domingo, 15 de diciembre de 2019


 

Un jíbaro en Guayaquil

 

En la época de nuestra referencia, 1925, a la actual Amazonia ecuatoriana se la  conocía como Oriente o Región Oriental, pero entonces como hoy, era totalmente desconocida para la mayoría de los guayaquileños. Y pese a su exuberante riqueza, era tenida y mantenida a la buena de Dios e ignorada por todos los gobiernos sin excepción. Cuando algún misionero salesiano, atinaba a venir por esta ciudad, causaba gran revuelo y era motivo de entrevistas y charlas, muy demandadas por todos aquellos que deseaban información sobre su misteriosa selva.

Si estas esporádicas visitas eran noticia, ya podremos imaginar el impacto que causó en nuestra ingenua y engañadiza sociedad, la noticia publicada por “El Guante” el 29 de julio de 1925. La cual, trataba de un jíbaro millonario llamado Chupe, cacique de Chuchubleza, quien, además era el jefe de seis capitanes, que no comían venado ni tomaban leche “por miedo a que le salgan cuernos”. Ante le llegada del personaje, el renombrado y cáustico periódico, que muchas veces estremeció a la opinión pública guayaquileña, hizo un minuto de silencio sobre los avatares de la Revolución Juliana y la persecución a don Francisco Urbina. 
El cacique Chupe, era rey y señor de una fracción de la tribu nombrada, que tenía sentados sus reales en la jurisdicción de Gualaquiza, al Oriente de Cuenca. Un basto territorio era su circunscripción, la inmensidad de la selva sus dominios y un numeroso clan le profesaba rendido vasallaje, que al no tener leyes escritas se sometía a las del más fuerte. Dominados por la superstición y los instintos, vivían sometidos por los brujos en sus más graves asuntos: la guerra y pese al temor a los cuernos, también a la conquista de la mujer.

Chupe había sido elegido cacique por bravo y fuerte, por su denodado valor y arrojo demostrado frente al enemigo. Su cargo no fue hereditario ni obtenido en los pasillos de alguna corte, poseía cuatro rifles 30-30, y era un gran tirador.

