miércoles, 27 de febrero de 2019




La baraja española en América

En el siglo XV el naipe o baraja española y el juego de azar arraigado en esa sociedad tanto como lo es hoy, descubrió el Nuevo Mundo junto con la marinería que acompañó a Colón. La información es tan antigua que en el Archivo General de Indias, creado en el siglo XIV figuran 43.000 legajos o carpetas donde se conservan un promedio de 1.000 folios, lo cual da un total aproximado de 43 millones de hojas que recogen todos los tipos de barajas impresas durante más de tres siglos.
Esta enorme cantidad de material se logró recopilar como resultado de las actividades de los organismos, que en ese lapso controlaron la administración en los Reinos Ultramarinos. Los cuales fueron nominados en su orden de aparición, como Casa de Contratación, Consejo de Indias, Secretarías de Estado y Despacho, y los Consulados de Sevilla y Cádiz.
En un documento del Archivo Municipal de Barcelona, consta que la palabra naipe aparece por primera vez en el idioma español en 1378. Y su posterior difusión está vinculada a la aparición del invento de la imprenta realizado por Johannes Gutemberg en el siglo XV. Las imágenes impresas en las cartas evidencian los cuatro estratos de la sociedad de entonces: La nobleza, representada por “espadas” o lanzas; las “copas” o cálices, identifican a los eclesiásticos; los “oros” a los comerciantes y los “bastos” a labradores y cazadores.
Cada palo tiene un as y va desde el dos al nueve, para terminar en las cartas mayores que son la sota, el caballo y el rey. Durante la colonia los juegos de naipe, entre permitidos y prohibidos eran numerosos. Según Ángel López Cantos, en su obra ”Fiestas y Juegos en Puerto Rico (Siglo XVIII)”, los primeros eran: “Triunfos” o “Burro” y “Tresillo” o juego del “Hombre”. Y entre los segundos estaban la “Manilla”, el “Monte”, “Parar”, “Carteta”, “Andaboba”, “Pintas”, “Quinolas”, entre muchos otros.
Tanto en España como en América, el juego de naipes tuvo severos cuestionamientos. La incidencia en el pueblo llano, especialmente en el sector de los muelles de Guayaquil, y otras ciudades portuarias fue notada por las autoridades. Razón por la cual desde el principio de la colonización los reyes dictaron instrucciones para evitar que los españoles, que eran “ladrones, jugadores, viciosos y gente perdida” entraran en contacto con los indios, ya que el mal ejemplo podía cundir entre ellos.
En la Edad Media el rey Alfonso X de España, jugador empedernido de naipes y dados, le impuso dos restricciones: una que permitía su uso a cualquier persona al margen de su condición social, siempre que se lo hiciera en forma limpia y honesta. Y por la otra vetó el juego a los religiosos, pues “ha pasado ya tan adelante los excesos de muchos clérigos en el juego, que nos fuerza a provocar medios más ásperos para ver si por alguna vía se podrá atajar esta tan grande infamia del estado eclesiástico y corregir la demasía de los que tan locamente se dan al juego”.
Las prohibiciones y la persecución a los jugadores profesionales establecidas en España en los siglos XV y XVI, rindieron frutos aparentes. Ya que su eliminación perjudicaba los intereses económicos de los Ayuntamientos, que tenían en el arrendamiento de los garitos una de sus variadas regalías. Para evitar perjudicarlos se puso a disposición de estos los valores que representaban las multas impuestas a los infractores. Es decir, en una mano el pan y en la otra el garrote. En la costa mediterránea sobre todo en Cataluña, la más conservadora de España, se dictaron medidas represivas contra los juegos de azar entre ellos el de naipes. Por tal motivo las ordenanzas que los limitaban se pregonaron por las calles y plazas de Barcelona.
Pasado el juego de azar a la América como parte del bagaje cultural de todos los estamentos sociales. La Corona, consciente de la pasión que despertaban los juegos “de suerte, envite y azar”, desde el primer momento intentó controlarlos. Pero el escándalo había llegado a niveles imprevistos. Por lo cual tanto los Reyes Católicos como Carlos I promulgaron enérgicas medidas de control. Fue así como la opinión pública llegó a decir que “Se puede afirmar que mucho fue lo que se legisló porque mucho fue lo que se jugó”.
