sábado, 31 de agosto de 2019



El incipiente tráfico vehicular 

A finales del siglo XVIII Guayaquil contaba con 12.000 habitantes, y su progreso era evidente. Con la construcción del puente sobre el estero de San Carlos, el limite urbano sur, se había extendido considerablemente. El alumbrado a base de aceite ya funcionaba, la ordenanza de aseo de calles era un hecho. La obra y edificios públicos en Ciudad Nueva era importante: el nuevo muelle estaba en servicio, la Real Aduana y la Sala de Armas se habían reconstruido y edificado la nueva  cárcel y el matadero. 
Sin embargo, la ciudad aun pequeña no demandaba ni había desarrollado el servicio de transporte urbano, por cuanto las calles se encontraban cruzadas por zanjas construidas para facilitar el acceso al agua en la lucha contra los incendios. Los numerosos puentes en la proximidad del río y en los anegadizos del interior impedían su tráfico. 
Tampoco existían  vías hacia los suburbios, apenas huellas peatonales o simples senderos de herradura, que no coincidían con ningún camino carrozable hacia la provincia. Solo peatones, jinetes de caballo, de mulares o burros, circulaban por las calles. Estos últimos efectuaban la venta diaria del pan, frutas, etc. y la carga doméstica variada. Es en 1772, que el cabildo resuelve utilizar carretones tirados por bueyes para sanear las pozas atrás de la Iglesia Mayor.
A partir de 1820 Guayaquil contaba con 20.000 habitantes y paulatinamente aparecieron unos cuantos carretones tirados por bueyes, que se utilizaban sólo en el verano para transportar mercaderías, desalojar la basura, o efectuar rellenos de cascajo. Más tarde con la estabilización de la superficie de las calles aumentó su número. La mercadería local, la de exportación, e importación, se movilizaban a lo largo del malecón ya empedrado, en carros de plataforma empujados por las cuadrillas portuarias. 

La época colombiana, que dejó tan mal recuerdo a Guayaquil, había finalizado; Rocafuerte, irrumpió en la vida pública, primero como un Presidente patriota y progresista, luego como gobernador dejó profundas huellas en el progreso de la ciudad. A mitad del siglo XIX tenía 27.000 habitantes, las zanjas que cortaban las calles habían desaparecido y su pavimentación con lajas de piedra azul avanzaba rápidamente. 
Estas ventajas beneficiaron el inicio de la circulación de carros de tracción animal, los cuales, destinados a pasajeros y a la transportación de mercaderías desde el puerto a las bodegas y viceversa, circulaban sobre un tendido de rieles. Sin embargo, las distancias que la ciudadanía tenía que recorrer para ir de un lado a otro eran tan cortas que, no demandaban mayormente de vehículos especializados.
En 1866, para facilitar el transporte del público hasta el balneario de El Salado, se habilitó un vagón sobre rieles tirado por dos caballos. En 1869, con el mismo, fin se estableció un “ómnibus” del estilo del anterior, pero con 8 asientos, esta vez tirado por mulares.En 1872, tal servicio se desplazaba sobre un tendido de vía férrea, desde la plaza de San Francisco hasta El Salado, por la cual circulaba una pequeña locomotora a vapor que tiraba dos o tres carros. 
Por entonces Guayaquil y su economía crecían aceleradamente, y su progreso trajo como consecuencia el surgimiento del transporte público como complemento de la vida diaria. El paisaje metropolitano cambió, el tráfico se aligeró, amplió su circulación, se acortaron las distancias y su crecimiento urgió espacios públicos y multiplicidad de negocios.
El 21 de septiembre de 1880, se publica en el diario La Nación la primera referencia sobre el transporte público establecido en el malecón y otras calles principales: “Ómnibus.- Tenemos entre los numerosos vehículos que hoy circulan por nuestras calles, uno hermoso que puede llevar dentro hasta ocho personas, lo tiran cuatro caballos y su andar es bastante suave”. El 26 de abril del año siguiente, el mismo periódico publica lo siguiente: “Tranvía.- Un comerciante inglés en 1881 estableció unos rieles para transportar mercadería al puerto.- Se la llamó Vía de Outram o Outramvía, que por degeneración se convirtió en tranvía”. 

 Ese año también, el presidente del Concejo, José María Urbina Jado, pese a la oposición del gobernador Sánchez Rubio, que aseguraba que tantas vías “pueden dar lugar a siniestros frecuentes y muy graves”, propuso un nuevo tendido de rieles en el malecón (ya existían dos), destinado al tráfico de los carros urbanos. El 2 de junio de 1882 se inauguró la vía férrea para la circulación de los cortejos fúnebres o para visitar el cementerio los domingos. Con la cual quedó habilitada la línea que hacía el recorrido por 9 de Octubre, desde la plaza de San Francisco, por La Legua o Camino del Panteón, hasta el camposanto y viceversa. 
El 20 de noviembre de 1883 se inscribió el contrato social de la Empresa de Carros Urbanos de Guayaquil, con un capital de setenta mil pesos a 16 años plazo. Entre los accionistas figura lo más destacado de la sociedad porteña. A partir de su intervención en el mercado, se generalizó el servicio de transporte sobre rieles en vehículos de tracción animal. Por algún tiempo se los llamó tranvías luego se los identificó genéricamente como “carros urbanos”. 
Fueron carruajes destinados a la movilización pública en general, cuyo número aumentó la empresa y extendió a las calles secundarias, conforme a la demanda por el crecimiento de la ciudad. El carro urbano era de madera, construido sobre una plataforma montada en cuatro ruedas, pintado su exterior de color verde y ocre. El número de unidades con que inició el servicio no fue mayor a diez unidades, tiradas por uno o dos mulares. Lo cual, pese a su corto recorrido, la frecuencia era bastante espaciada.
El periódico El Federalista, del 29 de diciembre de1883, anuncia que: “En la calle de Boyacá ha comenzado a tenderse la línea de hierro para el ferrocarril urbano; sin embargo, hemos notado que la autoridad competente no ha concurrido a señalar ni el trazo de la línea ni la nivelación que debe adoptar el respectivo empresario. De este descuido pueden nacer varios tropiezos que más tarde será difícil allanar: además se comprende que el contratista buscará las condiciones que más cuadren a sus intereses: lamentablemente costumbre cuyos efectos venimos soportando en todos los contratos municipales. Unos y otros, el Municipio y los contratistas, han adoptado el punible sistema de ver las conveniencias presentes, sin extender la vista al futuro; de aquí el sin número de litigios que ha contraído el Municipio y de los que difícilmente se verá libre”. 
A principios de mayo de 1884 los tranvías, tirados por mulares, empezaron a circular por la calle Boyacá.En agosto de ese año fue tendida una nueva línea de rieles diseñada para cubrir el servicio desde la “curva de la plaza de la parroquia” hasta el malecón. Esta nueva vía, más ancha que las anteriores, fue destinada al “Imperial”, vehículo de dos pisos, la cual todavíainconclusa se inauguró el 9 de octubre de 1884. El nuevo tendido se terminó el 5 de noviembre de ese año y utilizado por primera vez al siguiente día. La Nación, lo anuncia el día 7: “ayer, se estrenó la línea de Rocafuerte a La Planchada, que pasando por Santo Domingo, regresa por la Aduana del Malecón hasta la calle del Correo”(Aguirre). 
Las condiciones de las vías dejaban mucho que desear. El Grito del Pueblo, del 26 de febrero de 1895, las critica con rudeza: “Indiscutiblemente la Empresa de Carros Urbanos ha resuelto abandonar la alta jerarquía de tal para convertirse en Empresa de Montañas Rusas. ¿Quién es aquel que, por mal de sus culpas, véase obligado a instalar su humanidad en un asiento de los tales carros, que no quede convencido hasta el tuétano de los huesos de que va a bordo de un carro de <Montañas Rusas>.  La Empresa en referencia, a lo que parece, anda reñida con el nivel, razón por la cual los carros salen de sus respectivas estaciones con un descarrilamiento y entran a ellas con otro. Anoche, se desrieló antes de la esquina de la calle Espejo, lo raro está en que los carros hagan un viaje sin sufrir un percance como el apuntado”.
Es así como la ciudad y sus habitantes, con el siglo XX “ad portas”, consumado el triunfo de la revolución liberal, del espíritu y las ideas modernizadoras de Alfaro, pese al devastador incendio sufrido en octubre de 1896, aceleran los cambios que desde el litioral intentaban alcanzar la modernización del país.

miércoles, 28 de agosto de 2019


El carro eléctrico o tranvía

La modernización de la ciudad, el nuevo trazado de sus calles, los trabajos de saneamiento y la pavimentación con lajas de piedra, iniciadas en 1904 por el general Eloy Alfaro eran una realidad. Por tanto La Empresa de luz y Fuerza Eléctrica que desde entonces prestaba a la ciudad el servicio de alumbrado público, obtuvo en 1906 el permiso del Municipio para importar diez tranvías, los cuales llegaron al puerto en 1909. La revista “Patria” del 11 de diciembre de ese año lo comenta: “Por fin llegaron los carritos eléctricos y después de un mes, los veremos rodar veloces por nuestras calles, librándonos de tener que embarcarnos en los endemoniados trenes con que nos está quitando el juicio la Empresa de Carros Urbanos”. 

