La expansión de la ciudad hasta el siglo XVIII
La cima del cerro Santa Ana fue suficiente para albergar a Guayaquil durante los siglos XVI y XVII. Pero, sobrecargadas sus dos laderas y sus edificaciones constreñidas al estero de la Atarazana por el norte, y al de Villamar por el sur, la ciudad se hallaba en un área muy estrecha. Esta saturación del espacio disponible movió a los vecinos a pensar en mudarla. Y fue la destrucción sufrida durante el ataque pirata de 1687 y la evidente falta de seguridad lo que aceleró la determinación de levantarla más al sur, al Puerto Cazones o Sabaneta, lugar que si bien era tan inseguro como el anterior, ofrecía la posibilidad de expansión. La mudanza se oficializó en 1693 cuando el corregidor fijó su residencia y se inició la construcción de la nueva iglesia parroquial, que culminó en 1695. Al año siguiente, con el traslado del Cabildo la urbe empieza a perfilarse hacia su permanencia en un nuevo espacio.
Así divididas, pues no todos los habitantes aceptaron el traslado, se las llamó Ciudad Nueva y Ciudad Vieja. Esta división estaba demarcada por la existencia de un gran pantano, inundado periódicamente tanto por El Salado por el oeste, como por el Guayas desde el este. Sin embargo, con el paso de los años, en espacios rellenados se establecieron fincas dedicadas a plantar árboles frutales, huertos de vegetales, etc.
En forma paulatina, el pantano desapareció por el efecto de su crecimiento sobre esteros y canales cegados con rellenos de todo tipo. Finalmente, en 1710 las dos ciudades se unieron mediante un puente de madera de dos varas de ancho y 800 de longitud, construido por el gobernador Boza y Solís, que partía desde la actual calle Junín hasta la calle Loja. Este puente en 1776 fue sustituido por una calzada empedrada.
Para entonces, Guayaquil, ya tenía un aspecto distinto al de los siglos anteriores. Las dos secciones, pese a estar unidas, eran diferentes, tanto en lo urbanístico como en lo socioeconómico. La mayor parte del vecindario de Ciudad Vieja era de negros y mulatos: artesanos, pescadores y jornaleros. En Ciudad Nueva residían la gente adinerada y las autoridades.
En la zona intermedia creada por la presencia del puente y posteriormente de la calzada, crecieron los barrios del Puente y del Guanábano. Los cuales, por su función de comunicación entre las dos ciudades, formaron un nuevo núcleo urbano, en el cual, aunque revalorizado, también vivía gente pobre. Casas de caña y techo pajizo se levantaban en el pantano sobre pilares de madera.
Esta pobreza acarreó la prohibición por parte del Cabildo de levantar nuevas covachas y la orden de destruir por completo las existentes, “Sobre agua estancada y muerta entre árboles frondosos y tupidos, son tan enfermizas que muere en ellas mucha gente, se desaparecen en un instante familias enteras y contagian anualmente a la ciudad principal, siendo también perjudiciales para lo político y moral, porque en estos barrios tiene segura reclusión los malhechores y son inaccesibles lo más del año a las pesquisas de los jueces y a la administración de los sacramentos, pues de unas a otras casas se comunican por cañas y palos de tan mal paso como una peligrosa tarabita”.
También se sugirió la destrucción del barrio del Bajo y de Las Peñas.
Ciudad Nueva fue configurada siguiendo la planta colonial de damero integrada por calles rectas y manzanas idénticas. Por disposición del Cabildo, las calles fueron trazadas a cordel sobre una planta no mayor a 5 manzanas y delineadas partiendo de
“La plaza mayor de donde se ha de comenzar la población, siendo en costa de mar se debe hacer al desembarcadero del puerto, y siendo un lugar mediterráneo, en medio de la población, la plaza sea en cuadro prolongado que por lo menos tenga de largo una vez y media de su ancho, porque de este tamaño es el mejor para las fiestas de a caballo, y cualesquier otras que se hayan de hacer”. Evidentemente, no esquivaban la necesidad de expansionarse espiritualmente en espacios adecuados para el éxito de los eventos públicos.
Por su rápido crecimiento, surgieron tres barrios: el Centro, el Bajo, y el Astillero. Los vecinos adinerados del primero procuraban levantar sus casas en la ribera para disfrutar de la brisa del río, junto a los edificios públicos, civiles y religiosos. En 1796 había once calles longitudinales: sus principales, “La Orilla” y “Comercio”, cuya inmediatez al río entraña una relación de la ciudad con el Guayas y la función económica del sector.
