domingo, 17 de marzo de 2019



Coronel Francisco de Ugarte

El segundo gobernador fue nombrado por Real Decreto desde 1770, sin embargo, llegó a la ciudad el 13 de enero de 1772 y ese mismo día se posesionó de su cargo ante el Cabildo. Setentón de carácter exaltado y violento que había tenido una accidentada carrera militar.
Haciendo honor a su condición, no perdió tiempo y se entregó al cuidado de la ciudad. El clima de enero, iniciada la estación lluviosa, en forma dramática se vio enfrentado con la triste realidad de un Guayaquil insalubre, pues encontró las calles cubiertas de barro y de extensos charcos de agua corrompida y maloliente. Todo lo cual, además de entorpecer el paso de los vecinos, eran causa de epidemias infecciosas, sin contar con la hediondez que despedían mediante un pesado vaho que se incrementaba a la hora de la canícula.
Para transitar de una calle a otra era menester hacer gala de equilibrio sobre palos y tablas tendidos en las bocacalles a manera de pequeños puentes, que constituían una verdadera aventura para los portadores de los féretros, más los dolientes que se dirigían al camposanto. Situación muy compleja, pues precisamente en esa época lluviosa y enfermiza se producían entre ocho, diez y hasta doce defunciones diarias. Circunstancia que permanente mantuvo a la ciudad y la provincia, con una reducida población.
Los estudios y obras realizadas por el ingeniero Francisco de Requena le fueron de gran utilidad a la administración de Ugarte. Auxiliado por estos estudios técnicos el gobernador tomó varias medidas para impedir que la erosión en la orilla del ría formase entrantes de agua a la ciudad, causando numerosas charcas y pozas malsanas. También advirtió al vecindario de su obligación de almacenar material pétreo, para tan pronto llegado el mes de junio, e instalada la estación seca, cada dueño de casa, empedrase su entrada hasta la media calle frente a su propiedad.
Durante el gobierno de Ugarte, las calles principales fueron empedradas y se levantó poco el nivel de las secciones de la ciudad que durante los aguajes se inundaban por estar bajo el nivel de la más alta marea. Con estos trabajos, realizados a lo largo de los años, muchos esteros quedaron cegados y desecados algunos pantanos urbanos que abundaban por doquier.
En 1774 se decidió construir un terraplén a la orilla del río, trabajo primigenio que es parte de la historia de nuestro malecón, que entonces se extendía desde la Aduana, donde hasta hace poco se hallaba la Gobernación de la Provincia hasta el baluarte, o punto artillado de defensa, situado entre las calles Sucre y 10 de Agosto, frente al Ayuntamiento de la ciudad.
También dispuso que la Calle del Puente (Ave, Rocafuerte) fuese emparejada con cascajo y piedra. Lo cual quiere decir que el viejo puente de madera construido en 1709, para unir a Ciudad Nueva y Ciudad Vieja, ya había sido reemplazado por una calzada de piedra. Esta obra se concluyó en 1776, y los cinco esteros del norte fueron salvados por sendos puentes de madera, que integraban a la ciudad a lo largo de la calle de la orilla.
Estos trabajos de relleno evidencian que una de las mayores preocupaciones de los guayaquileños de entonces era la desecación progresiva de los esteros y pantanos que afectaban a la ciudad. Era necesario preservarla de las inundaciones periódicas a las que año a año se veía sometida, y así extender la superficie elevada y apta para levantar viviendas en áreas seguras y más sanas.
Otro de los aciertos administrativos de este inquieto gobernador fue la reubicación de los espacios asignados a las vendedoras mayoristas de comestibles (regatonas) que ocupaban puestos estrechos e inadecuados para el objeto, cuyo hacinamiento generaba altercados a cuchilladas entre comerciantes minoristas y las regatonas y sus maridos.
El gobernador se valió de las multas cobradas a los autores de tales escándalos y a donaciones de varios vecinos, para cegar tres esteros y formar una extensa plaza. En la cual en 1785, se instaló el primer mercado que tuvo la ciudad en su lado norte.
Esta edificación alojaba ordenadamente a los vivanderos y permitió imponerles la obligación de no efectuar sus ventas fuera de ellas. De esta manera se consiguió la estabilización de los precios, que hasta entonces estaban sujetos al arbitrio de las regatonas.
Ugarte tenía un carácter brusco y despótico. Desde el inicio de su gestión chocó con los guayaquileños que, acostumbrados al trato delicado y respetuoso de los antiguos corregidores, especialmente del recordado gobernador Zelaya, pronto le tomaron antipatía.
