miércoles, 12 de febrero de 2020


Las fortificaciones en el siglo XVIII 

 Al iniciarse el siglo XVIII, el imperio ultramarino español llegaba a su ocaso. Inglaterra, inundaba de contrabando las colonias americanas, pues la había desplazado del mar y despojado de todas sus rutas comerciales. Por otra parte, con la muerte sin sucesión del rey Carlos II, la corona de España se encontraba vacante. Esta oportunidad convocó a varias cortes europeas, entre ellas la de Francia, que se sentían con facultades para reclamar el derecho a ocupar el trono español, y con ello nació un largo conflicto del cual saldría muy mal librada. 
Mas, el poderoso Luis XIV, impuso a su nieto como rey de España con el nombre de Felipe V. Con este motivo, Austria formó contra Francia la Gran Liga de la Haya, compuesta por Inglaterra, Holanda, Portugal, el ducado de Saboya y el elector de Brandemburgo. Con lo cual se desató la llamada Guerra de Sucesión española, que duró doce años (1701-1713). 
Culminada en un desastre, mediante el tratado de Ultrecht (1713) Felipe V fue reconocido como rey de España e Indias, pero el reino perdió Gibraltar y Menorca y por el tratado de Rastadt (1714) fue despojado de los Países Bajos españoles.
Por cierto que, en tales circunstancias, la situación en las colonias era absolutamente crítica y ni hablar de las defensas de Guayaquil, cuyos recursos continuaban siendo insuficientes y su situación tan lamentable como siempre. En busca de cubrir esta falta, el virrey de Lima, marqués de Castell-dos-rius, recibió entusiasmado la demanda del Cabildo guayaquileño por dotar a la ciudad de una fortaleza para su defensa, pero, al poco tiempo de aprobar la idea, murió. La vacante limeña, fue llenada interinamente por dos obispos, religiosos que, como supuestamente hombres de paz, no se les movió un solo cabello ni sufrieron de insomnio por los problemas que agobiaban a nuestra ciudad.  
El 2 de mayo de 1709, Guayaquil debió afrontar un nuevo asalto, pero su defensa apenas constaba de trincheras de tierra sin ningún parapeto adicional. El corsario inglés Woodes Rogers, al mando de siete veleros artillados con 44 y 74 cañones cada uno, que habían sido armados en Londres por comerciantes de esa localidad, atacó la plaza. 
El gobernador Jerónimo Boza y Solís, fue avisado por el virrey de Lima de su presencia, pero al carecer la ciudad de medios para su defensa, no opuso resistencia (también se dice que Boza era algo cobarde). Rogers desembarcó y a cambio de no incendiarla, asolarla y tomar más rehenes de los que ya tenía, exigió un rescate de 32.000 piezas de ocho. 
Mientras esperaba que los vecinos reuniesen tal suma, aprovechó el tiempo para explorar la cuenca baja del Guayas y haciendas aledañas, 
“en una de ellas en particular había una docena de bellas y gentiles jóvenes mujeres bien vestidas, donde nuestros hombres consiguieron varias cadenas de oro y aretes (…) algunas de sus cadenas de oro más grandes estaban ocultas en varias partes de sus cuerpos, piernas y muslos”.
En el ínterin le fue posible a Rogers recabar información suficiente para escribir un libro, en el cual consta una de las más coloridas y completas informaciones sobre la ciudad y costumbres de la época. 
En 1712, el corregidor Pablo Sáez Durón, propuso al rey la construcción de un castillo. Mas, considerando excesivo el presupuesto de 30.000 pesos, este lo negó. En 1719, al pasar por Guayaquil con destino a Santafé, el primer virrey del Nuevo Reino de Granada, pudo constatar la precariedad de sus instalaciones defensivas. 
Aprobó un proyecto presentado sobre el fuerte (de la Concepción)  y  a  fin  de  financiarlo,  autorizó  el  cobro de medio  real  por  carga  de  cacao  de  81  libras  que saliese por el puerto.  Por  citas documentadas, podemos ver que el estado de las instalaciones militares era verdaderamente desastroso: 
“la artillería está desmontada porque las cureñas están inservibles (…) faltando artillería no se puede hacer batería formal con solo pocas armas de arcabuces y escopetas”.
El virrey José de Armendáriz, encomendó al corregidor Juan Miguel de Vera que construyese dos baterías fuera de la ciudad, una en Punta Gorda y otra en Sono (río arriba de Puná). En 1726, además de las dos mencionadas, se construía el fuerte de La Limpia Concepción. Y en el Cabildo del 9 de noviembre de ese año, se conoció una carta del virrey, fechada a 3 de octubre, en que al respecto dispone que “se continúe con toda eficacia la reedificación del Baluarte que actualmente se está fabricando”.
