martes, 30 de abril de 2019




Escrito importante para la interpretación de Olmedo

En las Cortes de Cádiz, Olmedo encuentra el ambiente de lucha política y con ello afirma las condiciones de líder que exhibió en octubre y noviembre de 1820. Es bajo la protección de los liberales españoles, que se forjó quien fuera el “Esclarecido prócer de la independencia hispanoamericana, cantor sublime de esa misma noble causa, como de los héroes que la defendieron y la hicieron triunfar gloriosamente, y caudillo y sostenedor más tarde de las libertades públicas en su patria; he aquí los títulos que recomiendan y transmitirán con honor a la posteridad el nombre de D. José Joaquín Olmedo” (Pedro Carbo).
Olmedo, es la máxima expresión histórica y social de una sociedad revolucionaria, republicana y autonomista. Es el gran líder y pensador social del Guayaquil insurgente de la primera mitad del siglo XIX. Es el tribuno que definió y ganó su espacio en la historia de la lucha social y se consagró como combatiente incansable y prominente prócer de la libertad ecuatoriana.
¿Que es el Padre de la Patria, sí..? Porque concibió, intervino y defendió su libertad fundamentada en el orden, prosperidad y educación: “yo aquí entiendo por política, la ciencia que fundamentándose en los principios del derecho de todas las naciones y en la conveniencia pública, solo atiende a promover y fomentar el bien y prosperidad de los Estados (…) La instrucción, la ilustración de los pueblos mina sordamente los fundamentos de un mal gobierno pero afianza y consolida las bases de una buena Constitución” (segundo discurso, Abolición de las Mitas (21/10/1812). 
Esto solamente cabe en la mente de un demócrata liberal, organizador de nuestra provincia emancipada bajo leyes republicanas. Artífice de un país libre, independiente, digno y democrático, quien “legítimamente gobernó un jirón del territorio nacional independizado” (Aurelio Espinoza Pólit). Desde la soberanía de Guayaquil, luchó hasta alcanzar la liberación de todo el territorio quiteño: “en los primeros tiempos de la primera euforia, Guayaquil se lanzó a reconstruir la unidad quiteña” (Demetrio Ramos Pérez).
Con cholos, montuvios, mestizos y criollos litoralenses creó las Armas Protectoras de Quito para liberar la Sierra que emprendió la marcha en noviembre de 1820. Desde entonces mantuvo el apoyo logístico a las tropas hasta alcanzar su emancipación el 24 de mayo se 1822.
Por el bien común sacrificó hasta el derecho a la libre determinación del pueblo guayaquileño: “nuestro deber y nuestro ardiente deseo de dar libertad a nuestros hermanos de Quito y Cuenca nos hicieron franquear a las tropas de Colombia el paso por nuestra provincia y entregar nuestros recursos” (Carta a San Martín).
Como Jefe Civil del Gobierno de la Provincia de Guayaquil, fue el responsable político y financiero de la acción independentista, por eso, los generales triunfadores de Pichincha, Andrés de Santa Cruz y Antonio José de Sucre, con evidente reconocimiento a su autoridad, le enviaron sendos partes militares reportando el éxito alcanzado el 24 de Mayo de 1822 (El Patriota de Guayaquil, del 5 y 8 de junio de 1822).
Enterado de este triunfo, Olmedo se gloría diciendo: “Guayaquileños: Quito ya es libre: vuestros votos están cumplidos; la Provincia os lleva por la mano al templo de la Paz, a recoger los frutos de vuestra confianza y de vuestros sacrificios (…) En vuestra sola felicidad está el premio de las fatigas que hemos sufrido por la Patria (…) Sed moderados y virtuosos; vivid siempre cordialmente unidos y seréis siempre libre y felices” (Proclama por la victoria de Pichincha).
Jamás cesó de priorizar la libertad, la autonomía y el bien común, como aspiración guayaquileña inextinguible: “Guayaquil concurrirá con sus Diputados en la confianza de que variado el sistema central que nos arruina, se adopte el de federación por ser el único que puede sacarnos de la miseria en que nos vemos reducidos” (carta a Bolívar, 31/07/1827).
Es prócer nuestro, y de América. Cuyo pensamiento ilustrado, moderno, ético y humanitario, aun vigente, debe ser inculcado a la juventud como ejemplo imperecedero. Y la forma de hacerlo, es elevarlo al pedestal de la gloria brindándole lo que merece: el reconocimiento público de la ciudad.
