martes, 9 de junio de 2020


La cocina en América
Los frailes dominicos fueron los religiosos de la conquista, ellos se embarcaron en la aventura para difundir el cristianismo en un mundo desconocido. En este empeño y cegados por el fanatismo destruyeron una civilización autóctona, sus creencias y culturas. Cuando Santiago de Guayaquil sufrió su última mudanza a la cumbre del cerro Santa Ana, que parece haber ocurrido el 25 de julio de 1547 en coincidencia con la fiesta del apóstol Santiago, allí estuvieron los dominicos, y cuando la ciudad comenzó su expansión levantaron el primer convento y capilla.
En 1593, llegaron los agustinos y levantaron su convento en la orilla norte del estero de Villamar (actual calle Loja), opuesto al astillero, luego de lo cual la ciudad se extendió hasta ese punto. El 2 de junio de 1603 arribaron los franciscanos y en julio de 1672 se tomaron las primeras providencias para establecer un convento de monjas. En los cabildos celebrados el 18 de noviembre de 1674 y el 3 de abril de 1678, se resolvió iniciar la colecta pública destinada a levantar el edificio para el primer convento de monjas.
Por estos contactos, cada uno en su tiempo y lugar de la extensa América que constituyó el Imperio de Ultramar, los evangelizadores lograron hacerse de la información y conocimiento de plantas nativas medicinales, habilidades que fueron incorporadas por los protomédicos en su práctica con pacientes en los hospitales. También lograron una recopilación extensa y detallada sobre la dieta diaria, basada en la utilización combinada de bienes alimenticios americanos con los llegados de Europa. 


Tanto los conventos como los hospitales, gracias a la acuciosidad de los primeros frailes de las órdenes mencionadas, se logró la identificación y uso de la zarzaparrilla, utilizada contra las bubas o mal francés, la quinina, con la que lograron aliviar a los palúdicos, la manzanilla, el orégano y tantas hojas y yerbas utilizadas por los nativos para los males estomacales, fracturas y heridas. Fueron verdaderos centros de investigación que aportaron grandes descubrimientos para la farmacopea mundial. Religiosos que gracias a su práctica y experiencia comunitaria lograron aumentar la producción agrícola, logrando así penetrar y participar en su organización. Fueron también los portadores del conocimiento para la perforación de pozos y búsqueda del agua subterránea destinada al consumo y a la irrigación.
Los frailes llegados a catequizar las Américas, encontraron que el gran vehículo para alcanzar la atención de las comunidades indígenas, eran las fiestas religiosas, para lo cual tuvieron buen cuidado de darles características semejantes a sus prácticas religiosas. También las representaciones teatrales interpretando la expulsión de los moros, fueron importantes y utilizando imágenes santas difundieron la religión cristiana, la formación en valores, la historia de España, la política, etc. Actividades que pese a la alimentación regularmente frugal de los frailes y de ayunos y abstinencias de las monjas, terminaban en grandes fiestas y comilonas públicas.
En las fiestas públicas como la coronación de un nuevo rey o el nacimiento de un príncipe, celebradas en las capitales de los virreinatos, participaban los virreyes, sus esposas, los arzobispos, etc. Empezaban con el paseo del real estandarte convocaban a toda la población local y pueblos vecinos, cabalgatas cargadas de boato y mucho aparato culminaban en un estrado levantado en la plaza de armas, donde entre vivas y loas al acontecimiento se leían los bandos que lo anunciaban de viva voz. También se exaltaban hechos como la fundación de ciudades, el ingreso de novicias a la vida religiosa, el santo patrono de las ciudades o de los conventos, etc. Celebraciones en las que se ofrecían los más deliciosos platos, basados en la carne de cerdo, y dulces elaborados en los conventos. En estas fiestas se exponía la más relevante mezcla de recetas europeas y americanas elaboradas por las criollas educadas en los conventos.
Las costumbres alimenticias variaban conforme la ecología continental, en países como el nuestro, en las tierras altas el clima favorecía el cultivo del trigo, que permitía la elaboración de un pan de buena calidad, luego prosperarían la cebada y la avena, mas en las sabanas tropicales, el plátano y el maíz lo reemplazaban ampliamente, cuyo producto era conocido como pan del pobre, cosa apartada de la verdad pues las clases altas los consumían con avidez. La alimentación principal fue a base de grandes cantidades de carne, especialmente de cerdo y borrego, que fueron los animales domésticos que más acogida tuvieron entre la población indígena especialmente en la andina. 
Sin embargo, en forma paulatina, llegadas de Europa se introdujeron en los conventos y de allí se generalizaron en la dieta diaria las legumbres, verduras y hortalizas, haciendo evidente la preocupación por un balance en la alimentación que se acentuó con el paso del tiempo y la llegada de extranjeros. De esta forma, con la incorporación de los vegetales la comida colonial se hizo menos cárnica. Los frutos nativos americanos, los europeos y otros de origen asiático y africano, como los cítricos y las nueces, avellanas y almendras. se expresaron en las mejores recetas de cocina salidas de los conventos 
Los cerdos, gallinas, ovejas, cabras, vacas, caballos, fueron los primeros animales doméstico que llegaron con la conquista se reprodujeron con facilidad y aportaron su carne, huevos, leches y mantequillas, etc. Luego los frutos traídos por los europeos, algunos de ellos de origen asiático o africano, se produjeron muy bien, destacándose los cítricos. Las hiervas aromáticas europeas, la especería asiática y africana como el anís, azafrán, albahaca, cilantro, canela, clavo, jengibre, mejorana, mostaza, orégano, pimientas y romero, que junto a las nativas vainilla, achiote y cacao, formaron rápidamente parte del recetario de la cocina colonial


En los inicios de la conquista, las encargadas de preparar la comida para los españoles, fueron las indígenas. Pero con la llegada de la mujer conquistadora, que “en la economía, en la sociedad, en las artes, en la política y en su misión trascendente como creadora de pueblos” (Borges Analola: Anuario de Estudios Americanos, 1972),hizo que las cosas cambiaran. De esta forma la mujer del pueblo, que tuvo el coraje de abandonar su vida en la Península, que aunque pobre, y pueblerina tenía el recurso de familias constituidas, simboliza la pasión de dominio, pasión amorosa, heroica fidelidad conyugal, autoritarismo, extraordinaria fortaleza. Verdadera protagonista del acto heroico de sumarse a la conquista se encuentra desbordada por la fuerza de los hechos, pero inmersa en ellos. En 1604 Felipe III quedó sorprendido al enterarse de la presencia de aproximadamente seiscientas mujeres en la flota salida ese año hacia México, cuando él no había autorizado oficialmente y tras las debidas formalidades administrativas más que cincuenta.
Como los utensilios de cocina de metal, resultaban escasos y costosos, fueron reemplazados por la alfarería indígena, que en la medida de su perfeccionamiento y enriquecimiento gracias a la incorporación de la técnica del vidriado, se incorporaron nuevos diseños que permitieron utilizar el aceite de oliva para freír los alimentos, más que la mantequilla, pero al igual que la manteca de cerdo. 

 Otras formas de cocer los alimentos fueron el asado y el horneado, tareas realizadas 

en una habitación destinada a tales actividades, estancia que en la casa de los pobres era pequeña y en la de los ricos, como hasta hoy, era amplia y separada del comedor. 


“Había por lo menos cuatro categorías de pan, siendo el blanco el mejor. También se elaboraban bizcochos, buñuelos, hojaldres, empanadas, y pasteles salados y dulces.

 La carne era otro aspecto importante del abastecimiento. Se establecieron mataderos y rastros en las afueras, para sacrificar el ganado en pie que llegaba a las ciudades conforme a las costumbres españolas (…)

 Otro elemento importante fueron las bebidas”. 
El aguardiente fue muy difundido y si bien en un principio no hubo problemas, luego se prohibió, y solo se lo vendía en las pulperías y era apreciado por los indígenas. 

El vino tenía la preferencia de los españoles, pero su desarrollo fue muy limitado, por lo cual de lo traía de España.

