martes, 4 de febrero de 2020


La Minería Colonial 
Tanto la explotación precolombina de minerales a cielo abierto o en yacimientos subterráneos, como el manejo de ciertas técnicas metalúrgicas sorprendieron a los conquistadores. La abundancia y calidad de joyas y piezas de orfebrería de oro y plata aparecieron ante sus ojos como producto de un mundo irreal… fantástico.
En Mesoamérica, en la zona central de México, en Cuba y Sudamérica, además de los depósitos de metales preciosos, los había de caolín y alumbre; cobre y estaño, cuya explotación fue probablemente inaugurada hacia el siglo III antes de Cristo y permaneció activa durante el periodo comprendido entre el siglo I y VI después de Cristo. 
La metalúrgica aparentemente nació en el sur, en los actuales territorios de Colombia, Ecuador y Perú, cuyos comienzos puede situárselos alrededor del 500 A. C., y se difundieron a Centroamérica pasando por Panamá y Costa Rica, a través de la ruta marítima establecida por los navegantes veleros y de mar abierto: los manteño-huancavilcas. El cobre, específicamente, se lo trabajaba en el norte de nuestro país desde el siglo II D. C.
En el proceso de preparación del oro y el cobre utilizaban herramientas y método rudimentarios; martillos y morteros de piedra para moler minerales que se fundían en hornos de arcilla conocidos como huayrachinas, “hornos de viento”, porque a través de unos agujeros abiertos en sus paredes aprovechaban los fuertes vientos andinos para avivar el fuego. Sabemos que el hierro estaba ausente de sus habilidades, pero instrumentos de labranza fundidos en bronce hallados en el Perú dan testimonio de una técnica bastante avanzada.
De esta forma, los indígenas orfebres precolombinos mixtecos, incaicos y chibchas trabajaron con éxito el oro y la plata, aplicando técnicas refinadas como la filigrana, la soldadura o el moldeado al frío con martillo para elaborar máscaras funerarias, diademas, pectorales, brazaletes, estatuas, reproducciones de bulto o en alto o bajo relieve, representando una gran variedad de animales y plantas, cuya calidad y belleza asombró a los españoles.
Estas obras de arte, fueron el primer botín de la conquista y la recolección inicial de metales preciosos en el imperio español. Sin embargo, esta fuente duró muy poco, pues en dos o tres años los trabajos de oro y plata acumulados en un milenio por las civilizaciones prehispánicas, cayó casi en su totalidad en las manos ávidas de los deslumbrados conquistadores. 
Este primer despojo de ornamentos personales y ceremoniales atesorados por generaciones, aceleró su agotamiento y devino la urgencia de buscar las fuentes de su procedencia.
Su búsqueda empezó por la explotación a cielo abierto del mineral existente en estado natural, esto es, la recolección del oro aluvial por el viejo método del tamiz y la batea. Para lo cual se requería del trabajo de una masa importante de población indígena, especialmente femenina que, en un régimen de trabajo forzado iniciado en 1494, centenares de miles de hombres y mujeres fueron obligados a cernir toda la arena de los ríos americanos. Primera producción aurífera, responsable de un elevadísimo índice de mortalidad, que aportó a la Corona cuarenta toneladas de oro, de las trescientas que se extrajeron en todo el territorio durante siglo y medio.
A mitad del siglo XVI, en nuestro país, en la región de Zaruma, Loja y Zamora se explotaron varias minas. De un placer de Zamora se extrajo una pepa gigante de oro que valía 3.700 pesos, enviada como obsequio a Felipe II. En los yacimientos de sur (Perú y Chile), se extrajeron cantidades importantes de alta calidad. 
Cieza de León, en 1553, observó que en los últimos años se habían sacado más de 1’700.000 pesos de oro “tan fino que daba más que la ley”. Sin embargo, bajo el reinado de Felipe II, fue la plata la que se constituyó rápidamente en la parte más grande y sustancial, tanto en peso como en valor, de los aportes del imperio americano.
En 1544, apenas culminada la conquista de los territorios comprendidos en los actuales Ecuador, Perú y Bolivia, dos indígenas trabajadores del campo, al arrancar una planta en el cerro de Potosí por casualidad dejaron al descubierto las fabulosas minas de ese nombre. Avisaron al amo español, un tal Villarroel, quien en 1545 la registró a su nombre y al de uno de los indios. Ni en sueños se imaginó la enorme riqueza del descubrimiento: el Cerro Rico de Potosí, tenía cinco filones metalíferos principales y su riqueza eclipsó todo lo demás durante el reinado de Felipe II. “Vale un Potosí o vale un Perú”, era la expresión para referirse a algo muy valioso.
