La hamaca de
mocora
El origen de este histórico y antiguo
adminículo de la vida domestica costeña y por ende guayaquileña, lo desconozco.
La hamaca, parecería ocultar su nacimiento en la lejana aparición del hombre. A
través de su trayectoria en el cultivo de la holganza no solo han proliferado
los caídos de ella, sino también otros menesteres que pese su movediza e
insegura suspensión se han consumado sobre ella.
Ignoro, también, cómo y a quién se le ocurrió
por primera vez en nuestra Costa entorchar hebras de nuestra autóctona paja de
mocora, para tejerlas formando lo que no solo motivó el verbo transitivo de la
lengua castellana, hamaquear, sino que pasó a ser un cómodo e indispensable
bien mueble de uso múltiple en la vida diaria costeña.
Muchos lectores habrán visto en este Twitter, nuestras viejas y
hermosas casas de madera, las cuales sin excepción, en la parte frontal tenían
espaciosas galerías de cuyas paredes pendían varias hamacas de mocora. Lugar
preferido para la tertulia y la reunión familiar, inclusive para recibir
amigos. La hora de la visita era por regla general a
las cuatro de la tarde, tiempo en que sol declinaba y se levantaba “el Chanduy”
(viento fresco sobre la corriente de Humboldt venido sobre el pueblo de
Chanduy).
Consecuentemente eran el ambiente y momento
ideales para tener una charla amena y refrescante. Si los visitantes eran de
cierta etiqueta pasaban al salón principal, más si eran de confianza, el lugar
más adecuado para disfrutar del cotorreo era la galería y sus hamacas.
Esto ocurrió con el teniente de navío Frederick Walpole, de la
Real Marina Británica, que visitó Guayaquil en 1844, quien dice en su relato:
“Para referirme a un mueble que ofrece una verdadera comodidad, debo remitirme
a la opinión de quienes lo han usado y disfrutado, pues solamente por ellos
puede ser comprendido: por aquellos que se han mecido en una hamaca de paja de
Mocora, las cuales constituyen el mueble más apreciado por todas las clases
sociales guayaquileñas. Se las puede encontrar en buen número, en todas las
habitaciones, en las galerías y hasta colgadas en los portales para así
disfrutar de la más leve brisa”.
“Por mi parte creo que la hamaca es más una característica de la
gente que la utiliza y del clima, que un medio para divertirse (…) Cuando por
primera vez llegamos a visitar una familia que nos había invitado, encontramos
cuatro hamacas, desde las cuales se sostenía una animada conversación entre
personas que apenas se veían. Aparte de esta manifestación de presencia de
alguien, de un pie o una mano que de vez en cuando asomaba (desde la hamaca),
no se veía un alma”.
“Este era el salón donde la familia se apercibía para recibir sus
invitados (…) en cada hamaca se veía una preciosa ocupante que fumaban mientras
mecían sus menudos y frágiles cuerpos, y al impulsarse dejaban ver sus pequeños
pies españoles y sus bien contorneados tobillos”.
No escapará al lector que en aquel tiempo,
este humilde elemento pajizo, además de contrastar con el decorado parisino de
las grandes casas de la aristocracia criolla, también acogía a toda condición
social, como Mario Sicala SJ, así lo dice en 1741: “también se lo encuentra en
las humildes cabañas del pobre nativo, indolente morador de la selva tropical”.
Guayaquil tenía una gran población flotante
que vivía en cobertizos instalados sobre balsas, la cual, según las exigencias
de su forma de vida viajaba por la enorme red del Guayas. Familias de negros y
mulatos vivían del aprovisionamiento de agua, transporte de arena, ladrillos,
etc., para la ciudad, sin otro mueble que tantas hamacas cuantos individuos
vivían en aquellas chozas flotantes. Una vez atracadas a la orilla del malecón,
en estas mismas cabañas daban cabida a las damas de la noche, que al apuro y al
no disponer de otro mueble, seducían en la hamaca a su variada clientela.
La sempiterna adicción del guayaquileño al
trabajo, comercio y a los negocios, imprimía a la ciudad una febril y acelerada
actividad. A las siete de la mañana nuestro hombre, ávido de cosechar sus
pesos, abría los almacenes, bancos, oficinas, etc., pero, al mediodía que se
cerraban los establecimientos, debía marchar a casa y cultivar la familia
durante el almuerzo.
¡Luego… a la hamaca! Y en la penumbra de una
habitación ventilada y alejada del ruido de los niños, este esforzado personaje
se entregaba a una reparadora siesta. A las dos de la tarde, su reloj
biológico, mudo y sin campaneo alguno lo enviaba hasta el atardecer a sus
labores.
