MEMORIAS DE UN NIÑO
El
barrio Las Peñas, génesis de la ciudad de Santiago de Guayaquil, en cuya playa
de piedra el 25 de julio de 1547 y al mando del capitán Rodrigo Vargas de Guzmán
desembarcaron los guayaquileños huyendo de los rebeldes pizarristas. Para
tener el dominio del horizonte se establecieron sobre el 'Cerrito Verde' (el
cerro Santa Ana) para no abandonar jamás tan protegida posición. En este
lugar situado en las faldas del cerro y a orillas del Guayas se formó el
primer barrio de la ciudad. Y la primera casa (1552) fue la del escribano real
de Guayaquil don Diego Navarro Navarrete y Florencia, casado con doña
Francisca Gutiérrez y Aguilar, que tuvo “una casa de piedra y adobo a
usanza de Castilla situada en el barrio llamado Las Peñas”.
Durante
mi infancia el vivir en su calle y espacio impregnó mi conciencia no solo de
lo invalorable de las tradiciones y de la respetuosa fruición que me
inspiraban los viejos y sus historias, sino que ahondó la raíz de los
sentimientos cívicos y regionales, que moldearon mi guayaquileñidad como
concepto de Patria.
El
ámbito del viejo barrio fue el mejor lugar para acicatear la mente de
cualquier niño, por poco imaginativo que fuese. Su vecindad con el cerro Santa
Ana incitaba a la exploración; la evocadora Planchada exaltaba la mente con
acciones heroicas realizadas en su defensa; la escalinata Diego Noboa, que
accedía al Fortín, nos llevaba cerro arriba a participar del estampido de los
cañones cuando sus salvas saludaban el amanecer de las fiestas patrias o el
arribo de un buque de guerra extranjero.
En
fin, la cercanía del río; el diario y febril cortejo de lanchas, balandras,
chalanas, canoas, que provocaba cada cambio de marea. Los buques fondeados, que
con sus sirenas llamaban al zarpe, nos hablaban de distancias, de otros mundos.
El Guayas de entonces era inmediatez y lejanía: brisa, tremor de árboles,
vida sencilla, de campo, y a la vez sugerencia de amplitud marina, de
horizontes abiertos que movió una actividad generadora de riqueza, puerta
abierta a las ideas liberales; dinamismo de construcción de nación, de
navegantes, que hoy como fantasmas recorren un río solitario, vacío, sin
vida...
Por
las noches, el rumor de embarcaciones fluviales, de las aguas agitadas a su
paso, y del pequeño oleaje que rompía sonoro en la playa de piedra,
acompañados de las luces de navegación, risas de viajeros, gritos de
marineros, modulaban la voz del río, que apagaba el escalofriante chillido de
lechuzas, o el sospechoso crujir de maderas viejas, y como fieles compañeros
del sueño atemperaban mis temores infantiles.
El
puerto de pescadores de Las Peñas, verdadero señorío privado de los
Matamoros, desde donde muy por la mañanita cobraba vida intensa. Todo el clan
salía en sus canoas para sondear las aguas con sus chayos en busca de
corvinas, cazones, catanudos, bagres, que consumían y vendían en el barrio, y
sus cercanías, para solventar el diario sustento.
La
vieja Cervecería Nacional, que fundara Luis Maulme gemía con su cadencia de
máquinas y resoplidos de vapor. Un pegajoso olor a cebada en fermento
impregnaba el ambiente. Su fábrica de hielo descargaba la producción,
deslizando por un tobogán las 'marquetas' de cien libras, para conservarlas en
el 'frigo'.
Su
ubicación era un caso único en la historia empresarial guayaquileña, pues la
continuación de su calle única, llamada Numa Pompilio Llona, era parte
integrante de su funcionamiento. Los que por alguna razón teníamos que pasar
por ella hacia el norte, podíamos apreciar todo el proceso de la cerveza, como
si estuviésemos dentro de la propia fábrica. Sus trabajadores y obreros, los
técnicos cerveceros, checoslovacos casi todos, trabajaban a la vista del
transeúnte y al alcance de su saludo.
