jueves, 31 de octubre de 2019



El caballo en la conquista

En la conquista y colonización de América, el caballo aparece como uno de los elementos que hicieron exitosa la campaña de sometimiento de los indígenas. En efecto, debió generar asombro en los aborígenes el ver a los conquistadores montados en esos “animales raros” que ellos desconocían. Mucho se ha especulado sobre la gran ventaja que constituyeron estos animales y las armas de los españoles para el éxito de la conquista. 
Sobre el caballo en la conquista hay relatos de México y de lo exitoso de su uso, entre ellas las que relatan el pánico que generó en los indígenas, especialmente durante la captura de Atahualpa. Por lo tanto su introducción de está vinculada no solo al aspecto bélico y militar, que en el principio realmente tuvo, sino que, luego en el desarrollo de la colonización aparece como un elemento fundamental para facilitar el transporte y extender el dominio territorial, cuanto para el control político y militar de las zonas y comunidades sometidos.
Sea entre la realidad y el mito el caballo se introdujo como un elemento que posibilitó el transporte, pero, al mismo tiempo facilitó la conquista y ayudó a la expansión de la colonización. Originalmente la trata o negocio ganadero estaba en manos de la corona, y salía a ultramar desde variados puertos de Andalucía, hasta que en 1503 se fijó a Sevilla como sede de la Casa de Contratación. 
Por esto resulta lógico pensar que todos los ganados, caballar, vacuno, etc., enviados al Nuevo Mundo, procediesen de la actividad pecuaria andaluza. Así pasó el caballo a ser uno de los animales más relevantes en la economía y sociedad de finales del siglo XV y XVI. Esto se concluye fácilmente de las cifras que arrojan las exportaciones a América y los ingresos económicos que percibía la región por tales ventas.
Con el relato que Pascual de Andagoya hiciera sobre el rico imperio incásico, fue creada la sociedad destinada a financiar su conquista, Francisco Pizarro zarpó de Panamá el 14 de noviembre de 1524, en una nave al mando de ochenta soldados apoyados con cuatro caballos andaluces. 
En los desembarcos exploratorios realizados en nuestras costas, con seguridad participó por lo menos un jinete, basta recordar la superioridad táctica y psicológica que este les daba sobre los indígenas. El 27 de diciembre de 1530, también desde Panamá, Pizarro se hace a la mar en busca de su destino como conquistador del Perú en la cual tuvo el caballo determinante participación.
A principios de 1534, Pedro de Alvarado, en un intento de despojar a Pizarro de los territorios otorgados por la corona, zarpó desde Guatemala con 500 hombres y 40, caballos que desembarcaron en las costas manabitas a fin de alcanzar los Andes. Luego de permanecer perdidos en la selva coronaron la cordillera y convertidos en una pandilla hambrienta llegaron al valle para sufrir la terrible decepción de hallar huellas frescas de caballo que pertenecían a la tropa que Almagro y Benalcázar habían movilizado para interceptarlo. 
Este episodio ocurrido en agosto de 1534, constituye la primera referencia de la presencia del caballo en nuestro territorio. Esto evidencia que los “hijosdalgo” que buscaban fortuna en la conquista debían llevar sus propias armas y caballo, aportes que exhibían al momento de solicitar privilegios a la corona. 
Igual cosa ocurrió en el traslado y asentamiento de la ciudad de Santiago (de Guayaquil) a orillas del río Babahoyo, en ella tenemos la primera noticia de la llegada del noble equino y su participación en la lucha contra Chonos y Punáes. Hay un documento en que consta que estando cercados por los indígenas, consideraron necesario enviar una partida de jinetes a Puerto Viejo en busca de socorro. 
Pero apercibidos los chonos de su salida los emboscaron al cruzar el río Baba, a lo que se refiere Rodrigo de Vargas Guzmán: “e alli y un estero del dicho rio nos mataron siete españoles e siete caballos e yeguas entre las quales me mataron e perdi una yegua castaña mui buena que yo llevava”. Este documento evidencia la presencia del caballo andaluz en Guayaquil.
La posesión de un caballo siempre fue y continúa siendo una cuestión de estatus. Es así como el encabalgamiento fue la representación de la máxima condición social. Los reyes eran representados a caballo en monedas, retratos, esculturas, etc., por tanto lo imitaba la mayor parte de los nobles. En nuestra ciudad, como en otras, las fiestas de tabla o actos oficiales todos marchaban en rigurosa colocación y orden categórico muy estricto. 
Ninguno podía osar adelantarse al que una prerrogativa o privilegio de su título le asignaba un lugar más alto. Los alcaldes con sus varas y el escribano de Cabildo siempre a caballo, en los vuelcos izquierdos de sus capas exhibían las cruces de Calatrava, Santiago o de Alcántara. 
“Sombreros de tres candiles, los clericales de teja y los de falda tendida, coquetones todos con sus caireles de plata u oro. Majestuosos y esponjados con sus blanqueadas pelucas desfilaban graves, poseídos de su gran misión. Los de a caballo, se formaban conforme a su categoría, tras una banda de clarines, flautines y tambores. El Alférez Real, jineteando un alazán, portaba el estandarte acolitado por dos caballeros, también montados, que sostenían los cordones de la escolta” (Modesto Chávez Franco). 
El caballo no solo trajo beneficios para la conquista y el dominio colonial. Favoreció el transporte, y permitió el control y dominio de los espacios conquistados y pueblos sometidos. Una vez concluida la lucha e iniciada la colonización, el uso del caballo andaluz fue destinado a fines pacíficos y su protagonismo fue tan significativo que se encuentra presente en muy extensa documentación. 
El negocio caballar entre Andalucía y América creció y con ello surgió una enorme red de intermediarios que una vez llegado a su destino el precio del animal se multiplicaba en ocho y diez veces. De allí que su utilización en las labores agrícolas no haya tenido aplicación, no solo por su escasez sino por los grandes precios que alcanzaban. 
También tuvo otro lado el de litigios que se ventilaron en procesos judiciales. Un ejemplo de ello fue el caso de Pedro Cisneros contra francisco de Figueroa por el hurto de un caballo en 1709. 
El proceso instaurado por este robo señala que Francisco Figueroa “abra un año que me hurto un caballo vayo sobre rocio deste pueblo que tenia a su cargo Domingo Enaja mulato de doña Ursula de Palma comarao y de noche se lo llevo el suso dicho y se lo a benido rapándole una oreja por que no le conocieran yo ni los que los conocen y ayer…contaron veite y quatro del corriente andando buscando en el paraje de la Loma una yegua mia para cojerla, topé el dicho caballo en dicho paraje y conociéndolo y quiriendolo coxer llego un negro de (buenaventura) llamado Manuel y me lo ayudo a coger en su casa y viniendo en el para mi casa que es casa del capitán don Andrés del Castillo pasando para la casa del dicho Figueroa y me salio diciendo que para que la avia coxido su caballo y diciéndole yo no es señor mio que a mucho tiempo se me perdio y como tenía ambas orejas y ahora esta sin una aunque lo abre visto no lo avere conocido y el dicho Figueroa  articabando que hera suyo y yo a que no y luego visto se apretao dijo que se lo avia encargado Juan Guerrero y estando alli un negro de Lisondo llamado Lorenzo le dijo compadre si no es tuyo déjaselo no te metays con el señor y bulbiendo a mi casa para una guerta (que estava) cojiendo en dicha …(roto en el original) …benida malicia y alevosía con un rejon en una alta de quatro brazas tirándome a palos y lanza del que tácitamente a buen librar pude escapar con mi espada haziendomela pedazos baldado de un brazo que no pude usar del ni puedo asta que me aparte por benir a caballo indefenso y atrendiendo al peso de mis obligaciones y ser caso de poderme perder ynquinandome y para que tenga el debido castigo que este caso merece asi para enmienda de este y exemplar a otros y como por le hurto con otros que protesto sacarle a su tiempo se a de servir Vuestra Merced de ponerle pavo para probarle dicho caso de hurto por que el de la levosia de quererme matar fue de mi a el y solo se allo en ambas ocasiones el dicho negro Lorenzo en la postura salio quando yo ya me avia librado de que me matase que me vinia sigiendo y lo atajo el dicho negro lo qual no acavo de excutar en matarme (Sic)” Ya ustedes pueden darse cuenta, estimados lectores, cuan peligroso era hurtar un caballo ayer como hoy.
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martes, 29 de octubre de 2019