Las Ordenanzas del Perú elaboradas por el virrey Toledo proclamadas en 1574 constituyeron un monumento jurídico para la organización minera y protección de los indígenas. Entre otros aciertos, establecía que estos no podían ser obligados a trabajar en las minas, y en caso de que voluntariamente accedieran a hacerlo, recibirían una remuneración adecuada. Mas, la atroz realidad de este trabajo, tanto en México como en Perú, contravenía de la manera más violenta e inhumana tales disposiciones, convirtiéndolas en letra muerta.
Hubo muchos funcionarios y religiosos que denunciaron vigorosamente las infamantes condiciones de vida y trabajo de los mineros, fray Domingo de Santo Tomás, en 1550, se dirigió al Consejo de Indias en los siguientes términos: 
“Habrá cuatro años, que para acabarse de perder esta tierra, se descubrió una boca de infierno por la cual entran cada año (…) gran cantidad de gente que la codicia de los españoles sacrifica a su dios”. 
Al final del siglo, la chimenea central había alcanzado 250 m de profundidad, y al respecto, Rodrigo de Loaisa, escribe que: 
“Los indios que van a trabajar a estas minas entran en esos pozos infernales por una sogas de cuero como escalas, y todo el lunes se les va en esto, y meten algunas talegas de maíz tostado para su sustento, y, entrados dentro, están toda la semana allí dentro sin salir (…) con gran riesgo, porque una piedra muy pequeña que caiga, descalabra y mata a los que acierta, así acontece entrar el lunes veinte indios sanos y salir el sábado la mitad de ellos lisiados”.
Además, como en el interior de la mina reinaba un calor sofocante, un elevado número de los que habían quedado ilesos, moría de pulmonía o neumonía al salir de pronto al gélido clima del páramo serrano.
Paradójicamente, la actividad minera demandaba de un control administrativo que era desempeñado por una elevada presencia de europeos, a los cuales, sorprendido, se refiere el inglés Henry Hawks en 1572: 
“El lujo y largueza de los dueños de minas es cosa maravillosa de ver. Su traje y el de sus mujeres sólo puede compararse con el de los nobles. Cuando las mujeres salen de casa, sea para ir a la iglesia o a otra parte, van con tanta pompa y tantos criados y doncellas como la mujer de un señor. Aseguro haber visto a una mujer de minero ir a la iglesia acompañada de cien hombres y veinte dueñas y doncellas. Tienen casa abierta, y todo el que quiere puede entrar a comer; llaman con campana a la comida y a la cena. Son príncipes en el trato de su casa, y liberales en todo”. 
La trágica verdad es que el poder y riqueza adquiridos sobre miles de cadáveres se extendían a todos los campos y actividades conexas indispensables para los centros mineros.
En cambio, en este extremo opuesto del mundo, muy diferente al otro donde reinaba la abundancia, pese a todas las disposiciones emanadas de la Corona, la gran mayoría de indios llevaba una vida infrahumana. Condiciones de trabajo y vida sumamente penosas se daban en las minas del imperio. 13.500 hombres por año demandaban las de Potosí. 
Para cumplir con tal exigencia, los caciques tenían la obligación de aportar una cantidad fija de mitayos de entre 18 y 50 años. Si no entregaban la cantidad señalada, se exponían a recibir toda clase de castigos, muchas veces hasta la flagelación pública. 
Abusos extremos, al punto que las deudas contraídas ataban de por vida a sus propietarios, que los podían vender o alquilar a quienes requerían de ellos para explotar sus minas. 
Esta situación marcaba la miseria y el hambre de unos, con la riqueza y el fasto de otros. Hasta 1683, en poco más de un siglo, había desaparecido el 87% de la población indígena. Minas y ciudades de opulencia y pobreza donde se forjaba el tesoro del imperio, verdaderos monstruos que engulleron poblaciones enteras de naturales de las distintas regiones en que proliferaron.
La mita, pese a su enorme crueldad y a las innúmeras polémicas que suscitó, fue muy difícil de extirpar. Hubo de esperar hasta 1719 para que Felipe V firmara un decreto aboliendo tan nefasta institución. 
Sin embargo, nunca pasó más allá del Consejo de Indias. Solo cuando el prócer guayaquileño José Joaquín de Olmedo, fue a las Cortes de Cádiz como diputado por la provincia de Guayaquil en 1812, y pronunciara sus célebres y patéticos discursos, del 12 y 21 de octubre de ese año, fueron totalmente abolidas.