Evidentemente los lamentos del cronista no eran nada exagerados, pues el tráfico urbano guayaquileño de la época, abuelo del caos actual, era para exacerbar el ánimo ciudadano. Así lo recoge la prensa: “el 21 de febrero de 1910 se produjo un terrible choque de locomotoras, en la intersección de las calles Aguirre y Pedro Carbo”. El 15 de diciembre de ese año: “La berlina N° 29 atropelló anoche como a las 11, a un anciano que venía por media calle. Le causó varias contusiones. Fue atendido en la botica de turno”. No cabe duda que los tiempos viejos no fueron mejores, y estas noticias nos muestran los primeros pinitos del tráfico ruidoso y la formación del conductor irresponsable que ahora nos mata.
El 15 de enero de 1911 entraron en servicio los tan esperados carros eléctricos y como era de esperarse, el público entusiasmado acudió a tomar asiento en los cómodos vehículos de la empresa. El primer recorrido de transportación masiva urbana se inició a lo largo de la calle de la Industria (Eloy Alfaro) y Pedro Carbo. Luego se lo inauguró en el Malecón y posteriormente en la calle Chile. Gracias a la fuerza eléctrica no solo el transporte urbano se humanizó, sino que la ciudad se alumbraba con 1.042 fanales eléctricos que reforzaban a los 1.320 faroles de gas existentes y fanales eléctricos. Con este paso modernizador el progreso de Guayaquil se hizo evidente y la acondicionaba para la celebración del primer centenario de su independencia.
En 1928, la Empresa Eléctrica del Ecuador Inc., que había comprado los activos de laEmpresa de luz y Fuerza Eléctrica,decidió limitarse solo al alumbrado público y domiciliar, por lo cual puso a la venta los tranvías. Don Rodolfo Baquerizo Moreno, empresario de mucha visión, adquirió los derechos y fundó la Empresa de Tranvías Eléctricos, los cuales rodaron en la ciudad por muchas décadas. Extendió las líneas norte-sur y este-oeste; construyó terraplenes para tender los rieles, cuyas calzadas las utilizaban peatones y “carros de alquiler” para penetrar a las zonas perimetrales más apartadas. 
El valor del pasaje para viajar en el tranvía era de medio real (cinco centavos), que el pasajero al ingresar depositaba en un receptáculo especial. Estos tenían dos hileras de asientos, una a cada lado, con respaldos reversibles. Bastaba empujarlo en un sentido u otro, para que este cambiase de orientación según la dirección que llevaba el vehículo, pues su recorrido, tanto de ida como de vuelta era por la misma línea. Por esta condición de única vía, habían varios desvíos donde el primero que llegaba debía esperar que pase el que venía en sentido contrario, para luego retomar la línea principal.
Para cambiar el curso de su dirección, bastaba al conductor tomar la cuerda, desconectar el “trole” del cable eléctrico, caminar al lado opuesto y volverlo a conectar. El “conductor” o “motorista”, que siempre viajaba de pie, uniformado de azul y gorra militar, en cada cambio de dirección debía trasladar el receptáculo de las monedas, la palanca de marcha y freno, hacia el otro extremo del carro. 
El trole era motivo de permanente travesura para los chicos: lo desconectaban, a veces en plena marcha y el carro se detenía. El conductor enfurecido se bajaba a reconectarlo, y los chicos aprovechaban del momento, para subirse y viajar “de pavos”. El tranvía, hasta 1930 compartió la calle y el transporte con el carro urbano tirado por mulas, pero en 1935 con la presencia de los primeros autobuses definitivamente despareció. 
Los tranvías recorrían tres líneas fundamentales: la Colón–Vélez, la Colombia–Junín y la más importante que se me escapa el nombre, que realizaba el mismo recorrido de esta última pero aumentándolo considerablemente desde Pedro Carbo y Junín, a lo largo de Rocafuerte hasta la Boca del Pozo (Rocafuerte y Julián Coronel). Continuaba por Julián Coronel hasta el Cementerio General, luego volteaba por la calle Quito hasta Gómez Rendón y de esta a Seis de Marzo por donde corría hacia el sur hasta Colombia y tomando por Chile llegaba al colegio Cristóbal Colón por la fachada posterior. 
Circunvalaba la iglesia María Auxiliadora por Maracaibo y tomaba Eloy Alfaro hacia el norte hasta Brasil, entraba por Huancavilca y retomaba Chile para pasar a Eloy Alfaro por Luzárraga hasta Colón. Tomaba la calle Pichincha hacia el norte hasta Francisco de P. Ycaza, en cuya esquina estaba localizado el Correo y donde había una subestación. Esta era la línea más extensa e importante pues recorría la ciudad de norte a sur.
Desde la subestación del Correo, partía hacia Pedro Carbo una línea que bajo el nombre de Colón, Quisquís, Vélez, que servía al área urbana cercana al centro de la ciudad. Giraba por Junín y tomaba Quisquís hasta Quito, desde donde volteaba por Vélez hasta la Plaza de San Francisco en la que se hallaba la Estación Central. Una vez cumplido el turno de estación, partía por Pedro Carbo hasta Colon, tomaba hacia Pichincha aumentando la frecuencia de transporte al centro comercial y bancario de la ciudad, para nuevamente llegar al Correo.  
La línea Colón–Vélez, también era bastante extensa y diseñada para servir a los barrios del oeste. La cual, desde la estación central situada en la plaza Rocafuerte, bajaba hasta Colón por Pedro Carbo, volteaba hacia el oeste hasta alcanzar la calle Tungurahua. Desde esta tomaba Hurtado y de ahí hasta José de Antepara. Volteaba por Vélez hacia el este hasta la estación central de la plaza de Rocafuerte. Esta línea tuvo un recorrido anterior: que tomaba Colón hacia el oeste hasta la avenida del Ejército, luego la calle Vélez, por donde cruzaba la Plaza de la Concordia que era como se llamaba antes de construir estos terrenos la piscina Olímpica, la pista atlética, desde donde volvía al centro.
Los tranvías que hacían los recorridos descritos anteriormente, los cumplían desde las siete de la mañana hasta las diez de la noche y al terminar la jornada entregaban lo recaudado y se guardaban en el gran depósito situado en la calle Chile (actual Rosa Borja de Ycaza) entre Maracaibo y El Oro. Al lado de la residencia del gran emprendedor don Rodolfo Baquerizo Moreno, en la actualidad parte de estos terrenos pertenecen al colegio Cristóbal Colón.
También se había tendido líneas más cortas que servían a los sectores aledaños al centro. Todas estas partían desde la estación de la Plaza de Rocafuerte que tomaban también por Pedro Carbo hasta Colón, luego hacia el sur por la calle Chile, donde debía esperar al tranvía que venía hacia el norte para hacer el cruce situado en Huancavilca y Brasil, luego de lo cual seguía el recorrido de la línea Colón–Quisquís.
Los tranvías eléctricos circularon hasta el principio de la década de 1950 y marcaron una época en el transporte urbano, pues la mayoría de las calles que recorrían, excepto las centrales, carecían de pavimento. Cuando los buses, autos y camiones hicieron su aparición en el servicio del transporte urbano coparon los terraplenes o vías que habían sido construidas para tender los rieles, generando verdaderos atascamientos, especialmente en época de lluvias, en que las posibilidades de que estos vehículos abandonen las líneas del tranvía, eran mínimas. 
Esta situación, causada por el mismo espíritu de hoy tienen los conductores del transporte público, producía entre los usuarios de ambos sistemas un gran descontento, que acabó por minar la supervivencia del carro eléctrico. Pues, además de ser más lento, ampliar, variar o trazar nuevos circuitos significaba la gran inversión de un nuevo tendido de líneas. Cuando los tranvías dejaron de circular, los rieles metálicos permanecieron en sus lugares por muchos años, por cuanto el costo de removerlos era mayor que el del riel. De esa forma, cuando se reinició y amplió la pavimentación de la ciudad, muchos fueron sepultados por el concreto, tal cual se hubiese cerrado un libro de historia.