En nuestros días, la promoción comercial incita al consumismo. Anuncios luminosos hieren la vista y deslumbran a conductores y peatones nocturnos. Todos con un fin: vender más. Esto no es malo, pues empresas, comercios, bancos, etc., tienen todo el derecho, para bien del país, de promover, mercadear y prosperar. Aun instituciones benéficas, aturden al consumidor con iconos que sugieren provechos. Ingentes sumas se invierten en reclamos comerciales; pero nada más. Ninguno estimula la práctica de una ciudadanía participativa y responsable.
El guayaquileño actual, mayoritariamente disminuido ante generaciones de predecesores, ilustrados, participativos, filántropos y creadores de hitos de autodefensa para la enseñanza y protección social, no conoce ni reconoce nuestros arquetipos válidos. Tampoco crea facilidades para que la juventud lo haga, ni propicia el uso de textos modernos que estimulen la lectura. Desconoce que el crecimiento, transformación y regeneración urbana de Guayaquil, exige paralelismo entre su adelantamiento y la educación, la formación en valores y el desarrollo cultural, parece ignorar que la educación es la mejor semilla que puede sembrar para su futuro beneficio.
No reacciona ante gobiernos que no valoran a quienes forjaron e impulsaron la libertad, cultura y progreso del país. Que persisten en propagar errores históricos. Que aplican programas incoherentes y mantienen en la mediocridad al docente, destruyendo desde su raíz el interés que la juventud podría desarrollar sobre la materia y retroceden ante su obligación de educar al pueblo.
Nuestro empresariado debería sumarse y respaldar la labor educativa municipal propiciada por el Alcalde. Junto a la ESPOL y otras universidades calificadas estimular la creación de un cuerpo que trace políticas pedagógicas modernas y ágiles. Que sin distorsiones, sectarismos ni provincialismos, promueva programas didácticos para escuelas, colegios, universidades, etc. Diseñe patrones únicos que propendan al conocimiento general de nuestros valores y elija con autonomía los textos que deben respaldar la gestión formativa.
Que termine con la supervivencia de supuestos e hipótesis hechas de buena fe, pero que han sido superadas por la investigación. Vigile normas, métodos y folletos empleados por dependencias oficiales, municipales y empresas particulares en la actividad turística. Fiscalice la labor de comunicadores sociales, para evitar que incurran en errores sobre nuestra cultura y memoria histórica. Apoye y unifique políticas culturales emprendidas por colegios, periódicos, radios, televisión, fundaciones e instituciones guayaquileñas y propicie el conocimiento y reconocimiento de nuestros arquetipos y grandes valores.
Las leyes arrasadas por la corrupción, la crisis de representación legislativa, la ninguna formación en valores, y los intentos de atropellar la libertad de expresión, nos conducen al despeñadero. Por eso recordar sus pensamientos es vital: “Todo buen ciudadano que mira la constitución y las leyes patrias con una especie de culto religioso. Que reputa el orden como parte de la moral pública, y que pospone su interés y sus pasiones al bien común jamás abusó de la libertad de imprenta. No por eso calla servilmente, antes su misma probidad le da energía para hablar más alto, para reclamar con más firmeza la observancia de las leyes, y para declamar contra los abusos de autoridad”.
Desde 1887, por una iniciativa del Municipio de Guayaquil, tres generaciones de guayaquileños que antecedieron a nuestra juventud de hoy, empezaron a preparar a la ciudadanía y a la ciudad para la celebración del centenario de la Revolución que permitió a Guayaquil conducir, participar y financiar la independencia de todo nuestro país.
Cuatro años más tarde, en las sesiones del Cabildo celebradas los días 15 y 22 de julio de 1891 bajo la presidencia del señor Pedro J. Boloña, se aprobó por unanimidad el proyecto presentado por los señores Juan Illingworth y doctor Alfredo Baquerizo Moreno para “erigir una columna, de bronce y mármol, en conmemoración del 9 de Octubre de 1820”.
Ese mismo día, “el Ilustre Concejo eligió, para el desempeño de esta Comisión” a los doctores Manuel Ignacio Gómez Tama, Carlos Illingworth, Luis Alfredo Noboa, Aurelio Noboa y Emilio Clemente Huerta, y a los señores Homero Morla, Luis Felipe Carbo, Bolívar Icaza Villamil, Aurelio Cordero, Cesáreo Carrera, Enrique Baquerizo Moreno, Ignacio Icaza Alarcón, Geo Chambers Vivero, José de Lapierre y Julián Aspiazu.



