viernes, 4 de octubre de 2019


La diáspora guayaquileña y la presencia de la mujer


Registros sobre el desarrollo de la sociedad guayaquileña en base a la presencia de las mujeres españolas, a las desconocidas, las sin nombre que tras sus hombres o sin ellos viajaron a los dominios de ultramar, a lo desconocido, al peligro, a la muerte prematura, e imprimieron el carácter de heroico a su gesta en esta parte del mundo. Apenas hay citas vagas como: “e era la muger de Rivera”; “havía entrellos una muger”; “Joana la nombraban”, que imposibilita su identificación pero que dejaron una huella, en el nacimiento de nuestra ciudad y provincia. Tuvieron el valor de partir a las Indias y cumplir la hazaña de imprimir carácter a una gran parte del continente sin que por ello se le haya reconocido mérito alguno. 
Estas mujeres anónimas protagonizaron hechos históricos dignos de mejor recuerdo, por ello intentamos resaltar su misión trascendente. No cuenta el nivel social, ni la posición económica ni su abundancia o carencia de virtudes. Llega a un medio hostil, malsano en el que sufre, y realiza actos heroicos. Sucumbe o se enaltece en su viaje a tierra extraña para dejar la impronta de su misión fundamental y hacer posible el nacimiento de un pueblo nuevo. Heroína anónima que se arrastró por la selva, remontó ríos y montañas tras el aventurero buscador de fortuna. Que empuñó las armas para defender su vida y la del grupo, que debió desenvolverse y sobrevivir asistida solo por su propia determinación. Y además, permanentemente huérfana del amparo del conquistador que obnubilado por sus propios intereses la dejó relegada a un doble olvido. 
“Es sabido las escasas noticias que dan las crónicas sobre la presencia de la mujer en el complejo geográfico de la conquista, salvo aquellas que protagonizaron algún hecho trágico o inusitado. O las que lograron la atención de los historiadores por muy diversos motivos. Estas mujeres simbolizan actitudes muy varias frente a una situación desconcertante en el medio geográfico en que se desenvolvieron: pasión de dominio, pasión amorosa, heroica fidelidad conyugal, autoritarismo, extraordinaria fortaleza. Las verdaderas protagonistas del acto heroico de sumarse a la conquista se encuentran como desbordadas por la fuerza de los hechos, pero inmersas en ellos” (Anuario de Estudios Americanos).
Parecería ser, pues documentación de su llegada no existe, que desde el último y definitivo emplazamiento de la ciudad, estuvo presente aquella pueblerina desconocida sobre quien ningún cronista ha dejado anotación alguna. Por eso, tan pronto los guayaquileños (así conocidos desde entonces), tomaron posesión de los campos vecinos a la gran red fluvial del Guayas y sus vegas, ella debió estar presente. En la siembra inicial de productos para la supervivencia, debió estar ella como el punto de partida, desde el cual, pese a que Guayaquil ostentaba la categoría de ciudad,  era una pequeña aldea de caña y bijao, casi sin importancia que un siglo más tarde se convirtió en la progresista, pujante, independiente y rica metrópoli. Esto no lo debemos olvidar, pues nos muestra el camino, y nos alecciona en la lucha para convertir la cuenca del Guayas, el puerto de aguas profundas, la península irrigada, en fundamentos de una estrategia que nos lleve a recuperar el antiguo esplendor.