martes, 27 de agosto de 2019


La lucha por la higiene


La normal necesidad de las gentes por “expansionarse” o “aliviarse”, y al no haber en Guayaquil lugares adecuados a su alcance, sino bajo los árboles o cercas de los solares, obligó a que proliferasen las “balsas de baño”. Las cuales fijadas a la orilla del río mediante maderos hincados en el lodo se mantenían inmóviles en el fluir de las mareas. Como estos lugares eran el medio de subsistencia de familias que vivían de la actividad del río, además de dar facilidades para el acceso mediante gruesos tablones, estaban obligados a ofrecer ciertas comodidades, más limpieza y ventilación.
En el plano de Villavicencio levantado en 1858 las ubica a uno y otro lado del actual hemiciclo de La Rotonda. Posteriormente el Municipio incluyó en su presupuesto el ingreso generado por concepto de tasas municipales impuestas a las balsas de baño y simultáneamente promulgó un reglamento que normaba su funcionamiento como negocios rentables. 
Este instrumento regulador disponía, por ejemplo, que los propietarios debían conservar las “piezas de baño en estado de aseo y buen servicio, sin registro ni comunicación entre ellas, lo mismo que los excusados y comunes”. Lo cual quiere decir que los había comunales o colectivos, como los construidos por los romanos en sus celebrados baños, donde numerosos usuarios entraban, se instalaban a gusto mirándose las caras para dialogar. Según las circunstancias, hasta animadamente, quizá se producía una que otra disputa por la urgencia del turno, o talvez echaban mano a recursos que no se pueden explicar.
Entre 1823 y 1840, el drenaje de la ciudad se realizaba a través de los esteros y zanjas que la cruzaban. Condición por la cual, los vecinos en la creencia que el flujo y reflujo de la marea acarrearía hacia el río la basura y otros desperdicios humanos, no vacilaban en arrojar todo lo imaginable a sus cauces. Como este desalojo natural, no era posible, llegaba un momento en que la pestilencia era tan grande, que veían obligados a limpiarlos con el lodo a la cintura.
Pese estos hábitos y a la escasez de recursos, la higiene pública era materia de particular desvelo de autoridades y habitantes, situación que en 1870 forzó el establecimiento de la Empresa de Salud Pública. La cual entre otras tareas, se encargaba de la recolección a domicilio de las excretas humanas, para luego transportarlas al botadero en carretas tiradas por mulares, “envasadas” en barriles de madera con tapa. 
El individuo que se desempeñada en tan edificante como poco atractivo oficio, que implicaba el entrar a las casas los barriles vacíos de renuevo, bajar los colmados, transportarlos al botadero, vaciarlos y lavarlos, se lo conocía como “abromiquero”. Esta palabra, de uso común entonces, seguramente fue aplicada para identificar en forma respetuosa a este trabajador sacrificado, evitando señalarlo con alguna expresión que podía resultarle ofensiva. 
En 1878, a fin de financiar los trabajos de saneamiento, fueron creados los impuestos de 20 centavos por quintal a la exportación de caucho, cacao, café, quina, zarzaparrilla, mangle y cueros; 10 centavos por quintal de orchilla y 25 por cada centena de cañas guaduas. Lucha sin tregua contra la pobreza, la mala educación, la naturaleza, que generaba una apremiante necesidad de limpiar la ciudad, que la vemos anunciada mediante avisos en los periódicos, bajo epígrafes como el siguiente: “Para inteligencia del vecindario”.- “El que suscribe pone en conocimiento del público, que desde el 1o. del presente se ha hecho cargo, por la Contrata con la I. Municipalidad del aseo de calles; y le suplica que se abstenga de arrojar la basura a la vía pública después de barrida, por estar prohibido en el reglamento de Policía, el mismo que se ha distribuido a la población, inclusive la tarifa del citado ramo”. 
El saneamiento de Guayaquil fue una permanente y ansiosa búsqueda de todos los ciudadanos. Las descripciones de nuestra ciudad que abundan, los párrafos que se refieren a su higiene nos dejan ver el medio precario e insalubre en que vivían nuestros ancestros. Explicaciones duras hechas por extranjeros que apenas estaban de paso y venían de ambientes mejores. Lucha por superar lo malo, que los llevó a imaginar las cosas más insólitas y antitécnicas, no solo por la falta de recursos humanos sino económicos. Situación que hoy conocemos, pero que no podemos admitir que estaban felices de vivir en las condiciones que a diario se daban.
Las ordenanzas municipales de Aseo de Calles, de principios del siglo XIX, curiosamente disponían en su artículo 49, que “Nadie podrá arrojar a las calles, plazas, acequias ni otros lugares públicos aguas inmundas; ni tampoco basuras, animales muertos, etc.; fuera de las horas señaladas para el efecto”. Es decir, que se podía hacerlo en cualquier parte, sin cuidar de qué se trataba siempre y cuando se respetase el horario establecido.
Con el paso del tiempo y el crecimiento arbitrario de la ciudad paulatinamente quedaron bloqueados los drenajes naturales del terreno. La tierra plana de Guayaquil, sin pendientes, cuyos drenajes, labrados sus cauces por las torrenciales lluvias a través de los siglos, una vez privada de estos, se vio sometida a constantes inundaciones. 
Desde esa época hasta nuestros días, pantanos y esteros fueron desecados y cegados con el relleno de cascajo que requirió la ciudad para expandirse. Ausencia de drenajes que en 1896, llevó al gobierno del general Alfaro a establecer la primera Junta de Canalización y a los tres años fijar un impuesto del 1% sobre la propiedad urbana para financiar tales trabajos. 
En 1900 es declarada obra nacional por el mismo gobierno, pero como era ya casi una costumbre, se produjeron una serie de intentos sin resultado. En 1907 se pusieron en funcionamiento los hornos crematorios para incinerar la basura, uno al sur y otro al norte de la urbe. El señor Luis Alberto Carbo, que había vuelto a la ciudad luego de graduarse de ingeniero en la Universidad de Columbia, Estados Unidos, fue quien los diseñó y construyó. 
Desde tiempos lejanos la indisciplina ha sido la lamentable constante de los habitantes de Guayaquil. La gran mayoría de los emigrantes, raíz de las clases menos favorecidas ha provenido siempre de familias del campo, carentes de hábitos comunitarios y acostumbrados a que los desperdicios sean degradados por la naturaleza. De allí la lucha que hasta hoy sostienen las autoridades por conseguir que la población no arroje los desechos en la vía pública.
Avisos en los diarios nos demuestran la permanente preocupación por educar a la sociedad: “faltas de barrido encontradas ayer por la mañana: en la calle de Colón, dos montones de basura, en la primera cuadra de la calle del Chimborazo dos ídem; en la segunda cuadra de la calle del Morro, un ídem; y un perro muerto de hace dos días. Se notificó a la señora Jacinta Albán para que componga el desagüé de su casa de la calle del Chimborazo. Se castigó a dos muchachos sorprendidos arrojando virutas cerca del taller de Mayer y Freire”. 
Estas recomendaciones encajaban perfectamente en la eliminación de los focos de infección que eran el viejo edificio del Cabildo y el mercado adosado en su parte posterior. Y, basada en ellas, la opinión ciudadana se encendió, y se hizo público que habían tiendas y bodegas establecidas en torno a la Casa del Cabildo desde 1818. Las cuales, con el solo requisito de pactar con la municipalidad un nuevo canon de arrendamiento, pasaban como bien hereditario de generación en generación. 
La mayoría de ellas, en deplorable condición eran criaderos de sabandijas dañinas, y tenían más de cien años infectando un amplio sector del barrio del Centro. Ante tal estado de degradación sanitaria y, la imposibilidad de desalojar por la vía pacífica a quienes se negaban trasladarse a un nuevo mercado, el Concejo maduró la idea de incinerarlas. ¡de pegarles fuego! 
El 19 de marzo de ese año, “El Grito del Pueblo” anunció las medidas que, con tal propósito, se cumplirían ese mismo día, con la vigilancia de las autoridades y naturalmente del Cuerpo de Bomberos. “Este cuerpo principiará a organizarse a la 8 a.m. para atender a la defensa de las manzanas circunvecinas a la antigua Casa Consistorial (…) Se dividirá en cuatro partes correspondientes a las cuatro brigadas que lo forman y que bajo el comando de sus respectivos jefes, ocuparán los siguientes puntos”. Planificación que también preveía medidas para “El caso de surgir incendio en otro punto de la ciudad, quedarán en reserva en sus respectivos depósitos, una guardia formada por cinco hombres provistos de un carro de mangueras”.
“El Grito del Pueblo”, el viernes 20 de marzo, en una nota titulada “Demolición e Incendio de la Antigua Casa Consistorial y la Plaza de Abastos” comenta el hecho, diciendo: “Recomendable trabajo de los bomberos (…) Y ardió, cayó, se hundió, pasó a la historia sin que alma compasiva se hubiese dolido (…) ¡Pobre Casa Municipal! Había cumplido su misión (…) ¡Y todo por la ratas! ¡Ah, las malditas ratas!” 
En un álbum especial publicado por la Revista Patria número 19, cuya aparición anunció “El Grito del Pueblo” el 22 de marzo, aparece una página entera con fotografías del incendio planificado por las autoridades y la participación del Cuerpo de Bomberos de Guayaquil (fondos del Archivo Histórico del Guayas). De esa forma se organizó y ejecutó  la demolición por fuego, tanto del edificio municipal como de todos los puestos, tendidos, tiendas, bodegas, etc., adosadas a él. No cabe duda que debieron estar seguros de lo que hacían. Fue un acontecimiento de excepción, que convocó a una ciudadanía sorprendida, por el hecho de provocar un incendio en una ciudad que se aterraba con ellos. Sin embargo, el solar vacío que había quedado luego de la incineración de la Casa del Ayuntamiento y su mercado de inmundicias, el Concejo, seguramente para no dejar en la desocupación a muchos informales, lo arrendó a comerciantes de víveres a fin de que instalaran allí sus tendidos. 
Finalmente, en 1911 se concretó por parte del Congreso una autorización al gobierno del general Eloy Alfaro, para obtener un préstamo de cincuenta millones de francos oro, destinados a financiar las obras contratadas por Edmundo Coignet con el Concejo Municipal, con la Junta de Canalización y la Proveedora de Agua. Suma de la cual, veinte millones se aplicarían para efectuar el pago de los trabajos de canalización ya iniciados y el saldo, destinado a la ampliación del abastecimiento del agua potable, la construcción del nuevo malecón y la cancelación del préstamo que el Banco Hipotecario había otorgado al Municipio. 
En 1914 fue suscrito el contrato con la firma inglesa J.G. White & Co., una de las más prestigiosas y experimentadas en la materia originaria de la Gran Bretaña. Con ella se iniciaron los trabajos de saneamiento y agua potable, que en los primeros años de la Primera Guerra Mundial, se vieron retrasados por la falta de espacio naviero para la importación de los materiales. 
En 1918, al terminar la Primera Guerra Mundial, la White, luego de cumplir su contrato parcial se había retirado. El 5 de enero de 1919, con la ya conocida compañía francesa de Edmundo Coignet se firmó un contrato más amplio para el saneamiento de la ciudad. En esos años fueron ensanchadas varias calles y canalizado un amplio sector céntrico de la ciudad. Y en los arrabales se taparon varios esteros, se limpiaron los manglares, especialmente en el sector de El Salado. 
El 14 de agosto de 1930, luego de muchos años de afrontar Guayaquil muy graves problemas sanitarios, se llevó a cabo la ceremonia de inauguración de la cloaca matriz de las obras de alcantarillado de la ciudad.
La juventud que hoy vive en la ciudad, exceptuando la mayor parte de la zona suburbana, encuentra que las calles son pavimentadas y que el agua potable fluye por un grifo; que el baño de sus casas drena a un sistema domiciliar de aguas servidas que converge a una red matriz; que al accionar un interruptor eléctrico se ilumina la habitación; que tiene transporte para movilizarse a la escuela, etc., etc.
Pero, ninguno sabe cómo llegó la ciudad a disponer de tales servicios y sobre todo, quiénes lo hicieron. Si la educación fuese mejor, y los maestros más cercanos y atentos a su apostolado, sabrían que tras de todo eso hubieron hombres que lucharon por alcanzar esos niveles de vida, si no perfectos, muy por encima de los que ellos tuvieron. Para valorar la ciudad y amarla, es necesario el conocimiento de su historia.


