martes, 4 de febrero de 2020


Un tradicional episodio guayaquileño

Cada oportunidad que han entrado a la cala de Guayaquil, los grandes veleros, en su mayoría buques escuela de varios países americanos, reportadas en los diarios, revive en mi memoria una muy antigua tradición guayaquileña: la tradicional hospitalidad guayaquileña, siempre presente en su vida diaria: 
En las primeras décadas del siglo XIX no había en Guayaquil hoteles adecuados para alojar a los numerosos extranjeros, en particular científicos, comerciantes, diplomáticos, etc., que llegaban a la ciudad. Por eso, cuando los cónsules acreditados, tenían conocimiento de la llegada de personas de tal condición, apelaban a esa calidez tan guayaca para solicitar a las familias pudientes, el hospedaje para sus coterráneos. Quienes para comunicar sus intenciones de visitar la ciudad, con tal o cual finalidad, necesitaban hacerlo por lo menos con un año de anticipación. 
Para ilustrar mejor esta idea, debo traer a colación la memoria de un incidente ocurrido a una antigua y respetada familia, cuyos padres, ya solos, residían en una casa en la calle de la Orilla (hoy malecón) sobre la cual se destacaba un torreón desde donde se dominaba el puerto y la vida activa de nuestro gran Guayas. Parte del edificio, que era una habitación confortable, que la parejandestinaba para alojar al tipo de huéspedes que hemos mencionado. 
A las cuatro y media de la tarde del 22 de noviembre de 1828, el almirante inglés Jorge Guisse, peruano por adopción, al mando de una flotilla compuesta por la fragata Protector (antigua Prueba), la corbeta La Libertad,[1]una goleta y tres lanchas cañoneras, remontó el Guayas y atacó Guayaquil por sorpresa. La artillería de las naves abrió fuego y la cañonearon hasta las siete y media de la noche. Los incendios provocados por el ataque, no pudieron ser sofocados sino hasta la media noche en que con el cambio de marea cesó el viento que lo avivaba.
Al amanecer del 23 se reanudó el combate y la ciudad volvió a arder en llamas. La defensa la cumplían la batería de “La Planchada” y cuatro cañones que habían sido emplazados en el malecón a la altura de la actual calle 10 de Agosto, única artillería con que se contaba en la plaza. A lo largo del día el intercambio de fuego con los atacantes fue intenso y se mantuvo hasta las ocho y media de la noche. 
Cesado el fuego, y ante la resistencia de los defensores de Guayaquil, Guisse, impedido de tomarla, se deslizó aguas abajo a bordo de la Protector en busca de un punto de desembarque al sur de la ciudad. Pero los tupidos manglares que abundaban en la zona, le impidieron hallar un lugar adecuado. El 24 nuevamente remontó el Guayas para reanudar el ataque al amanecer. Pero la batería montada en el malecón fue la primera en contraatacar con intenso y preciso cañoneo durante el cual el almirante Guisse pagó su audacia con su vida.
Algunos meses antes de éste ataque, la pareja de abuelos recibió la comedida visita del cónsul inglés para solicitar hospedaje para el súbdito de la Corona Británica señor Elliot Grant. Importante hombre de negocios interesado en establecer contactos comerciales en Guayaquil y Quito. Una vez llegado a la ciudad y bien acogido como fue, luego de compartir varios días con la familia anfitriona, el inglés tomó sus bártulos y partió hacia la serranía llevando todas sus pertenencias. En este lapso se produjo el aleve ataque descrito, y el torreón, seguramente atractivo blanco para los artilleros peruanos, recibió más de un impacto, Pues la casa quedaba precisamente en la acera opuesta en que se hallaba la Batería del Malecón.

