jueves, 19 de diciembre de 2019


Los bosques maderables de Guayaquil y su explotación

Los bosques maderables fueron el recurso natural que se constituyó en una de las más importantes fuentes y filones de ingresos con que contó Guayaquil durante la mayor parte de la época colonial. Además, su abundancia era la cantera de la que se nutrían sus astilleros. Este bien, de gran valor económico para la ciudad y su provincia, no era otra cosa que el producto de la enorme selva que contenía una abundante variedad de maderas de excelente calidad. Explotación que, además de producir ingentes ingresos al erario generaba mucho trabajo de campo. 
Lo más notable en cuanto a demanda de trabajo, además del recurso maderero, era la labranza y extracción de la madera cortada y su transporte desde la montaña hacia el principal mercado, Guayaquil. La movilización de las alfajías (origen árabe) de madera en bruto, se abarataba y facilitaba por los múltiples ramales de la inmensa red hidrográfica del Guayas. 
El extenso desierto del litoral peruano y norte chileno y la consecuente carencia de recursos madereros, desde los primeros tiempos de la colonia, provocaron la sobreexplotación de esta gran riqueza de la cuenca del Guayas. Pues, la enorme demanda de maderas finas, incorruptibles, caña guadua, etc., como materiales de construcción, permitió el crecimiento de un activo comercio de exportación. 
Por ello floreció la industria de la construcción en territorios vecinos, y dada la carencia que tenían de estos materiales, volcó su demanda hacia la provincia de Guayaquil. De allí que todas las antiguas edificaciones coloniales, civiles y militares, que aun subsisten en Lima, El Callao y otras ciudades vecinas a la costa, cuyo principal componente es la madera, fueron construidas y ornamentadas con las que se exportaban desde nuestra provincia. 
Esta inmensa riqueza forestal fue el punto de partida de la bonanza económica que impulsó y desarrolló la dinámica comercial guayaquileña. Además, factor decisivo para el crecimiento artesanal e industrial de la ciudad durante la edad moderna, cuya actividad estelar fue la construcción naval expresada en el gran auge de sus astilleros. 