lunes, 26 de agosto de 2019


Asesinato de los Patriotas Quiteños – 2 de Agosto de 1810
A raíz de la Revolución del 10 de Agosto de 1809, los patriotas quiteños conformaron una Junta Soberana de Gobierno que desgraciadamente -por no tener ideología política ni contar con el respaldo del pueblo- tuvo muy corta duración, por lo que éstos resolvieron devolver la Presidencia de la Audiencia de Quito al anciano Conde Ruiz de Castilla, quien prometió conservar la Junta y no tomar ningún tipo de represalias en contra de los quiteños.
Instalado nuevamente en el poder, Ruiz de Castilla traicionó su palabra y desató una feroz persecución en contra de quienes habían participado en la revolución del 10 de agosto de 1809, capturando a gran número de ellos a los que encerró en los calabozos del Cuartel Real de Lima. Al mismo tiempo y para complementar su traición, hizo promulgar -por bando- la advertencia de que se aplicaría la pena de muerte a todo aquel que, conociendo el paradero de algún insurgente, no lo denunciara.
En esos días y aprovechándose de la fuerza de las armas, los soldados realistas del Crnel. Manuel Arredondo -que habían llegado de Lima para sofocar la revolución- cometieron una serie de atrocidades saqueando, violentando, asesinando y atropellando diariamente a los quiteños, que cansados de sus abusos formaron nuevos comités para la defensa de los vecinos y prepararon un plan para liberar a los prisioneros.
Llegó entonces el trágico 2 de agosto de 1810.
Ese día, las dos pequeñas hijas del Dr. Manuel Quiroga, acompañadas por una sirvienta de raza negra que se encontraba encinta, habían ido a visitarlo llevándole el almuerzo. Salinas, enfermo, agonizaba en su lecho; el día anterior se había confesado y comulgado como verdadero católico. Otros patriotas recibían las visitas de sus respectivas esposas; nadie sabía lo que el pueblo estaba preparando…
“Faltaba un cuarto de hora para las 2 p.m., cuando tocaron en las campanas de la catedral a rebato. Seis hombres armados de cuchillos se presentaron delante del portón del Real de Lima: Llamábanse Landáburu, Mideros, Albán, Godoy y dos hermanos Pazmiño” (Roberto Andrade.- Historia del Ecuador, tomo I, p. 227).
“Armados de puñales y coraje vencieron la guardia del Real de Lima y penetraron resueltos al interior del cuartel. Sembraron el pánico entre los soldados dispersos en los corredores y el patio de la planta baja y se dirigieron denodadamente a cumplir su principal objetivo: liberar a los próceres” (Carlos de la Torre Reyes.- La Revolución de Quito del 10 de Agosto de 1809, p. 475).
Momentos después los soldados reaccionaron, y disparando un cañón barrieron con casi todos los atacantes. Seguidamente el Cap. Galup -acompañado de varios milicianos- se dirigió a los calabozos donde permanecían encerrados los patriotas y dio a los soldados la terrible orden: “Fuego a los presos…”
Quiroga se puso en pie tratando de proteger a sus hijitas, mientras que rogando por la vida de su amo, la fiel negra se postraba de rodillas ante los soldados que acababan de entrar en el calabozo. Un brutal sablazo cayó sobre la cabeza de la infeliz negra que murió desangrándose en el piso. Las dos pequeñas se interpusieron entonces entre los soldados y su padre, pero uno de ellos, de un empellón las tiró a un lado y avanzó sobre Quiroga con el sable en alto ordenándole a voz en cuello: Grita ¡Vivan los limeños…!, a lo que Quiroga, erguido como un roble le respondió: “Viva la religión… Viva la fe católica…”, asegurándose de esta manera la absolución de los mártires. Cayó entonces sobre su cabeza el arma homicida y, tambaleándose, ensangrentado, alcanzó a dar algunos pasos hacia la puerta pidiendo “Confesión… Confesión…”.
“Los que fueron despedazados con hachas, sables y balas, fueron los Ministros de Estado mencionados, el senador Juan Pablo Arenas, el presbítero Riofrío, el Crnel. D. Juan Salinas, los tenientes coroneles Nicolás Aguilera, Antonio Peña y Francisco Javier Ascázubi, el capitán José Vinueza, el joven teniente Juan Larrea y Guerrero, el Gobernador de Canelos, D. Mariano Villalobos, el escribano D. Antonio Olea, D. Vicente Melo y otros, cuyos nombres no menciona la historia. Veintiocho perecieron de esta manera horripilante” (R. Andrade.- ídem p. 229).
Aquello fue una carnicería horrible hecha a hombres indefensos, encadenados todavía muchos de ellos. Muy pocos se salvaron.
Mientras tanto, los otros comprometidos, los que debían atacar el cuartel de Santa Fe, vecino al Real de Lima, acobardados al momento de actuar “Quedan estáticos a la vista del peligro, y dejan a sus compañeros sacrificados en medio de quinientos enemigos…” (Pedro Fermín Cevallos.- Resumen de Historia del Ecuador, p. 69).
“Consumada la masacre del cuartel, sedientos de venganza y sangre, los soldados salieron a las calles. El pueblo desarmado les enfrentó con coraje. Las casas y los almacenes fueron saqueados, rotos los muebles, espejos, lámparas, cristales y relojes. Los soldados se repartían el dinero robado, tomando como medida la copa de un sombrero. Mataron menos por robar más” (Dr. M. A. Peña Astudillo.- 200 Años y una Vida, p. 63).
Al caer la tarde, las víctimas de la cobardía sobrepasaban las 300, y sólo gracias a la valerosa intervención del obispo José Cuero y Caicedo -quien se presentó valerosamente frente a las autoridades- se pudo detener la masacre y el vandalismo.
Se acordó entonces que se correría un velo sobre los autores de la matanza y que Arredondo abandonaría en corto plazo la ciudad y la Audiencia.
“Al fin, el 18 de agosto, salen de Quito las tropas del Real de Lima, al mando de Arredondo, van cargadas de honores, dineros y grados. La hazaña del día2 ha valido condecoraciones y recomendaciones. Se les confiere el título de: Pacificadores de Quito; las casas y las tiendas saqueadas les han colmado las mochilas, llevan más de trescientos mil pesos en ellas; el Real Acuerdo les ha conferido ascensos. Arredondo va ya de coronel y así todos los demás jefes y oficiales. Pero van también cargados de maldiciones y de ignominia.
El pueblo los ve partir y los llena de execraciones, no responden a ellas, marchan cabizbajos, no de remordimiento, ni de vergüenza, sino de miedo, no de miedo a que les maten, sino de miedo a que les quiten lo que van saqueando… En medio de la tropa va arrestado el oficial de guardia Juan Céliz, porque éste ha dicho en su declaración jurada que fueron solamente seis los que asaltaron el cuartel y que los presos no hicieron amago alguno; informe jurado que desnaturaliza la hazaña…”(Manuel María Borrero).
Con el Asesinato de los Patriotas Quiteños llegó a su fin la revolución del 10 de agosto de 1809, que si bien no buscaba la independencia de España tuvo el mérito de involucrar en ella tanto a criollos como a realistas que, rechazando los sistemas implantados, buscaban una forma propia de autogestión y gobierno, manteniendo -eso sí- una relación de dependencia con la península.

viernes, 23 de agosto de 2019


Las mariposas y el candil



En la Guayaquil trasnochadora y tunante, desde siempre, la vida diaria citadina ha tenido mucho colorido. No nos sorprenda entonces la forma en que rameras, cortesanas, perendengas o zurronas ejercían la profesión más antigua. En 1809, los balseros atracados a la orilla del río, disimulado en su actividad de verduleros, hacían pingüe negocio al facilitar cuartos flotantes para aliviar marineros, que luego de larga abstinencia, desembarcaban en busca de pelanduscas dispuestas a entregar sus encantos por unos cuantos reales. Hay documentos de la época que citan a tres mulatas de renombre, hijas de esclavos que habían, como era costumbre, adoptado el apellido de sus amos, que vivían en los bajos de la casa del Regidor don José Gorostisa. La una, la alcahueta, Manuela conocida como la “colorada”, corría a sus hijas Ventura y Ramona, de las cuales la segunda, por más señas, “tenía una cicatriz en el glúteo derecho, causada por la puñalada de un soldado celoso”. 