 La cerveza era considerada muy buena para la salud, por lo cual se comenzó a fabricar y beber, aunque solo por los españoles ya que los indígenas continuaron prefiriendo el aguardiente (Anuario de Estudios Americanos). 

miércoles, 3 de junio de 2020



San Biritute

Cuando en 1517, la “Santa Inquisición”, célebre institución de la oscura España medieval es trasladada a América, la información sobre la sexualidad entre aborígenes comienza a distorsionarse y la Iglesia a reprimir costumbres ancestrales. Las crónicas salidas de la conquista basadas en la tradición oral de los pueblos indígenas, de las cuales nacen la leyenda y el mito, son fuentes a las que recurre la historia a falta de una documentación fehaciente. Pero, al ser prohibidas y satanizadas las naturales costumbres y expresiones culturales, sobre la práctica sexual prehispánica, lo único que hemos podido conservar de esta, es la representación muda manifestada en vasijas y figurillas de barro o en monolitos esculpidos en piedra.
El español tan vinculado a los movimientos y migraciones de la humanidad a través de la Península Ibérica, aprendió a no detenerse en nada ni andarse por las ramas en aquello de poseer sexualmente a mujeres de diferentes razas. Manifestándose primero con las moras y judías, y cuando llega como conquistador del Nuevo Mundo, donde había multiplicidad de costumbres en la práctica sexual, en particular aquella de la relación previa a cualquier tipo de unión formal, no tiene límites en hacerlo con las indias y más tarde con las negras. Y si a esta tendencia le agregamos la práctica común de la sodomía entre los nativos, la tradicional rijosidad latina y la palabra cálida dicha al oído de sus mujeres, causó una verdadera explosión demográfica. Pues, según la tradición a ellas las hacía muy felices y a sus familias muy honradas de que sus jóvenes hembras pariesen hijos de los conquistadores.
Este encuentro sexual entre dos culturas, produjo en la autóctona conductas extrañas en la relación familiar, al punto que provocó la promulgación de muchas ordenanzas que establecían castigos para “el indio cristiano que tuviese acceso con india infiel o estuviere amancebado con ella, por la primera vez, que lo trasquilen y den cien azotes... También se le prohibió tener a su lado a “hermana suya, ni cuñada, ni tía, ni prima hermana, ni manceba de su padre”, no fuera que entre ellos hubiese una unión carnal reñida con la religión. Es decir, que se produjo lo que podríamos llamar una estampida carnal, un ocurrir de todo entre todos. 
Esta breve información adquirida nos llevó a averiguar, muy superficialmente por cierto, qué ocurrió entre nosotros. Y descubrí una tradición sobre un tótem, que además de atribuírsele gran cantidad de poderes para hacer felices a nuestros indígenas de los manglares y de bosque tropical seco, era un símbolo sexual armado de tremendos atributos llamado San Biritute. Pero, no te asustes querido lector, no se trata de un desviado del santoral de la Iglesia Católica, sino, según Francisco Huerta Rendón, del amo y señor del recinto de Zacachún perteneciente a la parroquia Julio Moreno en la provincia del Guayas. 
Este nombre lo lleva nada menos que un tótem monolítico tallado por los antiguos pobladores del bosque tropical seco, que hoy tiene mucho de seco y nada de bosque, que cubría la planicie de la provincia del Guayas comprendida entre las montañas de Colonche y Chongón y el mar, que hoy, nos quieren robar. Este sitio cuando fue visitado por estudiosos de la arqueología, se situaba entre lomas de poca altura, perdido entre ceibos, guayacanes, amarillos, bálsamos, cascoles, algarrobos y rodeado por brusqueros achaparrados. 
Entonces era Zacachún un caserío de una sola calle que acogía una población muy limitada, que se alzaba sobre el espinazo de una colina marcada con profundas grietas, cicatrices originadas por la lluvia, tal si fuera el erizado y escamoso lomo de una iguana. En una de las lomas comprendidas en esa topografía, oculto desde los tiempos prehispánicos se hallaba un icono deificado llamado Biritute. 
Considerado como una especie de “mentolátum” utilizado para todo (pero que no servía para nada), era venerado por los habitantes del pueblo y tenido por celoso cancerbero protector de sus devotos. Se le atribuían poderes capaces de generar lluvias copiosas y abundantes cosechas, quitar dolores y espantar ladrones. No había dolencia ni padecimiento que se resistiese a sus virtudes curativas. Al punto, que para tratar las enfermedades de la sangre o del padrejón, los zacachunenses no requerían de emolientes o pócimas especializadas, brebajes o pistrajes, aguachirles o bebistrajos, emplastos o menjunjes, cataplasmas o potingues, sino simplemente tocarlo.
Pero estas potestades no solo eran su fuerza ni su vigorosa eficacia, para todo tenía solución y remedio. Hacía que la menstruación volviese a las menopáusicas y que ya abuelas, las mujeres se embarazasen. Igual cosa ocurría con las jóvenes en “estado de merecer” que habían sido sacadas a cuarto aparte, y que pese al empeño del cholo no entraban en aquello de la concepción. 
Para alcanzar su gracia, durante lo más cerrado de las tinieblas y oscuridad de una noche de verano, nunca en invierno porque las lluvias atenuaban sus amplios poderes (palabrejas de moda), las interesadas debían darse un estrecho arrumaco con enérgico restregón y mucha entrega contra la fría piedra totémica, y asir con ambas manos el descomunal, pétreo y erecto falo que sin ningún pudor exhibía el señor de Zacachún.
Pero, pese a los poderes descritos algunas veces solía fallar. Cuando esto ocurría, especialmente en el día de difuntos (2 de noviembre), las perjudicadas, asimismo por la noche depositaban a sus pies la clásica mazamorra morada, plátanos verdes asados al carbón de guayacán, humitas, carnes secas y ahumadas al calor del fogón, etc., para estimular su apetito, pues se dice que los tenía muy variados. En otras palabras, lo que podríamos llamar, un suculento y sustancioso delicatessen, digno del más conspicuo aniñado, que, además, se lo acompañaba generosamente con chicha de jora y aguardiente de punta. 
Los perros y chanchos del pueblo (generalmente abundantes) se daban el atracón del año, como lo evidenciaban los restos esparcidos por el suelo, en clara señal de disputas canino-porcinas. Sin embargo, de la chicha ni una gota había sobrado algún aficionado al picantito del fermento. Después de este espléndido obsequio a la inexpresiva deidad, las interesadas en entrar “en estado”, confiadas, insistían en el estimulante proceso nocturno. Para volver una y otra vez al catre, y encontrar a los Tigreros, Banchones o Villones profundamente dormidos y ajenos a sus requiebros amorosos. 
Así las cosas, entre las afectadas no cabía duda que el culpable de estos aletargamientos carnales o evidente falta de rigor en la obligación marital, no era otro que Biritute. Entonces, a la impasible masa de naturaleza sorda, que mostraba un pudendo petrificado y erosionado por centurias de entusiasta manoseo, se le armaba la gorda. Se encapotaban los cielos y la valdivia cantaba: ¡al hueco va, al hueco va! El más anciano varón del recinto, asumiendo el papel de inquisidor, fuete en mano arremetía contra “Biri” para darle “tute”. Era tan fuerte la azotina que saltaban chispas de su espalda caliza, y las mujeres, esperanzadas siempre en el futuro, formadas en grupo de lloronas o plañideras, coreaban ¡no le pegues más, no le pegues!
Según relatan los cuenteros en Zacachún, reunidos en torno a la candela, el último ejecutor que propinó a Biritute tan inmerecido castigo, no vivió para contar el cuento. Se rasgó el firmamento y se precipitaron tan torrenciales lluvias que se pudrió el maíz, se ahogaron hasta las guaijas y tan malsano quedó el ambiente que a los pocos días acabó la vida del anciano verdugo. Desde entonces, buen cuidado tienen los vecinos de ni siquiera mirarlo mal, no se le ocurra, nuevamente, exprimir las nubes en forma tan exagerada. Las mujeres lo adulan con generosos regalos, lo regalan con alusivas oraciones respecto a su virilidad, pero sin mirar de frente, solo de soslayo, al impresionante príapo.
Con la llegada de los castellanos la fe en la efigie se enfrió, y como no se conocía el viagra, viejos y jóvenes, recurrían a su ancestral conocimiento, medios y recursos estimulantes. Convertidos en Ulises tropicales y muy ligeros de ropas, corrían su propia odisea. Devoraban distancias dentro de su nación huancavilca, vadeaban esteros, trepaban empinados montes y bajaban por tupidas cañadas, cruzaban extensos pajonales y tejidos manglares, para cosechar la estimulante yumbina, en el momento en que el “cuchucho” entraba en celo. Colectar ostiones gordos en El Salado durante la luna llena, hacer pasta de aguacate caído en menguante y amasar maní en leche de burra blanca con la flor del amancay del Guayas. 
Todo lo cual, macerado en el bajo vientre de una viuda joven dormida, pero sin alterar su sueño, se aplicaba como emplasto, usando el rabo de un tejón pillado en el acto reproductor. O se bebía como liviana pócima de un bototo curado con sebo de venado y enjundia de gallina, saturado con efluvios de la panza de un berrugate posorjeño. O se comía como una verdadera ensalada de Afrodita. Pese a esta odisea y a la introducción por los poros o por la vía oral de todo el recetario en el torrente sanguíneo de los recipientes, nunca hubo una explosión poblacional en el pueblo, que hoy languidece casi extinguido.
Hoy que el turismo costeño ha cobrado intensa actividad, debería orientarse hacia el recinto Zacachún para disfrutar de la visión que ofrece en el centro del pueblo, la tosca figura de Biritute junto a una cruz, la cual, un acucioso fraile alguna vez colocó para sustituirlo o por lo menos competir con él. Pero al no lograrlo, debió transar con los zacachunenses para, a cambio de llamarlo y considerarlo santo, permitirles que en la cara posterior del escapulario lleven la fotografía de esta figura porno precolombina.