Guayaquil a inicios del siglo XX
Los viajeros de esta época eran mayoritariamente inmigrantes europeos, especialmente italianos, alemanes y sirio-libaneses, estos últimos con pasaporte francés, que venían a Guayaquil por ser esta una ciudad de oportunidades. Estas personas, en cierto modo aventureros, llegaban a Panamá por el Caribe y cruzaban el istmo en el ferrocarril que unía la costa atlántica con el Pacífico  construido en 1855. Una vez llegados a ciudad Colón abordaban los vapores que navegaban hacia el sur por las costas colombianas y ecuatorianas, cruzaban la línea equinoccial y una vez en el Golfo de Guayaquil, remontaban el río hasta llegar al surtidero frente a la ciudad. Tan pronto el vapor dio fondo los botes a remo tripulados generalmente por un solo hombre de piel oscura y de ropa muy ligera, apropiada para el calor, se acoderaban a sus bandas para tomar los pasajeros y llevarlos a tierra.
El Guayas es el único río navegable, que fluye al océano Pacífico entre San Francisco y el estrecho de Magallanes, y la ciudad una de los mejores puertos de la costa occidental sudamericana. Frente al río la ciudad tenía algo menos de tres kilómetros de longitud, y el río es tan profundo que proporciona un fondeadero seguro para los grandes vapores oceánicos. El puerto se encuentra sesenta millas tierra adentro, y el Guayas le proporciona una vía navegable tranquila y segura, mejor que la que ofrece la tierra baja de la costa marina. La vista sobre el río era realmente hermosa, numerosos vapores estaban atracados a los muelles y otros surtos frente al puerto, además de innumerables embarcaciones de carga de distintos tipos y tamaños que llegaban con víveres para el consumo de la ciudad, y cacao, café, tabaco, arroz, nuez de marfil vegetal (tagua) para la exportación.
Tan pronto se desembarcaba en el Muelle Fiscal (donde hoy se atraca la fragata Guayas), se pasaba frente a la autoridad de inmigración y del Resguardo de Aduanas. La primera impresión que los viajeros tenían de la ciudad era la presencia de las vendedoras de frutas y vegetales, llamadas “regatonas” desde tiempos inmemoriales. Sentadas a la sombra de dos grandes y frondosos samanes que se hallaban en el exterior, vendían al menudeo legumbres y verduras frescas, naranjas, piñas, papayas y otras desconocidas por los extranjeros. Lo que más impresionaba, por desconocer la realidad social, eran los hijos de estas que jugaban semidesnudos en torno a ellas, quienes permanecían sin inmutarse.
Apenas el viajero ponía pie en tierra lo achicharraba el agobiante calor y pese a que era usual llevar sombreros de ala ancha o sombrillas, la canícula no daba tregua. Pero recordando a aquel adagio que dice “donde fueres harás lo que vieres”, rápidamente cruzaba el malecón para refugiarse a la sombra de los portales y mientras se orientaba o buscaba alojamiento permanecía hasta pasado el mediodía. A la fecha de nuestra referencia, Guayaquil había sido por largo tiempo una ciudad muy insalubre, pero para entonces se podía afirmar que era una ciudad segura para los extranjeros y gentes del interior del país carentes de defensas. Sin embargo esta afirmación general, por haber sido la ciudad azotada varias veces por la fiebre amarilla y la peste bubónica, se recomendaba al visitante alojarse en hoteles como el Nueve de Octubre, que proporcionaban mosquiteros a sus huéspedes.
Los inmigrantes y los viajeros tenían intenciones y destinos diferentes, los primeros buscaban a sus compatriotas ya establecidos, muchas veces del mismo origen familiar y los otros satisfacer su curiosidad y deseos de conocer o investigar. Pero todos sin excepción se adentraban en la zona comercial donde se mostraban toda clase de negocios; nuestra caminata, a excepción del momento en que debimos cruzar de una calle a otra, fue hecha bajo los portales, bajo los cuales en una sucesi6n interminable se ubicaban los almacenes y tiendas en forma tal, que daban la impresión de estar ante un museo o recorriendo un bazaar de alguna ciudad del Oriente Medio. 