Desde el principio existió una absoluta libertad en el corte de maderas. Sin embargo, hay documentos que desde 1650, registran la preocupación del Cabildo por controlar, sin ningún resultado, la explotación forestal indiscriminada en la provincia. En cada uno de los intentos se produjeron grandes tensiones movidas por intereses de los grupos o elites de poder. En ellas estaban incluidos no solo los presidentes de la Audiencia de Quito sino también los virreyes del Perú, pues todos ellos se encontraban envueltos directa o indirectamente con esa lucrativa actividad. 
Entre las mayores preocupaciones al finalizar el siglo XVII, está la explotación de los palos de maría, muy largos y derechos, utilísimos para la arboladura de las naves. Quizá por ser esta una madera que no crecía en otro lugar de la provincia, salvo en las célebres montañas de Bulubulu. El Cabildo preocupado, dice María Luisa Laviana, ordenó “que nadie corte árboles de maría, chicos ni grandes, sin licencia de este cabildo”,  pues se había cortado en exceso y “destrozado el monte Bulubulu” por lo que “convendría olvidar este bosque”. 
Al margen de estos árboles destinados a la construcción mástiles, los bosques guayaquileños hasta bien entrado el XVIII, continuaron siendo explotados sin mayores controles hasta finales de la época colonial. Todo esto ocurrió, pese a disposiciones de regulación vigentes desde mediados de ese siglo. El Cabildo de Guayaquil, consciente de la gravedad que implicaba este mal manejo de los recursos, hasta 1753, había aplicado una gran diversidad de fórmulas para controlar el negocio maderero. 
Medidas orientadas en tres direcciones fundamentales: reglamentar la exportación de madera; imponer en beneficio de las rentas municipales ciertos gravámenes sobre la explotación forestal; y por último, monopolizar la concesión de licencias o permisos para cortar madera en la provincia.
Fue necesario esperar hasta 1769 para que se produzca el primer intento serio para regular e imponer ordenanzas para someter la actividad a niveles técnicos y preservadores. Ese año el gobernador Juan Antonio Zelaya dictó un bando por el cual se prohibía cortar madera de todo tipo, sin la correspondiente licencia del gobierno. Para obtener esta autorización, los interesados debían contratar de su peculio “un maestro inteligente que señalará el gobierno, para que dirija y presencie los cortes” (Laviana). Las protestas no se hicieron esperar, pero no venían de quienes participaban en la extracción, sino de los comerciantes y traficantes limeños. Los cuales, convertidos en amos del negocio se agruparon en una junta de diputados y navieros, para debatir sobre el bando promulgado por Zelaya.
“Tratada largamente la materia, todos de un acuerdo convinieron en que la resolución y bando publicado por el dicho gobernador de Guayaquil contienen gravísimos inconvenientes en perjuicio y daño naval de esta Mar del Sur (...) semejante limitación de la antigua libertad en el corte de maderas, que además es una medida innecesaria, porque nunca se consideraron más copiosos de madera aquellos montes que en la presente ocasión” (Ídem).
La presión ejercida sobre el virrey, y sus propios intereses en tan importante actividad, lo llevaron a emitir la orden de anulación del bando que buscaba esta protección. No fue posible implantar una política inteligente de protección y explotación. Amat, terminó ordenando a Zelaya, que se limite a hacer una evaluación de los árboles que se iban a necesitar en la construcción de los navíos que se tenía proyectado construir. 
Todos los controles que imaginaron, terminaron en un rotundo fracaso, pues las medidas tomadas por el Cabildo, fueron sistemáticamente bloqueadas desde Lima. Es en el último tercio del siglo XVIII, probablemente por la bonanza económica que trajeron las plantaciones cacaoteras, que el negocio maderero pasó a segundo plano. Pues, si la mano de obra para el cacao era escasa, con mayor lo era para la tala de árboles, su labranza y transporte, que además, eran trabajos más duros. 
Por las trabas de los limeños, se dictaron nuevas medidas para la preservación de los bosques, esta vez emitidas por la corona española, que tajantemente, abolían la libertad en el corte de la madera. Medidas que tuvieron la abierta oposición del Cabildo guayaquileño, que aspiraba a monopolizar las licencias destinadas a la actividad maderera. Probablemente, fue por la merma de las rentas que estas limitaciones acarrearían a sus depauperadas finanzas.
Se impuso la emisión de una licencia del gobierno para la tala de árboles; se nombraron celadores, o vigilantes; se prohibió exportar la madera de cuenta, etc. Pero la parte más interesante y novedosa de estas ordenanzas es la referida a la conservación de los bosques y reforestación. 
Con una notable preocupación por el futuro ya que “no es prudencia mirar solo el tiempo presente y desatender el venidero”, el visitador José García León y Pizarro prohíbe cortar madera en algunos sitios considerados muy desforestados; encarga a las autoridades locales a determinar las zonas en que se vaya notando escasez; terminantemente dispone que solo se corten árboles jóvenes y ordena que los madereros repongan con nuevos plantíos el mismo número de árboles cortados, o que hagan algún otro beneficio al monte. 
Esta ordenanza estaba dirigida especialmente quienes talaban madera de guachapelí, por cuanto era vital para la estructura de los navíos. El visitador, también dispuso la siembra de abundantes semillas de esta especie para evitar su escasez y dictó otra serie de medidas aclarando, además, que todas ellas afectaban también a los arrendadores de la montaña de Bulubulu, pues su monopolio no les autorizaba a “destrozar la montaña con codicia y sin régimen”. En estas disposiciones se incluyó a quienes quieran cortar madera “en sus propios montes, respecto a que no impidiéndoseles como no se les impide el provecho y utilidad de ellos, solo se les prohíbe el mal uso” (Informe del visitador Pizarro)
Ya podemos ver desde donde viene el problema de la deforestación, que hoy continúa siendo un mal mundialmente acuciante. La depredación y explotación de los bosques naturales ecuatorianos parece ser una constante insalvable. La falta de decisión política para aplicar las leyes, ocasiona, por ejemplo, en la actual provincia de Esmeraldas, que los sobrevivientes “limeños” desde sus bastiones enquistados en ministerios de la moderna y aun vigente “audiencia”, hagan de las suyas con su riqueza natural maderera. 

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