La
playa de piedra, hoy sepultada bajo el lodo, era nuestro campo de juego y
'coto' privado para la pesca de jaibas. Nos permitía correr por ella desde el
límite de los Matamoros hasta el muelle de la Proveedora. Mil vericuetos,
escondites, 'concilio' de travesuras eran los 'baños' de las casas ribereñas.
La curiosidad que despertaban estos lugares húmedos, sumidos en una
semioscuridad, era grande, sin embargo, solo los ladrones se internaban en
ellos en busca de algo mal puesto.
Otro
encanto del río se daba cuando la marea llena cubría toda la playa, y entraba
bajo las casas hasta el fondo de los baños. Ese era el momento de la presencia
diaria de don Poveda –todo un personaje– hombre de carnes magras, en una canoa
tan angosta como él –tenía dos palmos– y al grito de “¡venados llegaron las
yerbas!” se acercaba de casa en casa frente al río, y con atiplado tono,
voceaba: “tomates de vega, achochas, verduras, vainitas tiernas, fréjol de
palo”, “maduros y verdes, yuca y zapallo, perejil, culantro y hierbabuena;
pimiento morrón para el patrón y piña para la niña”. Era única y
encantadora esta oferta de trabajador informal.
Cuando
terminaba la cantinela le venía un acceso de tos tabáquica, o a lo mejor de
otra índole y, casi exhausto, arrimaba a las casas su alargada canoa. Desde lo
alto de la ventana, atada a una piola tan larga como alta era la casa,
descendía una pequeña canasta portando el dinero de la compra pactada a todo
pulmón, de arriba abajo y de abajo arriba. “Un rial de todo” era el
pedido. Y la 'muchacha' subía los complementos del almuerzo de ese día, a los
que agregaba la consabida 'yapa': un zapote o mandarina, una guaba o naranja,
dedicada a ella, con los cumplidos galantes de quien entre zapallo y verdura,
berenjena y choclo, coqueteaba proyectándose como aspirante a donjuán.
Lugares,
motivos y rincones que incitaban al merodeo, a la averiguación, a la
travesura, de aquellos que en el amanecer de nuestras vidas, nos descubrimos y
conocimos jugando con las aguas del Guayas, con sus leyendas y sus peligros.
Tantos apuros y trances pasamos que me temo que por casualidad llegamos a la
edad adulta. Gratos recuerdos y añoranzas de entonces, que nos alegran hoy que
empezamos a ser, a nuestro turno, también personas del pasado.
Sus
gentes tan diversas, gentiles y apegadas a lo guayaquileño. Figuras señeras,
con abundante carga de años transitaban por su calle, trajeados sobriamente,
en la forma que se hacía cuando vestir bien formaba parte del respeto al
prójimo. Paso lento y cabellos canos; apariencia de lejanía y compás de
espera. Viviendo lo postrero después de una vida entregada a la Patria.
Acunando recuerdos de juventud, del nacimiento y transformaciones de una
nación en proceso de desarrollo y a lo mejor de autodestrucción.
Expresidentes y ministros, médicos y juristas; viejos montoneros de Alfaro
(dueños de elevadas proezas y relatos heroicos), circulaban muy compuestos y
dignos, reclamando sin expresarlo, una preeminencia que insinuaba la reedición
de alguna crónica hazañosa protagonizada por ellos. Presencia de pasos
pretéritos que imponían silencio entre los chiquillos. Se suspendía el juego
y cesaba el alboroto. Era una forma de diario homenaje a quienes poco o nada
debían a la vida o a la nación. Que sumaban una acreencia permanente a la
admiración y al respeto, que estamos olvidando pagar.