Los negocios permanecían abiertos durante todo el día, para lo cual sus puertas, compuestas de varias hojas, se plegaban contra las paredes laterales o se removían para presentar una amplia vista interior. Todos los artículos, que ofrecían una insólita mezcla de productos de todo origen, estaban apilados sobre el mostrador o sencillamente arrumados sobre el piso. Los almacenes más importantes estaban situados a lo largo del malecón a fin de captar la clientela que llegaba de las haciendas o de las poblaciones ribereñas. Por tal razón la variedad de mercadería expuesta era variadísima: desde lonas y telas burdas hasta finas sedas, de joyas, utensilios domésticos a herramientas de labranza y carpintería, mosquiteros, perfumes, desinfectantes, alquitrán, garrapaticidas, hilos de todo tipo y alambre dulce o de púas. En fin, el montubio podía aperarse de todo lo que necesitaba en un solo almacén.
Por otra parte, ¡qué estrafalario gentío el que se desplazaba bajo la sombra de los portales! Se cruzaban mujeres de tez blanca con mantones negros sobre sus hombros y cubriendo sus cabezas, con las cholitas de tez cobriza ataviadas con ropajes de brillantes colores y cubiertas con sombreros de paja. Una abigarrada marea humana, que se confundía al paso con montubios blancos, negros y cobrizos, con trabajadores que acarreaban sobre sus espaldas sacos de cacao, racimos de plátanos u otros bienes. Con cuadrilleros de la Aduana que descargaban la mercadería importada en las puertas de los comerciantes.
¡Cuántos mulares, burros y burras había en las calles, muchas veces en el acto de la reproducción! Alguno cargado con tres largas piezas de madera: una sobre sus lomos y dos aseguradas a cada uno de los costados, cuyo extremo arrastraba por la calle empedrada, y cuando el arriero deseaba que el asno hiciese un giro, era menester dar tan expensa vuelta que casi ocupa todo el ancho de la calle. Más allá otro con dos grandes cajas con mercaderías que se balanceaban a cada lado, entre las cuales apenas asomaba la cabeza el animal. También mediante esta modalidad, pero en grandes canastos de mimbre se distribuía el pan en toda la ciudad, y lo hacía el propio panadero o su hijo. El verdulero y todo aquel que distribuía productos del consumo diario, asimismo lo hacía en tales canastos y montado sobre el pollino anunciaba la bondad de su carga llenando el ámbito con sus voces.
Para proteger a estos animales que daban al la ciudad un toque montubio, rural, el ingenio popular enfundaba sus patas y panza con pantalones. ¡Pantalones! Así es querido lector todos llevaban pantalones: las extremidades anteriores y posteriores eran enfundadas en unas mangas de cáñamo cosidas entre sí por bajo la panza, lo cual daba la apariencia de llevar pantalones. ¿Mas cuál era la finalidad? pues muy simple, en la pequeña ciudad rodeada por el bosque tropical seco y los manglares, abundaba dos tipos de mosca parásita, conocidas como mosca brava y tábano, que resultaban muy molestas para los animales pues que preferentemente les picaban en sus patas y panza, desesperándolos de tal forma, que muchas veces empezaban a dar de coces y corcovos que acababan destruyendo la carga que llevaban.
La ciudad estaba en cuadrículas o de damero típicas de la época colonial dividida en bloques de formas regulares, generalmente cuadrados. En esa época buena parte de las calles estaban pavimentadas con asfalto o con piedra gris de Pascuales labrada a mano, y en número considerable tenían un parterre central donde se alineaban frondosos árboles. Tenía numerosos y bellos parques donde la sombra de sus árboles y palmeras, permitían el alivio de los transeúntes a la hora de la canícula. Tenía algunos edificios elevados, pero la mayoría estaban construidos de uno o dos pisos, edificados de madera armada de tal forma que resultan muy elásticos y flexibles cuando se producían los temblores de tierra, comunes en nuestro país.
La construcción de las casas la realizaban los llamados carpinteros de ribera en madera incorruptible que empatan las piezas de madera entre sí, sin usar clavos, solo haciendo caladuras y espigas que se ensamblaban como un rompecabezas, formando una excelente construcción antisísmica, pues estas estructuras flexibles y livianas crujen y se mecen pero no se caen. Las paredes se construían de caña picada fijada a los marcos de madera de la estructura y luego revocados con una masa hecha de lodo y paja, llamada quincha, que vista desde el exterior tenía la apariencia de una pared de ladrillo. La cubierta de las casas principales era de tejas y en los suburbios de paja, de allí su volatilidad en los incendios. Guayaquil fue una hermosa y apacible ciudad tropical, muy ponderada por decenas de viajeros que la visitaron.