En la década de 1740, según el informe al rey, presentado por el procurador general, Juan de Robles Alonso, parece haberse construido en diferentes lugares de la orilla del río 
“varios baluartes, estacadas y fosos, sin omitir trabajo que se consideraba necesario, que a porfía los vecinos concurrieron con su persona y caudales, con tanta aplicación y esfuerzo, que manifestaron su ardiente celo al servicio de Dios, del Rey y de la Patria”. 
Entre 1741 y 1742, el pirata Anzón merodeaba nuestras costas, y la ciudad contaba con los baluartes La Limpia Concepción y San Felipe, el primero en el centro de la urbe y el segundo en el astillero. En aquella ocasión, el Cabildo, ante la falta de dinero para armar la defensa, tomó 30.000 pesos que estaban bajo su custodia, pertenecientes al consulado de Lima que debían remitirse a Panamá (las cosas no son del dueño sino de quien las necesita).
Un inventario hecho el 23 de diciembre de 1748 por Juan Pío Montúfar y Frasso, gobernador y capitán general de las provincias de Quito, descubre que del fuerte de San Felipe apenas quedaban unos pocos rastros. Las lluvias y riadas habían destruido las trincheras y los parapetos de madera. No quedaban sino fragmentos de la casa destinada a los hombres de la marina. No digamos los cañones que se hallan faltos de cureñas, otros sin pernos, y sin muñoneras. La pobreza del parque y armamento liviano conque los vecinos debían enfrentar al enemigo era impresionante, “viniendo así a quedar indefensa del todo una plaza tan importante”. Igual suerte había corrido La Concepción, también situado a la orilla del río y el único en pie era La Planchada, que ya había sido reedificado con cal y piedra. 
A partir de entonces, hasta 1762, en que se entabló la guerra entre España e Inglaterra, la ciudad vivió en relativa calma. Pero ante el conflicto, renació la intranquilidad, y el intento, unas veces con éxito y otras sin él, de construir o rehabilitar las defensas fue constante. 
Con la nueva amenaza de piratas, la falta de armamentos y pertrechos se hizo ostensible (apenas había 8 cañones de bronce de un calibre mayor y 7 del mismo metal para disparar la metralla). Por lo cual, el Cabildo solicitó a Quito fondos para atender las necesidades de defensa de la ciudad. Y la respuesta fue: 
“el requerimiento fecho en su virtud por el expresado Cabildo, ofrecerse, prontos y aparejados, a contribuir de los Reales Haberes que administran, aquel dinero que fuere preciso impender cuando llegue la ocasión y la necesidad lo exija, que será en caso que se tenga por evidencia alguna invasión de enemigos por noticias suficientes, habida consideración de su fundamento y certeza, número de gente y bajeles, y el intento que puedan tener”.
En otras palabras, allá en la seguridad de las alturas, pensaban que era necesario que el enemigo estuviese frente a Guayaquil, conocer el número de hombres que contaban y cuáles eran las intenciones para considerar la solicitud de elementos para su defensa. 
Según la Real Providencia del 13 de octubre de 1763 el rey autorizó gastar 50.000 pesos en la recién creada Gobernación Militar de Guayaquil. El 11 de octubre de ese año el teniente coronel Juan Antonio Zelaya se posesionó ante el Cabildo como su primer gobernador colonial.
En 1770, llegó a la ciudad el ingeniero Francisco de Requena, que fue el planificador de la mayor parte de las transformaciones del Guayaquil de la época. Levantó planos de la ciudad y sus ríos, y en su diseño del “Río de Guayaquil” proyectó 3 baterías en la ciudad y lo que él llama “Punta de Piedra y Fuerte”. Además de otras medidas muy puntuales, levantó los canales del río, hizo un plano de Puná y diseñó la construcción del malecón de Guayaquil. 
Por empeño del gobernador Pizarro, en 1779 se inició la edificación del fuerte San Carlos, levantado en la boca del estero de su nombre (Av. Olmedo). Y en el plano elaborado durante su mandato, aparecen la batería de La Planchada, la del Muelle (malecón entre 10 de Agosto y Sucre), la del Resinto (sic) al norte del estero de la avenida Olmedo y la fortaleza de Santiago situada a orilla del mismo estero, pero a la altura de la actual calle Boyacá.
