miércoles, 20 de noviembre de 2019


El obispado de Guayaquil

La religiosidad entre los guayaquileños ha sido cosa bastante ligera, si se quiere, tomada siempre muy a lo deportivo. Es tema conocido que los sentimientos y tendencias místicas se acentúa entre los varones cuando empiezan a envejecer. A medida que se ven avocados a la posibilidad de una muerte más o menos cercana, a manera de “meritorios”, intentan ganar indulgencias ante el buen Dios. Por lo demás, no ha existido nunca, ni existe en estos tiempos de superficialidad espiritual, la tendencia a la beatería tan común en otros lugares del país, particularmente en la Sierra.
En lo religioso, la provincia de Guayaquil era dependiente del obispado de Quito desde el año 1539, antes de lo cual, perteneció al del Perú. Durante esta dependencia, recordamos a un personaje que fue el primer obispo de la Nueva Castilla, el célebre cura Valverde, aquel que Biblia en mano testificó el asesinato de Atahualpa. En ese tiempo, mientras intentaba “evangelizar” a los punáes, que se encontraban bajo su jurisdicción (en realidad había ido en busca sus tesoros por orden de Pizarro), fue asesinado, y se dice que luego de asarlo a la parrilla, fue degustado con placer y sabor a venganza por los súbditos del cacique Tomalá. 
Pese a cierto nivel de irreverencia hacia lo religioso alcanzado en esta ciudad, desde tiempos remotos, los vecinos estuvieron siempre atentos a la posibilidad que Guayaquil fuese elevada a la categoría de ciudad episcopal. En acta del Cabildo celebrado el 4 de mayo de 1755, consta que por exhortación del obispo de Quito, el Ayuntamiento de Guayaquil envió un informe al virrey de Nueva Granada, que contenía los argumentos del vecindario de esta ciudad, para solicitar la desmembración de la jurisdicción religiosa quiteña, los territorios de Guayaquil, Cuenca y Loja. En tal informe el ayuntamiento porteño sostenía que la ciudad de Guayaquil, fundamentaba sus derechos en la antigüedad que tiene dentro del virreinato. Pues al haber sido fundada el 15 de agosto de 1534, venía a ser la segunda ciudad después de la de San Miguel de Piura, situada en la Diócesis de Trujillo, tal cual lo testifica una Cédula despachada por la “cesárea católica Majestad del señor Carlos Quinto, su data a 6 de octubre de 1535, en que dice ser la segunda población de este dominio, gozando desde entonces los honoríficos títulos de muy noble y leal ciudad y era tal la consecuencia desde su cuna que al principio del Reinado del señor Felipe segundo, ya le ceñían muros, que destruyó el enemigo en una invasión, y aun hoy perseveran algunos monumentos de la ruina”.
Al derecho de antigüedad, se argumentaba el de su importancia dentro de todo el reino, expresada en su importante astillero: “Siendo único su Astillero en todo el Mar del Sur, con la singularidad de tener todos barcos, que se construyen, carga para cualquier puerto de los frutos del país, hace patente esta verdad el haber renacido tantas veces para su Rey”. También sus riquísimos bosques e incesante comercio, originado por la importante exportación de madera y los muchos frutos que producía demandados en gran medida por otras provincias. Las cuales por desidia de sus moradores, pese a la feracidad de sus tierras, recurrían a Guayaquil y su provincia para aperarse de los más elementales productos. Además, su gran producción de cacao que convocaba al puerto a los grandes navíos de España, Francia y Nueva España. La industria de la madera, la importante cifra que generaba la exportación de tabaco, cera y pita, atraía los barcos del Perú. Y el comercio fluvial al interior, hacia Quito y sus provincias, movilizaba ganado, sal, pescado seco, algodón, etc. 
El documento, también hace hincapié en las particularidades que en ese entonces caracterizaban a nuestra ciudad. “Ninguna ciudad más combatida por el infortunio, tres veces ha padecido un total incendio y nueve particulares, ya de barrios enteros, ya de diez, doce y más casas. Vendida por la infidelidad de un esclavo fue saqueada por los ingleses y otras veces arruinada por los piratas, después de varios asaltos rechazados por sus vecinos. Todos estos estragos hubieran sepultado su memorial en sus cenizas, a no haberla levantado en sus brazos la necesidad de su comercio, siendo cierto que hasta hoy no han borrado sus ruinas, Latacunga, Ambato, Saña y otros pueblos a quienes falta el poder de Guayaquil”. 