El reparto de la tierra, los indígenas y su administración
En 1581, Hernando Gavilán a orillas del río Babahoyo y en Daule, tenía un total de 84 tributarios; Baltazar Díaz de Magallanes, en el río de Guayaquil, Uachicacao y Daule, 91. El pueblo de Daule encomendado a Bartolomé García Monedero, y, 133 tributarios le entregaban anualmente 5 pesos 2 tomines de plata ensayada, 120.5 piezas de tela, 86 fanegas de maíz y 202 gallinas, que por todo significaban 747 pesos de plata corriente marcada, a los precios de la ciudad. Y, pese a que de esta suma debía pasarle una pensión de 170 pesos anuales a Miguel de Contreras, vecino de Cuenca, la encomienda resultaba la más rica de toda la provincia. 
Otra modalidad era el repartimiento, que tampoco se refería a la propiedad de la tierra sino únicamente a la explotación del trabajo de los nativos, ni daba derecho alguno a la posesión del terreno habitado y cultivado por los repartidos. La sujeción mediante la encomienda o el repartimiento, se cumplía por los caciques, quienes se encargaban de los cultivos, pues los encomenderos, por regla general residían en la ciudad. En un documento del Archivo Histórico del Guayas fechado en julio de 1579, constan dos caciques, con sus encomendados a españoles residentes de Guayaquil: “Don Diego Cohenegro, Cacique del Pueblo de San Antonio de Padua en el Asiento de Yaguache, encomendado a Hernando Gavilán, vecino de la ciudad de Santiago de Guayaquil (...) Los indios de Yaguachecono, y Aconche y Papai, que en término de jurisdicción de la Ciudad de Santiago de Guayaquil tiene en encomienda Juan Rodríguez de Villalobos, vecino de la dicha ciudad.”
Entre los caciques más conocidos aparecen los siguientes: Diego Tomalá, de Puná, que recibió un título nobiliario que heredaron sus descendientes. Manuel Inocencio Guale, y Manuel Soledispa, de Jipijapa; Manuel Inocencio Amayquema y María Magdalena Pudi, de Pimocha; Juana Guare, cacica de Junquillal; Pedro Martín Yaya, cacique de Papayo; Diego Balupe, de Alonche; Carmino Balencia (Sic), de Palenque; Ángel Tomalá, de Baba; María Cayche, descendiente de caciques y a su turno cacica de Daule; Diego de Cohenegro o Cochenido, de San Antonio de Padua del río de Guayaquil, asiento de Yaguachi; e Inés Gómez, Diego Ziama, Diego Payo y Pedro Yaguache, caciques de Yaguachi, entre muchos otros. 
La Hacienda, era otra forma de favorecer a los conquistadores, esta sí con la posesión de la tierra. Se dividía en “peonías” y “caballerías”, estas, cinco veces mayores que las anteriores. La peonía se entregaban a los combatientes de a pie, y la segunda a quienes lo habían hecho a caballo. Las peonías y caballerías, no fueron bien recibidas por quienes se consideraban nobles y la vanidad no les permitía aceptarlas. Excepcionalmente se encontraban españoles ejerciendo este derecho, por lo cual, se otorgaron a los caciques que el rey quería recompensar o distinguir por servicios prestados. Dentro de la premiación por servicios, la corona permitió a la nobleza indígena o caciques ricos, adquirir esclavos negros para el servicio doméstico de sus familias. Además de títulos nobiliarios, se les concedió los monopolios del copé y la sal.
El padre Bernardo Recio, en 1750, comentó sobre la actitud del indígena costeño, que marca una enorme diferencia con la asumida por el serrano: “Porque es bien de advertir que estos indios de Guayaquil, y de muchos pueblos que hay en su vasta jurisdicción, son muy ladinos. Ellos visten a la española, aunque por el calor de la tierra andan sin pelo. Ellos hablan bien el romance, y lo contan con gracia y con aseo, parecidos en esto y otros modales a los aldeanos andaluces. Pero lo que admira más, es, que no les haya quedado a estos indios rastros de su nativa lengua, solo los nombres de los lugares, v. gr. Colonche, Zaguache, Tipitapa (¿Jipijapa?), etc. Y esto es más de admirar, porque no viven como los indios de la sierra, mezclados con españoles y mestizos, sino solos en sus pueblos, tanto que, usando de sus privilegios, no dan cuartel a los extraños”. 
Para posesionarse de un terreno, el interesado presentaba una solicitud indicando su deseo de cultivarlo. El virrey, a fin de no lesionar a los campesinos nativos, ordenaba una inspección. En caso de respuesta favorable, se extendía un título que se inscribía en un registro, y para entrar en posesión del predio, un alcalde tomaba de la mano al aspirante a propietario y lo paseaba por el sitio, mientras este arrancaba hierbas, arrojaba piedras o cortaba ramas, es decir, aparentando cumplir actos que expresaban sus derechos de domino sobre el predio elegido. 

















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