viernes, 1 de marzo de 2019




 

 La hamaca de mocora

El origen de este histórico y antiguo adminículo de la vida domestica costeña y por ende guayaquileña, lo desconozco. La hamaca, parecería ocultar su nacimiento en la lejana aparición del hombre. A través de su trayectoria en el cultivo de la holganza no solo han proliferado los caídos de ella, sino también otros menesteres que pese su movediza e insegura suspensión se han consumado sobre ella.
Ignoro, también, cómo y a quién se le ocurrió por primera vez en nuestra Costa entorchar hebras de nuestra autóctona paja de mocora, para tejerlas formando lo que no solo motivó el verbo transitivo de la lengua castellana, hamaquear, sino que pasó a ser un cómodo e indispensable bien mueble de uso múltiple en la vida diaria costeña.
Muchos lectores habrán visto en este Twitter, nuestras viejas y hermosas casas de madera, las cuales sin excepción, en la parte frontal tenían espaciosas galerías de cuyas paredes pendían varias hamacas de mocora. Lugar preferido para la tertulia y la reunión familiar, inclusive para recibir amigos. La hora de la visita era por regla general a las cuatro de la tarde, tiempo en que sol declinaba y se levantaba “el Chanduy” (viento fresco sobre la corriente de Humboldt venido sobre el pueblo de Chanduy).
Consecuentemente eran el ambiente y momento ideales para tener una charla amena y refrescante. Si los visitantes eran de cierta etiqueta pasaban al salón principal, más si eran de confianza, el lugar más adecuado para disfrutar del cotorreo era la galería y sus hamacas.
Esto ocurrió con el teniente de navío Frederick Walpole, de la Real Marina Británica, que visitó Guayaquil en 1844, quien dice en su relato: “Para referirme a un mueble que ofrece una verdadera comodidad, debo remitirme a la opinión de quienes lo han usado y disfrutado, pues solamente por ellos puede ser comprendido: por aquellos que se han mecido en una hamaca de paja de Mocora, las cuales constituyen el mueble más apreciado por todas las clases sociales guayaquileñas. Se las puede encontrar en buen número, en todas las habitaciones, en las galerías y hasta colgadas en los portales para así disfrutar de la más leve brisa”.
“Por mi parte creo que la hamaca es más una característica de la gente que la utiliza y del clima, que un medio para divertirse (…) Cuando por primera vez llegamos a visitar una familia que nos había invitado, encontramos cuatro hamacas, desde las cuales se sostenía una animada conversación entre personas que apenas se veían. Aparte de esta manifestación de presencia de alguien, de un pie o una mano que de vez en cuando asomaba (desde la hamaca), no se veía un alma”.
“Este era el salón donde la familia se apercibía para recibir sus invitados (…) en cada hamaca se veía una preciosa ocupante que fumaban mientras mecían sus menudos y frágiles cuerpos, y al impulsarse dejaban ver sus pequeños pies españoles y sus bien contorneados tobillos”.
No escapará al lector que en aquel tiempo, este humilde elemento pajizo, además de contrastar con el decorado parisino de las grandes casas de la aristocracia criolla, también acogía a toda condición social, como Mario Sicala SJ, así lo dice en 1741: “también se lo encuentra en las humildes cabañas del pobre nativo, indolente morador de la selva tropical”.
Guayaquil tenía una gran población flotante que vivía en cobertizos instalados sobre balsas, la cual, según las exigencias de su forma de vida viajaba por la enorme red del Guayas. Familias de negros y mulatos vivían del aprovisionamiento de agua, transporte de arena, ladrillos, etc., para la ciudad, sin otro mueble que tantas hamacas cuantos individuos vivían en aquellas chozas flotantes. Una vez atracadas a la orilla del malecón, en estas mismas cabañas daban cabida a las damas de la noche, que al apuro y al no disponer de otro mueble, seducían en la hamaca a su variada clientela.
La sempiterna adicción del guayaquileño al trabajo, comercio y a los negocios, imprimía a la ciudad una febril y acelerada actividad. A las siete de la mañana nuestro hombre, ávido de cosechar sus pesos, abría los almacenes, bancos, oficinas, etc., pero, al mediodía que se cerraban los establecimientos, debía marchar a casa y cultivar la familia durante el almuerzo.
¡Luego… a la hamaca! Y en la penumbra de una habitación ventilada y alejada del ruido de los niños, este esforzado personaje se entregaba a una reparadora siesta. A las dos de la tarde, su reloj biológico, mudo y sin campaneo alguno lo enviaba hasta el atardecer a sus labores.