En 1818, no faltó quien se ocultara en respetable boda, pues, en extenso juicio María Pedrosa de 25 años, viuda de don Genaro León de 82, acusa a Ignacio Cabanillas de haberla calumniado diciendo que: “desde el tiempo de casada havia sido una p…écora arrastrada, pues lo havia ejecutado con el negro Pablo de don Mariano Franco (…) y que el mismo, Cabanillas, había disfrutado de ella”. Cinco años más tarde, luego de juzgar la vida escandalosa de Margarita Vera, “concurrió gustosa a que sus hijos se entregasen a personas de probidad, religión y facultades para que como padres adoptivos les enseñaren y educaren, y consecuente con esto se pusieren a Rita en casa del capitán Nicolás Antonio Martínez, y a Dominga en la de la señora Antonia Lara”.

A finales del siglo XIX, las meretrices “populares” ejercían en pequeños cuartos. Y, mientras estaban desocupadas permanecían de pie ante sus puertas. Esto hizo que el ingenio popular, estableciese un paralelo con lo que ocurría en las refresquerías que funcionaban en quioscos en las esquinas. Establecimientos que, para sus entregas, tenían un amarradero en el que ataban una burra (menos problemáticas que los burros), como quien tiene una camioneta de servicio al pie de su negocio. Mas, estando atadas, y en celo, cualquier asno callejero que acertaba a pasar las sometía a sus apetencias reproductivas. Por esta similitud con las burras atada frente negocio, las hetairas fueron motejadas como “burras de refresquería”.

Al empezar el siglo XX, el semanario “El Ají Picante” (1903), se refiere a jóvenes divertidos o tunantes embriagados, que corrían por el Boulevard en el auto Nº 12 acompañados de las “mesalinas Rosa Roca y Mercedes Matamoros, formaron un fenomenal escándalo en altas horas de la noche, hasta que varios guardianes de Policía, los redujeron a todos a chirona”. Entre octubre y noviembre de 1920, según el Diario Ilustrado, las peliforras no eran novedad en las calles de Guayaquil, pues en Vélez, junto a la Plaza del Centenario una damisela traficaba sus bondades fuera de los barrios calientes. Y, El Guanteasegura no saber “a título de qué compadrazgos, en Chanduy, entre Ballén y Aguirre; en Boyacá entre Aguirre y Luque, se hallan tranquilas unas viejas pecadoras del gremio”. Fue así que el intendente de policía echó de tales sectores a “Mercedes Alegría; Isabel Torres; Victoria Haro; Rosario Fiallo; Celinda Paredes; Flor Icaza; Blanca A. Parra; Rosa Andrade; Margarita Rendón; Luz M. Tinajeros; Ana Echeverría; Carmen Díaz; Natalia Montalvo; Natividad García; Antonia Cobos; María Esther Medina; Guillermina Castillo; Rosalina Echeverría y Ursulina Andrade”.

Entre los años 30 y 50, oíamos las voces y guitarras rasgar la noche con sus notas, las serenatas hacían abrir las persianas y despertar al barrio. Sin embargo, el romanticismo muchas veces era interrumpido con “baños” no gratos arrojados desde el balcón por algún padre celoso. Húmedos y escarmentados, los galanes se “abrían mar afuera”, a los barrios calientes, donde las “palomillas” saturadas de alcohol, adueñadas de los burdeles se disputaban a pescozones, cuchilladas o botellazos el favor de las mozcorras. Muchos pasados de copas, descubrieron al despertar en el cuartucho, que el sueño le costaba más que toda la “farra”, pues les habían limpiado los bolsillos. 

Lupanares, burdeles o cabarets, los había de aquellos en que se bebía y bailaba, hasta los que ofrecían “cama, dama y chocolate”. En privados, donde podía suceder cualquier cosa, se daban desde el robo al dormido hasta el escándalo por “perro muerto”. Habían algunos financistas del sistema, pero “el cacho”, y Generoso eran los más fuertes. El servicio para ejercer la profesión consistía de cuartos estrechos, verdaderos antros, casi cuevas. Muy rentables por cierto, pues a cambio de un tugurio de ínfimas condiciones, las “horizontales” debían entregar un elevado porcentaje de sus tarifas. 

Una vez desocupadas se arracimaban en la sala de baile, en espera de parroquianos, o se dedicaban a hacer beber y gastar a los presentes. Apretujadas, en unos cuantos muebles destartalados, rozando entre sí sus pieles brillantes, exhibían ociosas y sin pudor, el cuero picoteado y estropeado por el uso. El cabello apelmazado con grasas baratas, saturadas de fragancias empalagosas. Maquilladas con coloretes chillones y exageradas ojeras, apuntaban a quien pague la tarifa. Las de más categoría, con miras a que alguno las despose y las retire honrosamente del servicio público, se las hallaba en lugares más discretos, casas de cita a cargo de alguna tratante. 

Las había recién iniciadas, de recursos e imaginación y las de casta o con cierta clase. De estas últimas se decía “no saber por qué las llaman mujeres malas, cuando son tan buenas”. Por aquellos años hicieron época “la papirusa”, que había sobrevivido de padres a hijos como bien sucesable. Blanca Blanco, “la caballo de paso”, “la venada”, “la china” Olga, las tres hermanas Pozo, “la cucube”, la gran Carlota, entre muchas otras. Las jóvenes imaginativas sobresalían entre la flor y nata de las más buscadas y mejor pagadas. 

Sobre “la papirusa” se cuenta que, ya vieja, luego de triunfar con su mancebía, logró hacerse de medios para viajar con frecuencia. Cada vez que partía lo anunciaba en los diarios: “La señora HB, próximamente viajará a Europa, y pide órdenes a sus amistades, para París, etc.” Cierta ocasión, una dama conocida, encontró a esta encantadora guayaquileña en un “tour” por Europa. Subyugada por su trato fino, la convirtió en asidua compañera de jornada. Cuando volvió, informó al esposo de su nueva amistad. “Tan devota” en Roma, dijo, “qué simpática, qué dulce”, la ponderó. “Me ha dado su teléfono para frecuentarnos”. “Qué bien”, respondió el marido, “¿por qué no la invitas a tomar el té?… Y, ¿cómo se llama?”, “Hortensia B.”, respondió ella. Al cliente habitúe de la “papi”, le bastó oír el nombre para poner distancia de por medio.

A “la venada” la corría un alcahuete apodado “gavilán”. Finalmente la acogió el tío “orejón”, la honró y mantuvo largos años. Mujer sensacional, tanto, que vale la pena recordar su hermosa apariencia. Mi generación la conoció por los años cuarenta, cuando todavía joven y atractiva, daba más candela que Mesalina. Iniciada a los dieciséis años, la motejaron así, precisamente porque su piel era color venado, brillante como miel extendida sobre mármol. De cuerpo bien formado, cimbreante, duro, sensual, su pecho era firme y agresivo como el que más. Atrevida desafiaba las miradas con sus ojos verdes almendrados, el cabello negro tornasolado lo estiraba en un moño, nariz pequeña y fina, labios abultados e incitantes, la hacían, pese a su condición, persona nada vulgar. A tal punto que, en más de un salón europeo pudo ser paseada como princesa de algún país exótico. 

A la vida de quienes eligieron ejercer esta profesión bíblica, inextinguible, Medardo Ángel Silva, el joven poeta guayaquileño, proclive a la tristeza y al suicidio, dedicó lo siguiente: “Y he visto jovencitas prematuramente procaces, con esa inconsciencia graciosa, (...) estas muchachas locas de su cuerpo (...) No saben la tristeza del burdel, la tristeza de la vida en contacto con cuanto hay de bajo y sucio en la ciudad. (...) Vejada por la sociedad, vejada por el estiércol humano. (...) esta infeliz prostituta hace rebozar mi corazón de piedad”. 