viernes, 29 de mayo de 2020


Voces de antaño
Desde sus albores hasta los tiempos actuales nuestra ciudad, viene siendo comparable a la caudalosa corriente de nuestro Guayas, que jamás deja de mover su abundante aporte a la riqueza y progreso del país. Desde la memoria que se pierde en el tiempo es un centro de febril actividad urbana que dimana tanta energía creadora, que bien lo podemos calificar como nervio vital de la patria. El pequeño caserío que por coincidencia con su fiesta patronal parece haberse asentado el 25 de julio de 1547 en la cumbre del cerro Santa Ana, en menos de dos siglos se convirtió en la ciudad más rica y pujante de la costa del Pacífico sudamericano.
El papel jugado por Guayaquil en el desarrollo de nuestro país es el resultado de una triple función cumplida a través de su historia: única ciudad-puerto de la Audiencia de Quito, principal astillero del Pacífico sudamericano, centro de comercio importador y exportador de maderas, extraídas de las montañas de Bulubulo, de cacao de la cuenca del Guayas, café de los bancos de Balzar y tabaco de las vegas altas del Guayas, etc. 
Esta vida productiva y desarrollada explica con claridad meridiana el interés que despertó en numerosos viajeros, en cuyas descripciones sobre el llamado Reino de Quito, no pudieron prescindir de redactar extensos pasajes, en los que se la identifica como un corazón que latía con fuerza generadora de riqueza, movido por una colectiva actividad febril.
Su acelerado progreso, logrado por el esfuerzo de sus hombres y mujeres que supieron aprovechar la feracidad de la cuenca del Guayas, alcanzó su máximo punto en el segundo tercio del siglo XVIII, conocido como el “primer boom del cacao”. Los ataques piratas, incendios, la insalubridad del medio, forjaron un ciudadano luchador, de voluntad fuerte con un alto sentido de pertenencia y permanencia. 
Así, aferrados a la hermosa ribera que le dio natura, convirtieron a Guayaquil no solo en una ciudad-puerto generadora de cultura y abundancia, sino en un centro de pensamiento liberal ilustrado. Una revolución, no puede hacerse sin ideas, sin dinero ni fuerza militar, y eso aportó nuestra ciudad para la concepción, financiación y ejecución de la independencia nacional y final de la colonia en el continente. 
Guayaquil, llamada “Capital Montuvia” por José de la Cuadra, hacía honor a tal categoría, porque era el terminal comercial donde el agro se abastecía de todas sus necesidades, creando un ambiente entre citadino y campirano. Y miles de canoas, chatas, balandras de todo tamaño abastecían a los mercados del alimento diario que consumía la sociedad. Asentada en el margen occidental del Guayas, exhibía su extenso malecón como la verdadera columna vertebral de la economía nacional. 
La vida en la orilla resumía la pujanza de la ciudad: los trasatlánticos fondeados en el surtidero, recibían de los lanchones atracados a sus bandas el cacao y el banano, otros descargaban en ellos la mercadería importada para transportarla a la aduana. El malecón, pleno de aromas de cacao, frutas, plátanos, junto al del sudor y la humedad salobre del río, era el crisol donde se fundía el montuvio con el cacahuero y el cuadrillero, con el comerciante y el poderoso “gran cacao”.
En este espacio físico se forjó una sociedad que no tuvo la prisa ni la impersonalidad de hoy, forma de vida entre citadina y campirana que daba espacio a la amistad, a la tertulia. El apacible tono callejero que se percibía diariamente, permitía escuchar sus pregones, descubrir la pujanza de sus gentes, y disfrutar de la risa juvenil y traviesa de alguna montuvia, chola costeña o encopetada coquetuela. 
En las madrugadas del siglo XXI cuando la ciudad duerme, en las calles más tranquilas del centro de la ciudad o del barrio de Las Peñas, todavía se debe escuchar románticas serenatas frente a los balcones de las amadas, en que el charrasqueo de las guitarras rasgaba el aire acompañando canciones como: “Enamorado” que a principios de siglo XX, decía, “Al pie de tu reja, te canto adorada, la canción divina de mi corazón”, o “La Maravillosa”, que resumía amor cantando, “Mi fiel corazón, por ti está suspirando”.
Con un sereno de tres canciones escogidas los enamorados se juraban amor eterno, no era necesaria declaración alguna. La voz romántica y sentimental del cantante interrumpía los sueños de las bellas. Y tras las celosías de las persianas, resaltada por la luz mortecina de una vela, se percibía la ansiosa silueta de la hembra que mostraba sus hombros desnudos flanqueados por una cascada de rizos negros. 
Al amanecer, cada voceador mañanero proclamaba a todo pulmón la bondad de su oferta: el verdulero elogiaba el rojo del tomate, el carbonero, al hecho de guayacán o algarrobo, el vendedor de aguacates voceaba que todos eran “de la pepa floja”. El joven humilde que se ganaba la vida vendiendo los diarios, asimismo se desgañitaba “niversiteliéeegrafo”, con la noticia del griego “Papadópulos” que murió descuartizado de El Salado.
Como un eco lejano del siglo XX, aun resuenan en el vecindario las voces fantasmales de los pregoneros. El “trulirulí trulirulá... trulirulí trulirulá”, de la armónica con que el afilador de cuchillos y tijeras anunciaba su presencia. El vendedor de patas de cerdo, ofrecía “patalavá, niiiña”, “mondonguito de borreeego” o del pescador que brindaba “corviniliiisa” patrona. Vocerío tempranero que rompía el silencio como un gallo madrugador, que hoy inunda igual, pero con temor a las pandillas, el espacio suburbano. Era la voz de la ciudad, el rumor cotidiano, vigoroso palpitar y alegre despertar de un pueblo trabajador. 
A la media mañana hasta después del mediodía, recorría las calles el vendedor ambulante de telas, el sencillero característico del Guayaquil comerciante, que vendiendo fiado y en actividad constante aprendía a vivir de su esfuerzo. Al atardecer, los dulceros anunciaban sus golosinas, “Bolemaní y melcocha”, “pan de yuca y carmelitas de yema”, “chocolatín y cocada”. 
También recorría las calles el piano ambulante. Una caja musical que al girar una manija movía un rollo perforado de pianola y esparcía en el ambiente sus melodías. También solía llevar algún animalito: a veces un mico, un canario, un loro o un perico entrenados para sacar de una pequeña caja un papelito plegado, que decían a quien había pagado para escuchar la melodía, la buenaventura, un amor por llegar, una visita inesperada, la ansiada riqueza, etc., pero nunca malos presagios. La melodía más frecuente de escuchar era la alegre “Virgencita” que se cantaba fácil: “En una mesa te puse un ramillete de flores, Mariana no seas ingrata, regálame tus amores”.
Al caer la tarde, desde los cafés y las llamadas pesebreras donde se bebía buen chocolate y se jugaba dominó, inundaban el ambiente los pianos y pianolas. La animada melodía de la canción “El Zorzal”, incitaba a los comensales a cantarla: “Cuando era joven, nunca me olvido, vivía en un rancho, bajo un sauzal, entre sus ramas colgaba un nido y allí cantaba siempre un zorzal”. El valsecito “Un pueblito español” dejaba correr sus estrofas sentimentales y las lágrimas de algún inmigrante ibero: “En una aldea de España, oí un canto de amor, suave, evocador, una canción de recuerdos, y muy sentimental, que decía así. Linda casita pintada de blanco color, tus tejas rojo fuego que me hablan de amor”.
En los viejos barrios, donde todavía estimula los sentidos el alardeante aroma emanado de las cocinas en que se cocía dulces de pechiches o guayabas, se sentía la tardecita refrescada por el “chanduy” (brisa que viene del mar sobre esa población) y a la “oración” (cuando se oculta el sol). Los enamorados y sus chaperonas se paseaba en la “góndola” tirada por una mula sobre los rieles del malecón, para tomar “el fresco de don Silverio Ponce”.  
Por las noches, las caminatas sin miedos, a veces bajo la luna, eran realmente gratas. La brisa fresca propagaba risas femeninas y esparcía por la orilla voces y olor de juventud. Algo más tarde, se disfrutaba de las tortillas de maíz en la calle Rocafuerte o frente al cementerio. El vendedor de “can de Suiza” (candy swiss), instalado con su charol en cualquier esquina, encendía su lámpara tan brillante que opacaba la macilenta luz de las calles. 
En la noche oscura, cuando por los tejados solo se veían gatos en celo, nuevamente rasgaba el aire la cadencia romántica de las vihuelas, que junto a trémulas notas de las guitarras esparcían el acompañamiento apasionado a las canciones de amor. Y bajo la soñolienta vigilia de algún “celador” se abrían quedamente las persianas para mostrar la atrevida silueta de la mujer amada.
Guayaquil, es una mezcla de tesón y energías nacidas de una lucha permanente contra la adversidad, protagonizada por un empresariado y un pueblo trabajador siempre decididos a emprender y prosperar en libertad. 