Pocos odios sentía, pero a los peruanos los detestaba: “Peruanos no queriendo, mujeres robando, mujeres quitando” explicaba, dando a sus brillantes ojillos la expresión de ferocidad y venganza. “Ellos cometen muchos atropellos contra los jíbaros; pero ninguna ofensa les duele tanto como los ultrajes contra las mujeres”, agregó José Harry Vyskocil, quien acompañaba a Chupe en su visita a Guayaquil. 
Este era un ciudadano checoeslovaco, que muy suelto de huesos aseguraba ser un ingeniero de minas y periodista, aunque más parecía un “caballero de industria”, que dijo haber recorrido la amazonia brasileña, peruana y boliviana, como enviado por el Departamento de Inmigración del Ministerio de Relaciones Exteriores de su país, para investigar en América las posibilidades que ofrecía la inmigración a sus coterráneos. 
“Su Alteza Real, decía el reportero de El Guante, que se “tragó el cuento”, es un mozo fornido, de treinta años de edad, de hermoso bronce el color de su tez. Ojos pequeños y chispeantes, que se animan ardorosos cuando se le hablaba de guerras y de mujeres”. Según parece, no hablaba bien el español y se le dificultaba hilar una conversación y cuando no podía comprender, lanzaba una sonora carcajada. Eso pasa a muchos que con la sonrisa pretenden ocultar lo que no comprenden.
Nuestro personaje, fue presentado en la ciudad por el “minero periodista” como un magnate; circuló por sus calles adornado con pendientes de plumas sujetas a las orejas, mediante unos carrizos que atravesaban sus lóbulos. Un gran collar de cuentas de vidrio negras pendía de su cuello y por toda vestimenta un taparrabo, que los chiquillos traviesos, más de una vez tiraron de este hasta colocarlo en situación incómoda, en vista de lo cual, empezó a vestir un largo faldón de bayeta. Finalmente, esta llamativa indumentaria, por sugerencia del checo, al tercer día la cambió por camisa y pantalón, pero caminaba sin zapatos por las calles. Sustituyó el collar por un pañuelo rameado que las horterillas de un almacén de confecciones le regalaron.
Chupe había sido catequizado por los misioneros salesianos, y para estar acorde a sus prédicas, debió abandonar sus creencias ancestrales de polígamo y pasó a cultivar la monogamia (por lo menos en teoría). Esta era la mejor prueba de la cristianización del clan, pues según el “promotor” checoeslovaco, “los jíbaros son amorosos por temperamento. El amor y la guerra su gran preocupación, ya que disfrutan de ella, pues no tienen otro origen que la captura de mujeres, por celos o venganzas y enredos amorosos”. 
Pero estas afirmaciones no fueron todas querido lector: el checo y Chupe aseguraban que en el fondo de la selva, elevado sobre una eminencia rocosa, al margen de uno de los ríos orientales, aseguraba poseer una casa señorial. Mejor dicho un castillo o fortaleza de dos pisos, donde vivía con su mujer, dos hijos, algunos guerreros y parientes que de él dependían. Lo describían como un recinto fortificado, rodeado por empalizadas reforzadas con grandes piedras. Hacia su interior se hallaban las trincheras y los fosos, donde se ocultan para asechar al enemigo. Y sus seis leales capitanes habitaban otras fortalezas semejantes en las inmediaciones del castillo. 
El ingeniero-periodista Vyskocil, explicó al periodista, que cuando la época del amor llega a la jibaría, los jóvenes toman esposa y se retiran con ella a lo más intrincado de la selva. Se ocultan en una pequeña choza, así alejados de curiosos e intrusos, durante cuatro, cinco o seis días, sin alimentarse, se entregan a sus desbordantes pasiones. Mas, a aquel rendido amor, la jíbara, en el futuro deberá pagarlo con el trabajo recio. Las más duras labores de la pequeña parcela son confiadas a ella. Mientras el hombre caza y se adorna con plumas, ella cuidará del desmonte, la siembra, la cosecha, de los hijos, del marido, de los animales y la covacha.
Otra de las obligaciones domésticas más importantes a cargo de las mujeres jíbaras, es la elaboración de la chicha. Con ocho o diez semanas de anticipación a toda fiesta, las viejas y jóvenes del clan se dedican a esto. La publicación, decía que sentadas alrededor de una gran vasija, masticaban vehementes toda la yuca que les cabía en la boca, y una vez bien desmenuzada y licuada por la saliva, la depositaban en la vasija agregándole agua. Una vez llena, era enterrada herméticamente taponada, y semanas más tarde, en que los gases de la fermentación hacían estallar el tapón, estaba lista de beberse. 
Empieza entonces el tiempo de la fiesta y del holgorio. A los amigos visitantes o huéspedes importantes, a quienes se desea distinguir con atenciones, se les reserva los mejores vasos de esta bebida salida de muchas de las bocas femeninas de la tribu. ¿Usted apreciado lector de mente occidental, daría un sorbo a este tan elaborado delicatessen amazónico? 
El señor Vyskocil, en 1925 decía lo que hoy sabemos hasta la saciedad: “jamás he visto una zona tan rica y plena de inmensas posibilidades como el Ecuador oriental; pero tampoco nada tan abandonado”. Y agregó diciendo: “Los pocos caminos que hay están completamente abandonados, el camino de Gualaquiza a Sigsig tiene 95 kilómetros de extensión; y si se dispone de buenas bestias se gastan, a causa de su mal estado, de cuatro a cinco días para recorrerlo. Chupe, sin embargo, lo hizo a pie en un solo día”. Bien por nuestro cacique amazónico, pues, para lograrlo debió caminar a regular tranco durante 23H45 sin detenerse.
Y así continúa el ingeniero relatando al deslumbrado reportero de El Guante: “En el Oriente se vive un estado de guerra permanente (…) acaba de finalizar una entre el Capitán Tulbirma y el Capitán Chiriapo, su cuñado. Chiriapo enviudó de la hermana de Tulbirma, y se casó con otra. Tulbirma, a su vez, se casó con la novia de Chiriapo y esta fue la causa de una guerra, en la que casi muere Chiriapo, pues Najasta, otro capitán, hermano de Tiubirma, asaltó sorpresivamente en una fiesta, con su lanza, a aquel jefe, que recibió dos heridas”. Es decir, casi un trabalenguas.
Su Alteza Real tenía una queja contra Guayaquil, pues en Cuenca, tanto las bellas cuencanas como los oficiales de la guarnición, lo habían colmado de regalos: un lote de vestidos usados, abalorios de todo orden, cuentas de vidrio, espejos y chucherías por el estilo. 
En cambio en Guayaquil ni agua. Más allá de la fotografía y el reportaje publicados… naipes. El periodista, como buen samaritano se hace eco del pedido dirigiéndose “a las damas piadosas y caritativas así como a los que deseen apoyar la civilización del Oriente, que envíen a Chupe, antes del lunes, ropas usadas y otros objetos que pueda él llevar a sus bosques, como recuerdo de la civilización occidental”. Los obsequios que a él, o para sus hermanos de la selva, se recibían en el cuarto No. 307 en el Hotel “España” (Calle de Aguirre entre Boyacá y Chanduy). 
Mientras esto era llevado a la broma, por ciudadanos y periodistas, sutilmente, como una mancha de hormigas guerreras, las fuerzas peruanas, se arrastraban por nuestro territorio en las narices a la cancillería, de decenas de gobiernos y del ejército.

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