martes, 29 de octubre de 2019


Guayaquil a inicios del siglo XX
Los viajeros de esta época eran mayoritariamente inmigrantes europeos, especialmente italianos, alemanes y sirio-libaneses, estos últimos con pasaporte francés, que venían a Guayaquil por ser esta una ciudad de oportunidades. Estas personas, en cierto modo aventureros, llegaban a Panamá por el Caribe y cruzaban el istmo en el ferrocarril que unía la costa atlántica con el Pacífico  construido en 1855. Una vez llegados a ciudad Colón abordaban los vapores que navegaban hacia el sur por las costas colombianas y ecuatorianas, cruzaban la línea equinoccial y una vez en el Golfo de Guayaquil, remontaban el río hasta llegar al surtidero frente a la ciudad. Tan pronto el vapor dio fondo los botes a remo tripulados generalmente por un solo hombre de piel oscura y de ropa muy ligera, apropiada para el calor, se acoderaban a sus bandas para tomar los pasajeros y llevarlos a tierra.
El Guayas es el único río navegable, que fluye al océano Pacífico entre San Francisco y el estrecho de Magallanes, y la ciudad una de los mejores puertos de la costa occidental sudamericana. Frente al río la ciudad tenía algo menos de tres kilómetros de longitud, y el río es tan profundo que proporciona un fondeadero seguro para los grandes vapores oceánicos. El puerto se encuentra sesenta millas tierra adentro, y el Guayas le proporciona una vía navegable tranquila y segura, mejor que la que ofrece la tierra baja de la costa marina. La vista sobre el río era realmente hermosa, numerosos vapores estaban atracados a los muelles y otros surtos frente al puerto, además de innumerables embarcaciones de carga de distintos tipos y tamaños que llegaban con víveres para el consumo de la ciudad, y cacao, café, tabaco, arroz, nuez de marfil vegetal (tagua) para la exportación.
Tan pronto se desembarcaba en el Muelle Fiscal (donde hoy se atraca la fragata Guayas), se pasaba frente a la autoridad de inmigración y del Resguardo de Aduanas. La primera impresión que los viajeros tenían de la ciudad era la presencia de las vendedoras de frutas y vegetales, llamadas “regatonas” desde tiempos inmemoriales. Sentadas a la sombra de dos grandes y frondosos samanes que se hallaban en el exterior, vendían al menudeo legumbres y verduras frescas, naranjas, piñas, papayas y otras desconocidas por los extranjeros. Lo que más impresionaba, por desconocer la realidad social, eran los hijos de estas que jugaban semidesnudos en torno a ellas, quienes permanecían sin inmutarse.
Apenas el viajero ponía pie en tierra lo achicharraba el agobiante calor y pese a que era usual llevar sombreros de ala ancha o sombrillas, la canícula no daba tregua. Pero recordando a aquel adagio que dice “donde fueres harás lo que vieres”, rápidamente cruzaba el malecón para refugiarse a la sombra de los portales y mientras se orientaba o buscaba alojamiento permanecía hasta pasado el mediodía. A la fecha de nuestra referencia, Guayaquil había sido por largo tiempo una ciudad muy insalubre, pero para entonces se podía afirmar que era una ciudad segura para los extranjeros y gentes del interior del país carentes de defensas. Sin embargo esta afirmación general, por haber sido la ciudad azotada varias veces por la fiebre amarilla y la peste bubónica, se recomendaba al visitante alojarse en hoteles como el Nueve de Octubre, que proporcionaban mosquiteros a sus huéspedes.
Los inmigrantes y los viajeros tenían intenciones y destinos diferentes, los primeros buscaban a sus compatriotas ya establecidos, muchas veces del mismo origen familiar y los otros satisfacer su curiosidad y deseos de conocer o investigar. Pero todos sin excepción se adentraban en la zona comercial donde se mostraban toda clase de negocios; nuestra caminata, a excepción del momento en que debimos cruzar de una calle a otra, fue hecha bajo los portales, bajo los cuales en una sucesi6n interminable se ubicaban los almacenes y tiendas en forma tal, que daban la impresión de estar ante un museo o recorriendo un bazaar de alguna ciudad del Oriente Medio. 