martes, 26 de mayo de 2020


La defensa del istmo de Panamá
La sistemática destrucción de la “Armada Invencible”, fue el momento más propicio para que Francia, Inglatrerra y Holanda inflingiera terribles daños a la economía española y al Imperio de Ultramar. Los ataques corsarios afectaron las Indias, sin embargo se defendieron, y continúa siendo un misterio su capacidad de defensa sin fuerzas navales y escasos recursos. El Pacífico sudamericano era una apreciada golosina para tan poderosos enemigos, las enormes riquezas procedentes del Asia y del Perú, movilizadas por el galeón de Manila y por la Armada del Sur. La debilidad de las ciudades costeras mayormente indefensas invitaban al saqueo, y por la ausencia de control eran campo propicio para el contrabando. A esto debemos agregar una numerosa flota costera que comerciaba sin protección, presentándose como fácil presa de la piratería.
Las autoridades coloniales consideraban que la gran distancia que mediaba entre Europa y el litoral del Pacífico, era el más disuasivo de los elementos con que contaban. Craso error, pues los corsarios Ingleses, holandeses, franceses y filibusteros independientes, si bien no tenían bases de operaciones al alcance de sus necesidades inmediatas y apenas dos rutas para acceder al Pacífico desde el Atlántico, el atractivo de tesoros tan fabulosos era suficiente para acicatear su ambición. De ahí que, navegar por el tormentoso Cabo de Hornos, situado al extremo sur del continente, o atravesar el istmo de Panamá por su parte más estrecha eran del dominio de los marinos a finales del siglo XVII. 
Sin embargo, la ruta del Cabo de Hornos por las terribles tempestades y el encuentro de masas de agua tormentosa de ambos océanos donde enormes montañas de agua despedazaban flotas enteras, desalentaba a los españoles y pese a las nuevas técnicas y progreso en la construcción naval aplicadas en el siglo XVIII, no insistieron en utilizarla como ruta directa entre Callao y España (expedición de Alonso de Camargo, 1541. Inglaterra, tras el famoso viaje de Drake (1578), descartó la navegación por el estrecho de Magallanes como la ambicionada vía para alcanzar al Extremo Oriente. Con Holanda, pese a ser la más antigua y persistente en su utilización para varias expediciones ocurrió lo propio. En 1642, con el desastre sufrido por Hendrik Brouwer igualmente la abandonó. 
No quedaba más como vía posible de penetración a la Mar del Sur que atravesar la zona del istmo de Panamá, posición que se afirmó notablemente con la conquista de Jamaica realizada por Inglaterra en 1660-1665. Conquista que incrementó la actividad bélica, permitiendo a corsos y bucaneros, particularmente ingleses tener una base segura para su sistemática agresión a la zona en busca de adueñarse de las rutas comerciales del Pacífico sur. Fue así como la provincia de Veragua sufrió varios ataques carentes de mayores efectos entre 1680 y1686, que no pasaron de ser sino simples actos de pillaje, pues las condiciones boscosas y de población que facilitaban el control y defensa de la provincia, por lo que las poblaciones afectadas fueron fácilmente reconstruidas y fortificadas. “Pues Panamá, punto neurálgico del comercio indiano y <escudo y defensa de los reinos del Perú> por fuerza había de ser mantenida a toda costa.  El lugar más débil del istmo no eran, pues, ni Veragua ni Panamá, sino la vecina provincia de Darién” (…). 
El Darién, es la parte más estrecha del istmo conacceso a ambos océanos,  situado al noreste de Panamá y el Chocó, y al sureste, se hallaban Popayán y Cartagena, franja desolada de territorio salvaje poblada por indígenas muy primitivos que no habían podido ser sometidos precisamente por las dificultades que ofrecía el terreno y que, además, era muy fácil para los bucaneros obtener su ayuda, como guías y portadores con la simple entrega de abalorios y chucherías llamativas. De esa forma los filibusteros complementaron los caminos que atravesaban el Darién con las rutas del Cabo de Hornos o Magallanes para sembrar el terror y destrucción en las poblaciones y navegación comercial de la Mar del Sur.
Con estas dos vías habilitadas, los ataques piratas alcanzaron por 1670 un gran nivel de actividad en una zona marítima que desde 1642 no había sido surcada por ningún fascineroso. En 1670, Valdivia, la centinela chilena de Magallanes fue atacada por filibusteros. El 1668, Morgan había asestado otro golpe demoledor y exitoso a Portobelo el más grande centro de comercio español, y dos años más tarde conquistó y destruyó la fortificada plaza de Panamá. Dueños del camino del Darién los piratas se sentían como en casa; con ayuda de los nativos construían numerosas piraguas que con marinería enviada desde Jamaica, utilizaban para asaltar buques mercantes españoles. Los capturaban y artillaban para realizar acciones de piratería más audaces. Esta escuela de entrenamiento, facilitada por la lenidad de las autoridades españolas, permitió el éxito de los ataques de Bartolomé Sharp.
Sharp estuvo casi año y medio en el Pacífico y para volver Europa realizó una veloz jornada de navegación entre Paita y el estrecho de Magallanes, imposible de imaginar en aquella época, al llegar al estrecho se encontró un mar endemoniado, con vientos cruzados y aguas embravecidas, por lo que buscó la ruta exterior para salir al Atlántico. Las consecuencias inmediatas al éxito que obtuvo el inglés en sus correrías por el Pacífico americano, fueron dos: una positiva, como fue el empeño de la corona española por impedir que ningún buque mercante zarpase de puerto sin ir artillado y llevando abordo una dotación militar, y una negativa: la proliferación de aventureros dispuestos a tener las mismas oportunidades de enriquecerse que él. 
Sin embargo, las disposiciones del Gobierno español no fue posible aplicacarlas por cuanto a lo largo de la costa del Pacífico no era posible reclutar marinos ni artilleros porque no los había. Tampoco cañones en número suficiente, y si los hubiese habido, los pequeños mercantes no tenían espacio ni condiciones para montar piezas de artillería. En cambio los bucaneros habían desarrollado una audacia que rayaba en lo temerario. A principios de 1684 se avistó en las costas chilenas a tres naves piratas, que al primer encuentro con tres buques mercantes peruanos los capturaron, abandonaron sus tripulaciones en una playa y navegaron al Darién donde embarcaron unos 800 hombres enviados desde la base de Jamaica por pedido previo. Con la fuerza de seis navíos bien tripulados y armados se enfrentaron sin éxito a una considerable flota española en Panamá.
Al no lograr vencerlos ni alcanzar el botín que esperaban capturar se dedicaron al saqueo de poblaciones costeras y por órdenes del virrey peruano se dispuso el cierre de todos los puertos. Medida torpe tomada por debilidad, pues más pronto que volando debió suspenderla ya que al impedir el comercio de cabotaje se presentó una aguda falta de artículos de primera necesidad, particularmente en Panamá, que sin el regular comercio procedente de El Callao, Trujillo, Guayaquil y Nicaragua, no podía sobrevivir. “Los mercantes, indefensos y carentes de fuerzas de escolta, eran presas fáciles que los piratas habÍan obtenido ya en número de treinta y cuatro a comienzos de mayo de 1685; el total de presas se elevaba a sesenta y dos a fines del año siguiente, es decir, casi las dos terceras partes de la flota mercante del Pacífico” (…).
1685 y 1686 fueron muy duros para Tierra Firme, cuyas poblaciones costeras de Chepo, Remedios, Alange, Los Santos y San Lorenzo fueron saqueadas. Igualmente lo fueron León en Nicaragua, el Realejo en Nueva España, y Paita, Huacho, Huaura, Saña en el Perú. También Acapulco y Guayaquil más de una vez se vieron amenazadas. Estas agresiones fueron simultáneas con las realizadas en el Caribe, las costas de Campeche, Santo Domingo y Florida.
Además alarmantes noticias procedentes de Londres, Jamaica, Curaçao y Amsterdam, mantenían en ascuas a las colonias españolas ultramarinas. Piratas ingleses, franceses o de otras nacionalidades recibían el apoyo de Francia e Inglaterra a través de sus colonias antillanas. Disimulada por la piratería, ambas naciones encubrían una guerra no declarada a España, sin otra finalidad que estimular el contrabando inglés y francés en América. A partir de 1687, como efecto de las construcciones defensivas que España había sembrado en ciudades costeras importantes la lucha disminuye su intensidad. 
Diez años más tarde la llegada de alarmantes noticias de que Francia enviaría cuatro fragatas, un navío y dos urcas con destino al Pacífico americano cundió el pánico. Felizmente y gracias a los fuertes temporales desatados en el Cabo de Hornos, la escuadra no pudo entrar a la costa meridional americana, y el tan temido ataque se esfumó. Pero fue la amurallada Cartagena de Indias la que recibió el golpe en 1697,  pues el rey Luis XIV de Francia en guerra declarada contra España, ayudado por unos armadores de los astilleros de Brest con la colaboración de filibusteros franceses armó una expedición con 22 navíos dirigida a conquistarla. Tras una pobre defensa fue tomada, pero no como posesión francesa sino como un acto de piratería más, ya que luego de recoger un excelente botín se retiraron. Por las grandes distancias y lentitud de comunicaciones, la noticia llegó tardíamente al virrey peruano, quien envió una fuerza de 300 hombres, pertrechos y 140.000 pesos para contrarestar la acción de los franceses. Cuyo plan de ataque al imperio ultramarino español, contemplaba el ataque y destrucción de las flotas de Nueva España y Tierra Firme, y el asalto y destrucción de Santo Domingo, Habana y Cartagena, para llevar la guerra al Pacífico con tanb impresionante flota. 