Estoy seguro que, más de un gato viejo que sueña hoy con ratones tiernos, esta nota sobre la vida diaria guayaquileña, no le parecerá nada exagerada.

jueves, 22 de agosto de 2019


La expansión de la ciudad  hasta el siglo XVIII


La cima del cerro Santa Ana fue suficiente para albergar a Guayaquil durante los siglos XVI y XVII. Pero, sobrecargadas sus dos laderas y sus edificaciones constreñidas al estero de la Atarazana por el norte, y al de Villamar por el sur, la ciudad se hallaba en un área muy estrecha. Esta saturación del espacio disponible movió a los vecinos a pensar en mudarla. Y fue la destrucción sufrida durante el ataque pirata de 1687 y la evidente falta de seguridad lo que aceleró la determinación de levantarla más al sur, al Puerto Cazones o Sabaneta, lugar que si bien era tan inseguro como el anterior, ofrecía la posibilidad de expansión.  La mudanza se oficializó en 1693 cuando el corregidor fijó su residencia y se inició la construcción de la nueva iglesia parroquial, que culminó en 1695. Al año siguiente, con el traslado del Cabildo la urbe empieza a perfilarse hacia su permanencia en un nuevo espacio. 

Así divididas, pues no todos los habitantes aceptaron el traslado, se las llamó Ciudad Nueva y Ciudad Vieja. Esta división estaba demarcada por la existencia de un gran pantano, inundado periódicamente tanto por El Salado por el oeste, como por el Guayas desde el este. Sin embargo, con el paso de los años, en espacios rellenados se establecieron fincas dedicadas a plantar árboles frutales, huertos de vegetales, etc. 

En forma paulatina, el pantano desapareció por el efecto de su crecimiento sobre esteros y canales cegados con rellenos de todo tipo. Finalmente, en 1710 las dos ciudades se unieron mediante un puente de madera de dos varas de ancho y 800 de longitud, construido por el gobernador Boza y Solís, que partía desde la actual calle Junín hasta la calle Loja. Este puente en 1776 fue sustituido por una calzada empedrada. 

Para entonces, Guayaquil, ya tenía un aspecto distinto al de los siglos anteriores. Las dos secciones, pese a estar unidas, eran diferentes, tanto en lo urbanístico como en lo socioeconómico. La mayor parte del vecindario de Ciudad Vieja era de negros y mulatos: artesanos, pescadores y jornaleros. En Ciudad Nueva residían la gente adinerada y las autoridades. 

En la zona intermedia creada por la presencia del puente y posteriormente de la calzada, crecieron los barrios del Puente y del Guanábano. Los cuales, por su función de comunicación entre las dos ciudades, formaron un nuevo núcleo urbano, en el cual, aunque revalorizado, también vivía gente pobre. Casas de caña y techo pajizo se levantaban en el pantano sobre pilares de madera. 

Esta pobreza acarreó la prohibición por parte del Cabildo de levantar nuevas covachas y la orden de destruir por completo las existentes, “Sobre agua estancada y muerta entre árboles frondosos y tupidos, son tan enfermizas que muere en ellas mucha gente, se desaparecen en un instante familias enteras y contagian anualmente a la ciudad principal, siendo también perjudiciales para lo político y moral, porque en estos barrios tiene segura reclusión los malhechores y son inaccesibles lo más del año a las pesquisas de los jueces y a la administración  de los sacramentos, pues de unas a otras casas se comunican por cañas y palos de tan mal paso como una peligrosa tarabita”. 

También se sugirió la destrucción del barrio del Bajo y de Las Peñas.
Ciudad Nueva fue configurada siguiendo la planta colonial de damero integrada por calles rectas y manzanas idénticas. Por disposición del Cabildo, las calles fueron trazadas a cordel sobre una planta no mayor a 5 manzanas y delineadas partiendo de 

“La plaza mayor de donde se ha de comenzar la población, siendo en costa de mar se debe hacer al desembarcadero del puerto, y siendo un lugar mediterráneo, en medio de la población, la plaza sea en cuadro prolongado que por lo menos tenga de largo una vez y media de su ancho, porque de este tamaño es el mejor para las fiestas de a caballo, y cualesquier otras que se hayan de hacer”. Evidentemente, no esquivaban la necesidad de expansionarse espiritualmente en espacios adecuados para el éxito de los eventos públicos.

Por su rápido crecimiento, surgieron tres barrios: el Centro, el Bajo, y el Astillero. Los vecinos adinerados del primero procuraban levantar sus casas en la ribera para disfrutar de la brisa del río, junto a los edificios públicos, civiles y religiosos. En 1796 había once calles longitudinales: sus principales, “La Orilla” y “Comercio”, cuya inmediatez al río entraña una relación de la ciudad con el Guayas y la función económica del sector.

En la sabana pantanosa situada al oeste, que en 1738 estaba habitada por gente pobre creció el barrio del “Bajo”. El cual, por ser muy malsano, fue rellenado por el Cabildo en 1772. Pese a la mejora de sus condiciones sanitarias y reducción de las inundaciones, nunca llegó a tener categoría de barrio. En 1820, formado por un grupo de casas dispersas rodeadas de arboledas de cocos y frutales, lo atravesaba el Camino de la Legua, que unía la ciudad con la Costa y Portoviejo. 

Dividida la ciudad en 1693, los astilleros se situaron al sur de Ciudad Nueva, al otro lado del estero de Carrión (actual calle Mejía). Lo característico era que sus habitantes no eran dueños de los solares, sino de las casas, pues el terreno lo concedía temporalmente el gobernador, a condición de desocuparlo y ponerlo al servicio del rey, si fuese del caso. 

Este requisito se estableció en razón del proyecto que había de levantar en el lugar el Real Astillero. Propósito que perdió impulso por la falta de apoyo del rey, por lo cual el gobernador Pizarro, en 1785, dispuso su adjudicación a quienes tenían el carácter de dueños temporales, provisionalidad de posesión que mientras duró, no impidió la prosperidad del barrio, por el contrario, aceleró su ocupación. 

En el siglo XVIII la ciudad adquiere otra fisonomía: Ciudad Vieja, el Centro o Ciudad Nueva, el Bajo y el Astillero. Conjuntos urbanos en los cuales se desarrollaron otros tres barrios: el más antiguo, “Las Peñas” en Ciudad Vieja que databa de 1547, el barrio Nuevo del Astillero, formado a partir de 1785 y el barrio de la Sabana como resultado del crecimiento suburbano. 

Uno de los primeros edificios levantados a orillas del río fue el hospital, acontecimiento que hay que pensarlo como una iniciativa ciudadana para mejorar sus condiciones y como antecedente de una constante de los guayaquileños,  la creación de instituciones para atender y resolver sus necesidades ante el abandono del gobierno central. 
La ciudad

Desde entonces Guayaquil creció en base a invasiones de la propiedad privada y municipal por las clases menos favorecidas. Las primeras crónicas de Ciudad Nueva destacan que la ciudad se extendía arbitrariamente, pues muchos pobladores no querían permanecer dentro del perímetro urbano que había sido circundado y fortificado con trincheras y estacadas, sino que se instalaron “en solares propios de la ciudad, sin haberlos pagado, poblando los extramuros y levantando muchos ranchos en la sabana al sur de la ciudad” (acta del Cabildo). 
Lo cual, pese a la desobediencia, nos indica que desde el principio la ciudad tuvo un adecuado proyecto de utilización del espacio. 

Uno de los invasores fue la comunidad Franciscana, a la cual el Cabildo había adjudicado un espacio al sur de la ciudad, dentro del perímetro fortificado (calle Luque). Mas, los discípulos de Asís, se posesionaron fuera de este en el mismo lugar que hoy se halla la iglesia de San Francisco. Y para evitar ser desalojados, celebraron en el lugar una misa campal, manteniendo expuesto El Santísimo hasta que las autoridades cejaron del propósito de imponer la ordenanza.

Los edificios públicos y privados más importantes eran construidos sobre una estructura de madera incorruptible. Pisos y paredes eran de madera, sin embargo, una mayoría lucía paredes de caña revocada con quincha, por ser un elemento incombustible. A finales del siglo XVII se comenzó a instalar tejas en la cubierta. 

Para el cultivo espiritual, cumplía su papel la iglesia Mayor o Matriz, que había sido levantada en Ciudad Nueva en 1694. Y a fin de compensar a los creyentes de Ciudad Vieja y proporcionarles la ayuda que requerían, se construyó en los predios que ocupa actualmente plaza Colón, una ayuda de parroquia. Sin embargo, su presencia no indicaba que la ciudad estaba dividida en dos o más curatos, todo lo contrario, se mantenía en uno en desmedro de la atención religiosa a los feligreses de Ciudad Vieja. 

También por esa época, se empieza a sentir la bonanza económica que convirtió a Guayaquil en una ciudad en expansión, en la que pesa la migración interna y genera la formación de nuevos barrios que demandan servicios y mejores condiciones higiénicas, por lo cual paulatinamente se construyen drenajes, empedrado de calles, muros en el malecón, etc. 

Era un conjunto urbano crecido al arrullo del río, que asomado a su ribera desplegaba una intensa actividad comercial en la calle de la Orilla. Ambiente portuario pleno de actividad, donde numerosas goletas, bricks, fragatas, balandras, etc., atracadas a los muelles, lucían desde el agua sus mástiles, jarcias, vergas, emblemas internacionales de navegación, formando una enmarañada e intrincada selva portuaria.