viernes, 26 de abril de 2019



CARTA DE OLMEDO A BOLIVAR PROTESTANDO POR LA TOMA MILITAR QUE REALIZA ÉSTE DE GUAYAQUIL

Julio 29 de 1822.
Excmo. Señor Libertador Simón Bolívar, etc., etc.,
Muy señor mío, y (si usted me lo permite todavía) mí respetado amigo:
Es imposible que Ud. no haya observado que mi situación aquí es difícil y violenta; ni a Ud. pueden escondérsele las causas. Esta observación justificará todos los pasos de mi conducta política, especialmente habiéndome hallado siempre en medio del conflicto de opiniones y pasiones ajenas desde el principio de mi consulado hasta más allá de su término.
Algunos me acusan de no haber tenido un voto pronunciado en la materia del día; sin atender a que, hallándome a la cabeza de este pueblo, mi carácter público exigía una circunspección bien rara que moderase el calor de los partidos interiormente, y que impidiese que las pretensiones extrañas se precipitasen, aun estando dudosa la existencia política de la Provincia.
Otros me acusan de no haber sostenido los derechos de este pueblo y de haber vendido la Provincia, habiendo llegado a tal extremo el acaloramiento, que aún se han formado planes para atropellar esta casa, que no es mía, y hacer un atentado.
Otros, en fin, me acusan de no haber hecho protestas y reclamaciones por los últimos sucesos; como si yo debiese preparar una desavenencia entre pueblos hermanos, y encender el primero la tea de la discordia.
Yo puedo equivocarme; pero creo haber seguido en el negocio que ha terminado mi administración la senda que me mostraban la razón y la prudencia: Esto es, no oponerme a las resoluciones de Ud. para evitar males y desastres al pueblo, y no intervenir ni consentir en nada para consultar a la dignidad de mi representación.
Yo tomo, pues, el único partido que puedo, separarme de este pueblo, mientras las cosas entran en su asiento y los ánimos recobran su posición natural. Sólo la malignidad podrá decir que pretendo evadir el juicio de residencia; pues es notorio a todos que nosotros mismos hemos provocado ese juicio, y que hemos dado en el auto de convocatoria una latitud mayor de la que daba la ley. Teniendo firmeza bastante para oír una sentencia del tribunal más severo, no debo tener la debilidad de sujetarme a un tribunal incompetente, por humano y benévolo que sea.
Sé que está preparada nuestra acusación y aun escrita la sentencia. La condenación del Gobierno aseguran que es el principal argumento para justificar cuanto se le ha hecho. No lo dudo, pues todas las apariencias lo confirman, y cuando en los papeles oficiales se dan a luz exposiciones detractoras, mentirosas, infames, y cuya trama es tan groseramente urdida, que el miserable autor no ha reparado en que ha hecho decir y escribir a un mismo tiempo a tres o cuatro pueblos distintos y distantes muchas leguas, las mismas acriminaciones, con los mismos pensamientos, en las mismas frases, y aun con las mismas palabras. ¡Qué pobreza de imaginación! Pero yo miro todas esas cosas como nubes que vagan y se disipan debajo de mis pies.
Mas sería precisa toda la filosofía de un estoico o la imprudencia de un cínico para ver el abuso que se ha hecho del candor de estos pueblos, obligándolos a decir que han sufrido bajo de nosotros un yugo más insoportable que el español, y para ver esta impostura autorizada con el nombre de Ud. en los papeles públicos, difundidos por todas partes; y sin embargo, permanecer en este país, o en cualquier otro de América, donde el conocimiento de nuestra honradez y de nuestros puros sentimientos por la Patria y la Libertad no desmientan altamente aquella atrocísima calumnia. ¡Qué dirán los Gobiernos libres con quienes hemos tenido relaciones, y a quienes llegó nuestro nombre con honor! ¡Vaya que ha sido hermoso el premio de tantos desvelos porque fuese este pueblo tan feliz como el primero, y más libre que ninguno! No crea Ud. que hablo irónicamente. Una aclamación popular me sería menos grata. Usted sabe por la historia de todos los siglos cuál ha sido la suerte de los hombres de bien en las revoluciones; y es dulce participar de una desgracia más honrosa que un triunfo.
Yo me separo, pues, atravesado de pesar, de una familia honrada que amo con la mayor ternura, y que quizás queda expuesta al odio y a la persecución por mi causa. Pero así lo exige mi honor. Además, para vivir, necesito de reposo más que del aire: mi Patria no me necesita; yo no hago más que abandonarme a mi destino.
Soy y seré siempre de Ud. atento y respetuoso servidor y amigo,
José de Olmedo.