miércoles, 20 de mayo de 2020


Piratas, Corsarios y Defensas II.

En el artículo anterior vimos el intento de crear suficientes defensas y anunciar las primeras incursiones de piratas europeos hacia el Nuevo Mundo, tendentes a despojar a España de sus rutas comerciales y riquezas en tesoros que viajaban del Imperio de Ultramar a la Península. Sin embargo, los iniciadores de la piratería no fueron precisamente los enemigos de España. En el siglo XIV la piratería estaba tan organizada por la corte de Aragón, que regían ordenanzas para regularla. Los Reyes Católicos, asociados en éste pingüe negocio, utilizaron capitulaciones para pormenorizar los derechos y obligaciones de los corsarios. Con estos antecedentes podemos decir que España fue la más entusiasta por el corso, mientras lo utilizaba como auxiliar de su Armada. 
Sin embargo, Enrique VII de Inglaterra (1485-1509) fue el primero en armar en corso a buques particulares contra EspañaMás adelante se convertiría en su azote cuando Inglaterra en especial, y en menor escala Francia y Holanda, introdujeron un cambio sustancial. Pues mientras para España lo principal era el aspecto bélico para Inglaterra fue un asunto de estado y de supervivencia. Fue el medio más eficaz para quebrar el poder español apoderarse de sus rutas comerciales y participar de las fabulosas riquezas del Nuevo Mundo. 
Al quedar todas las naciones europeas, excepto España y Portugal, por el tratado de Utrecht quedaron fuera del reparto de tierras y posteriormente del comercio con las colonias americanas. España, sólo podía realizar tales actividades través de la Casa de Contratación, radicada en Cádiz y más tarde en Sevilla, que era el escudo mediante el cual su monarquía intentaba mantener en secreto lo descubierto en América. 
Sin embargo en 1521 piratas franceses a las órdenes de Juan Florín lograron capturar parte del famoso Tesoro de Moctezuma estimulando a las casas reales europeas a crear los medios para acceder a tan fabulosos botines. Esta circunstancia obligó a los españoles a crear los medios para defenderse e iniciaron la construcción de los enormes galeones mucho más armados que los navíos piratas.
A partir de 1545 se produjo el descubrimiento español de las minas de plata de Potosí en el Alto Perú (actual Bolivia, se dice que los incas ya conocían su existencia), y el 1 de abril de 1545, junto a un grupo de españoles el capitán Juan de Villarroel tomó posesión del monte que llamarían Cerro Rico. La inmensa riqueza hallada en este lugar y la intensa explotación a la que lo sometieron los españoles hicieron que la ciudad la ciudad de Potosí creciera de manera asombrosa. 
Estas grandes riquezas llegaban al istmo de Panamá para ser transportadas en recuas de mulas del Pacífico al Caribe, para embarcarlas a España en las llamadas flotas de galeones. También se enviaba desde Acapulco plata acuñada hacia el Asia en el galeón de Manila, que retornaba anualmente cargado de especias y sedas asiáticas. Riquezas que quedaron expuestas a la piratería por la ineficacia y debilidad de la Armada de la Mar del Sur. 
También los sectores de la costa peruana ricos e indefensos, presentaron un magnifico cebo para estos depredadores. De esa manera convirtieron en blanco de sus ataques a las costas desde Chile hasta México. Guayaquil era una ciudad muy rica pues movía todo el comercio legal e ilegal del cacao. Además, muchos comerciantes de Lima para ahorrarse los derechos de aduana que debían pagar por embarcar bienes en el Callao, enviaban a esta ciudad el dinero y otros bienes destinados a España. También se recibía en Guayaquil oro procedente de Quito, mercaderías varias, tejidos, imágenes para uso de las iglesias, etc. 
Los primeros en cruzar el océano para asentarse en las islas del Caribe y atacar pequeñas naves y poblaciones indefensas, fueron los corsarios franceses y algunos pocos españoles enrolados con ellos. Más tarde surgió una nueva forma de piratería personificada por el corsario inglés, especializada en el saqueo de ciudades, puertos y mercancías. Esta modalidad disfrutaba de una patente de corso, es decir: una “licencia para robar y saquear” con la autoridad explícita del rey u otro gobernante. 
Inglaterra y Francia tenían a sus corsarios institucionalizados cuya actividad se convertía en lícita en tiempos de guerra. De esta manera los piratas clásicos se van haciendo corsarios, que era una postura más cómoda, pues actuaban siempre dentro de un orden legitimado y bajo la protección de la ley. Fue Enrique VIII el primer monarca que expidió las patentes de corso en Inglaterra. Más adelante la reina Isabel I se convertiría por este medio, en “empresaria marítima” otorgando las patentes a cambio de su participación en el botín conseguido.
El primero de los ingleses en merodear nuestras costas fue Francis Drake al mando de la goleta “Golden Hind” de 100 toneladas. La única de cinco naves que conservaba de las que partió del puerto de Plymouth, pues al cruzar el estrecho de Magallanes lo sorprendió un furioso temporal en el que naufragaron dos de ellas, y las otras dos lo abandonaron para volver a su país. 
Desde el 6 de noviembre de 1578 en que penetró al Pacífico navegó hacia el norte. En Valparaíso apresó un buque con un rico tesoro en lingotes de oro; en Arica un cargamento de plata en barras; entró al Callao y se levantó un embarque de plata. Se disponía a tomar Guayaquil mas, por un capitán español capturado en el Callao se enteró que acababa de zarpar el galeón “Botafogo”, lo persiguió y capturó con oro y joyas por 900.000 libras esterlinas. Tesoro que al ser repartido con Isabel I de Inglaterra le valió el título nobiliario de Sir.
Ese año por la misma vía ingresó al Pacífico Thomas Cavendish. Intentó asaltar Arica y Paita pero fracasó. Entró en Puná y se apoderó de la isla y en ella reparó dos de sus naves, y la tercera la hundió por mal estado. Pensó tomar Guayaquil mas se desanimó ante las 80 millas de difícil navegación por el Guayas. Mientras permanecía en la isla el cacique de Puná Francisco Tomalá dio aviso a las autoridades de Guayaquil. Y un grupo de embarcaciones al mando de Jerónimo Castro y Grijuela trasladó un fuerte contingente de hombres. En la noche se aproximaron a los piratas y en el alba los atacaron por sorpresa. 
La mayor parte de ellos se refugió en sus naves, solo 4 se parapetaron y resistieron en la casa del cacique quien autorizó pegarle fuego para obligarlos a salir. Fueron capturados y enviados a Lima donde el Tribunal de la Inquisición los juzgó por herejes y sentenció a la pena capital. Drake y Cavendish cada uno a su vez optaron por no volver vía estrecho de Magallanes, navegaron al norte hasta California y de allí al archipiélago de las Molucas, cruzaron el océano Índico, luego el cabo de Buena Esperanza al sur del África y por el Atlántico hacia el norte alcanzaron las costas inglesas.
En 1624 el holandés Jacobo L´Hermite llegó a Puná con doce buques. Con 400 hombres emprendió una incursión contra Guayaquil en la que perdió la vida, y sus huestes resultaron muy maltrechas. Al día siguiente con mayor ferocidad sus lugartenientes atacaron con seiscientos hombres pero volvieron a ser derrotados. Mas la ciudad quedó en ruinas: incendiada, y sus principales edificios derruidos. Cientos de muertos sembraron el dolor y el luto entre los vecinos. Tanto fue el daño que por muchos años los guayaquileños lamentaron las pérdidas.
En abril de 1687 con la llegada a la ciudad del pirata Bartholomew Sharp, quien en asocio con los corsarios ingleses al mando de George Hewit y los franceses Picard y Groignet, se produjo el más grave atentado contra Guayaquil. La asaltaron saquearon, asesinaron a cientos de vecinos. Apresaron al gobernador y a 700 hombres todos los cuales fueron liberados mediante el pago de un rescate de 4’600.000 piezas de a ocho, reunidas por los vecinos pudientes y abandonaron la ciudad reducida a escombros.
En 1709 110 corsarios al mando de Woodes Rogers y Stephen Courtney y William Dampier (el pirata literario, que ya había estado en Guayaquil) entran a la ciudad y se presentan como traficantes “negreros”, y al ver el miedo dibujado en el rostro del corregidor Jerónimo de Boza y Solís, no sólo exigieron 40.000 pesos de rescate por dos rehenes que se llevaron, sino que se entregaron al pillaje durante cinco días, llegando a acumular 60.000 pesos en joyas y dinero a más de una enorme cantidad de víveres y objetos. El capitán Rogers pese a lo que representaba era un hombre culto, y durante el tiempo que permaneció en la ciudad recorrió sus alrededores, conoció sus gentes y recursos. Lo cual le permitió escribir una de las más interesantes y completas descripciones de Guayaquil. Permaneció largos meses entre los guayaquileños, hasta obtener las piezas de plata que exigió como rescate.
Hay que tener en cuenta que estos corsarios muchas veces eran empresarios comerciantes que vendían productos muy necesarios para los colonos y compraban a buen precio los artículos que estos debían vender exclusivamente a la Casa de Contratación. Por lo tanto en muchas ocasiones la presencia permanente de piratas en el casi despoblado Caribe insular era bien vista, e incluso necesaria, tanto para los habitantes como para las élites españolas residentes en América. Es el caso de John Hawkins que vendió esclavos traídos desde África y compró especies a mucho mejor precio que el pagado desde Sevilla. 