domingo, 27 de octubre de 2019



La primera plaza pública

Por los meses de octubre o noviembre de 1535, apenas realizada la mudanza a orillas del río de Guayaquil, del pequeño caserío que más tarde sería la ínclita ciudad de Santiago de Guayaquil, lo primero que se levantó, para que los hombres puedan elevar sus preces al cielo, y muchos calmar su “mala leche”, fue una iglesia que forzosamente, como era el concepto urbanístico de entonces, la pusieron a presidir el poblado desde la primera plaza pública. Con esta misma modalidad, a lo largo de una trashumancia de 13 años, en cada nuevo asentamiento que se vio obligada a ocupar se mantuvo una “plaza” como el centro de la vida citadina. 
Finalmente con solamente 45 vecinos, y una población total que no pasaría de 150 personas, parece que por coincidencia, el 25 de julio de 1547 se asentó Guayaquil sobre el Cerrito Verde (Santa Ana) edificada en terreno alto con figura de silla estradiota (la iglesia mayor en el cerro Santa Ana en 1571 continuaba siendo la única iglesia de la ciudad), “por lo cual no es de cuadras ni tiene plaza, sino muy pequeña no cuadrada. Está poblada en un cerro, porque todo los demás de la tierra se aniega” (acta del Cabildo). En 1590, dice Fray Reginaldo de Lizárraga que “toda la vecindad estaba poblada en la Plaza de arriba donde estaban las Casas del Cabildo y la Iglesia Mayor”.
Finalmente la ciudad, una vez asegurados y convencidos sus vecinos que nunca más sería atacada por los chonos, comenzó a edificarse en la planicie al pie del cerro, y el Convento Hospital Real de Santa Catalina Virgen y Mártir fue fundado en 1564 bajo la administración de los frailes dominicos. Modesto Chávez Franco, en sus Crónicas de Guayaquil Antiguo”, al referirse a las celebraciones de la fiesta de Santiago, Patrono de la ciudad, dice: ¿Por qué están al vuelo las campanas de la Iglesia Mayor, de Santo Domingo, de San Agustín, de San Francisco del Arrabal y hasta los esquiloncitos de la capilla del Hospital de Santa Catalina (…) Por qué van los negros por las calles escoba en mano? ¿Por qué los alguacilillos espantan los perros, chucean los cerdos y llevan de cabestros los burros y las vacas que andaban pastando tranquilamente (…) Por qué se alza esa tarima como para palco a toros en la plaza de Santo Domingo, y se nota en el ambiente y en las casas animación de fiesta?”
Una vez instalada en la planicie, la ciudad tuvo su Plaza Mayor, situada en lo que actualmente es la Plaza Colón, espacio que en 1870, una vez terminada la  construcción de la Iglesia de la Concepción (que desapareció en el gran incendio de octubre  de 1896), fue inaugurada junto al cuartel llamado también de la plaza de la Concepción (actual plaza Colón). 
En 1693, la ciudad se divide en Ciudad Nueva y Ciudad Vieja y la Iglesia Mayor con su correspondiente Plaza de Armas, es levantada en el espacio que hoy ocupan la catedral y el parque Seminario. 
El parque Seminario fue entregado a la Municipalidad a las cuatro de la tarde del miércoles 18 de septiembre de 1895. La ceremonia fue relevada por las autoridades de la provincia: Jefe Civil y Militar de la plaza, Jefe Civil del Cantón, el Jefe del Cuerpo de Bomberos y la oficialidad. Todas las casas vecinas que lo circundaban habían sido engalanadas con cortinas y banderas, tanto el teatro “Oasis” como la refresquería del señor García Antiche, exhibían banderas azul y blanco, arcos hechos de palmas, y desde las primeras horas de la noche, los edificios del vecindario se iluminaron profusamente. 
Como lo esperaban las autoridades municipales, la inauguración de este pulmón de la ciudad y centro de esparcimiento, fue concurridísima. Desde tempranas horas de la mañana, señoras de la sociedad, grupos de jóvenes y señoritas, departían en las calles laterales del parque en espera de su apertura, aumentando así el esplendor de la fiesta. 
Momentos antes de la hora señalada para el acceso del público invitado, la orquesta de la Sociedad Filantrópica del Guayas bajo la dirección del señor Claudino Rosas, ejecutaba hermosas piezas musicales, igual cosa hicieron durante la ceremonia de inauguración. La llegada de la noche sorprendió a la juventud entusiasmada, pero no por esto se interrumpió la fiesta, por el contrario, continuaron los paseantes con la diversión. 
