Un tradicional episodio guayaquileño
La visita que
hicieran los grandes veleros, buques escuela de varios países americanos, tan
bien descrita por Miguel Orellana en su libro “Guayaquil a toda Vela”, revivió
en mi memoria el conocimiento de dos muy antiguas muestras de la tradicional
hospitalidad guayaquileña, siempre presente en su vida diaria.
En las primeras
décadas del siglo XIX no había en Guayaquil hoteles adecuados para alojar a los
numerosos extranjeros, en particular científicos, comerciantes, diplomáticos,
etc., que llegaban a la ciudad. Cuando los cónsules acreditados en ella tenían
conocimiento de la llegada de personas de tal condición, apelaban a esa calidez
tan guayaca para solicitar a las familias pudientes, el hospedaje para sus
coterráneos quienes para comunicar sus intenciones de visitar la ciudad, con
tal o cual finalidad, necesitaban de un año de anticipación.
Para ilustrar mejor esta idea, debo traer
a colación la memoria de un incidente ocurrido a una tradicional familia
guayaquileña, cuyos padres residían en una casa en la calle de la Orilla (hoy
malecón) sobre la cual se destacaba un torreón desde donde se dominaba el
puerto y la vida activa de nuestro gran Guayas. Parte del edificio, que era una
habitación confortable, que la familia destinaba para alojar al tipo de
huéspedes que hemos mencionado.
A las cuatro y media de la tarde del 22
de noviembre de 1828, el almirante inglés Jorge Guisse, peruano por adopción,
al mando de una flotilla compuesta por la fragata “Protector” (antigua
“Prueba”), la corbeta “La Libertad”,[1] una goleta más
y tres lanchas cañoneras, remontó el Guayas y atacó Guayaquil por sorpresa. La
artillería de las naves abrió fuego y la cañonearon hasta las siete y media de
la noche. Los incendios provocados por el ataque, no pudieron ser sofocados sino
hasta la media noche en que con el cambio de marea cesó el viento que lo
avivaba.
Al amanecer del 23 se reanudó el
combate y la ciudad volvió a arder en llamas. La defensa la cumplían la batería
de “La Planchada” y cuatro cañones que habían sido emplazados en el malecón a
la altura de la actual calle 10 de Agosto, única artillería con que se contaba
en la plaza. A lo largo del día el intercambio de fuego con los atacantes fue
intenso y se mantuvo hasta las ocho y media de la noche.
Cesado el fuego, y ante la resistencia
de los defensores de Guayaquil, Guisse, impedido de tomarla, se deslizó aguas
abajo a bordo de la “Protector” en busca de un punto de desembarque al sur de
la ciudad. Pero los tupidos manglares que abundaban en la zona, le impidieron
hallar un lugar adecuado. El 24 nuevamente remontó el Guayas para reanudar el
ataque al amanecer. Pero la batería montada en el malecón fue la primera en
contraatacar con intenso y preciso cañoneo durante el cual el almirante Guisse
pagó su audacia con su vida, espisodio que el historiador Camilo Destruge,
describe nombrando a quienes actuban como artilleros de esa batería.
Largos meses antes de éste ataque, la
familia de la cita recibió la comedida visita del cónsul inglés para solicitar
hospedaje para el súbdito de la Corona Británica señor Elliot Grant. Importante
hombre de negocios interesado en establecer contactos comerciales en Guayaquil
y Quito. Una vez llegado a la ciudad y bien acogido como fue, luego de
compartir varios días con la familia anfitriona, el inglés tomó sus bártulos y
partió hacia la serranía llevando todas sus pertenencias. En este lapso se
produjo el aleve ataque descrito y el torreón, seguramente atractivo blanco
para los artilleros peruanos, recibió más de un impacto.
En el ínterin, la altura de Quito le
había jugado una mala pasada al británico, pues falleció súbitamente por alguna
afección cardiaca y recibió sepultura en la absoluta soledad de algún
cementerio quiteño. Al recibir desde Quito las pertenencias del difunto, los
anfitriones se enteraron de su muerte, por lo que procedieron a entregarlas al
cónsul inglés.