De vuelta en casa, terminada la cena, y los
niños dormidos, los esposos tomaban posesión de la hamaca para comentar los
hechos del día, las noticias nacionales, acontecimientos citadinos, y… no está
demás suponer ciertos requiebros previos a la horizontalidad del tálamo
nupcial.
En los viajes que los empresarios agrícolas y
sus familias hacían a sus haciendas, estaba presente la hamaca de clase alta.
Tanto de ida como de vuelta, viajaban en vapores que según la distancia
necesitaban la noche y un día para llegar a su destino. Dueños de los espacios se
trasladaban con comodidad e independencia, y descansaban en la comodidad de la
hamaca de su propiedad y uso exclusivo.
La hamaca familiar se tejía a pedido, en ellas
cabían dos adultos y hasta tres pequeños, lo cual no solo permitía a los padres
alternar y departir con los menudos, sino que mediante este contacto directo se
establecía un estrecho lazo generacional.
En las embarcaciones que cumplían viajes de
itinerario, se hallaban las que podríamos llamar hamacas democráticas, que en
primera clase se incluían en el pasaje. Para los pasajeros de segunda era otro
cantar; relegados al sector de popa y con un servicio higiénico compartido con
la tripulación, se exponían a todo lo imaginable.
Además, si querían viajar cómodos debían
alquilar las hamacas, esta vez plebeyas, que eran negocio de pilotos y marineros.
Sin embargo, esta diferencia todo el ambiente era de limpieza, desinfección de
cubiertas, lavado y asoleo de hamacas, etc.
Pero la utilidad de la respetable hamaca no
termina con esta descripción, también se la utilizaba
para transportar a los enfermos. Dolientes muchas veces moribundos, sacados en
hamacas desde los más recónditos recintos, hasta alcanzar la ribera o puertos
de haciendas para venir “ar Guayas”.
En tiempos actuales es asunto muy distinto: la hamaca de alto coturno
sufre un gran desprestigio y hasta desprecio. El feminismo ha tomado cuerpo y
no permite que varón citadino alguno la cuelgue en ninguna habitación. Claro que los apartamentos de hoy carecen de la amplitud de
aquellas viejas casas, en que nacimos muchos de los que aun disfrutamos del
mundo de los vivos.
Ahora no solo el espacio es oro sino que a la
dueña de la quincena le daría un berrinche con tonalidades de conflicto
matrimonial, si algún marido se atreve a colgar en sus predios tal objeto de
apariencia pajiza y montuvia. No solo por el qué dirán sino que discrepa
totalmente con el costoso decorado.
Su sola presencia de gancho a gancho provocará
una muerte súbita al arquitecto o decorador que intervino, por tanto no es
imposible colgarla en ninguna habitación, ni siquiera interior.
Sin embargo, ahora en que el machismo goza del
más absoluto desprestigio, y cualquier intento de recuperación estremece a la
prensa, la sociedad y los apóstoles de los derechos humanos, tuve un amigo que
alardeaba de ser el gran jefe del hogar.
Decía, muy suelto de huesos, que “el hombre
que no cuelga la hamaca en su casa, no manda en ella”. Lo que él no sabía es
que su esposa la colgaba cuando él estaba por llegar a casa, pero, apenas ponía
un pie fuera de ella, la descolgaba, arrastraba, humillaba y encerraba en una
bodega hasta el siguiente episodio.
Nuestra noble y versátil hamaca de mocora es
hoy un raro objeto, yo diría que un dinosaurio; ya no se la ve ni siquiera en
las terrazas. Ahora proliferan las tejidas de artesanía centroamericana, porque
son “in”. Más ornamentales se argumenta, y pese a tener la trama tan espaciada
que los mosquitos muy cómodamente disfrutan su alimento a través de ellas, se
las prefiere.
Para evitar sus molestas picaduras se recurre
a las de lona, que resulta ser tan tupida, que a la hora de la canícula son
realmente sofocantes. Podemos aceptar que la hamaca de mocora es poco
agraciada, pero nada habrá que iguale su frescor, su textura ni el abrazo que
en íntima relación la vincula a nuestra vida litoralense.
La hamaca es un elemento doméstico tan
indispensable para el montuvio, que constantemente le expresa sus alabanzas a
través del “Amorfito”, como consta en los siguientes:
Mi hamaca
Mi hamaca es un tesoro
Es una prenda preciosa
Una joya primorosa
Que yo bendigo y adoro
Amo suspiro y lloro
Allí se consuela mi alma
En ella encuentro la calma
para mi cuerpo cansado
Acurrucado y reposado
canta el gallo, rompe el alba
Enhamacado
Cuando termina mi faena
Cuelgo mi hamaca
Acotéjate a mi hamaca
Mi montuvia Filomena
Mirando tu cara morena
Nos quedamos abrazados
Con la piernas entrecruzadas
Con mi montuvia dauleña
¡Qué! Delicioso bocado
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