viernes, 7 de febrero de 2020


La defensa de Guayaquil: siglos XVI y XVII

El descubrimiento del Nuevo  Mundo y el asedio permanente de Inglaterra para despojar a España de sus rutas comerciales, la obligó a desarrollar un cambio sustancial en sus estrategias. Ya no solo debía controlar las vertientes mediterránea y atlántica, sino el frente marítimo de Europa, África y América. Murallas, baluartes y fuertes fueron levantados en las costas para defenderse del gran número de enemigos, constituidos en su mayoría por piratas y corsarios ingleses, franceses y holandeses. Los cuales ávidos por apoderarse de los tesoros asaltaban los galeones españoles en su ruta a la Península. 
Estas construcciones militares, realmente servían de poco para la defensa de miles de kilómetros de costas e islas. 
“la Mar del Sur, que es de 1200 leguas de costa, toda ella fondable, con puertos y surgideros, que si todo se huviere (Sic) de fortificar faltarían medios para otras necesidades más urgentes”. 
Sin embargo, de alguna forma cumplieron su cometido. En el virreinato del Perú, habían tres: El Callao, Trujillo y Guayaquil.
Desde la llegada a estas tierras del pacificador La Gasca (1546) recibió las sugerencias sobre la fortificación de Puná. Esta preocupación nacía porque sobre el lado del Caribe la lucha contra los piratas empezaba a cobrar importancia. 
Los primeros en asomar por las costas sudamericanas del Pacífico fueron los ingleses Drake (1583), que hizo pegar un susto terrible al vecindario y dos años después Cavendish (1585), que los obligó a pedir recursos para fortificarse. 
Los primeros corsarios en amagar seriamente a la ciudad en 1615 fueron los holandeses guiados por Joris Van Spielbergen. Entraron a la cala de Puná, pero temieron remontar las 80 millas de un río desconocido, de lo contrario, habrían hecho de las suyas por cuanto la ciudad estaba desguarnecida. 
El segundo, en 1624, fue el holandés Jacobo L’Heremite, el cual desde Puná, donde había fondeado su flota, envió una excursión de cuatrocientos hombres bien armados, que encontraron la ciudad totalmente desprovista de fortificaciones. Sin embargo, fueron derrotados y el propio L’Heremite perdió la vida. 
En venganza, asaltaron Guayaquil por segunda vez y pese a un nuevo fracaso, la dejaron destruida. 
“la gran ruina que esta ciudad tuvo con la entrada del enemigo holandés a seis de junio de seiscientos y veinte y cuatro, pues quedó toda ella arrasada y asolada y los navíos que tenían algunos de los vecinos quemados, con que ha quedado en total ruina toda la ciudad y vecinos de ella, pues hecha numeración de lo que se perdió vino a montar más de un millón y doscientos mil pesos, a común estimación” (Julio Estrada, Guía Histórica de Guayaquil).
En 1627, Francisco Pérez de Navarrete decía en una carta: “estando fortificando como estoy esta plaza para defenderla de todo género de enemigos”. Al año siguiente se proponía fortificar la Punta de Santa Elena, pero José de Castro influenciaba para que sus habitantes obstaculicen la construcción de un fuerte. En 1639, el conde de Chichón, virrey del Perú, considerando que: 
“se haga más caso de su guarda que la que hoy se hace, pues aunque es así que la gente de este puerto es muy valerosa es tan poco el número el que tiene que no será bastante a resistir la invasión que se puede hacer con él”.
Envió al capitán Miguel de Sessé, para que revise las construcciones defensivas, que no tenían carácter permanente, y le informase. Luego de lo cual Lima suministró artillería, armas cortas y municiones.
En vista de la debilidad de las defensas de Guayaquil, el Cabildo, a petición del procurador general Pedro de Carranza, el 2 de mayo de 1643, propuso al vecindario solicitar al virrey el envío de “seis piezas de artillería a esta ciudad para su defensa por cuenta de Su Majestad”. Y empezaron los primeros trabajos consistentes en trincheras, muros de tierra y estacadas de madera incorruptible. Pero el armamento siempre insuficiente para equipar a las milicias de voluntarios, motivó una permanente lucha contra el centralismo ejercido por Quito y Lima. 
En 1651 se levantó el baluarte de La Planchada, conformado con muros de tierra, y provisto de un estacado en las trincheras. Y con el fin de proporcionar movilidad a los defensores, se construyó la calle que desde la orilla del río culminaba en la plaza de Santo Domingo. 