El capitán Miguel de Olmedo (padre de nuestro gran prócer), dirigió la construcción de un fuerte ordenada por el gobernador Pizarro, e invirtió 7.000 pesos de su peculio. Igual que los anteriores, constaba de trincheras y muros de tierra estacados con madera. 
Esta importante posición, utilizada como arsenal, contenía 36 cañones de bronce, 15 de hierro (seis en mal estado) y 4.550 balas de hierro. Pero, fue tan mal construido que un fuerte temblor le causó serios daños. En los mapas levantados por la expedición “Malaspina” (1789-1791) figura que Punta de Piedra es un fuerte bien estructurado para la defensa de Guayaquil. En 1790, el gobernador José de Aguirre Irisarri, hizo un estudio en que consta los “Estados de la Fortificación y Sala de Armas de Guayaquil”, en el cual detalla el número de fusiles, pistolas, espadas, sables, lanzas, cartucheras, piedras y balas, cañones y sus pertrechos, y todo lo que se hallaba en los almacenes militares.  

Las fortificaciones del siglo XIX           
principios del siglo XIX, al sur de la ciudad, se había levantado la batería de Las Cruces (calle General Gómez instalaciones de la Empresa Eléctrica), pero el punto defensivo más importante para la protección de la ciudad era el de Punta de Piedra. 
El 5 de marzo de 1803, el teniente coronel Bartolomé Cucalón y Villamayor (1803-1809) asumió la gobernación de Guayaquil y uno de sus primeros actos de gobierno fue acordar con el virrey la venida desde Lima del capitán 2º Juan Subirat, quien fue autorizado a quedarse como  oficial de artillería  para cuidar de las baterías y sala de armas. 
El fuerte de San Luis situado en Puná fue demolido por orden del gobernador en 1804. Y el comandante de ingeniería, Luis Rico, le extendió un informe en el cual le daba cuenta del mal estado del fuerte de San Carlos y Punta de Piedra, la única que se hallaba en regular estado era la batería de La Planchada.
En 1805, ante la presencia de filibusteros ingleses, el gobernador ordenó cerrar el puerto para embarcaciones que comerciaban con Europa, 
“para evitar cualquier sorpresa que quieran hacer muchas Fragatas Inglesas que andan por estos mares, (y se) ha dispuesto se monte toda la Artillería del Castillo de San Luis, componiéndose sus explanadas, como también la del Fuerte de San Carlos y que igualmente se carenen y póngase en estado las dos Lanchas Cañoneras… las otras cuatro Lanchas Cañoneras… de que hablé a V.E., son muy convenientes para destinarlas a las bocas del estero Salado, en la de Naranjal y en el puerto de Puná” (Estrada). 
Los cañones de la fragata Leocadia, estaban montados en Punta de Piedra y en la ciudad.
Evidentemente, el fuerte de Punta de Piedra era el mejor artillado, sin embargo, la única acción bélica que en su existencia tuvo fue cuando el almirante Brown, enviado como filibustero por el Gobierno argentino de Pueyrredón, para que pueda financiar sus incursiones libertarias en la costa americana del Pacífico, decidió atacar Guayaquil (1816). 
Subiendo río arriba llegó al fuerte de Punta de Piedra, y lo atacó, cuyo resultado para los catorce hombres que lo guarnecían fue desastroso. Según sus memorias dice que “Después de la medianoche, fue tomado el primer fuerte, llamado Punta de Piedras que montaba 12 cañones largos de 17, y 20 de 4 libras”.
Para el asalto de Brown la ciudad tenía tres puntos fortificados a la orilla del río: La batería de la Limpia Concepción, la de Las Cruces y otra en La Tejería y el gobernador militar era el brigadier Juan Manuel de Mendiburu.
Al retiro de Mendiburu fue posesionado el brigadier José Pascual Vivero y Salavarría quien fue depuesto la noche del 8 de octubre de 1820. Andrés Baleato, en su descripción de Guayaquil se refiere al estado de los puntos artillados que había en la ciudad al momento de alcanzar su independencia: 
“hay  en  la  margen  del  O.  del  río  la  batería  de  Punta  de  Piedras,  la  de  las Cruces  que  se  halla  en  la  hacienda  de Ugarte  a  media  legua  al  S.  de  la  ciudad;  la  de  San Carlos  en  la  parte  S.  del  Astillero;  y  la  batería  o  Castillo de Ciudad  Vieja  (La  Planchada)  el  pie  del  Cerrillo  de  Santa Ana  y extremo  del  N.  de  la  población”.