En la sabana pantanosa situada al oeste, que en 1738 estaba habitada por gente pobre creció el barrio del “Bajo”. El cual, por ser muy malsano, fue rellenado por el Cabildo en 1772. Pese a la mejora de sus condiciones sanitarias y reducción de las inundaciones, nunca llegó a tener categoría de barrio. En 1820, formado por un grupo de casas dispersas rodeadas de arboledas de cocos y frutales, lo atravesaba el Camino de la Legua, que unía la ciudad con la Costa y Portoviejo.
Dividida la ciudad en 1693, los astilleros se situaron al sur de Ciudad Nueva, al otro lado del estero de Carrión (actual calle Mejía). Lo característico era que sus habitantes no eran dueños de los solares, sino de las casas, pues el terreno lo concedía temporalmente el gobernador, a condición de desocuparlo y ponerlo al servicio del rey, si fuese del caso.
Este requisito se estableció en razón del proyecto que había de levantar en el lugar el Real Astillero. Propósito que perdió impulso por la falta de apoyo del rey, por lo cual el gobernador Pizarro, en 1785, dispuso su adjudicación a quienes tenían el carácter de dueños temporales, provisionalidad de posesión que mientras duró, no impidió la prosperidad del barrio, por el contrario, aceleró su ocupación.
En el siglo XVIII la ciudad adquiere otra fisonomía: Ciudad Vieja, el Centro o Ciudad Nueva, el Bajo y el Astillero. Conjuntos urbanos en los cuales se desarrollaron otros tres barrios: el más antiguo, “Las Peñas” en Ciudad Vieja que databa de 1547, el barrio Nuevo del Astillero, formado a partir de 1785 y el barrio de la Sabana como resultado del crecimiento suburbano.
Uno de los primeros edificios levantados a orillas del río fue el hospital, acontecimiento que hay que pensarlo como una iniciativa ciudadana para mejorar sus condiciones y como antecedente de una constante de los guayaquileños, la creación de instituciones para atender y resolver sus necesidades ante el abandono del gobierno central.
La ciudad
Desde entonces Guayaquil creció en base a invasiones de la propiedad privada y municipal por las clases menos favorecidas. Las primeras crónicas de Ciudad Nueva destacan que la ciudad se extendía arbitrariamente, pues muchos pobladores no querían permanecer dentro del perímetro urbano que había sido circundado y fortificado con trincheras y estacadas, sino que se instalaron “en solares propios de la ciudad, sin haberlos pagado, poblando los extramuros y levantando muchos ranchos en la sabana al sur de la ciudad” (acta del Cabildo).
Lo cual, pese a la desobediencia, nos indica que desde el principio la ciudad tuvo un adecuado proyecto de utilización del espacio.
Uno de los invasores fue la comunidad Franciscana, a la cual el Cabildo había adjudicado un espacio al sur de la ciudad, dentro del perímetro fortificado (calle Luque). Mas, los discípulos de Asís, se posesionaron fuera de este en el mismo lugar que hoy se halla la iglesia de San Francisco. Y para evitar ser desalojados, celebraron en el lugar una misa campal, manteniendo expuesto El Santísimo hasta que las autoridades cejaron del propósito de imponer la ordenanza.
Los edificios públicos y privados más importantes eran construidos sobre una estructura de madera incorruptible. Pisos y paredes eran de madera, sin embargo, una mayoría lucía paredes de caña revocada con quincha, por ser un elemento incombustible. A finales del siglo XVII se comenzó a instalar tejas en la cubierta.
Para el cultivo espiritual, cumplía su papel la iglesia Mayor o Matriz, que había sido levantada en Ciudad Nueva en 1694. Y a fin de compensar a los creyentes de Ciudad Vieja y proporcionarles la ayuda que requerían, se construyó en los predios que ocupa actualmente plaza Colón, una ayuda de parroquia. Sin embargo, su presencia no indicaba que la ciudad estaba dividida en dos o más curatos, todo lo contrario, se mantenía en uno en desmedro de la atención religiosa a los feligreses de Ciudad Vieja.
También por esa época, se empieza a sentir la bonanza económica que convirtió a Guayaquil en una ciudad en expansión, en la que pesa la migración interna y genera la formación de nuevos barrios que demandan servicios y mejores condiciones higiénicas, por lo cual paulatinamente se construyen drenajes, empedrado de calles, muros en el malecón, etc.