De vuelta en casa, terminada la cena, y los niños dormidos, los esposos tomaban posesión de la hamaca para comentar los hechos del día, las noticias nacionales, acontecimientos citadinos, y… no está demás suponer ciertos requiebros previos a la horizontalidad del tálamo nupcial.
En los viajes que los empresarios agrícolas y sus familias hacían a sus haciendas, estaba presente la hamaca de clase alta. Tanto de ida como de vuelta, viajaban en vapores que según la distancia necesitaban la noche y un día para llegar a su destino. Dueños de los espacios se trasladaban con comodidad e independencia, y descansaban en la comodidad de la hamaca de su propiedad y uso exclusivo.
La hamaca familiar se tejía a pedido, en ellas cabían dos adultos y hasta tres pequeños, lo cual no solo permitía a los padres alternar y departir con los menudos, sino que mediante este contacto directo se establecía un estrecho lazo generacional.
En las embarcaciones que cumplían viajes de itinerario, se hallaban las que podríamos llamar hamacas democráticas, que en primera clase se incluían en el pasaje. Para los pasajeros de segunda era otro cantar; relegados al sector de popa y con un servicio higiénico compartido con la tripulación, se exponían a todo lo imaginable.
Además, si querían viajar cómodos debían alquilar las hamacas, esta vez plebeyas, que eran negocio de pilotos y marineros. Sin embargo, esta diferencia todo el ambiente era de limpieza, desinfección de cubiertas, lavado y asoleo de hamacas, etc.
Pero la utilidad de la respetable hamaca no termina con esta descripción, también se la utilizaba para transportar a los enfermos. Dolientes muchas veces moribundos, sacados en hamacas desde los más recónditos recintos, hasta alcanzar la ribera o puertos de haciendas para venir “ar Guayas”.
En tiempos actuales es asunto muy distinto: la hamaca de alto coturno sufre un gran desprestigio y hasta desprecio. El feminismo ha tomado cuerpo y no permite que varón citadino alguno la cuelgue en ninguna habitación. Claro que los apartamentos de hoy carecen de la amplitud de aquellas viejas casas, en que nacimos muchos de los que aun disfrutamos del mundo de los vivos.
Ahora no solo el espacio es oro sino que a la dueña de la quincena le daría un berrinche con tonalidades de conflicto matrimonial, si algún marido se atreve a colgar en sus predios tal objeto de apariencia pajiza y montuvia. No solo por el qué dirán sino que discrepa totalmente con el costoso decorado.
Su sola presencia de gancho a gancho provocará una muerte súbita al arquitecto o decorador que intervino, por tanto no es imposible colgarla en ninguna habitación, ni siquiera interior.
Sin embargo, ahora en que el machismo goza del más absoluto desprestigio, y cualquier intento de recuperación estremece a la prensa, la sociedad y los apóstoles de los derechos humanos, tuve un amigo que alardeaba de ser el gran jefe del hogar.
Decía, muy suelto de huesos, que “el hombre que no cuelga la hamaca en su casa, no manda en ella”. Lo que él no sabía es que su esposa la colgaba cuando él estaba por llegar a casa, pero, apenas ponía un pie fuera de ella, la descolgaba, arrastraba, humillaba y encerraba en una bodega hasta el siguiente episodio.
Nuestra noble y versátil hamaca de mocora es hoy un raro objeto, yo diría que un dinosaurio; ya no se la ve ni siquiera en las terrazas. Ahora proliferan las tejidas de artesanía centroamericana, porque son “in”. Más ornamentales se argumenta, y pese a tener la trama tan espaciada que los mosquitos muy cómodamente disfrutan su alimento a través de ellas, se las prefiere.
Para evitar sus molestas picaduras se recurre a las de lona, que resulta ser tan tupida, que a la hora de la canícula son realmente sofocantes. Podemos aceptar que la hamaca de mocora es poco agraciada, pero nada habrá que iguale su frescor, su textura ni el abrazo que en íntima relación la vincula a nuestra vida litoralense.
La hamaca es un elemento doméstico tan indispensable para el montuvio, que constantemente le expresa sus alabanzas a través del “Amorfito”, como consta en los siguientes:




Mi hamaca
Mi hamaca es un tesoro
Es una prenda preciosa
Una joya primorosa
Que yo bendigo y adoro
Amo suspiro y lloro
Allí se consuela mi alma
En ella encuentro la calma
para mi cuerpo cansado
Acurrucado y reposado
canta el gallo, rompe el alba


Enhamacado
Cuando termina mi faena
Cuelgo mi hamaca
Acotéjate a mi hamaca
Mi montuvia Filomena
Mirando tu cara morena
Nos quedamos abrazados
Con la piernas entrecruzadas
Con mi montuvia dauleña
¡Qué! Delicioso bocado



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