El 24 de marzo del año siguiente se delibera en Cabildo abierto sobre la continua amenaza que pesaba sobre el puerto “no habiendo, como no hay, Fortificación formal y defendible en esta ciudad”.
Este es el momento en que los vecinos resuelven trasladar la ciudad a un punto que ofrezca mejores posibilidades para evitar ser sorprendidos por atacantes. 
El lugar elegido fue el llamado Puerto Cazones, ubicado entre las actuales calles Elizalde y Diez de Agosto. En 1693, se concretó el cambio de lugar, pero como no todos los vecinos estuvieron de acuerdo, quedó dividida en Ciudad Vieja y Ciudad Nueva.
Tan pronto Ciudad Nueva se inició, con el objeto de contener a los invasores que la amagasen por esos rumbos, se decidió construir en sus extremos norte y sur dos trincheras con sus correspondientes fosos paralelos. El foso sur, a la altura de la actual calle Mejía, y el norte por Elizalde. 
A quienes se quedaron en Ciudad Vieja, los dejaron indefensos, al punto que el fuerte de San Carlos desapareció por falta de mantenimiento. Al finalizar el siglo XVII, Ciudad Nueva se encontraba totalmente rodeada por trincheras. Lo que hacía falta era el dinero para perfeccionar y completar los trabajos de la conformación de los fosos, sin embargo, el Cabildo estaba esperanzado en “que se podrá conseguir con una moderada aplicación de los vecinos, por ser tierra llana y blanda sin piedras ni cascajo alguno”. 
La lucha desplegada por los guayaquileños en defensa de la ciudad, pese a la lenidad e indolencia del centralismo limeño y quiteño, es ejemplarizadora. Es la voz del pasado que nos recuerda la necesidad de, en el presente, levantar nuestros baluartes para la lucha contra el centralismo, a favor de una autonomía solidaria con las provincias menos desarrolladas. 
Apoyarlas en su crecimiento, modernización, progreso, hasta alcanzar la reducción de la pobreza de los ecuatorianos. Todo esto con la mirada hacia una patria única e integrada.