Gabriel Lafond de Lurcy, joven topógrafo francés que prestó servicios a la Independencia y autor de Viajes alrededor del Mundo y Naufragios Célebres, París (1843), fue contratado para construir el primer puente con fines militares “para defender la ciudad por sus espaldas, fortificando el paso que accedía al Estero Salado”.
Bolívar forzó militarmente la anexión de Guayaquil a Colombia (13 de julio de 1822), a partir de tal fecha fue convertida en centro de reclutamiento y aprovisionamiento de vituallas para sostener la logística de la guerra de independencia del Perú. Casi al finalizar la época Colombiana la capacidad defensiva de Guayaquil era nula, por lo cual se pensó en posicionar al bergantín Chimborazo frente a la batería de Las Cruces con el ánimo de reforzar su defensa. 
En 1851, cuando el general Flores amenazaba tomar Guayaquil con naves adquiridas y armadas en el Perú, el presidente General Francisco Urbina (1851-1856), inició la reconstrucción del fuerte de San Carlos y tras sus muros se montaron dos cañones. Destinó una importante suma para contratar un ingeniero militar y los correspondientes gastos de oficina para levantar un plano de las distintas fortificaciones de la ciudad. 
Cuatro años más tarde, continuaba la reconstrucción tanto del baluarte de La Planchada, como del fuerte de San Carlos. Instalaciones  militares  que  aparecen  en el plano de la ciudad levantado por Villavicencio; además, el conocido como La Trinchera situado en el malecón frente al  callejón Gutiérrez.
El embajador de los Estados Unidos en nuestro país, Friederick Hassaurek, llegó a Guayaquil el 21 de junio de 1861, cuando  se iniciaba la consolidación de la dictadura de Gabriel García Moreno. 
En el capítulo 1 de su obra “Cuatro años entre los ecuatorianos” (Quito 1994), se refiere a las fortificaciones de la ciudad: 
“La colina, a los pies de la cual se extiende la Ciudad Vieja, está fortificada por baterías resguardando el río en lo alto y en lo bajo. Baterías de arena también están salpicadas a lo largo del Malecón. Dichas fortalezas fueron levantadas en 1861 y 1862 cuando la guerra con el Perú parecía inevitable. (El por qué se levantó las fortalezas dentro de la ciudad como para meter el fuego del enemigo en una ciudad como Guayaquil hecha de construcciones de madera, en vez de planear una defensa desde fuera, es uno de los misterios de la logística que los civiles no pueden comprender). En la ciudad hay tres cuarteles. Los soldados, especialmente venidos de tierra adentro, vienen por lo general acompañados de sus esposas, a quienes se les permite vivir junto a ellos. Esta indulgencia que contradice las leyes militares previene, según se cree, de posibles deserciones, aumenta su confort y puede ser considerada como un mejoramiento de la moralidad de los cuarteles. Los soldados constituyen una multitud variada, con o sin zapatos y de todas las razas. Los altos oficiales son generalmente los hombres blancos; pero en la tropa no se alista ningún soldado blanco, los indios están exentos del servicio militar debido a su cobardía y docilidad”.
En 1864, por un conflicto de intereses con el Perú, España tomó posesión del territorio peruano de las islas Chinchas. El Gobierno de Chile se solidarizó, e hizo causa suya la del Gobierno peruano. El doctor García Moreno, ofendido porque este gobierno había apoyado la expedición militar del general Urbina, salida de ese país para derrocarlo, no se sumó al pacto de ambos países. 
Sin embargo, posteriormente, el Ecuador, como todos los países hispanoamericanos, se solidarizó ante una posible agresión de la flota española al Perú. Y ante un eventual ataque a Guayaquil 
“se procedió a levantar fortificaciones en Santa Elena, Sono y Segal, así como en la entrada del Puerto de Guayaquil. Punta Gorda y Santay. Se instalaron baterías de cañones en La Planchada, Las Cruces y Saraguro”(Historia Marítima del Ecuador, tomo IX, segunda parte). 
En un plano de la ciudad publicado el 18 de noviembre de 1896 por periódico El Grito del Pueblo, donde consta la magnitud del daño causado por el Incendio Grande, el único baluarte que consta en él, como próximo a la ciudad, es el de Las Cruces. 
De esta manera podemos ver que en el siglo XIX las instalaciones militares destinadas a la defensa de Guayaquil, situadas río arriba desde Puná, en realidad no solo no intervinieron en acción alguna, sino que en su mayor parte estaban desmanteladas y desarmadas. 

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