jueves, 25 de abril de 2019




Un tradicional episodio guayaquileño

La visita que hicieran los grandes veleros, buques escuela de varios países americanos, tan bien descrita por Miguel Orellana en su libro “Guayaquil a toda Vela”, revivió en mi memoria el conocimiento de dos muy antiguas muestras de la tradicional hospitalidad guayaquileña, siempre presente en su vida diaria.
En las primeras décadas del siglo XIX no había en Guayaquil hoteles adecuados para alojar a los numerosos extranjeros, en particular científicos, comerciantes, diplomáticos, etc., que llegaban a la ciudad. Cuando los cónsules acreditados en ella tenían conocimiento de la llegada de personas de tal condición, apelaban a esa calidez tan guayaca para solicitar a las familias pudientes, el hospedaje para sus coterráneos quienes para comunicar sus intenciones de visitar la ciudad, con tal o cual finalidad, necesitaban de un año de anticipación.
Para ilustrar mejor esta idea, debo traer a colación la memoria de un incidente ocurrido a una tradicional familia guayaquileña, cuyos padres residían en una casa en la calle de la Orilla (hoy malecón) sobre la cual se destacaba un torreón desde donde se dominaba el puerto y la vida activa de nuestro gran Guayas. Parte del edificio, que era una habitación confortable, que la familia destinaba para alojar al tipo de huéspedes que hemos mencionado.
A las cuatro y media de la tarde del 22 de noviembre de 1828, el almirante inglés Jorge Guisse, peruano por adopción, al mando de una flotilla compuesta por la fragata “Protector” (antigua “Prueba”), la corbeta “La Libertad”,[1] una goleta más y tres lanchas cañoneras, remontó el Guayas y atacó Guayaquil por sorpresa. La artillería de las naves abrió fuego y la cañonearon hasta las siete y media de la noche. Los incendios provocados por el ataque, no pudieron ser sofocados sino hasta la media noche en que con el cambio de marea cesó el viento que lo avivaba.
Al amanecer del 23 se reanudó el combate y la ciudad volvió a arder en llamas. La defensa la cumplían la batería de “La Planchada” y cuatro cañones que habían sido emplazados en el malecón a la altura de la actual calle 10 de Agosto, única artillería con que se contaba en la plaza. A lo largo del día el intercambio de fuego con los atacantes fue intenso y se mantuvo hasta las ocho y media de la noche.
Cesado el fuego, y ante la resistencia de los defensores de Guayaquil, Guisse, impedido de tomarla, se deslizó aguas abajo a bordo de la “Protector” en busca de un punto de desembarque al sur de la ciudad. Pero los tupidos manglares que abundaban en la zona, le impidieron hallar un lugar adecuado. El 24 nuevamente remontó el Guayas para reanudar el ataque al amanecer. Pero la batería montada en el malecón fue la primera en contraatacar con intenso y preciso cañoneo durante el cual el almirante Guisse pagó su audacia con su vida, espisodio que el historiador Camilo Destruge, describe nombrando a quienes actuban como artilleros de esa batería.
Largos meses antes de éste ataque, la familia de la cita recibió la comedida visita del cónsul inglés para solicitar hospedaje para el súbdito de la Corona Británica señor Elliot Grant. Importante hombre de negocios interesado en establecer contactos comerciales en Guayaquil y Quito. Una vez llegado a la ciudad y bien acogido como fue, luego de compartir varios días con la familia anfitriona, el inglés tomó sus bártulos y partió hacia la serranía llevando todas sus pertenencias. En este lapso se produjo el aleve ataque descrito y el torreón, seguramente atractivo blanco para los artilleros peruanos, recibió más de un impacto.
En el ínterin, la altura de Quito le había jugado una mala pasada al británico, pues falleció súbitamente por alguna afección cardiaca y recibió sepultura en la absoluta soledad de algún cementerio quiteño. Al recibir desde Quito las pertenencias del difunto, los anfitriones se enteraron de su muerte, por lo que procedieron a entregarlas al cónsul inglés.
