sábado, 9 de marzo de 2019



Los primeros vapores fluviales

El río, para bendición nuestra y de la patria toda fue su columna vertebral, y el malecón y la ciudad misma de Guayaquil, el eje de todo el comercio que circuló por el Guayas. El río nos condujo al mar y este abrió el horizonte de nuestro pensamiento. Por él ingresaron las ideas y la libertad, fluyeron la riqueza y vida guayaquileña. Fue su vinculación con la ciudad-puerto, que dio el soporte de nuestra identidad y forma de ser de los pobladores del río y su enorme cuenca.
Ya en la república el comercio guayaquileño era cada vez más intenso y mejor legislado: en 1831 entró en vigencia el código de comercio español de 1829, y la Convención de Ambato de 1835, declaró abiertos nuestros puertos a los buques mercantes españoles. Vicente Rocafuerte y Pedro Gual trabajaron para establecer la navegación de vapor, por lo cual la legislatura de 1837 concedió por cuatro años, a la compañía inglesa Pacific Steam Navigation Company, fundada por Guillermo Wheelright, un privilegio para la navegación a vapor en aguas ecuatorianas, exceptuando la práctica del comercio de cabotaje.
La revolución industrial empezada en Inglaterra comenzó a sentirse en el país por 1839. Los precios internacionales del cacao subieron ante la demanda y afición entre los europeos por la bebida del chocolate. Nacieron nuevas empresas procesadoras y las fábricas incrementaron sus compras. La navegación de vapor acortó las distancias, aceleró el transporte y favoreció notablemente el desarrollo del comercio internacional. Y las empresas agrícolas guayaquileñas empezaron a crecer con el auge de la pepa de oro.
A un Rocafuerte transformador, lo dominó la vehemencia por introducir la navegación de vapor, lo cual, lo llevó a formar una compañía para construir un buque movido por ese medio en nuestro astillero. En 1840, con 50.000 pesos de capital fundó la Compañía del Guayas para la Navegación de este Río en Buques de Vapor. Dinero, que fue aportado por el propio Rocafuerte, Manuel Antonio de Luzárraga, Manuel de Ycaza, Vicente Gainza, Carlos Luken, Juan Rodríguez Coello, José Joaquín Olmedo, Manuel Espantoso, Francisco de Ycaza y Horacio Cox.
El espíritu empresarial y la necesidad de dar mayor celeridad y seguridad al comercio, impulsó a aquellos hombres, pese a los limitados recursos del país en industrias mecánicas, e instalaciones navales especializadas, a atreverse a construir en el Astillero de Guayaquil de entonces, la primera nave de vapor. Más adelante, agotados sus recursos, debieron recurrir al gobierno de Flores para concluir la construcción del vapor “Guayas”, nave que ha quedado inmortalizada en el Escudo de Armas ecuatoriano.
1841, fue un año prolífico para los planes civilizadores de Rocafuerte: el primer vapor de alto bordo, “Perú”, fondeó en el Guayas el 7 de junio. El 6 de agosto fue botado al agua el “Guayas”, y el 8 de octubre de ese año ancló en el puerto el vapor “Chile”. Exceptuando el “Guayas” ambos pertenecientes a la compañía naviera de Wheelright. Compañía que abrió sus oficinas en esta ciudad, a cargo de Manuel Antonio Luzárraga, y permaneció navegando por nuestras costas por casi ochenta años. A partir de entonces, la navegación de vapor que tantos desvelos causó a Rocafuerte empezó a introducirse en la cuenca del Guayas.
El panorama ribereño se vio colmado de volutas de humo, sonoras sirenas, cadencioso ritmo de máquinas y batir de aguas por grandes ruedas propulsoras. Esta modalidad adoptada por empresarios guayaquileños para la movilización de pasajeros y carga produjo desde el principio grandes cambios en los medios de transporte fluvial.
Fue una empresa que, pese a sus bemoles, en poco tiempo se convirtió en un negocio rentable. Al pasar revista a la era de los vapores fluviales y a los hombres que intervinieron en su desarrollo, encontramos a los siguientes jóvenes que templaron su carácter en actividad tan compleja: Enrique Baquerizo Moreno, Luis Aguirre Overweg, Gabriel Enrique Luque, Agustín y Carlos Tola, Felipe Avellán Usubillaga, José Arzube Villamil, Julio Leopoldo y Manuel Martín Icaza, los Elizalde, Pablo Indaburu y Clemente Yerovi Indaburu.