Los españoles: criollos y peninsulares
Los conquistadores, soldados, mujeres españolas y más tarde la afluencia de familias de colonos que se establecieron en el Nuevo Mundo, se constituyeron en el estrato dominante de la sociedad colonial americana, que captó toda la autoridad y administración del imperio. Una vez establecidos en la región que los acogió, se multiplicaron, y su producto fue clasificado como criollo. 
El primer testimonio del uso de tal término: 
“data de 1567, cuando Lope García de Castro, presidente de la Audiencia de Lima y gobernador del Perú, al referirse a los rebeldes empleó la palabra en cuestión: Esta tierra está llena de criollos que son éstos que acá han nacido, que nunca han conocido al rey ni esperan conocerlo” (Marina Alfonso Mola). 
Lapidaria referencia que evidencia no solo lo despectivo del término sino el desdén que los peninsulares sentían hacia los americanos.
Grupo dominante heterogéneo y fuertemente diversificado, que muy temprano, desde la primera generación nacida en América, empezó por no ser considerado del todo español, por no reconocerlos en los valores, el estilo y los intereses de los peninsulares que llegaban como nuevos emigrantes o como funcionarios recién nombrados, 
“la pérdida de privilegios y el desdén con que eran tratados los descendientes de españoles en América por los recién llegados, reforzó la identidad de una nueva élite” (Marina Alfonso).
La marcada diferencia de origen regional existente en España, fue trasplantada al Nuevo Mundo con todo su rigor y pasión. Feroces rivalidades que a menudo enfrentaban a vascos, aragoneses, castellanos y andaluces, especialmente en el gran centro minero de Potosí, donde era muy frecuente hallar cadáveres descuartizados a la vera de los caminos, como resultado de violentos encuentros nocturnos entre bandos regionales.
Al haber tales rivalidades entre los propios originarios de la Península, que eran minoría en comparación a los criollos, cuyo número aumentaba sin cesar, es fácil suponer que su actitud hacia estos sería expresada en forma bastante contundente. Con el solo hecho de llamarlos criollos, ya demostraban el discrimen, pero estos por su parte, a menudo designaban a los peninsulares en forma peyorativa que no ocultaba la gran hostilidad que sentían. En México los llamaban “gachupines” o “cachupines” del portugués “cachopo” que significa muchacho. En nuestro país, y los vecinos de norte y sur, se los calificaba como “chapetones” por las mejillas enrojecidas, que adquirían especialmente en las alturas andinas. 
A quienes se identificaba de esta forma, generalmente era a los hombres de paso, que llegaban devorados por el ansia de hacer fortuna y que vivían en permanente nostalgia por su tierra. Para el criollo que se sentía verdaderamente amo de un país ganado con el sudor, sufrimientos y la sangre de sus antepasados, esta ave de paso, no era sino un intruso arrogante, con el perfil desagradable del funcionario ambicioso y corrupto, 
“hábil monopolizador de gajes y granjería, amigo o cliente de un virrey y relacionado con las autoridades, cuando no lo representaba directamente como un aventurero ávido e inescrupuloso. Hombre, por lo demás, desesperado por irse en cuanto hubiera hecho fortuna, porque no abandonaba sus costumbres y gustos metropolitanos” (Georges Baudot, La vida cotidiana en la América española en tiempos de Felipe II).
El nacimiento de los términos, tanto chapetones como criollos, está vinculado con las bastante frecuentes reacciones de protesta, inclusive armadas, que organizaron los encomenderos descendientes de los conquistadores o primeros colonos, contra las disposiciones de la Corona que buscaban eliminar de raíz las concesiones perpetuas de tributos y mano de obra indígena otorgadas a sus padres. En las cuales se hallaba implícito el gran orgullo de quienes reunían en su sangre el ancestro de las estirpes nativas y foráneas de donde provenían las princesas incas y aztecas y los conquistadores. 
Por el contrario, si el español había vivido gran parte de su vida en América, aunque no hubiera nacido en ella, se le aplicaba un sobrenombre más elogioso, el de “baquiano”, que significa veterano, conocedor. Este término, con el mismo significado, es aún utilizado por el hombre del campo litoralense, el montuvio, quien desde aquellos tiempos usa también la expresión “a pies quedo”, que significa inmediatez de tiempo y distancia. 
Numerosos cronistas del siglo XVI han recogido las abundantes depresiones que carcomían el alma de los españoles que no tenían la menor intención de echar raíces en América. Productos como un racimo de uvas, o un puñado de aceitunas, o animales como un perro o un caballo, fácilmente alcanzaban precios increíbles, por la demanda que estos nostálgicos creaban, al imaginar que en ello encontraban estilos y sabores de España. 
