Los
primeros vapores fluviales
El
río, para bendición nuestra y de la patria toda fue su columna vertebral, y el
malecón y la ciudad misma de Guayaquil, el eje de todo el comercio que circuló
por el Guayas. El río nos condujo al mar y este abrió el horizonte de nuestro
pensamiento. Por él ingresaron las ideas y la libertad, fluyeron la riqueza y
vida guayaquileña. Fue su vinculación con la ciudad-puerto, que dio el soporte
de nuestra identidad y forma de ser de los pobladores del río y su enorme
cuenca.
Ya
en la república el comercio guayaquileño era cada vez más intenso y mejor
legislado: en 1831 entró en vigencia el código de comercio español de 1829, y
la Convención de Ambato de 1835, declaró abiertos nuestros puertos a los buques
mercantes españoles. Vicente Rocafuerte y Pedro Gual trabajaron para establecer
la navegación de vapor, por lo cual la legislatura de 1837 concedió por cuatro
años, a la compañía inglesa Pacific Steam Navigation Company, fundada por
Guillermo Wheelright, un privilegio para la navegación a vapor en aguas ecuatorianas,
exceptuando la práctica del comercio de cabotaje.
La
revolución industrial empezada en Inglaterra comenzó a sentirse en el país por
1839. Los precios internacionales del cacao subieron ante la demanda y afición
entre los europeos por la bebida del chocolate. Nacieron nuevas empresas
procesadoras y las fábricas incrementaron sus compras. La navegación de vapor
acortó las distancias, aceleró el transporte y favoreció notablemente el
desarrollo del comercio internacional. Y las empresas agrícolas guayaquileñas
empezaron a crecer con el auge de la pepa de oro.
A
un Rocafuerte transformador, lo dominó la vehemencia por introducir la
navegación de vapor, lo cual, lo llevó a formar una compañía para construir un
buque movido por ese medio en nuestro astillero. En 1840, con 50.000 pesos de
capital fundó la Compañía del Guayas para la Navegación de este Río en
Buques de Vapor. Dinero, que fue aportado por el propio Rocafuerte, Manuel
Antonio de Luzárraga, Manuel de Ycaza, Vicente Gainza, Carlos Luken, Juan Rodríguez
Coello, José Joaquín Olmedo, Manuel Espantoso, Francisco de Ycaza y Horacio
Cox.
El
espíritu empresarial y la necesidad de dar mayor celeridad y seguridad al
comercio, impulsó a aquellos hombres, pese a los limitados recursos del país en
industrias mecánicas, e instalaciones navales especializadas, a atreverse a
construir en el Astillero de Guayaquil de entonces, la primera nave de vapor.
Más adelante, agotados sus recursos, debieron recurrir al gobierno de Flores
para concluir la construcción del vapor “Guayas”, nave que ha quedado
inmortalizada en el Escudo de Armas ecuatoriano.
1841,
fue un año prolífico para los planes civilizadores de Rocafuerte: el primer
vapor de alto bordo, “Perú”, fondeó en el Guayas el 7 de junio. El 6 de agosto
fue botado al agua el “Guayas”, y el 8 de octubre de ese año ancló en el puerto
el vapor “Chile”. Exceptuando el “Guayas” ambos pertenecientes a la compañía
naviera de Wheelright. Compañía que abrió sus oficinas en esta ciudad, a cargo
de Manuel Antonio Luzárraga, y permaneció navegando por nuestras costas por
casi ochenta años. A partir de entonces, la navegación de vapor que tantos
desvelos causó a Rocafuerte empezó a introducirse en la cuenca del Guayas.
El
panorama ribereño se vio colmado de volutas de humo, sonoras sirenas,
cadencioso ritmo de máquinas y batir de aguas por grandes ruedas propulsoras.
Esta modalidad adoptada por empresarios guayaquileños para la movilización de
pasajeros y carga produjo desde el principio grandes cambios en los medios de
transporte fluvial.
Fue
una empresa que, pese a sus bemoles, en poco tiempo se convirtió en un negocio
rentable. Al pasar revista a la era de los vapores fluviales y a los hombres
que intervinieron en su desarrollo, encontramos a los siguientes jóvenes que
templaron su carácter en actividad tan compleja: Enrique Baquerizo Moreno, Luis
Aguirre Overweg, Gabriel Enrique Luque, Agustín y Carlos Tola, Felipe Avellán
Usubillaga, José Arzube Villamil, Julio Leopoldo y Manuel Martín Icaza, los
Elizalde, Pablo Indaburu y Clemente Yerovi Indaburu.