La iluminación de la plaza presentaba un fantástico paisaje, animando la concurrencia las bien ejecutadas piezas de la orquesta, hasta muy avanzada la noche. La verja que rodea la estatua del Libertador ostentaba una vistosa combinación de luces. En el kiosko, la orquesta de la Filantrópica bajo la hábil dirección del profesor señor Claudino Rosas, ejecutó las piezas de música anunciadas en el programa de la fiesta.
En la calle, desde las cuatro de la tarde, las cosas no se daban en menor grado, las bandas de los distintos batallones acantonados en la ciudad, dedicaban tres piezas musicales frente a la casa en que habitaba cada uno de sus jefes. Empezaban por el de mayor graduación, y terminaban la serenata con el oficial de guardia dentro del cuartel. 
Una vez finalizado este acto de cortesía militar, hacían lo propio con el jefe político, el presidente del Concejo, jefe del Cuerpo de Bomberos y del intendente de Policía, terminado lo cual, ya en la nochecita, pasaban a la plaza de San Francisco, donde todas las bandas militares, por turnos, ofrecían una retreta al principal invitado que era el gobernador con su familia, quien disfrutaba el concierto juntamente con el numeroso público que desde tempranas horas, se arremolinaba en espera del espectáculo. 
A principios de siglo, la Comandancia de Armas, mediante una Orden General estableció que las bandas del Ejército celebrarían estos espectáculos musicales, los domingos en el parque Seminario; los martes y sábados en la avenida Olmedo, junto al monumento y los jueves en la plaza Rocafuerte. A partir de su creación, el parque Seminario fue centro de celebración de quermeses, paseos de los colegios, y tantas actividades sociales y de beneficencia que se celebraban en nuestra ciudad, a las que la juventud de principios del siglo XX, asistía luciendo trajes frescos y aparentes. 
En torno a su glorieta adornada con arabescos vegetales de hierro forjado, que todavía admiramos, que realzan su plácida apariencia y son motivo de atracción turística, se instalaban los mayores a charlar y vigilar a las jovencitas. También, el público reunido en torno a ella, disfrutaba de las diferentes bandas de músicos que, durante tales eventos se esforzaban por darles el toque de alegría, con piezas musicales escogidas entre clásicas y propias de nuestra región.
Desde sus primeros años, el parque Seminario exhibía sus árboles mozos, que hoy, como viejos ancestrales dan un marco de frescor a la hermosa estatua ecuestre del Libertador, inaugurada el 24 de julio de 1889. Y en conjunto, a lo largo del tiempo, han sido testigos de las mutaciones de la Catedral de Guayaquil: desde el viejo edificio de madera, achaparrado y feo, que a fin de mejorar su apariencia lo pintaban simulando mármol, hasta el actual templo gótico refaccionado que enorgullece a la ciudad. 
En la actualidad, algunos con mucha imaginación y poca información creen y hacen creer a la juventud que la caribeña “guayabera”, que hizo su aparición en nuestra ciudad por la década de 1950, es la camisa tradicional guayaquileña y montubia, presentando como típico su uso con corbata de “pajarita” y tostada. “La cotona”, es una camisa de manga larga, sin cuello, confeccionada en tela de algodón que diariamente usaban los montubios para su trabajo en el campo, los mayordomos la vestían de mejor calidad y cuello de casaca militar y los patronos, elaboradas en hilo, las usaban inclusive en la ciudad. La historia oral y tradiciones hay que respetarlas, instruir a los estudiantes de turismo para que no desparezcan de la memoria ciudadana.

viernes, 18 de octubre de 2019


La base agraria en el desarrollo económico de Guayaquil

En las ricas tierras aluviales bañadas por un intrincado tejido de ríos, esteros, canales, etc., crecía el cacao esparcido por los monos. Su almendra cocinada en miel silvestre, constituía una agradable bebida indígena. La cual, introducida en España desde México, y generalizada en Europa occidental, se transformó en producto vital para la economía colonial, especialmente la de Guayaquil. La encomienda y otros privilegios establecidos por la corona, permitieron la apropiación de la tierra, la creación de huertas, y, con estas, el establecimiento del comercio del cacao, como elemento principal en su relación con Lima, Panamá, México y España. Esta actividad, sometida al monopolio de los comerciante piuranos y limeños, representa la lucha secular que sostuvo Guayaquil por sobrevivir, pese a las cargas y trabas coloniales. Fue un producto vital para su comercio internacional y semilla indiscutible de su independencia.