lunes, 18 de mayo de 2020



Asalto peruano a Guayaquil

El Perú, siempre ambicionando la posesión de Guayaquil, había forjado un plan militar en territorio colombiano, que no vaciló en poner en práctica. El Gral. Illingworth, Prefecto de Guayaquil, junto a Wright y Taylor, planificaron la defensa de la ciudad habilitando y artillando la goleta “Guayaquileña” y la corbeta “Pichincha”. El 31 de agosto de 1828, se produjo un combate naval a la altura de punta Malpelo, en las inmediaciones de Tumbes, en el cual las naves colombianas mencionadas derrotaron a la goleta peruana “Libertad”, hecho con el que se consideraron rotas las hostilidades entre ambos países. 
En el ínterin, el almirante George Guisse comandante general de la Escuadra peruana,  a bordo de la fragata “Presidente” anclada en Puná el 3 de octubre de 1828, comunica al secretario y mayor de órdenes de la escuadra peruana teniente coronel Francisco del Valle Riestra, la captura de “dos empleados que fueron tomados en el Naranjal en la sorpresa que mandé hacer sobre ese pueblo...”[1]
Luego de este asalto a Naranjal, el 22 de noviembre de 1828, el almirante Guisse, al mando de la fragata “Protector” entró por sorpresa al río Guayas, guiado por un práctico que recogió en Puná,[2] y lo condujo hasta frente a la ciudad. A las cuatro y media de la tarde [3] inició un barrido contra las casas del malecón y la población civil bajo el fuego de metralla, balas y palanquetas, hasta las siete y media de la noche en que cesó por la imposibilidad de ver los objetivos. Y pese a que esta ardía en llamas, al amanecer del día siguiente reanudó el ataque. Las baterías de La Planchada y cuatro cañones emplazados en el malecón disparaban sin cesar contra las naves peruanas, manteniendo un sostenido combate que duró hasta las ocho y media de la noche del segundo día. 
A las seis de la mañana, casi al tercer día de combatir. “La pieza de artillería que tanto daño causó al enemigo por lo incesante de su fuego y lo certero de su puntería, estaba a cargo del Capitán de Navío José Antonio Gómez Valverde. Y es lo cierto que, cuando se presentó el almirante Guisse sobre la cubierta de la <Protector> para observar con su anteojo esa pieza que tanto daño causaba, acababa Gómez de fijar puntería... se hizo el disparo, y a poco más se observó que era arriada la bandera almirante en la nave peruana, la cual se dejó ir aguas abajo hacia La Puntilla...”.[4]
Según la nota necrológica publicada en Guayaquil consta que el almirante Guisse se opuso a las órdenes de ametrallar la ciudad: “Ha muerto el Almirante Martín Jorge Guisse en el combate del 24 del corriente a las diez de la mañana. Lo sentimos como un bravo militar que ha hecho distinguidos servicios a la causa Americana y es una lástima que en los últimos días de su vida se haya degradado en hacerse el instrumento de una facción. Nos es muy satisfactorio anunciar a nuestros lectores que el Almirante Guisse al recibir del Gobierno Peruano la orden de incendiar a esta ciudad, manifestó la última repugnancia”.[5]
El ataque peruano a Guayaquil ocurrido los días 23 y 24 de noviembre de 1828 recibió una recia respuesta por parte de los defensores de la ciudad. Aparte de Guisse, en la nave capitana Protector cayeron 21 tripulantes y un oficial que se inhumaron en la ciudad.[6] El comandante de la Presidenta, capitán Micklejon recibió dos heridas de gravedad y abordo de la nave durante el combate fueron heridos cincuenta marineros y clases. La Presidenta también recibió grandes averías y la corbeta Libertad hubiera corrido igual suerte, si no hubiese sido por la cobardía de su comandante José Boterín, que a la muerte de Guisse huyó del escenario.
Después de la derrota sufrida en Guayaquil, los buques de guerra peruanos continuaron sus irrupciones sobre los pueblos indefensos de la Costa. Lo cual, fue más que razón suficiente para que Gobierno de Colombia rompiese relaciones con el Perú, exigiendo satisfacciones por las armas, en caso de serle negadas por las vías diplomáticas. Sin embargo, la voz oficial aseguraba que Bolívar deseaba evitar este rompimiento, buscando por todos los medios la conciliación. 
“No será pues Colombia jamás responsable de las consecuencias de esta guerra, y creemos que los pueblos del Perú estarán bien convencidos que ella se fraguó desde el 26 de enero del año 1827 en que los anarquistas se apoderaron de sus destinos para obrar el mal a nombre de la patria. Ha principiado al fin, y si el Perú no vuelve sobre sus pasos, ¡quién sabe cuál será su duración!”.[7]
En Guayaquil apenas quedaba el batallón Ayacucho, ya que las otras unidades habían partido a Cuenca para unirse al ejército de Sucre que marchaba a detener la rebelión encabezada por La Mar. “Y no contando con elementos eficaces, tuvo que pactar una especie de armisticio, documento que debía tener una duración de diez días, a cuyo vencimiento, si no se tenía noticias procedentes del curso de la guerra en el interior o si ésta había sido adversa a las armas de Colombia, se comprometían las autoridades a entregar la plaza”.[8]
Mientras la escuadra peruana bloqueaba el golfo y atacaba Guayaquil, el ejército peruano, cumpliendo todas las etapas del premeditado plan de guerra, había invadido y ocupado las provincias de Tumbes y Loja, amenazando Cuenca. Las tropas de Colombia al mando de Sucre, asistido por Flores y O’Leary, las enfrentaron y derrotaron en los campos de Tarqui. Pese a esta derrota, a lo estipulado por el Tratado de Girón y a las repetidas veces que fueron conminadas a desocupar Guayaquil, no solo se negaban a hacerlo violando abiertamente el tratado. 
Finalmente, ante la pertinaz negativa, el 27 de junio de 1829, en la sabana de Buijo (Samborondón), Bolívar derrotó a los invasores, se firmó una suspensión de hostilidades y el 10 de julio de ese año se firmó un armisticio de sesenta días, hasta que fuera ratificado por el Congreso peruano. Una vez recuperada la ciudad, se reorganizó la administración pública y el jueves 6 de agosto de 1829, el semanario “El Colombiano del Guayas” reanudó sus labores y reapareció con el número 1, editorializando: ”Como los ciudadanos del sur están perfectamente instruidos de las fatales circunstancias que afectaron a este país en el largo período de seis meses, parece superfluo explicar aquí los motivos que dieron lugar a la supresión de este periódico, y la conveniencia que hay ahora de restablecerlo; más aún cuando fuera necesario investigar acontecimientos más notorios, nos abstendríamos de hacerlo por ahorrar recuerdos de dolor y amargas reconvenciones en la presencia del Libertador”.[9]
Durante la ocupación que sufrió la ciudad, la Escuela Náutica de Guayaquil permaneció cerrada y su edificio convertido en cuartel de las tropas invasoras que al haber sido expulsadas, fue “refaccionado el local de este importante establecimiento, volverán a seguir los estudios en todo el presente mes, los alumnos que estaban recibidos el tiempo que aquellos se interrumpieron y piensen continuarlos, se lo participarán al director para que los anote; y los jóvenes que al presente quieran dedicarse a la navegación, lo solicitarán por escrito al señor comandante de Marina.”
“Es de esperar que muchos padres de familia quieran aprovecharse de esta favorable ocasión de dar a sus hijos tan brillante y útil carrera, ya que el gobierno les proporciona gratis la enseñanza, y se esmera en premiar a los que aspiran por su aplicación y buen servicio a hacerse dignos de su protección”.[10]