Los negocios permanecían abiertos durante todo el día, para lo cual sus puertas, compuestas de varias hojas, se plegaban contra las paredes laterales o se removían para presentar una amplia vista interior. Todos los artículos, que ofrecían una insólita mezcla de productos de todo origen, estaban apilados sobre el mostrador o sencillamente arrumados sobre el piso. Los almacenes más importantes estaban situados a lo largo del malecón a fin de captar la clientela que llegaba de las haciendas o de las poblaciones ribereñas. Por tal razón la variedad de mercadería expuesta era variadísima: desde lonas y telas burdas hasta finas sedas, de joyas, utensilios domésticos a herramientas de labranza y carpintería, mosquiteros, perfumes, desinfectantes, alquitrán, garrapaticidas, hilos de todo tipo y alambre dulce o de púas. En fin, el montubio podía aperarse de todo lo que necesitaba en un solo almacén.
Por otra parte, ¡qué estrafalario gentío el que se desplazaba bajo la sombra de los portales! Se cruzaban mujeres de tez blanca con mantones negros sobre sus hombros y cubriendo sus cabezas, con las cholitas de tez cobriza ataviadas con ropajes de brillantes colores y cubiertas con sombreros de paja. Una abigarrada marea humana, que se confundía al paso con montubios blancos, negros y cobrizos, con trabajadores que acarreaban sobre sus espaldas sacos de cacao, racimos de plátanos u otros bienes. Con cuadrilleros de la Aduana que descargaban la mercadería importada en las puertas de los comerciantes.
¡Cuántos mulares, burros y burras había en las calles, muchas veces en el acto de la reproducción! Alguno cargado con tres largas piezas de madera: una sobre sus lomos y dos aseguradas a cada uno de los costados, cuyo extremo arrastraba por la calle empedrada, y cuando el arriero deseaba que el asno hiciese un giro, era menester dar tan expensa vuelta que casi ocupa todo el ancho de la calle. Más allá otro con dos grandes cajas con mercaderías que se balanceaban a cada lado, entre las cuales apenas asomaba la cabeza el animal. También mediante esta modalidad, pero en grandes canastos de mimbre se distribuía el pan en toda la ciudad, y lo hacía el propio panadero o su hijo. El verdulero y todo aquel que distribuía productos del consumo diario, asimismo lo hacía en tales canastos y montado sobre el pollino anunciaba la bondad de su carga llenando el ámbito con sus voces.
Para proteger a estos animales que daban al la ciudad un toque montubio, rural, el ingenio popular enfundaba sus patas y panza con pantalones. ¡Pantalones! Así es querido lector todos llevaban pantalones: las extremidades anteriores y posteriores eran enfundadas en unas mangas de cáñamo cosidas entre sí por bajo la panza, lo cual daba la apariencia de llevar pantalones. ¿Mas cuál era la finalidad? pues muy simple, en la pequeña ciudad rodeada por el bosque tropical seco y los manglares, abundaba dos tipos de mosca parásita, conocidas como mosca brava y tábano, que resultaban muy molestas para los animales pues que preferentemente les picaban en sus patas y panza, desesperándolos de tal forma, que muchas veces empezaban a dar de coces y corcovos que acababan destruyendo la carga que llevaban.
La ciudad estaba en cuadrículas o de damero típicas de la época colonial dividida en bloques de formas regulares, generalmente cuadrados. En esa época buena parte de las calles estaban pavimentadas con asfalto o con piedra gris de Pascuales labrada a mano, y en número considerable tenían un parterre central donde se alineaban frondosos árboles. Tenía numerosos y bellos parques donde la sombra de sus árboles y palmeras, permitían el alivio de los transeúntes a la hora de la canícula. Tenía algunos edificios elevados, pero la mayoría estaban construidos de uno o dos pisos, edificados de madera armada de tal forma que resultan muy elásticos y flexibles cuando se producían los temblores de tierra, comunes en nuestro país.
La construcción de las casas la realizaban los llamados carpinteros de ribera en madera incorruptible que empatan las piezas de madera entre sí, sin usar clavos, solo haciendo caladuras y espigas que se ensamblaban como un rompecabezas, formando una excelente construcción antisísmica, pues estas estructuras flexibles y livianas crujen y se mecen pero no se caen. Las paredes se construían de caña picada fijada a los marcos de madera de la estructura y luego revocados con una masa hecha de lodo y paja, llamada quincha, que vista desde el exterior tenía la apariencia de una pared de ladrillo. La cubierta de las casas principales era de tejas y en los suburbios de paja, de allí su volatilidad en los incendios. Guayaquil fue una hermosa y apacible ciudad tropical, muy ponderada por decenas de viajeros que la visitaron.

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