Pero, había algo que faltaba a los guayaquileños que demandaban mejores y más expeditas formas de trabajo. El reencuentro de la ciudad era asunto imperioso, pues para trasladarse a Ciudad Vieja desde la Nueva era menester utilizar canoas o balsas, pues por tierra era imposible ya que el gran pantano bañado por 5 esteros del Guayas y la influencia de las mareas de El Salado impedían el paso tanto a pie como a caballo. Esta situación fue el preludio de la construcción del puente de madera que le dio tanta fama a Guayaquil y dio lugar a la unión de ambas ciudades y a la posterior construcción de la calle Nueva (Avenida Rocafuerte). 

El geógrafo italiano Giulio Ferrario, quien visitó la ciudad, conoció tal puente y en la descripción que hace, dice que Ciudad Nueva “Conservando la comunicación con la vieja ciudad mediante un puente de madera de un largo de cerca de 300 toesas, sobre el cual pasan sin incomodidad los avituallamientos que llegan a ambas ciudades”. 

Guayaquil creció sobre un suelo llano y pantanoso, donde el agua se hallaba a poca profundidad e impedía una cimentación aceptable. Para levantar edificaciones de mampostería, que habrían sido incombustibles, habría sido menester hincar pilotes de madera para estabilizar el suelo, mas, no se conocía la técnica ni se disponía de los recursos mecánicos. Además, no era fácil convencer a los guayaquileños, pudientes o no, de cambiar su forma de construir. Los primeros por los resultados de una arquitectura amplia y fresca en madera y teja, los segundos, porque la caña y la paja eran (y siguen siendo) una respuesta a su condición de pobreza.

La ciudad de Santiago de Guayaquil nació en 1535 como puerto de la conquista de los territorios del norte de Quito, pero, a finales del siglo XVII, no pasaba de ser sino una localidad de rango inferior respecto de muchas ciudades neogranadinas. Inclusive entre los núcleos urbanos de la propia Audiencia de Quito, donde solo podía aspirar a un discreto tercer puesto. 

Sin embargo los grandes bosques maderables, cuya explotación es el punto de partida de la riqueza de la ciudad y la provincia, le permitieron una importante y muy significativa exportación al Perú y Chile, y fueron el factor decisivo para su desarrollo industrial, representado sobre todo por aserraderos, la construcción naval, la construcción de edificios, carpintería en general. 

Este dinamismo económico influye en el desarrollo urbano y crecimiento poblacional, por lo cual de 4.000 habitantes a finales del siglo XVII, pasa a 12.000 hacia fines del s. XVIII. Es al finalizar el segundo tercio de este siglo (1760), que empieza a despertar su gran producción agrícola y entra en una etapa de progreso que supera toda expectativa y en menos de dos siglos la convertiría en la ciudad más rica de la América meridional del Pacífico. 

El factor determinante para el desarrollo de su arquitectura fue el calor, pues forzosamente se debía construir galerías abiertas al exterior de las casas, las cuales, con los edificios vecinos formaban pórticos, que además de cumplir una función estética eran muy prácticos al permitir a los transeúntes protegerse del sol o la lluvia. Las calles a mediados del siglo XVIII mayormente carecían de empedrado, de allí que en época de lluvias se convertían en lodazales imposibles de transitar.

En Ciudad Nueva, al primer aguacero se formaban charcas, y era necesario tender en las bocacalles y plazas, gruesos maderos de esquina a esquina para traficar sobre ellos. En 1742, para contrarrestar tal problema, el Cabildo dispuso la construcción de calzadas de piedra en las bocacalles. Pero el rey lo negó tras recibir informes del virrey del Perú, y ordenó la construcción de zanjas de drenaje, previa la construcción de la nueva Aduana y Contaduría de Guayaquil, lo cual se cumplió en 1761 a costa de la Real Hacienda. 

El arribo del ingeniero Francisco de Requena a Guayaquil en 1771, marca el inicio de su desarrollo urbano. Sus observaciones incitan al gobernador interino Fernández de Avilés a convocar un Cabildo abierto, en el cual se priorizaron las urgencias urbanas. Requena, a fin de retardar la propagación de incendios, recomienda eliminar callejones y ensanchar calles, utilizar cubierta de tejas y revestir paredes con quincha. 

Y respecto del saneamiento urbano, sugiere abrir drenajes y terraplenar las calles con cascajo y piedra, para evitar “lodos e inmundicias”. En 1772 intuye el moderno malecón como “un camino despejado, un paseo hermoso, un recreo bastante divertido y una orilla con la más agradable disposición”. 
Avizora lo moderno al decir que “hermoseándose de esta suerte la ciudad, se logrará del mismo modo el beneficio de que no se frecuenten las pestes que anualmente se experimentan siempre.” 

Requena permaneció en Guayaquil hasta 1779, y es el visionario modernizador y amante de su progreso. Contrajo, además, matrimonio con la guayaquileña María Luisa Santisteban y Ruiz Cano, lo cual, lo convierte en conciudadano honorario que desde su lejana memoria convoca al civismo, y sugiere estrategias actuales para recuperar y reafirmar nuestro sitial en la historia nacional. 

Con su presencia, que en realidad fue pedida por el Cabildo guayaquileño y obligada por el virrey peruano, la ciudad adquiere otra fisonomía. Los vecinos adinerados procuraban levantar sus casas en la ribera para disfrutar de la brisa del río, y en este se hallaban los edificios públicos, civiles y religiosos. Con este desarrollo, la calle de la Orilla fue integrada de un extremo a otro de la ciudad, mediante la construcción de un puente en la desembocadura de cada uno de los cinco esteros del Guayas. 

Las crónicas consultadas en la obra de Michael Hamerly, relacionadas con la población urbana de Guayaquil en el siglo XVIII, indican que en 1706 tenía aproximadamente 2.000 habitantes. Entre 1790 y 1805 pasa de 8.500 a casi 14.000 (exactamente 8.490 y 13.763 según los respectivos censos), mientras en la provincia la población pasa de 38.500 a más de 61.000 (38.580 y 61.362 son las cifras de los censos), lo cual supone un índice de crecimiento de casi un cinco por ciento anual. Es decir, una auténtica revolución demográfica para la época. 

Es en el último tercio o cuarto del siglo XVIII, que su población aumenta dramáticamente por la inmigración interna. El explosivo aumento de la producción cacaotera, que se dio como consecuencia de la liberalización del comercio, además de generar toda una cadena de resultados positivos, demandó de la Sierra una muy numerosa mano de obra.

Este crecimiento urbano-poblacional fue el resultado de la bonanza económica, generada por la explotación agrícola de grandes extensiones de tierras aluviales bañadas por los afluentes del Guayas. Actividad siempre favorecida por una ubicación que le otorga una doble función comercial: como escala entre Perú, Nueva España y Panamá, y como puerto de entrada de artículos europeos a su propio mercado, al de Quito y principal vía de salida de los productos serranos.

Mientras en Ciudad Vieja, abandonada por las autoridades a finales del siglo XVII, se depreciaba la propiedad urbana y languidecía sin la actividad comercial, Ciudad Nueva entraba pujante al siglo XVIII. Las hermosas casas de madera, cubiertas de teja roja, de paredes revocadas con quincha y blanqueadas con cal, junto a las agujas de la iglesia Matriz, se destacaban como puntos más visibles en el horizonte citadino. 

El sacerdote jesuita Mario Sicala S.J., en su importante obra, describe a Guayaquil en su visita realizada entre 1767-1771, diciendo: 

“La tan célebre, noble y rica ciudad de Guayaquil es una de las más antiguas de América Meridional. Con el transcurso de los años se ha conquistado grande fama e importancia para los comerciantes. Desde hace algunos lustros ha crecido en gran manera, y aún sigue creciendo a diario por encima de casi todas las ciudades, no solo de las situadas en las costas y litoral del mar Pacífico, sino que, hasta me atrevería a decir, más que las ciudades existentes en las costas del océano septentrional y mar Atlántico.  Y si acaso alguien creyera no ser así, después de lo que voy a demostrar en la descripción emprendida desde este capítulo, creo que nadie habrá que niegue que Guayaquil es, en los tiempos presentes, el centro más importante y famoso que pueda haber en toda América Meridional, una vez que haya leído esta sucinta y brevísima descripción”.

Esta es una visión generalizada que tuvieron numerosos viajeros, científicos, religiosos, comerciantes o diplomáticos que visitaron Guayaquil a lo largo de 500 años.




Itinerario de progreso de Guayaquil (siglos XVII-XIX).