Uno
de los domiciliarios más caracterizados del barrio –que no encaja en el tono
de los descritos, pero que llevo impreso en mi memoria– fue el joyero don Lino;
es lo único que recuerdo de su identidad. Desconozco si este fue su nombre o
apellido (tal vez su apellido). De manera impresionante tengo grabado en la
retina a este anciano de cuerpo menudo y enjuto, casi podría decir que había
sido marcado anticipadamente por la muerte, para una entrega inmediata a
domicilio. Rostro pálido y nariz aquilina, el cabello largo, muy ralo y lacio
le caía por las mejillas, mientras encorvado trabajaba sobre su yunque de
platero, que instalado en una pequeña mesa, bloqueaba la entrada del
modestísimo taller en los bajos de su casa.
Personaje
central de lo que parecía ser un escaparate viviente, y muestra de una escena
arrancada de cualquier judería de siglos pasados, en la que exhibía una
mísera muestra de joyas, que con gran timidez hablaban del oficio de su
dueño. Tan pobre y disminuido en extremo, que bien se lo habría podido tomar
por una visión milenaria o como la encarnación misma del Ahsaverus, en su
bíblico vagar por la Tierra hasta la consumación de los siglos.
Calleja
estrecha esta de Las Peñas, donde alguna vez escuchamos el cálido arrullo de
una nana, campo abrigado de juegos infantiles, vía de amores juveniles, de
trompizas, de pujanza y forja de almas. Rincón de recuerdos hoy en ruinas,
única vía que aún abraza al vecindario en íntima impertinencia. Medidas
ajustadas de la calzada, casas abigarradas y estrechez de distancia, que
obligaban a la vida discreta, sosegada y calma. Placidez doméstica apenas
disturbada por el crujir de maderas viejas o el rozar de tafetanes y encajes
antiguos.
Una
de las peculiaridades de la calle causada por sus menguadas medidas –que es
probable se conserva todavía– eran los efluvios que diariamente emanaban de
las cocinas. Verdaderas fragancias culinarias que hablaban a gritos sobre el
menú de todos los días y entregaban promesas gastronómicas al olfato atento
y ávido paladar del pasante. Alguna vez sancocho, arroz con menestra, carne
asada y maduros fritos, cariucho, cazuela u otra suculenta vianda típica que
alegraba las mesas de los vivientes. Todos ellos echaban a volar aromas
estimulantes del apetito de los peatones y vecinos. Falta de amplitud de la
calle y apretujamiento de casas, que siempre fueron motivo de profunda preocupación,
pues el 'Incendio Grande', ocurrido en la madrugada del 6 de octubre de 1896,
ya había consumido al barrio hasta los cimientos, desde La Planchada hasta
incluir La Cervecería, extremos que siempre encerraron el ámbito total del
barrio. Al salir de la calle Numa Pompilio Llona se encuentra el baluarte o
bastión de La Planchada –que le llamábamos 'La Glorieta'– al que hoy
erróneamente se lo llama 'El Fortín'. Mudo testigo de la lucha por la
supervivencia de Santiago de Guayaquil, desde allí se combatió a los piratas,
se rechazó en las postrimerías de la Colonia el ataque del almirante Brown.
Escenario de vida real, del ir y venir de multitudes, de generaciones enteras
de constructores y conductores de la ciudad. Más adelante la plaza Colón, el
templo de Santo Domingo, la cumbre y laderas del Cerro Santa Ana, la 'Boca del
Pozo' –nombre tomado del pozo excavado en 1622– que forman el entorno que tuvo
nuestra ciudad colonial.
En
la esquina noroeste (Julián Coronel y Rocafuerte) se hallaba la tienda de los
hermanos Landucci, especie de 'delicatessen' criollo, que era además el
escenario, donde estos respetables inmigrantes italianos, deslumbraban a los
curiosos con sus habilidades de motociclistas.
Para
llegar a la 'poza de las ranas', suerte de balneario nudista de cuanto
'mataperros' vivía en las inmediaciones, había que pasar por el –barrio de
maleantes que no eran tan malos– sin embargo, ningún guardián del orden se
aventuraba a penetrar. Para ir al centro de la ciudad habían cuatro calles: el
Malecón, Panamá, Rocafuerte con sus enormes ficus, cuyas raíces a la larga
destruyeron el pavimento, y la calle Córdova, entonces sin pavimentar.