El 12 de septiembre de 1829, el bergantín Congreso del Perú fondeó en el surtidero del Guayas y mediante un mensajero se anunció al Libertador la llegada del señor José Larrea y Loredo, ministro plenipotenciario del Perú encargado de negociar la paz, quien tan pronto desembarcó se puso en contacto con el negociador colombiano designado por Bolívar Dr. Pedro Gual, para dentro de los 60 días señalados en el armisticio redactar el documento diplomático. 
La antigua y gran reputación de ambos negociadores daba en Guayaquil esperanzas de alcanzar “una transacción digna y una reconciliación tan cordial y sincera que restablecerá las antiguas relaciones que ligaban antes los intereses de las dos repúblicas“.[11] “En efecto, las conversaciones se iniciaron el 16 de septiembre en Guayaquil, y el día 22 del mismo mes se suscribía por parte de los señores Gual y Larrea el Tratado de Guayaquil, que posteriormente fue aprobado, ratificado y canjeado por el Congreso y Gobierno del Perú”.[12]
Uno de los más importantes acuerdos, fue el referente a las fronteras entre los dos países, “que debían ser las mismas que tuvieron los Virreinatos de Santa Fe y de Lima, o sea la línea de separación de las dos entidades coloniales según la Cédula de 1740, pero facultando a las partes para poderla ratificar a través de mutuas concesiones de pequeños territorios que  contribuyan a fijar la línea divisoria de una manera más natural, exacta y capaz de evitar conflictos y disgustos entre las autoridades y habitantes de las fronteras”.[13]
Sin embargo, lo acordado y suscrito, como en todos los tratados celebrados a lo largo de nuestra historia con el Perú, que jamás fueron respetados por sus gobiernos, y tras una constante y premeditada estrategia militar de depredación, y una débil respuesta diplomática de nuestro país e indiferencia, o quizá parcialidad de los garantes, el territorio ecuatoriano histórico quedó reducido a la tercera parte. 




[1] Semanario “El Colombiano del Guayas” Nº 54 del 25 de octubre de 1828.
[2] “Premio a la traición: José Caamaño se presentó al Almirante Guisse cuando llegó este con la escuadra Peruana a la isla de Puná para bloquear a este puerto. Fue quien condujo a la fragata el 22 del pasado a esta ciudad. Tuvo la desgracia de varar el buque del Almirante el 24 por la mañana, y al momento fue ahorcado; ¡justa recompensa de su perfidia y traición!” El Colombiano del Guayas Nº 60, 6 de diciembre de 1828.

[3] Ibídem, 29 de noviembre, parte militar que da cuenta de la agresión: “...tengo el honor de poner en conocimiento de Vuestra Señoría que el 22 del corriente a las cuatro y media de la tarde, la escuadra peruana compuesta de la fragata “Protector”, corbeta “Libertad”, una goleta y cuatro lanchas cañoneras a las órdenes del almirante Guisse se presentó a la vista de la ciudad...” 

[4] Camilo Destruge, Álbum Biográfico Ecuatoriano.
[5] “El Colombiano del Guayas” Nº 59, del 20 de noviembre de 1828.
[6] Ibídem
[7] Editorial del periódico oficial El Colombiano del Guayas publicado el 20 de diciembre de 1828.
[8] Jorge Villacrés Moscoso, “Ecuador Historia Diplomática” Tomo I,  Guayaquil, Instituto de Diplomacia y Ciencias Internacionales,  EQ Editorial, Págs. 89-91, 1989.
[9] El Colombiano del 6 de agosto de 1829. 
[10] El Colombiano del Guayas Nº 5, jueves 3 de septiembre de 1829.
[11] Ibídem, jueves 17 de septiembre de 1829.
[12] Villacrés Moscoso, Op. Cit.
[13] Ibídem.

domingo, 17 de mayo de 2020


Piratas, corsarios y defensas 

El descubrimiento del Nuevo Mundo y el asedio permanente de Inglaterra para despojar a España de sus rutas comerciales, la obligó a desarrollar un cambio sustancial en sus estrategias. Ya no solo debía controlar las vertientes mediterránea y atlántica, sino el frente marítimo de Europa, África y América. Murallas, baluartes y fuertes fueron levantados en las costas para defenderse del gran número de enemigos constituidos en su mayoría por piratas y corsarios ingleses, franceses y holandeses. Los cuales ávidos por apoderarse de los tesoros asaltaban los galeones españoles en su ruta a la Península. Estas construcciones militares realmente servían de poco para la defensa de miles de kilómetros de costas e islas.

Desde la llegada a estas tierras del pacificador La Gasca (1546) recibió las sugerencias sobre la fortificación de Puná. Esta preocupación nacía porque sobre el lado del Caribe la lucha contra los piratas empezaba a cobrar importancia. Los primeros en asomar por las costas sudamericanas del Pacífico fueron los ingleses Drake (1583), que hizo pegar un susto terrible al vecindario y dos años después Cavendish (1585), que los obligó a pedir recursos para fortificarse. Los primeros corsarios en amagar seriamente a Guayaquil en 1615 fueron los holandeses guiados por Joris Van Spielbergen. Entraron a la cala de Puná, pero temieron remontar las 80 millas de un río desconocido, de lo contrario habría hechos de las suyas por cuanto la ciudad estaba desguarnecida. El segundo, en 1624, fue el holandés Jacobo L’Hermite, el cual desde Puná, donde había fondeado su flota, envió una excursión de cuatrocientos hombres bien armados que encontraron la ciudad totalmente desprovista de fortificaciones. Sin embargo, fueron derrotados y el propio L’Hermite, gravemente herido fue a morir a las islas del Guano en Perú. En venganza asaltaron Guayaquil por segunda vez y pese a un nuevo fracaso la dejaron destruida.