En el ínterin, la altura de Quito le había jugado una mala pasada al británico, pues falleció súbitamente por alguna afección cardiaca y recibió sepultura en la absoluta soledad de algún cementerio quiteño. Al recibir desde Quito las pertenencias del difunto, los anfitriones se enteraron de su muerte, por lo que procedieron a entregarlas al cónsul inglés.
Pocos días más tarde la dueña de casa, que se hallaba sola en caso, por cuanto su marido en encontraba en su hacienda, envió a su criada a revisar los daños causados en el torreón por el cañoneo peruano. A los pocos minutos volvió la doméstica con evidentes manifestaciones de terror, asegurando que en el piso de la habitación había una enorme culebra tigra. ¡No puede ser! exclamó la señora, ¡culebras en la casa, imposible! expresó, y acto seguido subió a verificarlo por sí misma. Efectivamente, extendido sobre el suelo había algo muy semejante a uno de estos reptiles, mas, animada por su inmovilidad se acercó y pudo ver que se trataba de un cinturón de piel de culebra. Al recogerlo lo notó en extremo pesado y constató que se trataba de un cinto portamonedas, muy usado en aquellos tiempos, colmado de libras esterlinas.
Como los impactos sufridos en la torre-habitación habían también desgarrado la pared del altillo de la casa adyacente, la buena señora imaginó que el cinturón pertenecía al vecino y lo mandó llamar para entregárselo de inmediato. Este, ni corto ni perezoso, se apresuró en recibirlo y muy feliz se retiró a su domicilio. 
Al día siguiente, procedente de su propiedad agrícola llegó el marido y al enterarse de lo ocurrido, llegó a la conclusión que el tesoro debía pertenecer al señor Grant. Quien en su viaje a la sierra debió considerar innecesario llevar tantos valores consigo y sabiendo de su inmediato retorno lo escondió en algún lugar del torreón, donde los impactos de la artillería enemiga lo dejaron al descubierto. 
Luego de llegar a esta conclusión, el caballeron anfitrión pidió al cónsul británico que lo acompañase a visitar al vecino para hacerle varias preguntas. Pero cuando abordaron el tema, este se aferró a su afirmación que el mencionado cinto portamonedas era de su propiedad. Como no había forma de probarle lo contrario, pues en aquel entonces, en razón de las actividades comerciales con buques extranjeros circulaban en Guayaquil toda clase de monedas, entre estas la libra esterlina, se retiraron con la cordialidad y compostura propias de ese tiempo, pero convencidos que el hombre mentía.
Efectivamente, la economía del vecino acusó de pronto una extraordinaria prosperidad, aun más notoria cuando amplió su modesto almacén para incorporar la mercadería exótica y muy costosa, que luego de una gran inversión, en pocos meses más llegaría de Acapulco. Se trataba de la importación de sedas y porcelanas chinas, té, especias de las Molucas y otras delicadezas orientales, llegada a ese puerto por la ruta del llamado Galeón de Manila[2]. Para traer tan valiosa mercadería debió fletar la goleta “Guadalupe” de propiedad de los hermanos Ycaza Caparroso, que viajaba a México con cacao de Guayaquil y retornaba con mercaderías varias, y excepcionalmete, por su alto costo, con importaciones procedentes de las islas Filipinas.
Pero todo acto ilícito paga su precio y la vida acaba conbrándolo con creces, especialmente cuado se trata de dinero mal habido. La goleta “Guadalupe” armada en Guayaquil, que fuera contratada para transportar la exótica mercadería del “avisado comerciante”, tuvo un triste final. Tras sufrir el embate de un gran temporal en que perdió toda su arboladura y navegabilidad, acabó estrellada y despedazada contra un banco rocoso de la Isla del Coco frente Costa Rica.
Como podemos imaginar, en este episodio el pícaro vecino, además de todo el dinero obtenido como producto de la candidez e ingenuidad de la dama que participó en la historia, perdió hasta la pobre camisa que poseía en su modesto negocio. Al enterarse de tan infausta noticia, tanto el cónsul como el dueño de la casa del torreón se preguntaron si lo acontecido sería un castigo por el dinero mal habido o por la venganza de mister Elliot Grant.



[1] Durante la agresión peruana de 1828, el 31 de agosto la goleta La Libertad durante el combate naval de Punta Malpelo sufrió graves daños por parte de las corbetas Pichincha y La Guayaquileña que la atacaron por hallarse en aguas ecuatorianas. 
[2] El último galeón de Manila llegó a Acapulco en 1815, pero la ruta se mantuvo abierta por muchos años más.

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