Una
vez en él, fácilmente se hallaba la desde entonces principal avenida –9 de
Octubre– que era pavimentada hasta Boyacá. La mayor parte de las calles
comprendidas desde Chimborazo hacia el oeste, y de Colón hacia el sur,
incluyendo Eloy Alfaro y Chile, carecían de pavimento.
En
la mayoría de las calles, algo alejadas del centro, era menester, durante la
estación lluviosa, colocar piedras de un lado a otro – lo suficientemente
grandes para sobresalir del lodo– para que permitiesen, de salto en salto, el
paso de los peatones. Aún se conservaban –de los tiempos viejos– en la calle
Francisco P. Ycaza algunos portales con piso de madera, por ello, cuando se
producía un incendio se quemaban las casas hasta los cimientos. En estos
pasajes –por lo general funcionaban ciertos cafés– se alineaban las mesas
hasta la acera, donde los parroquianos disfrutaban sus bebidas bajo la sombra y
protección de toldas de lona que utilizaban todos los establecimientos
comerciales para protegerse del sol y la lluvia. En los portales de las calles
Pichincha y Rocafuerte, entre las calles Luque y Clemente Ballén, se alineaban
los 'cajones' o 'caramancheles' de los comerciantes minoristas.
El
parque Seminario –que algún desinformado hoy lo llama “de las iguanas” –frente
a la vieja catedral de madera– achaparrada y fea, que a fin de mejorar su
apariencia la pintaban simulando mármol–, exhibía sus árboles aún mozos,
los mismos que hoy más viejos dan todavía un marco de frescor a la siempre
hermosa estatua ecuestre de Bolívar. En su glorieta –adornada con arabescos
vegetales de hierro forjado que todavía admiramos– se instalaban los mayores o
la banda de músicos durante las kermeses de beneficencia, a las que la
juventud de principios del siglo XX, asistía luciendo trajes frescos y
aparentes. Hoy alguien con mucha imaginación y poca información, nos presenta
como 'típica' la imagen ridícula de jóvenes vistiendo cotona –camisa que solo
se usaba en el campo– con corbata de 'micho' y por añadidura 'tostada'.
El
barrio del Astillero –el segundo en antigüedad– situado entre las actuales
calles Mejía y avenida Olmedo, cuyos inicios se remontan a septiembre de 1697,
fue un poderoso impulsor del progreso de la ciudad, que con el andar del tiempo
se colmó de inmigrantes emprendedores que establecieron industrias y
comercios. De estos tomó el nombre de 'Calle de la Industria' la actual Eloy
Alfaro. Fue escenario de cuadrillas de trabajo, carretas; voces e imprecaciones
de cantina. Su orilla del río exhibía una gran aglomeración de lanchas
acoderadas o atracando, amalgama generadora de ruido, suciedad, olor de aceite.
Todo ello mezclado en elevados decibeles con el rumor de las parrillas,
calafates y tableteo de remachadores. Arrabal lejano, cuna de guayaquileños
bragados, de grandes amigos de esquina y para siempre. Forjadores del deporte,
de Emelec, de Barcelona, de los equipos remeros. Que aún no cesan de añorar
sus vivencias y cultivar con ternura los profundos lazos que los unen a la
ciudad.
El
centro de la ciudad, ayer como hoy, era el corazón que latía con fuerza
generadora de riqueza, nervio principal, actividad febril colectiva pero sin la
prisa ni la impersonalidad de hoy, forma de vida que daba espacio a la amistad,
a la tertulia. El apacible tono callejero que se percibía diariamente
permitía escuchar la voz de la ciudad, y disfrutar de la risa juvenil y
traviesa de alguna coquetuela. En las madrugadas de ahora cuando la ciudad
duerme, deben resonar todavía las voces fantasmales de los pregoneros de
tiempos idos. Como un eco lejano se debe escuchar el armónico “trulirulí
trulirulá... trulirulí trulirulá”, con el que el afilador de cuchillos y
tijeras anunciaba su presencia.