La agricultura y el campesino, eran fundamentalmente indígenas, aunque sumamente afectados por la cada vez mayor presencia de cultivos, animales domésticos y hombres provenientes de España. Productos como el maíz, ají, fríjol, papa, calabaza, agave, camote, tomate, mandioca (yuca), aguacate, zapote y muchos otros más, eran plantas alimenticias cultivadas por los americanos del callejón andino y la sabana costera del hoy, nuestro país. De estos, el cacao, paulatinamente comenzó a destacarse como elemento agrícola determinante de la economía colonial de la Costa. La aparición de la ganadería también provocó transformaciones sorprendentes. Vacunos, cerdos, ovejas, cabras y caballos se reprodujeron en forma rápida y pronto transformaron la vida y la economía del campo

“La propia ciudad de Guayaquil conoce un enorme crecimiento urbanístico que, a pesar de los estragos causados por los continuos incendios, se refleja en la multiplicación de barrios, en la ampliación de servicios públicos y en la notable mejora de las condiciones higiénicas. Incluso en la red vial regional se llegan a plantear innovaciones, como los diversos proyectos para mejorar las comunicaciones entre Costa y Sierra, proyectos que resultaron fallidos por diversas razones, entre ellas el desinterés de los propios guayaquileños, que ya habían comprobado que era en el mar y no en la Sierra donde se encontraban sus posibilidades de desarrollo.” (María Luisa Laviana, Guayaquil en el siglo XVIII, recursos naturales y desarrollo económico, 1987)

Hasta 1576, la actividad comercial de la ciudad y provincia de Guayaquil se reducía a hacer negocios movilizando productos entre los puertos del norte, centro y sur de América. Sedas chinas, añil, brea, jarcia, etc., procedentes de México y Centroamérica a Guayaquil y Lima; y del Callao hacia el norte, vinos y paños del Perú. Los negocios de Guayaquil, presentaban una balanza desequilibrada, pues no tenían, aparte de la madera y la caña guadua, un producto exportable que diera por resultado un balance nivelado entre las importaciones y las exportaciones. 

En un tiempo relativamente corto ese producto sería el cacao, producto muy apreciado en el mundo azteca pero reservado al consumo de los nobles. Con la conquista se popularizó, y entre sus adictos no se contaron solo los naturales, sino las mujeres españolas, quienes inventaron nuevos modos de prepararlo. Como la producción de la Nueva España no alcanzaba a satisfacer la demanda, se fomentó el cultivo en Guatemala. Mas, pese al incremento, mantuvo un nivel de precios favorable. Uno de los puertos frecuentados por los barcos guayaquileños era Acajutla, lo cual indujo a sus autoridades a aficionarse de nuestro mercado. Los comerciantes mexicanos empezaron a venir a Guayaquil, y se desarrolló un tráfico de productos a entrega futura, que en tejos de oro y barras de plata se pagaba la carga de cacao a 15-18 pesos. Esta relación creciente, a partir de 1593, llevó a los comerciantes guayaquileños a iniciar en sus propios barcos la exportación en gran escala.  

Elevada la provincia de Guayaquil a gobernación militar (1761), se produjeron grandes cambios en las leyes. Y la migración interna permitió alcanzar el suficiente poder poblacional y económico para lograr por sí sola su independencia de la corona española. Los braceros serranos se daban cuenta de que solo Guayaquil les ofrecía oportunidades para prosperar, no únicamente por su creciente expansión económica, sino por la propia estructura social costeña, más flexible y abierta y por consiguiente dotada de un mayor grado de movilidad y aceptación hacia los afuereños. Comienza entonces la provincia a recibir una masiva migración desde la Sierra, que no solo contribuyó al espectacular auge poblacional de la provincia, sino que le proporcionaron la fuerza laboral necesaria para explotar su potencial agrícola. 

 “La acumulación de la mayoría de estas transformaciones, si no todas ellas, en el último tercio del siglo XVIII confieren a esas pocas décadas una categoría especial en la evolución de Guayaquil, que tras un pausado y lento desarrollo en los dos siglos y medio anteriores, parece tener de pronto prisa por convertirse en una gran urbe, y lo conseguirá en muy poco tiempo, en perfecta simbiosis con su provincia, cuyos productos encuentran en el puerto su mejor vía de salida” (Laviana). Estos son los elementos sobre los cuales se construyó la fuerza económica del Guayaquil de hoy.