Con todos estos argumentos, ajustados a la verdad, los guayaquileños buscaban impresionar al virrey para alcanzar sus aspiraciones. Argumentos que, dicho sea de paso, hoy nos imponen de la gran diferencia que desde entonces ya existía entre Guayaquil y otras ciudades de la audiencia y del virreinato. Resalta las características de su vecindario, compuesto por individuos capaces de desempeñarse en empleos importantes, cuya participación que era cada vez más frecuente dentro de la sociedad. Asimismo, subraya el importante crecimiento espacial de Guayaquil, que se extendía a lo largo de la ribera del hermoso Guayas. Y consecuentemente, el gran incremento poblacional que aceleraba el desarrollo de la ciudad, y permitía el crecimiento de una cada vez mayor e importante clase social de “segunda esfera”.
El Cabildo también destacaba las ventajas que el rey tendría al erigirse una nueva catedral en su reino, por ello vendrían mucho más gentes a avecindarse en la ciudad al ostentar su cabecera obispado. Sin contar que sus hijos no saldrían a buscar conveniencias eclesiásticas en otros obispados y los matrimonios de forasteros que buscarían celebrarlos en ella, “con la esperanza de ver a sus hijos acomodados en los altares”. En fin, la exposición y argumentos válidos planteados sobre un cúmulo de gabelas. Sin embargo, no pasaron más allá de ser una propuesta. Parece que tanto a los guayaquileños de entonces, como a los de hoy, nos falta lo que familiarmente se llama “labia”, astucia, sistema y estrategias para alcanzar nuestra metas en la competencia con aquellos que amarran las cosas bajo la mesa. Los cuencanos, muy calladitos, les birlaron su aspiración: apenas necesitaron de catorce años de labor de zapadores para que, en 1772, fuera erigido el obispado de Cuenca. Y la activa, productiva y orgullosa Santiago de Guayaquil, se quedó con un palmo de narices. La enorme provincia y cándidos habitantes, que tanto papel gastaron, esfuerzo e imaginación desplegaron en su aspiración pasaron a depender de la jurisdicción eclesiástica cuencana. 
Una vez bajo tal dependencia, empezaron las exacciones a la sociedad porteña, a través de muchos medios. Cuyo final resultado lo exhibe la airosa catedral cuencana, levantada con las imposiciones a la riqueza que generaba nuestra activa colmena. Defraudados, enfurecidos, mas no derrotados, se dejaron conducir por su arraigado espíritu autonomista e insistieron hasta el cansancio en su justa aspiración. Debieron transcurrir la lucha por la independencia de España, el periodo colombiano, y los primeros años de la república para que el Papa Gregorio XVI el 24 de enero de 1838 crease la Diócesis de Guayaquil.
Los considerandos en los cuales Su Santidad fundamentó tal decisión señalan el camino que debió recorrer la ciudad para ser condecorada con una “Cátedra Episcopal”. Aparte de haber sido visitada por grandes y destacados viajeros que la celebraron en su esplendor y defectos, que a la fecha contaba con 22.000 habitantes, desarrollaba una excelente actividad comercial. Un puerto cómodo y seguro al cual daban vida centenares de navíos de todo el mundo, el cual, además, contaba con muchos templos y una iglesia Matriz dotada de rentas suficientes, “donde piadosamente se educan y se instruyen en las ciencias sagradas los que son llamados al estado eclesiástico”. Ciudad donde no faltaban religiosos, institutos y fundaciones de beneficencia, era merecedora para recibir la “Silla episcopal”.
Los fundamentos en que el Papa se afirma para promulgar la Bula mediante la cual se creó la Diócesis guayaquileña, son los siguientes: “Se nos ha asegurado que entre Cuenca y Guayaquil, a más de grande distancia y notable diversidad de clima, hay otras circunstancias que agravan la dificultad de la mutua comunicación entre el Pastor y sus ovejas y es la aspereza y peligro de los caminos, por razón de los montes, principalmente de los ríos rápidos que carecen de puentes en algunos puntos; de modo que hasta aquí, ninguno de los obispos de Cuenca ha dispensado en los beneficios de la vistita canónica a la Provincia de Guayaquil, y ninguno de los pueblos ha oído la voz de su propio Pastor, ni ha recibido el sacramento de la confirmación”.
En el decreto mencionado, consta además que la jurisdicción eclesiástica conservaría los límites de la provincia incluyendo las 35 parroquias rurales que formaron las urbanas iglesia Matriz y la Concepción. El primer obispo de Guayaquil fue el Ilmo. Doctor Francisco Xavier de Garaicoa, el cual recibió en Quito la consagración episcopal el 14 de octubre de 1838. La lectura de la “Historia Eclesiástica de Guayaquil”, editada por Monseñor Roberto Pazmiño Guzmán, nos ha proporcionado las precisiones de este artículo. 

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