Pocos días más tarde la dueña de casa envió a su criada a revisar los daños causados en el torreón por el cañoneo peruano. A los pocos minutos volvió la doméstica con evidentes manifestaciones de terror, asegurando que en el piso de la habitación había una enorme culebra tigra. ¡No puede ser! exclamó la señora, ¡culebras en la casa, imposible! expresó, y acto seguido subió a verificarlo por sí misma. Efectivamente, extendido sobre el suelo había algo muy semejante a uno de estos reptiles, mas, animada por su inmovilidad se acercó y pudo ver que se trataba de un cinturón de piel de culebra. Al recogerlo lo notó en extremo pesado y constató que se trataba de un cinto portamonedas, muy usado en aquellos tiempos, colmado de libras esterlinas.
Como los impactos sufridos en la torre-habitación habían también desgarrado la pared del altillo de la casa adyacente, la buena señora imaginó que el cinturón pertenecía al vecino y lo mandó llamar para entregárselo de inmediato. Este, ni corto ni perezoso, se apresuró en recibirlo y muy feliz se retiró a su domicilio.
Al día siguiente, procedente de su propiedad agrícola llegó el padre de familia y al enterarse de lo ocurrido, llegó a la conclusión que el tesoro debía pertenecer al señor Grant. Quien en su viaje a la sierra debió considerar innecesario llevar tantos valores consigo y sabiendo de su inmediato retorno lo escondió en algún lugar del torreón, donde los impactos de la artillería enemiga lo dejaron al descubierto.
Luego de llegar a esta conclusión, el caballero anfitrión pidió al cónsul británico que lo acompañase a visitar al vecino para hacerle varias preguntas. Pero cuando abordaron el tema, este se aferró a su afirmación que el mencionado cinto portamonedas era de su propiedad. Como no había forma de probarle lo contrario, pues en aquel entonces, en razón de las actividades comerciales con buques extranjeros circulaban en Guayaquil toda clase de monedas, entre estas la libra esterlina, se retiraron con la cordialidad y compostura propias de ese tiempo, pero convencidos que el hombre mentía.
Efectivamente, la economía del vecino acusó de pronto una extraordinaria prosperidad, aun más notoria cuando amplió su modesto almacén para incorporar la mercadería exótica y muy costosa, que luego de una gran inversión, en pocos meses más llegaría de Acapulco. Se trataba de la importación de sedas y porcelanas chinas, té, especias de las Molucas y otras delicadezas orientales, llegada a ese puerto por la ruta del llamado Galeón de Manila[2]. Para traer tan valiosa mercadería debió fletar la goleta “Guadalupe” de propiedad de los hermanos Ycaza Caparroso, que viajaba a México con cacao de Guayaquil y retornaba con mercaderías varias, y excepcionalmete, por su alto costo, con importaciones procedentes de las islas Filipinas.
Pero todo acto ilícito paga su precio y la vida acaba conbrándolo con creces, especialmente cuado se trata de dinero mal habido. La goleta “Guadalupe” armada en Guayaquil, que fuera contratada para transportar la exótica mercadería del “avisado comerciante”, tuvo un triste final. Tras sufrir el embate de un gran temporal en que perdió toda su arboladura y navegabilidad, acabó estrellada y despedazada contra un banco rocoso de la Isla del Coco frente Costa Rica.
Como podemos imaginar, en este episodio el pícaro vecino, además de todo el dinero obtenido como producto de la candidez e ingenuidad de la dama que participó en la historia, perdió hasta la pobre camisa que poseía en su modesto negocio. Al enterarse de tan infausta noticia, tanto el cónsul como el dueño de la casa del torreón se preguntaron si lo acontecido sería un castigo por el dinero mal habido o de la venganza de mister Elliot Grant.



[1] Durante la agresión peruana de 1828, el 31 de agosto la goleta La Libertad durante el combate naval de Punta Malpelo sufrió graves daños por parte de las corbetas Pichincha y La Guayaquileña que la atacaron por hallarse en aguas ecuatorianas.
[2] El último galeón de Manila llegó a Acapulco en 1815, pero la ruta se mantuvo abierta por muchos años más.