Los
pianos instalados en los cafés (pesebreras) al caer la tarde, inundaban de
música a sus sectores de influencia. La animada melodía de la canción 'El
Zorzal', incitaba a los comensales a cantarla: “Cuando era joven, nunca me
olvido, vivía en un rancho, bajo un sauzal, entre sus ramas colgaba un nido y
allí cantaba siempre un zorzal”. El valsecito 'Un pueblito español'
dejaba correr sus estrofas sentimentales, a lo largo de las lágrimas de algún
inmigrante ibero: “En una aldea de España, oí un canto de amor, suave,
evocador, una canción de recuerdos, y muy sentimental, que decía así: Linda
casita pintada de blanco color, tus tejas rojo fuego que me hablan de amor”.
La canción 'Enamorado' era para los románticos de principios de siglo: “Al
pie de tu reja, te canto adorada, la canción divina de mi corazón”, al
igual que 'La Maravillosa', que gemía diciendo: “Mi fiel corazón, por ti
está suspirando”...
También
el piano ambulante, que a cuestas de quien lo trabajaba, recorría las calles
esparciendo sus características piezas musicales. Siempre llevaba consigo
algún animalito domesticado, a veces un mono machín (mico), otras un lorito o
un perico, los cuales estaban entrenados para sacar de una caja, un papelito
plegado, y entregarlo a quien pagaba los diez centavos para escuchar la
melodía que correspondía en el rollo, que generalmente era la alegre canción
'Virgencita', que se la cantaba con facilidad: “En una mesa te puse un
ramillete de flores, Mariana no seas ingrata, regálame tus amores”. Estos
papelitos, contenían la buenaventura, anunciando a veces el amor por llegar,
una visita inesperada, la riqueza que tocará las puertas, etc., pero nunca
malos presagios.
El
voceador mañanero que proclamaba la bondad de su oferta, el verdulero, el
carbonero o el joven humilde que se ganaba la vida vendiendo los diarios:
“niversiteliéeegrafo”, al atardecer “la priiinsa... diarioelatarde”. El hombre
de la palanca colmada de patas de cerdo, que ofrecía “patalavá, niiiña”, “mondonguito
de borreeego” o del vendedor de pescados que “corviniliiisa”, gritaba.
“Bolemaní y melcocha”, “pan de yuca y carmelitas de yema”, “chocolatín y
cocada”, entonaba al mediodía el dulcero.
Vocerío
tempranero que rompía el silencio como un gallo madrugador, y que hoy inunda
igual, pero con temor a las pandillas, el espacio suburbano. Era la voz de la
ciudad, el rumor cotidiano, su vigoroso palpitar y alegre despertar de cada
mañana. Vendedor ambulante, característico del Guayaquil mercader, que
aprendía a vivir de su esfuerzo y actividad de siempre.
Todavía
estimula los sentidos el recuerdo de las cocinas, que perfumaban el ambiente
con el siempre alardeante aroma de los dulces de pechiche o guayaba. Casi a la
tardecita veraniega, se levantaba el 'chanduy' y a la 'oración' se iniciaba el
paseo por el malecón, a tomar “el fresco de don Silverio”. Por las noches,
qué grata frescura, en las caminatas sin miedos a veces bajo la luna, se
disfrutaba de la húmeda brisa del río que armonizada por risas femeninas
tenía olor a juventud.
Poco
más tarde, las tortillas de maíz en la calle Rocafuerte o frente al cementerio.
El vendedor de “can de Suiza” (candy swiss), instalado con su charol en
la esquina, encendía su lámpara (Petromax), tan brillante que opacaba la luz
mortecina de las calles.
Tarde
en la noche, ya oscura, cuando por los tejados solo se escuchaba a los gatos en
celo, rasgaba el aire la cadencia romántica de las vihuelas; las trémulas
notas de las guitarras esparcían el acompañamiento apasionado a las serenatas
de enamorados. Bajo la soñolienta vigilia de algún 'celador' se abrían
quedamente las persianas para mostrar la silueta tímida de alguna amada mujer.