La construcción del “Guayas”, parecía ser la última realización naval en los Astilleros de Guayaquil. Sin embargo, en 1857, llegó a Guayaquil el capitán Elisha Lee con cierto capital. Importó dos cascos metálicos que fueron armados en el astillero, con dos máquinas de vapor cada uno, los cuales, con el nombre de “Capitán Lee”, y “Smyrk”, de mayor tonelaje, surcaron el Guayas por muchos años (a bordo del último murió el general Flores en 1864, afectado por un ataque de uremia). La compañía fundada por Rocafuerte entre 1858 y 1862, construyó y mantuvo bajo su propiedad los vapores “Bolívar” y “Washington”, este último, se incendió en Babahoyo en diciembre de 1865.
La modernidad que vino con el siglo XX, y la demanda mundial del cacao, fueron el detonante para el desarrollo de la navegación fluvial en la cuenca del Guayas, por cuyos ríos fluyeron hacia la urbe, motor de la economía nacional, el cacao y otros productos exportables. Bonanza que atrajo una gran migración interna, pues de 70.000 habitantes que tenía la ciudad a principios del siglo XX, pasó a 120.000 en su primer tercio.
Este crecimiento económico y poblacional, más la necesidad de movilizar la producción al puerto, la demanda de transporte de pasajeros, fueron las razones para que entre 1861 y 1899, se importaran 19 cascos metálicos con sus respectivas máquinas de vapor, fabricados por la firma Pusey & Jones Co. originaria de Wilmington, Estados Unidos. De estos vapores, dos fueron impulsados por hélice, uno por rueda posterior, y el resto por ruedas laterales. La obra muerta, es decir la estructura de las naves, fue construida en los astilleros de la ciudad. El montaje de las máquinas y sus ruedas propulsoras la realizaron experimentados técnicos guayaquileños.
Durante la estación seca los vapores no subían más allá de Babahoyo y requerían de una tripulación de 17 hombres, y cuando venían las lluvias, subían hasta Ventanas o Vinces con 22 tripulantes a bordo, pues las palizadas y las crecientes hacían más difícil el curso y era necesario despejarlas para continuar el viaje. Además, debían abastecerse de leña para los calderos en muy malas condiciones, muchas veces con el agua al pecho, hacían una cadena humana para recolectar la leña verde y colocarla a bordo.
La dependencia del río y sus mareas fue una constante con la cual los guayaquileños se identificaron. Para tener una idea de la salida de los vapores era indispensable conocer el cambio de mareas, por ello, la información diaria de los periódicos contenía, tanto las horas en que estas se producían como los itinerarios de zarpe y los destinos de los vapores. Eran noticia también la calidad de las naves y “su andar”. Por todo lo cual podemos decir que, la vida del río ligada a todas las actividades comerciales y agrícolas tenían su respuesta en los periódicos de la ciudad.
A comienzos de 1920 se inició la crisis de la producción y la exportación cacaotera. Las enfermedades proliferaron en las plantaciones grandes y pequeñas. Con la Primera Guerra Mundial, se produjo el desplome del precio internacional, lo cual agudizó y agravó la situación financiera. Sólo los empresarios más solventes sobrevivieron y mantuvieron el monopolio de la producción y exportación  del cacao, y con ello abiertas las rutas de los grandes ríos.
Nombres de vapores como el “Daule”, “Lautaro”, “Pampero”, “Colón”, “Chimborazo”, “Olmedo”, perduran en nuestra memoria de la vida ribereña. Con la demanda de eficiencia, rapidez, versatilidad del transporte, fueron desplazados por lanchas movidas a petróleo como la “Bienvenida”, “Brenda”, “Pilsener”, y muchísimas más, que hacían el tráfico por la enorme cuenca del Guayas.

Este movimiento fluvial que tenía como eje a Guayaquil, era teatro de animación, traía y llevaba gentes, intercambio de ideas, cargas, noticias, chismes, etc. Rumor de mundo pequeño, de nacionalidad en ciernes, que viajaba de arriba abajo desde la profunda cuenca del Guayas hasta el mar. El cortejo de vapores y otras embarcaciones, que se movía con cada cambio de marea, constituía una actividad generadora de riqueza, evocadora de esfuerzo; dinamismo de construcción de nación, de navegantes. Actividad que hoy agoniza ante un río solitario, vacío y sin vida, que como elemento fundamental de la guayaquileñidad espera ser recuperado para la sociedad.

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