La
construcción del “Guayas”, parecía ser la última realización naval en los
Astilleros de Guayaquil. Sin embargo, en 1857, llegó a Guayaquil el capitán
Elisha Lee con cierto capital. Importó dos cascos metálicos que fueron armados
en el astillero, con dos máquinas de vapor cada uno, los cuales, con el nombre
de “Capitán Lee”, y “Smyrk”, de mayor tonelaje, surcaron el Guayas por muchos
años (a bordo del último murió el general Flores en 1864, afectado por un
ataque de uremia). La compañía fundada por Rocafuerte entre 1858 y 1862,
construyó y mantuvo bajo su propiedad los vapores “Bolívar” y “Washington”,
este último, se incendió en Babahoyo en diciembre de 1865.
La
modernidad que vino con el siglo XX, y la demanda mundial del cacao, fueron el
detonante para el desarrollo de la navegación fluvial en la cuenca del Guayas,
por cuyos ríos fluyeron hacia la urbe, motor de la economía nacional, el cacao
y otros productos exportables. Bonanza que atrajo una gran migración interna,
pues de 70.000 habitantes que tenía la ciudad a principios del siglo XX, pasó a
120.000 en su primer tercio.
Este
crecimiento económico y poblacional, más la necesidad de movilizar la
producción al puerto, la demanda de transporte de pasajeros, fueron las razones
para que entre 1861 y 1899, se importaran 19 cascos metálicos con sus
respectivas máquinas de vapor, fabricados por la firma Pusey & Jones Co.
originaria de Wilmington, Estados Unidos. De estos vapores, dos fueron
impulsados por hélice, uno por rueda posterior, y el resto por ruedas
laterales. La obra muerta, es decir la estructura de las naves, fue construida
en los astilleros de la ciudad. El montaje de las máquinas y sus ruedas
propulsoras la realizaron experimentados técnicos guayaquileños.
Durante
la estación seca los vapores no subían más allá de Babahoyo y requerían de una
tripulación de 17 hombres, y cuando venían las lluvias, subían hasta Ventanas o
Vinces con 22 tripulantes a bordo, pues las palizadas y las crecientes hacían
más difícil el curso y era necesario despejarlas para continuar el viaje.
Además, debían abastecerse de leña para los calderos en muy malas condiciones,
muchas veces con el agua al pecho, hacían una cadena humana para recolectar la
leña verde y colocarla a bordo.
La
dependencia del río y sus mareas fue una constante con la cual los
guayaquileños se identificaron. Para tener una idea de la salida de los vapores
era indispensable conocer el cambio de mareas, por ello, la información diaria
de los periódicos contenía, tanto las horas en que estas se producían como los
itinerarios de zarpe y los destinos de los vapores. Eran noticia también la
calidad de las naves y “su andar”. Por todo lo cual podemos decir que, la vida
del río ligada a todas las actividades comerciales y agrícolas tenían su
respuesta en los periódicos de la ciudad.
A
comienzos de 1920 se inició la crisis de la producción y la exportación
cacaotera. Las enfermedades proliferaron en las plantaciones grandes y
pequeñas. Con la Primera Guerra Mundial, se produjo el desplome del precio
internacional, lo cual agudizó y agravó la situación financiera. Sólo los
empresarios más solventes sobrevivieron y mantuvieron el monopolio de la
producción y exportación del cacao, y
con ello abiertas las rutas de los grandes ríos.
Nombres
de vapores como el “Daule”, “Lautaro”, “Pampero”, “Colón”, “Chimborazo”,
“Olmedo”, perduran en nuestra memoria de la vida ribereña. Con la demanda de
eficiencia, rapidez, versatilidad del transporte, fueron desplazados por
lanchas movidas a petróleo como la “Bienvenida”, “Brenda”, “Pilsener”, y
muchísimas más, que hacían el tráfico por la enorme cuenca del Guayas.
Este movimiento fluvial que tenía como eje a Guayaquil, era teatro de
animación, traía y llevaba gentes, intercambio de ideas, cargas, noticias,
chismes, etc. Rumor de mundo pequeño, de nacionalidad en ciernes, que viajaba
de arriba abajo desde la profunda cuenca del Guayas hasta el mar. El cortejo de
vapores y otras embarcaciones, que se movía con cada cambio de marea,
constituía una actividad generadora de riqueza, evocadora de esfuerzo;
dinamismo de construcción de nación, de navegantes. Actividad que hoy agoniza
ante un río solitario, vacío y sin vida, que como elemento fundamental de la
guayaquileñidad espera ser recuperado para la sociedad.
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