“La estrecha conexión entre geografía y desarrollo económico se hace especialmente evidente en Guayaquil, quizá más que en otro lugares, tanto en lo que se refiere a la producción agrícola como a la actividad industrial y comercial, pudiéndose afirmar que la historia económica de Guayaquil durante el periodo colonial viene definida, al menos parcialmente, por sus características geográficas” (María Luisa Laviana).
¿Qué se quiere decir con esto? Sencillamente que el acierto y la oportunidad con que los fundadores y primeros pobladores supieron elegir el último asentamiento en 1547, fue determinante para su vida futura. Situada a la orilla del Guayas, en el punto en que convergen las dos fuentes fluviales del Daule y Babahoyo, pronto se convierte en centro vital que controla toda la producción de la gran cuenca del Guayas y su extensa red fluvial. Y, por añadidura, en el único centro de abastecimiento, paso obligado del comercio con la Sierra centro-norte y todas las poblaciones ribereñas y de toda actividad económica y administrativa de la Real Audiencia.

Además, desde su fundación adquiere una gran importancia para el comercio internacional, pues, estaba situada en el centro de la vía que enlazaba por la vía marítima, al Perú, Tierra Firme (Panamá) y Nueva España (México). Con el paso del tiempo, su condición de forzosa escala entre los virreinatos de Nueva España y Nueva Castilla. Dio paso al ingreso de todo tipo de productos europeos que se distribuyeron en todo el país, recibió a las compañías teatrales, ópera y culturales en general, mucho antes que otras regiones de la Audiencia.

Laviana Cuetos dice que: el presidente de la Audiencia de Quito, José García de León y Pizarro, informa en 1779 al virrey limeño que “es constante que Guayaquil puede ser una de las ciudades de mayor comercio y riqueza de América, y que no tiene todo el de que es susceptible si se atiende a su situación y admirable proporciones de naturaleza”. Y un año más tarde, insiste que es “un hecho incontestable que Guayaquil y su provincia es uno de los territorios de las mejores proporciones de esta América Meridional para dar extensión a los dos importantísimos ramos de comercio y agricultura porque sus feracísimos campos son capaces de producir muchos frutos, y su admirable río facilita la exportación e importación de ellos y demás efectos con una facilidad y comodidad que logran pocas provincias del mundo”, y por tanto es necesario “averiguar las verdaderas causas que impiden su efectuación y los remedios que puedan promoverse para su logro”. Este extraordinario florecimiento económico que transformó a la ciudad, tiene lugar al comienzo del tercer tercio del siglo XVIII y se debió principalmente al incremento de la producción y exportación cacaotera.




viernes, 4 de octubre de 2019


La diáspora guayaquileña y la presencia de la mujer


Registros sobre el desarrollo de la sociedad guayaquileña en base a la presencia de las mujeres españolas, a las desconocidas, las sin nombre que tras sus hombres o sin ellos viajaron a los dominios de ultramar, a lo desconocido, al peligro, a la muerte prematura, e imprimieron el carácter de heroico a su gesta en esta parte del mundo. Apenas hay citas vagas como: “e era la muger de Rivera”; “havía entrellos una muger”; “Joana la nombraban”, que imposibilita su identificación pero que dejaron una huella, en el nacimiento de nuestra ciudad y provincia. Tuvieron el valor de partir a las Indias y cumplir la hazaña de imprimir carácter a una gran parte del continente sin que por ello se le haya reconocido mérito alguno. 
Estas mujeres anónimas protagonizaron hechos históricos dignos de mejor recuerdo, por ello intentamos resaltar su misión trascendente. No cuenta el nivel social, ni la posición económica ni su abundancia o carencia de virtudes. Llega a un medio hostil, malsano en el que sufre, y realiza actos heroicos. Sucumbe o se enaltece en su viaje a tierra extraña para dejar la impronta de su misión fundamental y hacer posible el nacimiento de un pueblo nuevo. Heroína anónima que se arrastró por la selva, remontó ríos y montañas tras el aventurero buscador de fortuna. Que empuñó las armas para defender su vida y la del grupo, que debió desenvolverse y sobrevivir asistida solo por su propia determinación. Y además, permanentemente huérfana del amparo del conquistador que obnubilado por sus propios intereses la dejó relegada a un doble olvido. 
“Es sabido las escasas noticias que dan las crónicas sobre la presencia de la mujer en el complejo geográfico de la conquista, salvo aquellas que protagonizaron algún hecho trágico o inusitado. O las que lograron la atención de los historiadores por muy diversos motivos. Estas mujeres simbolizan actitudes muy varias frente a una situación desconcertante en el medio geográfico en que se desenvolvieron: pasión de dominio, pasión amorosa, heroica fidelidad conyugal, autoritarismo, extraordinaria fortaleza. Las verdaderas protagonistas del acto heroico de sumarse a la conquista se encuentran como desbordadas por la fuerza de los hechos, pero inmersas en ellos” (Anuario de Estudios Americanos).
Parecería ser, pues documentación de su llegada no existe, que desde el último y definitivo emplazamiento de la ciudad, estuvo presente aquella pueblerina desconocida sobre quien ningún cronista ha dejado anotación alguna. Por eso, tan pronto los guayaquileños (así conocidos desde entonces), tomaron posesión de los campos vecinos a la gran red fluvial del Guayas y sus vegas, ella debió estar presente. En la siembra inicial de productos para la supervivencia, debió estar ella como el punto de partida, desde el cual, pese a que Guayaquil ostentaba la categoría de ciudad,  era una pequeña aldea de caña y bijao, casi sin importancia que un siglo más tarde se convirtió en la progresista, pujante, independiente y rica metrópoli. Esto no lo debemos olvidar, pues nos muestra el camino, y nos alecciona en la lucha para convertir la cuenca del Guayas, el puerto de aguas profundas, la península irrigada, en fundamentos de una estrategia que nos lleve a recuperar el antiguo esplendor.