Imposible
olvidar aquel Guayaquil, tan pequeño y tan costeño, tropical y risueño,
trajeado de lino y algodón, pletórico del texto de Moral y Cívica, en
el que todos nos conocíamos. Oloroso a cacao y especias, coloreado de mangos y
naranjas apilados en la calle. Que al arrullo de su ría vestida de jacintos de
agua, de canoas y balandras, creció y fue escenario de una sinfonía de
puerto, de esfuerzo y sudor. Despedida de pañuelos, de buques zarpando.
Cadencia de remeros, chirriar de cabrestantes y aves marinas, fue el ámbito
hermoso de aquel Guayaquil tan nuestro, morada de gentes que disfrutaban por
ser educadas; del hombre humilde de vestidos pobres pero limpios, sin zapatos
pero de levita. Marco de paz, lento como el tranvía de entonces, cálido de
calor humano, árbol frondoso que nos cobijó con su abundancia de virtudes,
que enriqueció nuestra vida, nos vio crecer y se hizo amar.
¡Cuántos recuerdos!, magia de tu aroma,
Olor a mirto, a tierra, a verdes algas,
a ciruela madura, ollas de barro,
a dukce de guayaba...
Y repartidamente entre tu cerro
Sembrado de ciruelas y casas,
y la anchurosa longitud del río
poblado de canoas y balsas,
transcurrieron mis años juveniles
se plasmaron mis sueños y mis ansias.
¡Ternura larga de mis recuwrdos
Que se pierden en el fondo se las aguas!
Se han quedado en la cuenca de mo oído
Tus antiguos pregones, las mañanas
se llenaban de cantos y de gritos
“Pan de regalooo, pata lavaaaaa”...
Y te quedaste sola, para siempre
Estampada en mi memoria y en mi alma.
¡Te habité tantos años! Y felices
Son mis recuerdos dee las viejas casas.
Aprendí a meditar entre sus rejas
Y descubrí el amor en tus ventanas.
Por eso vaga aún entre los cuartos
Mi espíritu vestido de fantasma,
Y es mi larga ternura por sentirte
Un grito que me aprieta la garganta.
Angosto patio el de mi infancia tierna
Entre tus piedras se quedó mi alma [1]
En
la esquina noroeste (Julián Coronel y Rocafuerte) se hallaba la tienda de los
hermanos Landucci, especie de 'delicatessen' criollo, que era además el
escenario, donde estos respetables inmigrantes italianos, deslumbraban a los
curiosos con sus habilidades de motociclistas.
Para
llegar a la 'poza de las ranas', suerte de balneario nudista de cuanto
'mataperros' vivía en las inmediaciones, había que pasar por el –barrio de
maleantes que no eran tan malos– sin embargo, ningún guardián del orden se
aventuraba a penetrar. Para ir al centro de la ciudad habían cuatro calles: el
Malecón, Panamá, Rocafuerte con sus enormes ficus, cuyas raíces a la larga
destruyeron el pavimento, y la calle Córdova, entonces sin pavimentar.
Una
vez en él, fácilmente se hallaba la desde entonces principal avenida –9 de
Octubre– que era pavimentada hasta Boyacá. La mayor parte de las calles
comprendidas desde Chimborazo hacia el oeste, y de Colón hacia el sur,
incluyendo Eloy Alfaro y Chile, carecían de pavimento.
En
la mayoría de las calles, algo alejadas del centro, era menester, durante la
estación lluviosa, colocar piedras de un lado a otro – lo suficientemente
grandes para sobresalir del lodo– para que permitiesen, de salto en salto, el
paso de los peatones. Aún se conservaban –de los tiempos viejos– en la calle
Francisco P. Ycaza algunos portales con piso de madera, por ello, cuando se
producía un incendio se quemaban las casas hasta los cimientos. En estos
pasajes –por lo general funcionaban ciertos cafés– se alineaban las mesas
hasta la acera, donde los parroquianos disfrutaban sus bebidas bajo la sombra y
protección de toldas de lona que utilizaban todos los establecimientos
comerciales para protegerse del sol y la lluvia. En los portales de las calles
Pichincha y Rocafuerte, entre las calles Luque y Clemente Ballén, se alineaban
los 'cajones' o 'caramancheles' de los comerciantes minoristas.