Era un conjunto urbano crecido al arrullo del río, que asomado a su ribera desplegaba una intensa actividad comercial en la calle de la Orilla. Ambiente portuario pleno de actividad, donde numerosas goletas, bricks, fragatas, balandras, etc., atracadas a los muelles, lucían desde el agua sus mástiles, jarcias, vergas, emblemas internacionales de navegación, formando una enmarañada e intrincada selva portuaria.
Pero, había algo que faltaba a los guayaquileños que demandaban mejores y más expeditas formas de trabajo. El reencuentro de la ciudad era asunto imperioso, pues para trasladarse a Ciudad Vieja desde la Nueva era menester utilizar canoas o balsas, pues por tierra era imposible ya que el gran pantano bañado por 5 esteros del Guayas y la influencia de las mareas de El Salado impedían el paso tanto a pie como a caballo. Esta situación fue el preludio de la construcción del puente de madera que le dio tanta fama a Guayaquil y dio lugar a la unión de ambas ciudades y a la posterior construcción de la calle Nueva (Avenida Rocafuerte).
El geógrafo italiano Giulio Ferrario, quien visitó la ciudad, conoció tal puente y en la descripción que hace, dice que Ciudad Nueva “Conservando la comunicación con la vieja ciudad mediante un puente de madera de un largo de cerca de 300 toesas, sobre el cual pasan sin incomodidad los avituallamientos que llegan a ambas ciudades”.
Guayaquil creció sobre un suelo llano y pantanoso, donde el agua se hallaba a poca profundidad e impedía una cimentación aceptable. Para levantar edificaciones de mampostería, que habrían sido incombustibles, habría sido menester hincar pilotes de madera para estabilizar el suelo, mas, no se conocía la técnica ni se disponía de los recursos mecánicos. Además, no era fácil convencer a los guayaquileños, pudientes o no, de cambiar su forma de construir. Los primeros por los resultados de una arquitectura amplia y fresca en madera y teja, los segundos, porque la caña y la paja eran (y siguen siendo) una respuesta a su condición de pobreza.
La ciudad de Santiago de Guayaquil nació en 1535 como puerto de la conquista de los territorios del norte de Quito, pero, a finales del siglo XVII, no pasaba de ser sino una localidad de rango inferior respecto de muchas ciudades neogranadinas. Inclusive entre los núcleos urbanos de la propia Audiencia de Quito, donde solo podía aspirar a un discreto tercer puesto.
Sin embargo los grandes bosques maderables, cuya explotación es el punto de partida de la riqueza de la ciudad y la provincia, le permitieron una importante y muy significativa exportación al Perú y Chile, y fueron el factor decisivo para su desarrollo industrial, representado sobre todo por aserraderos, la construcción naval, la construcción de edificios, carpintería en general.
Este dinamismo económico influye en el desarrollo urbano y crecimiento poblacional, por lo cual de 4.000 habitantes a finales del siglo XVII, pasa a 12.000 hacia fines del s. XVIII. Es al finalizar el segundo tercio de este siglo (1760), que empieza a despertar su gran producción agrícola y entra en una etapa de progreso que supera toda expectativa y en menos de dos siglos la convertiría en la ciudad más rica de la América meridional del Pacífico.
El factor determinante para el desarrollo de su arquitectura fue el calor, pues forzosamente se debía construir galerías abiertas al exterior de las casas, las cuales, con los edificios vecinos formaban pórticos, que además de cumplir una función estética eran muy prácticos al permitir a los transeúntes protegerse del sol o la lluvia. Las calles a mediados del siglo XVIII mayormente carecían de empedrado, de allí que en época de lluvias se convertían en lodazales imposibles de transitar.
En Ciudad Nueva, al primer aguacero se formaban charcas, y era necesario tender en las bocacalles y plazas, gruesos maderos de esquina a esquina para traficar sobre ellos. En 1742, para contrarrestar tal problema, el Cabildo dispuso la construcción de calzadas de piedra en las bocacalles. Pero el rey lo negó tras recibir informes del virrey del Perú, y ordenó la construcción de zanjas de drenaje, previa la construcción de la nueva Aduana y Contaduría de Guayaquil, lo cual se cumplió en 1761 a costa de la Real Hacienda.
El arribo del ingeniero Francisco de Requena a Guayaquil en 1771, marca el inicio de su desarrollo urbano. Sus observaciones incitan al gobernador interino Fernández de Avilés a convocar un Cabildo abierto, en el cual se priorizaron las urgencias urbanas. Requena, a fin de retardar la propagación de incendios, recomienda eliminar callejones y ensanchar calles, utilizar cubierta de tejas y revestir paredes con quincha.