Parece ser que a Guayaquil estaba destinado el sitio de su último traslado. Pues no solo alcanzó seguridad y tuvo algo de protección por la ubicación estratégica, sino que además, ha constituido a lo largo de su historia un importante referente que ha ayudado a su consolidación como ciudad de progreso.
Es a partir de esta última mudanza, que la ciudad ajena a los ataques e incendios causados por los indígenas y convertida en sedentaria sobre el Cerrillo Verde con figura de silla jineta o estradiota, único lugar a propósito para vigilar y protegerse del enemigo, afianzó su estratégico emplazamiento para no moverse de él jamás.
Españoles y criollos buscaron la expansión de sus actividades a base de encomiendas y otras concesiones. A partir de entonces, las probanzas de méritos se convierten en moneda corriente, como elemento principal en la búsqueda de ventajas en la posesión de tierras productivas e indios para trabajar.
Al 15 de agosto de 1534, fecha de la fundación de Santiago, no debe dársele mayor importancia ni trascendencia en el tiempo. Tampoco convertirla en objeto de polémica a la mayor o menor antigüedad de Guayaquil respecto de otra ciudad colonial de la Audiencia de Quito. Pues, además de constituir una discusión inútil, el 25 de julio de 1547, además de ser nuestra fiesta patronal no tiene otro significado para Guayaquil que ser el punto de partida de su historia y desarrollo efectivo. 
De esta conciliación de fechas, saldrán beneficiados los estudiantes y maestros, pues alejados de la polémica que se ha venido sosteniendo, la enseñanza-aprendizaje, libre de confusiones, se centrará en la realidad de una urbe triunfante a lo largo del tiempo. 
Esta publicación, de ninguna manera intenta confrontar, oponerse o discutir las importantes conclusiones, concreciones e interpretaciones históricas logradas en muchos años de investigaciones por Miguel Aspiazu Carbo, Rafael Euclides Silva, Julio Estrada, especialmente por los académicos Ádam Szaszdi y Dora León Borja de Szaszdi. 
Su propósito no es otro que facilitar a estudiantes, maestros y ciudadanos en general, una herramienta ágil para una buena comprensión de la tan diversa, extensa y controvertida trayectoria histórica que siguió Guayaquil durante los primeros años de su existencia. En otras palabras, es un artículo historiográfico escrito en lenguaje coloquial.
Simultáneamente a la “conquista de la ciudad” en la fecha indicada, se produce en Guayaquil un cambio trascendental: deja de ser el puerto de Quito que estableció Benalcázar para la logística que demandaba la conquista del norte y asume su propio destino. En el Libro Segundo de Cabildos de Quito, acta del 11 de marzo de 1549, consta que el Ayuntamiento quiteño a través del pacificador Pedro de La Gasca, solicita a la Audiencia de Lima restituya a Guayaquil en su ubicación anterior, es decir que debía abandonar el cerro Santa Ana. 
“Ítem. Pedir que por cuanto la çibdad de Santiago se pobló de próximo en el paso de Guaynacaba e para ir e venir se ha de ir con balsas y por ser puerto de esta çibdad le viene daño, pedir que se pueble donde solía, questaba en parte más conveniente para la dicha çibdad e para los pasajeros que vienen a ella e bien de los naturales que en ella sirven”
Este acontecimiento, aparentemente sin importancia, es el primer paso de Guayaquil hacia su transformación como ciudad-puerto, en que no solo cumple sus funciones de puerta de entrada y salida de la riqueza comercial que impulsó al país hacia su desarrollo, sino que, siendo rica y punto intermedio entre Acapulco y Viña del Mar, se convierte en plaza y parada obligada al teatro, ópera, etc., y toda expresión cultural que llegaba a los grandes escenarios situados en la ruta.
Además, numerosos guayaquileños que habían alcanzado la ilustración republicana de finales del siglo XVIII y principios del XIX, cuyo pensamiento los llevó a lograr por sí solos su propia independencia y a constituirse en el centro político-militar, que financió y organizó la independencia del Ecuador. Fueron, además, el medio por el cual la ciudad asumió la gran cultura venida de Europa mediante los ricos productores y empresarios del cacao.

“Guayaquil no es solo una fecha fundacional, un santoral y un proceso de mudanzas, es mucho más que eso. Siempre deberemos entenderla como un proceso-producto histórico, geopolítico, socio-urbano, cultural y simbólico. Por eso nacionales y extranjeros han dicho que nuestra ciudad es un destino histórico. Desde esta perspectiva de proyecto inacabado, siempre en construcción, debemos identificarla y pensarla. Pensar la ciudad y sus procesos de cambio es una necesidad y una tarea de ella y nosotros” (W. Paredes, 2007). 
A la expansión por la cuenca del Guayas, bien podríamos llamar diáspora guayaquileña, para indicar el encuentro con la tierra prometida y el comienzo de un continuo proceso de crecimiento, expansión y progreso que va extendiendo la ciudad poco a poco. Detectamos un crecimiento continuo de la ciudad-puerto. Pues, no es sólo el espacio sino también sus pobladores. 
También usamos esta expresión para señalar que con ella designamos a un grupo humano emprendedor y agresivo, dispersado a lo largo y ancho de las ricas tierras aluviales, cuyo esfuerzo la retoma y eleva a la categoría de centro vital de la región y del país. Que toma posesión de bancos y vegas de la cuenca baja del Guayas bañadas por intrincada red de ríos, esteros y canales, donde crecía el cacao esparcido por los monos, e impulsó una agricultura que acabó desalojando al campesino indígena que se vio afectado por la cada vez mayor presencia de cultivos, animales domésticos y hombres europeos. 
Actividad económica de explotación de los bosques maderables y productiva de la cual el cacao, café y tabaco comenzaron a destacarse como elementos agrícolas determinantes de la economía colonial guayaquileña, dando espacio al nacimiento de la gran cultura montuvia, brazo armado de la independencia, del 6 de Marzo de 1845, la montonera de Alfaro 19895 y del progreso y riqueza de la antigua Provincia de Guayaquil y de nuestra urbe actual. 
Por la determinación de sus habitantes, su situación geográfica y el sistema fluvial del Guayas,la navegación fluvial tenía “una doble misión: comunicar los distintos lugares de la provincia entre sí y con su capital, y facilitar el tránsito de personas y productos hacia o desde el interior de la Audiencia.  La confluencia obligada de todo este tráfico era la ciudad de Guayaquil, que debe buena parte de su importancia como puerto marítimo al hecho de ser un tan importante puerto fluvial (Ma. Luisa Laviana). Guayaquil fue centro de abastecimiento de las poblaciones ribereñas, de la Sierra centro-norte y sur, y eje de toda actividad económica y administrativa de la Real Audiencia.
Sin embargo, hasta 1576 su comercio internacional se reducía a movilizar productos entre los puertos del norte, centro y sur de América. Sedas chinas, añil, brea, jarcia, vinos y paños copaban las rutas, pero al no haber exportaciones presentaba una balanza desequilibrada. 
Las ciudades de la desértica Costa peruana-chilena presionadas por la colonización y el progreso se constituyeron en los núcleos territoriales que demandaron materiales para sus construcciones, y en las montañas de Bulubulo y Balzar se inició la explotación de madera y caña guadua para satisfacerlas. 
Ha sido evidente que históricamente la actividad exportadora que fue el punto de partida de su economía, y factor decisivo para el crecimiento de aserraderos, construcciones navales, edificios, etc., y para el consecuente desarrollo de la carpintería de ribera, ebanistería, que levantaron la ciudad, etc. (Laviana) “El puerto de Guayaquil es tan útil para cualquiera nación, que poseyéndolo, estará siempre en estado de mantener armada mediante a que tendrán maderas y paraje adecuado para carenar los navíos, y aun para fabricarlos, lo que no sucederá a otra que carezca de este puerto: la primera podrá tener cuantos navíos mercantes quisiere para hacer su comercio; y la segunda no tendrá más de los que aquella quisiere consentirle o venderle; y siendo dueña del mar lo será igualmente de todo aquel comercio, y no se podrá ejecutar cosa alguna en aquellos reinos que no sea con su consentimiento” (Noticias Secretas de América, 1918).
A partir de 1593, los comerciantes guayaquileños inician la exportación del cacao en sus propios navíos, creando una riqueza que produjo una masiva migración interna proporcionando la fuerza laboral necesaria para explotar su potencial agrícola. “Cuando el desarrollo agrícola, lo requirió, Guayaquil contó con suficientes trabajadores, sin necesidad de una importación masiva de esclavos negros. La clave está en la inmigración, es la llegada a Guayaquil de hombres procedentes del interior, de la Sierra de Quito y Cuenca fundamentalmente. Este fenómeno se eleva a gran escala en la última década del XVIII y continúa hasta la actualidad. La inmigración serrana se suma al propio crecimiento vegetativo de la población guayaquileña, para producir el espectacular auge poblacional que las fuentes registran y que se hace llamativo en el tránsito del siglo XVIII al XIX” (Laviana).
Este dinamismo económico influyó en el desarrollo urbano y crecimiento poblacional. De 4.000 habitantes a finales del siglo XVII, pasa a 12.000 en el siglo XVIII. Es al finalizar el segundo tercio de este último que empieza a despertar su gran producción agrícola, y entra en una etapa de progreso superando toda expectativa. Acelerado desarrollo que trajo como consecuencia el asedio de corsarios armados por Inglaterra, Francia y Holanda, que asaltaron la ciudad por varias oportunidades.
Hasta el siglo XIX, de la Independencia, la «Mar del Sur» se convirtió en el escenario de toda la contienda empeñada contra España, la cual carente de fuerza naval, debía cubrir la defensa del litoral americano desde Magallanes, en el extremo sur, Valdivia, El Callao y Lima, Guayaquil y Panamá hasta el norte con California. Además, de proteger las rutas hacia el archipiélago filipino en que comerciaba, especias, sedas, porcelanas, etc., el renombrado “Galeón de Manila”.