Pocos días más tarde la dueña de casa
envió a su criada a revisar los daños causados en el torreón por el cañoneo
peruano. A los pocos minutos volvió la doméstica con evidentes manifestaciones
de terror, asegurando que en el piso de la habitación había una enorme culebra
tigra. ¡No puede ser! exclamó la señora, ¡culebras en la casa, imposible!
expresó, y acto seguido subió a verificarlo por sí misma. Efectivamente,
extendido sobre el suelo había algo muy semejante a uno de estos reptiles, mas,
animada por su inmovilidad se acercó y pudo ver que se trataba de un cinturón
de piel de culebra. Al recogerlo lo notó en extremo pesado y constató que se
trataba de un cinto portamonedas, muy usado en aquellos tiempos, colmado de
libras esterlinas.
Como los impactos sufridos en la
torre-habitación habían también desgarrado la pared del altillo de la casa
adyacente, la buena señora imaginó que el cinturón pertenecía al vecino y lo
mandó llamar para entregárselo de inmediato. Este, ni corto ni perezoso, se
apresuró en recibirlo y muy feliz se retiró a su domicilio.
Al día siguiente, procedente de su
propiedad agrícola llegó el padre de familia y al enterarse de lo ocurrido, llegó
a la conclusión que el tesoro debía pertenecer al señor Grant. Quien en su
viaje a la sierra debió considerar innecesario llevar tantos valores consigo y sabiendo
de su inmediato retorno lo escondió en algún lugar del torreón, donde los
impactos de la artillería enemiga lo dejaron al descubierto.
Luego de llegar a esta conclusión, el
caballero anfitrión pidió al cónsul británico que lo acompañase a visitar al
vecino para hacerle varias preguntas. Pero cuando abordaron el tema, este se
aferró a su afirmación que el mencionado cinto portamonedas era de su
propiedad. Como no había forma de probarle lo contrario, pues en aquel
entonces, en razón de las actividades comerciales con buques extranjeros
circulaban en Guayaquil toda clase de monedas, entre estas la libra esterlina, se
retiraron con la cordialidad y compostura propias de ese tiempo, pero
convencidos que el hombre mentía.
Efectivamente, la economía del vecino
acusó de pronto una extraordinaria prosperidad, aun más notoria cuando amplió
su modesto almacén para incorporar la mercadería exótica y muy costosa, que
luego de una gran inversión, en pocos meses más llegaría de Acapulco. Se
trataba de la importación de sedas y porcelanas chinas, té, especias de las
Molucas y otras delicadezas orientales, llegada a ese puerto por la ruta del
llamado Galeón de Manila[2]. Para traer tan
valiosa mercadería debió fletar la goleta “Guadalupe” de propiedad de los
hermanos Ycaza Caparroso, que viajaba a México con cacao de Guayaquil y
retornaba con mercaderías varias, y excepcionalmete, por su alto costo, con
importaciones procedentes de las islas Filipinas.
Pero todo acto ilícito paga su precio y
la vida acaba conbrándolo con creces, especialmente cuado se trata de dinero
mal habido. La goleta “Guadalupe” armada en Guayaquil, que fuera contratada
para transportar la exótica mercadería del “avisado comerciante”, tuvo un
triste final. Tras sufrir el embate de un gran temporal en que perdió toda su
arboladura y navegabilidad, acabó estrellada y despedazada contra un banco rocoso
de la Isla del Coco frente Costa Rica.
Como podemos imaginar, en este episodio
el pícaro vecino, además de todo el dinero obtenido como producto de la
candidez e ingenuidad de la dama que participó en la historia, perdió hasta la
pobre camisa que poseía en su modesto negocio. Al enterarse de tan infausta
noticia, tanto el cónsul como el dueño de la casa del torreón se preguntaron si
lo acontecido sería un castigo por el dinero mal habido o de la venganza de
mister Elliot Grant.
[1]
Durante la agresión peruana de 1828, el 31 de agosto la goleta La Libertad
durante el combate naval de Punta Malpelo sufrió graves daños por parte de las
corbetas Pichincha y La Guayaquileña que la atacaron por hallarse en aguas
ecuatorianas.
[2]
El último galeón de Manila llegó a Acapulco en 1815, pero la ruta se mantuvo
abierta por muchos años más.
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