Y respecto del saneamiento urbano, sugiere abrir drenajes y terraplenar las calles con cascajo y piedra, para evitar “lodos e inmundicias”. En 1772 intuye el moderno malecón como “un camino despejado, un paseo hermoso, un recreo bastante divertido y una orilla con la más agradable disposición”.
Avizora lo moderno al decir que “hermoseándose de esta suerte la ciudad, se logrará del mismo modo el beneficio de que no se frecuenten las pestes que anualmente se experimentan siempre.”
Requena permaneció en Guayaquil hasta 1779, y es el visionario modernizador y amante de su progreso. Contrajo, además, matrimonio con la guayaquileña María Luisa Santisteban y Ruiz Cano, lo cual, lo convierte en conciudadano honorario que desde su lejana memoria convoca al civismo, y sugiere estrategias actuales para recuperar y reafirmar nuestro sitial en la historia nacional.
Con su presencia, que en realidad fue pedida por el Cabildo guayaquileño y obligada por el virrey peruano, la ciudad adquiere otra fisonomía. Los vecinos adinerados procuraban levantar sus casas en la ribera para disfrutar de la brisa del río, y en este se hallaban los edificios públicos, civiles y religiosos. Con este desarrollo, la calle de la Orilla fue integrada de un extremo a otro de la ciudad, mediante la construcción de un puente en la desembocadura de cada uno de los cinco esteros del Guayas.
Las crónicas consultadas en la obra de Michael Hamerly, relacionadas con la población urbana de Guayaquil en el siglo XVIII, indican que en 1706 tenía aproximadamente 2.000 habitantes. Entre 1790 y 1805 pasa de 8.500 a casi 14.000 (exactamente 8.490 y 13.763 según los respectivos censos), mientras en la provincia la población pasa de 38.500 a más de 61.000 (38.580 y 61.362 son las cifras de los censos), lo cual supone un índice de crecimiento de casi un cinco por ciento anual. Es decir, una auténtica revolución demográfica para la época.
Es en el último tercio o cuarto del siglo XVIII, que su población aumenta dramáticamente por la inmigración interna. El explosivo aumento de la producción cacaotera, que se dio como consecuencia de la liberalización del comercio, además de generar toda una cadena de resultados positivos, demandó de la Sierra una muy numerosa mano de obra.
Este crecimiento urbano-poblacional fue el resultado de la bonanza económica, generada por la explotación agrícola de grandes extensiones de tierras aluviales bañadas por los afluentes del Guayas. Actividad siempre favorecida por una ubicación que le otorga una doble función comercial: como escala entre Perú, Nueva España y Panamá, y como puerto de entrada de artículos europeos a su propio mercado, al de Quito y principal vía de salida de los productos serranos.
Mientras en Ciudad Vieja, abandonada por las autoridades a finales del siglo XVII, se depreciaba la propiedad urbana y languidecía sin la actividad comercial, Ciudad Nueva entraba pujante al siglo XVIII. Las hermosas casas de madera, cubiertas de teja roja, de paredes revocadas con quincha y blanqueadas con cal, junto a las agujas de la iglesia Matriz, se destacaban como puntos más visibles en el horizonte citadino.
El sacerdote jesuita Mario Sicala S.J., en su importante obra, describe a Guayaquil en su visita realizada entre 1767-1771, diciendo:
“La tan célebre, noble y rica ciudad de Guayaquil es una de las más antiguas de América Meridional. Con el transcurso de los años se ha conquistado grande fama e importancia para los comerciantes. Desde hace algunos lustros ha crecido en gran manera, y aún sigue creciendo a diario por encima de casi todas las ciudades, no solo de las situadas en las costas y litoral del mar Pacífico, sino que, hasta me atrevería a decir, más que las ciudades existentes en las costas del océano septentrional y mar Atlántico. Y si acaso alguien creyera no ser así, después de lo que voy a demostrar en la descripción emprendida desde este capítulo, creo que nadie habrá que niegue que Guayaquil es, en los tiempos presentes, el centro más importante y famoso que pueda haber en toda América Meridional, una vez que haya leído esta sucinta y brevísima descripción”.
Esta es una visión generalizada que tuvieron numerosos viajeros, científicos, religiosos, comerciantes o diplomáticos que visitaron Guayaquil a lo largo de 500 años.