El inca Garcilazo de la Vega habla irónicamente de tales precios y actitudes: 
“Estos excesos y otros semejantes han hecho los españoles con el amor de su patria en el Nuevo Mundo en sus principios, que como fuesen cosas llevadas de España no paraban en el precio para las compras y criar, que les parecía que no podían vivir sin ellas”.
Por otra parte, el funcionario que arribaba a América, venía predispuesto contra los criollos, de hecho daba por descontado que todos eran sospechosos de infidelidad a la Corona, que unidos en un hato de ingratos y descontentos, siempre estaban dispuestos a rebelarse al igual que lo hicieron sus antepasados, los conquistadores en la primera mitad del siglo XVI. Actitud hostil, a la que el criollo respondía con humor cruel: como el que contiene uno de los tantos sonetos que aparecen en Anónimos de sátira hispano-mexicana de Dorantes: 
“Minas sin plata, sin verdad mineros,/ mercaderes por ella codiciosos,/ caballeros de serlo deseosos,/ con mucha presunción bodegoneros./ Mujeres que se venden por dineros,/ dejando a los mejores muy quejosos;/ calles, casas. Caballos muy hermosos;/ muchos amigos, pocos verdaderos./ Negros que no obedecen sus señores;/ señores que no mandan en su casa;/ jugando sus mujeres noche y día;/ colgados del Virrey mil pretensores;/ tianguez, almoneda, behetría…/ Aquesto, en suma, en esta ciudad pasa”.
“Los criollos admiraban a Europa, pero eran víctimas de un profundo resentimiento hacia ella, por el desprecio que manifestaba para con los nacidos en el Nuevo Mundo. En segundo lugar, si los intelectuales europeos propugnaban el rescate de ilustres y variopintos pasados históricos para incorporarlos al acervo cultural, los criollos harían los mismo con el pasado prehispánico, con el objeto de poder exhibir ante los peninsulares unas señas de identidad específicas. No obstante, está claro que estas señas no pertenecían al criollo, sino al indio y las castas derivadas de él, profundamente despreciadas por los propios criollos (…) Confusamente el criollo se sentía heredero de dos imperios el español y el indio. Con el mismo fervor contradictorio con que exaltaba al imperio hispánico y aborrecía a los españoles, glorificaba el pasado indio y despreciaba a los indios”. 
Paradoja que aún persiste en la elite y el mestizo serrano respecto del indígena.
A pesar de esta actitud y los mutuos reproches, de las querellas y antipatías, existía una solidaridad real, de hecho, frente a las otras categorías de la sociedad. Criollos y chapetones, con suma frecuencia se aliaban entre ellos y más de un matrimonio contribuyó a acriollar a funcionarios, oficiales o mercaderes venidos de la Península. De tal manera que, en el siglo XVIII, la criollización de los hispanoamericanos era casi general, pues, el 95% del grupo blanco ya había nacido en el continente. 
Esto ocurrió con el ingeniero Francisco de Requena, cuya presencia en Guayaquil fue tan fructífera (1770-1774), pues, además de formar proyectos, mapas y descripciones, se ocupó de organizar la artillería, empedrar calles, dirigir el restablecimiento de la ciudad asolada por el incendio de 1764, construcción de puentes, etc. 
Pese a esta constante e intensa actividad se dio tiempo para contraer matrimonio con una hermosa criolla guayaquileña, Ma. Luisa Santisteban y Ruiz Cano, hija del connotado ciudadano Domingo Santisteban y Morán de Butrón. De este matrimonio, nacieron seis hijos: un varón y cinco hembras que pasaron a formar parte de esa casta mayoritaria.
Más de un siglo tardó la cultura criolla en expresar su incompatibilidad con la cultura española que había sido exportada e impuesta a la América. Las ideas independentistas se manifestaron con toda intensidad tan pronto desapareció entre aquellos criollos ilustrados el sentimiento y orgullo de ser hijos fieles de la “Madre Patria”. Sentimiento que cobró impulso con la promulgación de las reformas borbónicas, que despertaron una profunda sensación de agravio pues, además de una manifiesta intención del rey de reforzar el control y poder central, en medio de una época de bonanza se los discriminaba frente a los chapetones. 
También fue razón de peso la creciente marginación de los americanos para ocupar cargos públicos. Manifestaciones denunciadas con frecuencia al rey,  sosteniendo que “tal actitud discriminatoria puede encaminar no sólo a la pérdida de esta América, sino a la ruina del Estado” (Marina Alfonso). 

No hay comentarios:

Publicar un comentario