En 1627 Francisco Pérez de Navarrete decía en una carta: “estando fortificando como estoy esta plaza para defenderla de todo género de enemigos”. Al año siguiente se proponía fortificar la Punta de Santa Elena, pero José de Castro influenciaba para que sus habitantes obstaculicen la construcción un fuerte. En 1639 el conde de Chichón virrey del Perú, considerando que: “se haga más caso de su guarda que la que hoy se hace, pues aunque es así que la gente de este puerto es muy valerosa es tan poco el número el que tiene que no será bastante a resistir la invasión que se puede hacer con él”. Envió al capitán Miguel de Sessé, para que revise las construcciones defensivas, que no tenían carácter permanente, y le informase. Luego de lo cual Lima suministró artillería, armas cortas y municiones.
En vista de la debilidad de las defensas el Cabildo a petición del procurador general Pedro de Carranza, el 2 de mayo de 1643 propuso al vecindario solicitar al virrey el envío de “seis piezas de artillería a esta ciudad para su defensa por cuenta de Su Majestad”. Y empezaron los primeros trabajos consistentes en trincheras, muros de tierra y estacadas de madera incorruptible. Pero el armamento siempre insuficiente para equipar a las milicias de voluntarios motivó una permanente lucha contra el centralismo ejercido por Quito y Lima. En 1651 se levantó el baluarte de La Planchada conformado con muros de tierra y provisto de un estacado en las trincheras. Y con el fin de proporcionar movilidad a los defensores se construyó la calle que desde la orilla del río culminaba en la plaza de Santo Domingo. 
En 1670 el virrey de Lima envió a Guayaquil 6 piezas de artillería con pertrechos y municiones (solicitadas en 1643). Y al año siguiente con el pirata Henry Morgan merodeando las costas del virreinato se fundieron dos pedreros y tomaron medidas de defensa. Cuando en mayo de 1680 la presencia de los ingleses Coxon y Hawkins era una amenaza para las ciudades costeras, el Maestre de Campo Cristóbal Ramírez de Arellano construyó de su peculio en Guayaquil un fuerte y 2.000 varas de trincheras. En 1682 el ingeniero mayor Luis Venegas Osorio hizo un proyecto para defenderla mediante un sistema de murallas y baluartes. Pero a lo largo de más de cien años solo se levantaron cuatro con sus correspondientes cortinas. Los más importantes: La Planchada (el cual, el 24 de febrero de ese año, el vecindario contribuyó con cuatro mil pesos para la reconstrucción en cal y canto). San Felipe, La Concepción, y en 1779 el de San Carlos. Para facilitar la defensa de la ciudad y provincia el rey resolvió elevarla a la categoría de Gobernación Militar. 
En la descripción que hace el pirata francés Guillaume Dampier que intentó asaltar la ciudad en 1684 pero se extravió en los manglares de Punta de Piedra dice: “la ciudad tiene un fuerte en un lugar bajo y otro en una altura”. Se refiere a La Planchada que aun sobrevive y a San Carlos situado en la cumbre del cerro Santa Ana que eran los únicos puntos defensivos. Mucho tiempo atrás el Cabildo había pedido ayuda a Quito para aumentar las milicias y mejorar sus defensas. Pero fue inútil el 20 de abril de 168 piratas ingleses y franceses la tomaron por sorpresa y la asolaron. “Escondidos en Puná determinaron el plan de asalto: el Capitán Picard debía atacar el puerto principal con 50 hombres; el Capitán George Hewit asaltaría el fuerte pequeño con otros 50 hombres; Croignet con el cuerpo principal debía acometer la ciudad”. 
El Corregidor de Guayaquil general Fernando Ponce de León apenas contaba con 300 hombres entre vecinos y soldados con arcabuces y mosquetes de los cuales murieron 70. En ese tiempo solo existían tres remedos de fuertes: San Carlos, ubicado en la cima del cerro Santa Ana, el de Santo Domingo, por el estero de Villamar con dos cañones y el intermedio de La Planchada. “La falta de auxilios de Quito en el incidente de 1687, fue considerada por la ciudadanía guayaquileña no solo como manifiesta negligencia, sino un acto deliberado de deslealtad” (Laurence Clayton, Los Astilleros de Guayaquil).
El 24 de marzo del año siguiente se delibera en Cabildo abierto sobre la continua amenaza que pesaba sobre el puerto “no habiendo, como no hay fortificación formal y defendible en esta ciudad”. Este es el momento en que los vecinos resuelven trasladar la ciudad a un punto que ofrezca mejores posibilidades para evitar ser sorprendidos por atacantes. El lugar elegido fue el llamado Puerto Cazones posiblemente ubicado entre las actuales calles Elizalde y Diez de Agosto. En 1693 se concretó el cambio de lugar pero como no todos los vecinos estuvieron de acuerdo quedó dividida en Ciudad Vieja y Ciudad Nueva.
Tan pronto Ciudad Nueva se inició, con el objeto de contener a los invasores que la amagasen por esos rumbos se decidió construir en sus extremos norte y sur dos trincheras con sus correspondientes fosos paralelos. El foso sur a la altura de la actual calle Mejía y el norte por Elizalde. A quienes se quedaron en Ciudad Vieja los dejaron indefensos al punto que el fuerte de San Carlos desapareció por falta de mantenimiento. Al finalizar el siglo XVII Ciudad Nueva se encontraba totalmente rodeada por trincheras.
La lucha desplegada por los guayaquileños en defensa de la ciudad pese a la lenidad e indolencia del centralismo limeño y quiteño es ejemplarizadora. Es la voz del pasado que nos recuerda la necesidad de, en el presente, levantar nuestros baluartes para la lucha contra el centralismo a favor de una autonomía solidaria con las provincias menos desarrolladas. Apoyarlas en su crecimiento, modernización, progreso, hasta alcanzar la reducción de la pobreza de los ecuatorianos. Todo esto con la mirada hacia una patria única e integrada.
Al iniciarse el siglo XVIII el imperio ultramarino español llegaba a su ocaso. Inglaterra inundaba de contrabando las colonias americanas pues lo había desplazado del mar y despojado de todas sus rutas comerciales. Por otra parte con la muerte sin sucesión del rey Carlos II la corona de España se encontraba vacante. Esta oportunidad convocó a varias cortes europeas entre ellas la de Francia, que se sentía con facultades para reclamar el derecho a ocupar el trono español y con ello nació un largo conflicto del cual España saldría muy mal librada. 
El poderoso Luis XIV impuso a su nieto como rey de España con el nombre de Felipe V. Con este motivo Austria formó contra Francia la Gran Liga de la Haya compuesta por Inglaterra, Holanda, Portugal, el ducado de Saboya y el elector de Brandemburgo. Con lo cual se desató la llamada Guerra de Sucesión española, que duró doce años (1701-1713). Culminada en un desastre, mediante el tratado de Utrecht (1713) Felipe V fue reconocido como rey de España e Indias pero el reino perdió Gibraltar y Menorca y por el tratado de Rastadt (1714) fue despojado de los Países Bajos españoles.
Por cierto que en tales circunstancias la situación en las colonias era absolutamente crítica y ni hablar de las defensas de Guayaquil, cuyos recursos continuaban siendo insuficientes y su situación tan lamentable como siempre. En busca de cubrir esta falta el virrey de Lima marqués de Castel-dos-rius recibió entusiasmado la demanda del Cabildo guayaquileño por dotar a la ciudad de una fortaleza para su defensa, pero al poco tiempo de aprobar la idea murió. La vacante limeña fue llenada interinamente por dos obispos que como supuestamente hombres de paz, no se les movió un solo cabello ni sufrieron de insomnio por los problemas que agobiaban a nuestra ciudad. 
El 2 de mayo de 1709 Guayaquil debió afrontar un nuevo asalto, su defensa apenas constaba de trincheras de tierra sin ningún parapeto adicional. El corsario inglés Woodes Rogers al mando de siete veleros artillados con 44 y 74 cañones cada uno que habían sido armados en Londres por comerciantes de esa localidad atacó la plaza. El gobernador Jerónimo Boza y Solís fue avisado por el virrey de Lima de su presencia, pero al carecer la ciudad de medios para su defensa no opuso resistencia (también se dice que Boza era algo cobarde). Rogers desembarcó y a cambio de no incendiarla, asolarla y tomar más rehenes de los que ya tenía, exigió un rescate de 32.000 piezas de ocho. 
Mientras esperaba que los vecinos reuniesen tal suma, aprovechó el tiempo para explorar la cuenca baja del Guayas y haciendas aledañas, “en una de ellas en particular había una docena de bellas y gentiles jóvenes mujeres bien vestidas, donde nuestros hombres consiguieron varias cadenas de oro y aretes (…) algunas de sus cadenas de oro más grandes estaban ocultas en varias partes de sus cuerpos, piernas y muslos”. En el ínterin le fue posible a Rogers recabar información suficiente para escribir un libro en el cual consta una de las más coloridas y completas informaciones sobre la ciudad y costumbres de la época. 
En 1712 el corregidor Pablo Sáez Durón propuso al rey la construcción de un castillo. Mas considerando excesivo el presupuesto de 30.000 pesos este lo negó. En 1719 al pasar por Guayaquil con destino a Santafé, el primer virrey del Nuevo Reino de Granada pudo constatar la precariedad de sus instalaciones defensivas. Aprobó el proyecto sobre el fuerte (de la Concepción) presentado a Sáez y a fin de financiarlo autorizó el cobro de medio real por carga de cacao de 81 libras que saliese por el puerto. Por citas documentadas podemos ver que el estado de las instalaciones militares era verdaderamente desastroso: “la artillería está desmontada porque las cureñas están inservibles (…) faltando artillería no se puede hacer batería formal con solo pocas armas de arcabuces y escopetas”. El virrey José de Armendáriz encomendó al corregidor Juan Miguel de Vera que construyese dos baterías fuera de la ciudad, una en Punta Gorda y otra en Sono (río arriba de Puná). En 1726 además de las dos mencionadas se construía el fuerte de La Limpia Concepción. Y en el Cabildo del 9 de noviembre de ese año se conoció una carta del virrey, fechada a 3 de octubre, en que al respecto dispone que “se continúe con toda eficacia la reedificación del Baluarte que actualmente se está fabricando”. Estas fueron las condiciones en que Guayaquil debió afrontar los ataques de piratas, sin embargo, su progreso material nunca se detuvo, por el contrario, se vio estimulado.