El
parque Seminario –que algún desinformado hoy lo llama “de las iguanas” –frente
a la vieja catedral de madera– achaparrada y fea, que a fin de mejorar su
apariencia la pintaban simulando mármol–, exhibía sus árboles aún mozos,
los mismos que hoy más viejos dan todavía un marco de frescor a la siempre
hermosa estatua ecuestre de Bolívar. En su glorieta –adornada con arabescos
vegetales de hierro forjado que todavía admiramos– se instalaban los mayores o
la banda de músicos durante las kermeses de beneficencia, a las que la
juventud de principios del siglo XX, asistía luciendo trajes frescos y
aparentes. Hoy alguien con mucha imaginación y poca información, nos presenta
como 'típica' la imagen ridícula de jóvenes vistiendo cotona –camisa que solo
se usaba en el campo– con corbata de 'micho' y por añadidura 'tostada'.
El
barrio del Astillero –el segundo en antigüedad– situado entre las actuales
calles Mejía y avenida Olmedo, cuyos inicios se remontan a septiembre de 1697,
fue un poderoso impulsor del progreso de la ciudad, que con el andar del tiempo
se colmó de inmigrantes emprendedores que establecieron industrias y
comercios. De estos tomó el nombre de 'Calle de la Industria' la actual Eloy
Alfaro. Fue escenario de cuadrillas de trabajo, carretas; voces e imprecaciones
de cantina. Su orilla del río exhibía una gran aglomeración de lanchas
acoderadas o atracando, amalgama generadora de ruido, suciedad, olor de aceite.
Todo ello mezclado en elevados decibeles con el rumor de las parrillas,
calafates y tableteo de remachadores. Arrabal lejano, cuna de guayaquileños
bragados, de grandes amigos de esquina y para siempre. Forjadores del deporte,
de Emelec, de Barcelona, de los equipos remeros. Que aún no cesan de añorar
sus vivencias y cultivar con ternura los profundos lazos que los unen a la
ciudad.
El
centro de la ciudad, ayer como hoy, era el corazón que latía con fuerza
generadora de riqueza, nervio principal, actividad febril colectiva pero sin la
prisa ni la impersonalidad de hoy, forma de vida que daba espacio a la amistad,
a la tertulia. El apacible tono callejero que se percibía diariamente
permitía escuchar la voz de la ciudad, y disfrutar de la risa juvenil y
traviesa de alguna coquetuela. En las madrugadas de ahora cuando la ciudad
duerme, deben resonar todavía las voces fantasmales de los pregoneros de
tiempos idos. Como un eco lejano se debe escuchar el armónico “trulirulí
trulirulá... trulirulí trulirulá”, con el que el afilador de cuchillos y
tijeras anunciaba su presencia.
Los
pianos instalados en los cafés (pesebreras) al caer la tarde, inundaban de
música a sus sectores de influencia. La animada melodía de la canción 'El
Zorzal', incitaba a los comensales a cantarla: “Cuando era joven, nunca me
olvido, vivía en un rancho, bajo un sauzal, entre sus ramas colgaba un nido y
allí cantaba siempre un zorzal”. El valsecito 'Un pueblito español'
dejaba correr sus estrofas sentimentales, a lo largo de las lágrimas de algún
inmigrante ibero: “En una aldea de España, oí un canto de amor, suave,
evocador, una canción de recuerdos, y muy sentimental, que decía así: Linda
casita pintada de blanco color, tus tejas rojo fuego que me hablan de amor”.
La canción 'Enamorado' era para los románticos de principios de siglo: “Al
pie de tu reja, te canto adorada, la canción divina de mi corazón”, al
igual que 'La Maravillosa', que gemía diciendo: “Mi fiel corazón, por ti
está suspirando”...