Felipe II (más tarde lo harían Felipe III y Carlos II), preocupado por el buen ejemplo que debían dar las autoridades ordenó que ni en las casas de los ministros de la Audiencia ni de sus parientes, se podía consentir la práctica de juegos prohibidos, por ello se recomendaba a los presidentes no frecuentar a reuniones donde pudiesen darse (curiosamente, esta disposición incluía a sus esposas). Pero esto no se cumplió, y hubieron autoridades que para mantener sus monopolios de tablajes, se valieron de testaferros para administrar los garitos.
Este es el caso exacto protagonizado por el doctor Antonio de Morga y Sánchez y su esposa, el cual nombrado Presidente de la Real Audiencia de Quito el 14 de marzo de 1614, pasó por Guayaquil el 8 de septiembre de 1615 para pocos días más tarde asumir su elevado cargo. Venía de México cargando además de un cuantioso contrabando de sedas, con un oscuro caso de cobardía y corrupción que protagonizó en Filipinas. Llegó a Quito casado con doña Catalina de Alcega, viuda de dos maridos que con los hijos del presidente y los suyos montaban a catorce los vástagos.
Una vez instalada en Quito, la señora, además de participar en cuanta empresa comercial le era posible, todas ellas prohibidas para las mujeres de los magistrados, convirtió su casa en un garito. Los esposos de Morga recibían por las noches a sus invitados, que no solo eran oidores y clérigos, sino muchas veces litigantes que tenían juicios entablados por la Audiencia. Era una pareja de jugadores consumados cuya afición a las barajas los llevó, a lo largo de las sesiones de juego que duraban varios días a movilizar fuertes sumas de dinero. Ella con el pasar del tiempo, a fuerza de recibir cuatro pesos por partida de naipes y un donativo monetario a la salida de cada huésped amasó una pequeña fortuna.
Práctica la cual no solo contrariaba las limitaciones a los magistrados y sus esposas desafiando disposiciones reales, sino que agravaba con la incitación a los clérigos a participar de juegos, no solo prohibidos ni precisamente idóneos para su perfección espiritual, sino que “incitaba a murmuraciones, blasfemias, perjurios y otras ofensas al Señor”. Él por su parte, se valía de la persona de uno de sus hijastros, para ejercer el contrabando, ilícito que intentaba dar visos de legalidad mediante un establecimiento comercial.
Diez años tardó la Corona en disponer investigaciones sobre de Morga, el cual, a medida que transcurría el tiempo agregaba puntos a su escandalosa vida. Al finalizar el año 1625, investido con todo el poder real y precedido de gran fama de rectitud y mal carácter, llegó a Quito el licenciado Juan de Mañosca y Zamora decidido a meter en pretina a la abusiva y corrompida administración que campeaba en Quito. Pero el Presidente no solo era hombre de vida libertina sino también lo que se llama un pájaro de cuenta (así lo dejan entrever las múltiples acusaciones o denuncias presentadas en su contra). Además de ser dueño de una gran simpatía (como todo pícaro… cualquier semejanza es pura coincidencia), poseía una gran habilidad para envolver al más pintado de los fiscalizadores.
Pese a la severidad y rectitud del visitador Mañosca, nada pudo contra la negligencia de las autoridades delegadas en el cumplimiento de las disposiciones reales ni contra los prevaricadores, o parcializados que directamente transgredían las normas. De ahí que nunca se llegó a concretar sanción alguna contra él. Antonio de Morga, octavo Presidente de Quito y el que más tiempo ejerció tal cargo (20 años), presionado por la Visita de Mañosca, viejo, achacoso y minado por la mala salud y supongo que por el peso de sus excesos, murió en el ejercicio del cargo en 1634.
Felipe II estableció el Estanco de los naipes, incorporando esta nueva actividad económica a la Real Hacienda, con lo cual proporcionó al erario la renta del “Ramo de naipes”. Esta dependencia controlaba la producción de barajas mediante el sello real y la rúbrica del oficial competente monopolio. Pese a haberse dictado la creación de los estancos, no se establecieron en Guayaquil sino con la designación, el 1 de abril de 1776, de José García León y Pizarro como visitador general de la Audiencia de Quito. Este caballero enviado con el fin de obtener rentas para la Corona, llegó a Guayaquil con la instrucción expresa de implantar los estancos, todavía desconocidos en este medio. Y bajo el nombre de “Administración Principal, Factoría General y Fábrica de la Real Renta del Tabaco, pólvora y naipes de Guayaquil y su gobernación”, funcionó adscrita al estanco del tabaco.


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