En 1670, el virrey de Lima, envió a Guayaquil 6 piezas de artillería con pertrechos y municiones (solicitadas en 1643). Y al año siguiente, con el pirata Henry Morgan merodeando las costas del virreinato, se fundieron dos pedreros y tomaron medidas de defensa. 
Cuando en mayo de 1680, la presencia de los ingleses Coxon y Hawkins, era una amenaza para las ciudades costeras, el Maestre de Campo Cristóbal Ramírez de Arellano, construyó de su peculio en Guayaquil un fuerte y 2.000 varas de trincheras. 
En 1682, el ingeniero mayor Luis Venegas Osorio hizo un proyecto para defenderla mediante un sistema de murallas y baluartes. Pero, a lo largo de más de cien años, solo se levantaron cuatro con sus correspondientes cortinas. Los más importantes: La Planchada (el 24 de febrero de ese año, el vecindario contribuyó con cuatro mil pesos para la reconstrucción en cal y canto). San Felipe, La Concepción, y en 1779, el de San Carlos. Para facilitar la defensa de la ciudad y provincia, el rey resolvió elevarla a la categoría de Gobernación Militar. 
En la descripción que hace el pirata francés Guillaume Dampier, que intentó asaltar la ciudad en 1684, pero se extravió en los manglares de El Salado, dice: “la ciudad tiene un fuerte en un lugar bajo y otro en una altura”. Se refiere a La Planchada, que aun sobrevive, y a San Carlos situado en la cumbre del cerro Santa Ana, que eran los únicos puntos defensivos. 
Mucho tiempo atrás, el Cabildo había pedido ayuda a Quito para aumentar las milicias y mejorar sus defensas. Pero fue inútil, el 20 de abril de 1687, piratas ingleses y franceses la tomaron por sorpresa y la asolaron. 
“Escondidos en Puná determinaron el plan de asalto: el Capitán Picard debía atacar el puerto principal con 50 hombres; el Capitán George Hewit asaltaría el fuerte pequeño con otros 50 hombres; Croignet con el cuerpo principal debía acometer la ciudad”.
El Corregidor de Guayaquil, general Fernando Ponce de León, apenas contaba con 300 hombres, entre vecinos y soldados con arcabuces y mosquetes; de los cuales murieron 70. En ese tiempo, solo existían tres remedos de fuertes: San Carlos, ubicado en la cima del cerro Santa Ana, el de Santo Domingo, por el estero de Villamar con dos cañones y el intermedio de La Planchada. 
“La falta de auxilios de Quito en el incidente de 1687, fue considerada por la ciudadanía guayaquileña no solo como manifiesta negligencia, sino un acto deliberado de deslealtad” (Laurence Clayton, Los Astilleros de Guayaquil).
El 24 de marzo del año siguiente se delibera en Cabildo abierto sobre la continua amenaza que pesaba sobre el puerto “no habiendo, como no hay, Fortificación formal y defendible en esta ciudad”.
Este es el momento en que los vecinos resuelven trasladar la ciudad a un punto que ofrezca mejores posibilidades para evitar ser sorprendidos por atacantes. 
El lugar elegido fue el llamado Puerto Cazones, ubicado entre las actuales calles Elizalde y Diez de Agosto. En 1693, se concretó el cambio de lugar, pero como no todos los vecinos estuvieron de acuerdo, quedó dividida en Ciudad Vieja y Ciudad Nueva.
Tan pronto Ciudad Nueva se inició, con el objeto de contener a los invasores que la amagasen por esos rumbos, se decidió construir en sus extremos norte y sur dos trincheras con sus correspondientes fosos paralelos. El foso sur, a la altura de la actual calle Mejía, y el norte por Elizalde. 
A quienes se quedaron en Ciudad Vieja, los dejaron indefensos, al punto que el fuerte de San Carlos desapareció por falta de mantenimiento. Al finalizar el siglo XVII, Ciudad Nueva se encontraba totalmente rodeada por trincheras. Lo que hacía falta era el dinero para perfeccionar y completar los trabajos de la conformación de los fosos, sin embargo, el Cabildo estaba esperanzado en “que se podrá conseguir con una moderada aplicación de los vecinos, por ser tierra llana y blanda sin piedras ni cascajo alguno”. 
La lucha desplegada por los guayaquileños en defensa de la ciudad, pese a la lenidad e indolencia del centralismo limeño y quiteño, es ejemplarizadora. Es la voz del pasado que nos recuerda la necesidad de, en el presente, levantar nuestros baluartes para la lucha contra el centralismo, a favor de una autonomía solidaria con las provincias menos desarrolladas. 
Apoyarlas en su crecimiento, modernización, progreso, hasta alcanzar la reducción de la pobreza de los ecuatorianos. Todo esto con la mirada hacia una patria única e integrada.

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