También
el piano ambulante, que a cuestas de quien lo trabajaba, recorría las calles
esparciendo sus características piezas musicales. Siempre llevaba consigo
algún animalito domesticado, a veces un mono machín (mico), otras un lorito o
un perico, los cuales estaban entrenados para sacar de una caja, un papelito
plegado, y entregarlo a quien pagaba los diez centavos para escuchar la
melodía que correspondía en el rollo, que generalmente era la alegre canción
'Virgencita', que se la cantaba con facilidad: “En una mesa te puse un
ramillete de flores, Mariana no seas ingrata, regálame tus amores”. Estos
papelitos, contenían la buenaventura, anunciando a veces el amor por llegar,
una visita inesperada, la riqueza que tocará las puertas, etc., pero nunca
malos presagios.
El
voceador mañanero que proclamaba la bondad de su oferta, el verdulero, el
carbonero o el joven humilde que se ganaba la vida vendiendo los diarios:
“niversiteliéeegrafo”, al atardecer “la priiinsa... diarioelatarde”. El hombre
de la palanca colmada de patas de cerdo, que ofrecía “patalavá, niiiña”, “mondonguito
de borreeego” o del vendedor de pescados que “corviniliiisa”, gritaba.
“Bolemaní y melcocha”, “pan de yuca y carmelitas de yema”, “chocolatín y
cocada”, entonaba al mediodía el dulcero.
Vocerío
tempranero que rompía el silencio como un gallo madrugador, y que hoy inunda
igual, pero con temor a las pandillas, el espacio suburbano. Era la voz de la
ciudad, el rumor cotidiano, su vigoroso palpitar y alegre despertar de cada
mañana. Vendedor ambulante, característico del Guayaquil mercader, que
aprendía a vivir de su esfuerzo y actividad de siempre.
Todavía
estimula los sentidos el recuerdo de las cocinas, que perfumaban el ambiente
con el siempre alardeante aroma de los dulces de pechiche o guayaba. Casi a la
tardecita veraniega, se levantaba el 'chanduy' y a la 'oración' se iniciaba el
paseo por el malecón, a tomar “el fresco de don Silverio”. Por las noches,
qué grata frescura, en las caminatas sin miedos a veces bajo la luna, se
disfrutaba de la húmeda brisa del río que armonizada por risas femeninas
tenía olor a juventud.
Poco
más tarde, las tortillas de maíz en la calle Rocafuerte o frente al cementerio.
El vendedor de “can de Suiza” (candy swiss), instalado con su charol en
la esquina, encendía su lámpara (Petromax), tan brillante que opacaba la luz
mortecina de las calles.
Tarde
en la noche, ya oscura, cuando por los tejados solo se escuchaba a los gatos en
celo, rasgaba el aire la cadencia romántica de las vihuelas; las trémulas
notas de las guitarras esparcían el acompañamiento apasionado a las serenatas
de enamorados. Bajo la soñolienta vigilia de algún 'celador' se abrían
quedamente las persianas para mostrar la silueta tímida de alguna amada mujer.
Imposible
olvidar aquel Guayaquil, tan pequeño y tan costeño, tropical y risueño,
trajeado de lino y algodón, pletórico del texto de Moral y Cívica, en
el que todos nos conocíamos. Oloroso a cacao y especias, coloreado de mangos y
naranjas apilados en la calle. Que al arrullo de su ría vestida de jacintos de
agua, de canoas y balandras, creció y fue escenario de una sinfonía de
puerto, de esfuerzo y sudor. Despedida de pañuelos, de buques zarpando.
Cadencia de remeros, chirriar de cabrestantes y aves marinas, fue el ámbito
hermoso de aquel Guayaquil tan nuestro, morada de gentes que disfrutaban por
ser educadas; del hombre humilde de vestidos pobres pero limpios, sin zapatos
pero de levita. Marco de paz, lento como el tranvía de entonces, cálido de
calor humano, árbol frondoso que nos cobijó con su abundancia de virtudes,
que enriqueció nuestra vida, nos vio crecer y se hizo amar.