Paulatinamente fue creciendo el deseo de deshacerse del mandón Ugarte, hasta que se estableció una verdadera oposición en su contra. Luego de varias propuestas y sugerencias, resolvieron enviar una carta al rey que contenía la renuncia de Ugarte. Quien mediante la Real Cédula expedida en Aranjuez el 18 de mayo de 1775, comunicó al virrey de Santa Fe, lo siguiente: “ haber admitido al Coronel Don Francisco de Ugarte la renuncia que por sí mismo ha hecho del Gobierno de Guayaquil”.
A su vez el virrey ni corto ni perezoso comunicó a Ugarte sin ninguna dilación la decisión real. Esta terrible noticia conmovió al gobernador, a tal punto, que al percatarse que se trataba de un ardid tramado por los guayaquileños para librarse de él, se desataron todos los vientos, movidos por las furias concentradas en su persona. Inmediatamente apeló, pero sin resultados. La trama ya había surtido su efecto, y el virrey dio por concluido el asunto sin lugar para aclaraciones ni rectificaciones.
El rey, ajeno a la picardía en que se le había envuelto junto al virrey, adelantó las instrucciones para establecer un interino en el Gobierno de Guayaquil, a fin de sustituir al coronel Ugarte hasta que llegase quien fuere nombrado para sucederlo. Tal designación transitoria recayó sobre el teniente coronel don Domingo Guerrero y Marnara, capitán de granaderos del segundo batallón del Regimiento de Nápoles.
Este fue el toque final para que el coronel Ugarte perdiese la razón; sencillamente enloqueció y debió ser recluido en un hospital. Esta circunstancia, aunque desgraciada para él, en cierta forma fue feliz para el reemplazante, pues le impidió estar presente a la llegada del gobernador interino. De esta forma se evitó que Ugarte pusiese en práctica lo que había proclamado en su indignada humillación: evitar hasta con la muerte si fuera necesario, la posesión de Guerrero en el cargo.
No cabe duda de que en estas tierras, de poetas y locos todos tenemos un poco, España también contribuía enviando este tipo de desordenados o alterados sesos. Pues si bien, la acción de sus malquerientes guayaquileños, fue una hábil travesura no muy alejada de la mejor, maquiavélica  perversa imaginación, no era para que alguien en sus cabales perdiera la chaveta. Creo que debemos pensar que de España ya vino trastornado.
El teniente coronel Guerrero era el reverso de la medalla de su predecesor, e inició su gestión sorprendiendo al vecindario con su modestia y don de gentes. No solo facilitó, con toda generosidad la salida digna de Ugarte, sino que no aceptó el consabido homenaje de recepción propuesto por sus compañeros de armas.
En gesto poco común pidió que el dinero recabado para tal fin superfluo, se invirtiese en los recientemente iniciados trabajos del muro de contención que protegería el barranco de las arremetidas de la correntada a las orillas del río. Y sugirió que el terraplén, que se planeaba extender desde la Aduana hasta el baluarte artillado de la orilla frente al Cabildo, debía ser habilitado con una escalinata de piedra que cubriese el terreno hasta la más baja marea. Según el cabildo celebrado el 5 de agosto de 1774, ese día se planteó la construcción , como efectivamente se la llevó a cabo, con el concurso del trabajo gratuito de todos los delincuentes y reos detenidos en la cárcel. Este hecho fue la semilla de la escalinata que construiría en 1842 el gobernador Vicente Rocafuerte.
Bastante tiempo más tarde, así andaban de lerdas las noticias entonces, enterado el rey de la intriga urdida contra Ugarte. Mediante Real cédula del 18 de abril de 1776, dispuso su reintegración al cargo de gobernador de Guayaquil.
Quien, pese a las recomendaciones del virrey, de proceder con la mayor suavidad y prudencia en su relación con los vecinos de la ciudad que tan mala jugada le habían hecho. Sin embargo, hizo todo lo contrario: iracundo, vengativo y despótico, volvió a sus andadas e intemperancias, pero esta vez decidido a cobrarse todas juntas. El primero en convertirse en su víctima, fue nada menos que el bien portado Guerrero, que nada había tenido que ver en la trama forjada en su contra.
Finalmente, el gobernador Ugarte, cuya conducta era ya intolerable, cayó bajo el peso de sus propios errores. Pues se dedicó, cerca ya a los ochenta años, a la vida licenciosa agravada por su intolerable carácter. Uno de los más escandalizados por su conducta inmoral, que por añadidura vivía frente a su casa, fue nada menos que el obispo de Guayaquil Blas Sobrino y Minayo, convertido en testigo involuntario de su escandalosa vida con una tal Juana Cepeda. Cansado el virrey de sus arbitrariedades, atropellos y conducta libertina, mediante Real decreto emitido en Santa Fe el 14 de mayo de 1779, se ejecutó su destitución y extrañamiento. Ugarte, murió en Guayaquil, muy anciano y pobre.





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