El reparto de la tierra, los indígenas y su administración
En 1581, Hernando Gavilán a orillas del río Babahoyo y en Daule, tenía un total de 84 tributarios; Baltazar Díaz de Magallanes, en el río de Guayaquil, Uachicacao y Daule, 91. El pueblo de Daule encomendado a Bartolomé García Monedero, y, 133 tributarios le entregaban anualmente 5 pesos 2 tomines de plata ensayada, 120.5 piezas de tela, 86 fanegas de maíz y 202 gallinas, que por todo significaban 747 pesos de plata corriente marcada, a los precios de la ciudad. Y, pese a que de esta suma debía pasarle una pensión de 170 pesos anuales a Miguel de Contreras, vecino de Cuenca, la encomienda resultaba la más rica de toda la provincia. 
Otra modalidad era el repartimiento, que tampoco se refería a la propiedad de la tierra sino únicamente a la explotación del trabajo de los nativos, ni daba derecho alguno a la posesión del terreno habitado y cultivado por los repartidos. La sujeción mediante la encomienda o el repartimiento, se cumplía por los caciques, quienes se encargaban de los cultivos, pues los encomenderos, por regla general residían en la ciudad. En un documento del Archivo Histórico del Guayas fechado en julio de 1579, constan dos caciques, con sus encomendados a españoles residentes de Guayaquil: “Don Diego Cohenegro, Cacique del Pueblo de San Antonio de Padua en el Asiento de Yaguache, encomendado a Hernando Gavilán, vecino de la ciudad de Santiago de Guayaquil (...) Los indios de Yaguachecono, y Aconche y Papai, que en término de jurisdicción de la Ciudad de Santiago de Guayaquil tiene en encomienda Juan Rodríguez de Villalobos, vecino de la dicha ciudad.”
Entre los caciques más conocidos aparecen los siguientes: Diego Tomalá, de Puná, que recibió un título nobiliario que heredaron sus descendientes. Manuel Inocencio Guale, y Manuel Soledispa, de Jipijapa; Manuel Inocencio Amayquema y María Magdalena Pudi, de Pimocha; Juana Guare, cacica de Junquillal; Pedro Martín Yaya, cacique de Papayo; Diego Balupe, de Alonche; Carmino Balencia (Sic), de Palenque; Ángel Tomalá, de Baba; María Cayche, descendiente de caciques y a su turno cacica de Daule; Diego de Cohenegro o Cochenido, de San Antonio de Padua del río de Guayaquil, asiento de Yaguachi; e Inés Gómez, Diego Ziama, Diego Payo y Pedro Yaguache, caciques de Yaguachi, entre muchos otros. 
La Hacienda, era otra forma de favorecer a los conquistadores, esta sí con la posesión de la tierra. Se dividía en “peonías” y “caballerías”, estas, cinco veces mayores que las anteriores. La peonía se entregaban a los combatientes de a pie, y la segunda a quienes lo habían hecho a caballo. Las peonías y caballerías, no fueron bien recibidas por quienes se consideraban nobles y la vanidad no les permitía aceptarlas. Excepcionalmente se encontraban españoles ejerciendo este derecho, por lo cual, se otorgaron a los caciques que el rey quería recompensar o distinguir por servicios prestados. Dentro de la premiación por servicios, la corona permitió a la nobleza indígena o caciques ricos, adquirir esclavos negros para el servicio doméstico de sus familias. Además de títulos nobiliarios, se les concedió los monopolios del copé y la sal.
El padre Bernardo Recio, en 1750, comentó sobre la actitud del indígena costeño, que marca una enorme diferencia con la asumida por el serrano: “Porque es bien de advertir que estos indios de Guayaquil, y de muchos pueblos que hay en su vasta jurisdicción, son muy ladinos. Ellos visten a la española, aunque por el calor de la tierra andan sin pelo. Ellos hablan bien el romance, y lo contan con gracia y con aseo, parecidos en esto y otros modales a los aldeanos andaluces. Pero lo que admira más, es, que no les haya quedado a estos indios rastros de su nativa lengua, solo los nombres de los lugares, v. gr. Colonche, Zaguache, Tipitapa (¿Jipijapa?), etc. Y esto es más de admirar, porque no viven como los indios de la sierra, mezclados con españoles y mestizos, sino solos en sus pueblos, tanto que, usando de sus privilegios, no dan cuartel a los extraños”. 
Para posesionarse de un terreno, el interesado presentaba una solicitud indicando su deseo de cultivarlo. El virrey, a fin de no lesionar a los campesinos nativos, ordenaba una inspección. En caso de respuesta favorable, se extendía un título que se inscribía en un registro, y para entrar en posesión del predio, un alcalde tomaba de la mano al aspirante a propietario y lo paseaba por el sitio, mientras este arrancaba hierbas, arrojaba piedras o cortaba ramas, es decir, aparentando cumplir actos que expresaban sus derechos de domino sobre el predio elegido.