martes, 9 de abril de 2019



Los panteones de Guayaquil               

El cementerio de Guayaquil es tan viejo como el primer deceso ocurrido en la ciudad. Toda defunción requiere de un sepulcro, ya sea individual, en que amigos y parientes se empeñan en hallar un espacio final para sus huesos, o colectivo con motivo de asesinatos en masa o cataclismos que obligan a no ser muy exigentes con una fosa común. Podemos decir que, desde la fundación de Santiago de Quito (Guayaquil) en 1534 y a lo largo de 13 años de trashumancia en busca de un lugar seguro y conveniente para su establecimiento y desarrollo en paz en el litoral, sus cementerios quedaron esparcidos en tantos lugares cuantos fueron sus no menos de cinco asentamientos. Accidentados trasiegos que quedaron sembrados de víctimas causadas por los chonos en defensa de su territorio, hacen punto menos que imposible situar cuándo y dónde se excavó y utilizó la primera tumba.
Cuando en 1547 se produjo la última mudanza de la ciudad a la cumbre del cerro Santa Ana, es posible que se haya establecido el primer cementerio de Guayaquil en un lugar permanente, que permitía a los deudos honrar su memoria. A la sazón regía la orden que en 1539, el emperador Carlos V, había dado a fray Tomás de Berlanga con el fin de que los difuntos debían ser inhumados en iglesias o monasterios. Disposición que estuvo vigente hasta pasada la independencia. Sin embargo, al afincarse la ciudad en el cerro Santa Ana es que el vecindario debió empezar a tomar posesión de sus faldas para establecer la necrópolis.
En 1573, la inhumación fue motivo de disputa entre religiosos, pues el tal negocio, era entonces tan lucrativo como debe ser hoy en los cementerios particulares modernos. Es fácil imaginar que vender lotes por metro cuadrado a un precio alto, para que resida en él quien no reclama ni demanda de obra urbanística, alumbrado, agua potable, etc., debe ser muy lucrativo. El 1 de diciembre de ese año, en razón de la disputa habida por el rico filón señalado, se expidió una real cédula, que metía en pretina a los arzobispos, obispos y curas para obligarlos a moderar sus apetencias, pues de tan exageradas que eran, causaban verdaderos quebrantos económicos entre los dolientes.
Iniciado el siglo XVII la ciudad se había afianzado en la parte llana entre el cerro Santa Ana y el estero de Villamar y crecido en importancia y riqueza. Y con ello, surgieron nuevas actitudes propias de la gente respecto de sus muertos y empezaron a mostrarse tal como hoy. Las mismas tendencias a exagerar el culto a los muertos, que los llevaba a exhibir la pertenencia social y cultural del difunto, como también la importancia y poder económico de la familia del fallecido, provocaron que el Cabildo porteño intentara poner coto a los rituales que se efectuaban.
En 1679 dispuso “que los entierros se hagan como se debe, y que no se saque ni ponga mesas en las plazas públicas y no lo cometan indios ni mestizos, ni en la iglesia se ponga más de una tarima”. La contravención de esta ordenanza implicaba la imposición de una multa de diez pesos. Como hacían caso omiso de la moderación que impone la religión cristiana, y actuaban en “contra premáticas y Cédulas Reales”, la Corona insistió en ordenar que “cualquier persona, sea mulato, cuarterón, negro o mestizo, quieren poner y ponen mesas en las plazas y en las iglesias y túmulos en los entierros y honras, y que ha sido común, contra toda razón y contra cédulas de Su Majestad y Actas de este Cabildo”. Evidentemente la ostentación no cesó. Cada vecino quería tener el mejor funeral del año para su deudo y tal exageración continuó siendo noticia y práctica común. Por lo cual la insistencia del Cabildo en regular las cosas no consiguió sino posturas desafiantes.
El siglo XVIII llegó, y Guayaquil ya estaba divida en Ciudad Vieja y Ciudad Nueva. Sin embargo, el Ayuntamiento continuó empeñado en limitar la tendencia a exagerar las costumbres de la cultura popular de celebrar con mucha pompa y honras las exequias de sus parientes. El Concejo, en más de una ocasión, se vio obligado a dictar severas medidas para neutralizarlas. Mediante bandos, colocados en las afueras de la iglesia Matriz o en la plaza pública se intentó llamar a “la moderación que se debe tener en hacer los túmulos, lutos y exequias funerales a los difuntos”.
Hay documentos coloniales respecto de fallecidos que, pese a referirse a tema tan serio, los vemos como hechos muy graciosos: el 5 de enero de 1717, el capitán Josseph de Gorostisa, oficial real y alcalde ordinario de esta ciudad, informaba al Cabildo que a la una de la tarde, debió verificar un óbito: “a pasado desta presente vida a la otra Diego de Suñiga Dejando algunos bienes y dependensia y a fallecido abintestato i para que no se aga ocultasion de ellos mando que El presente escrivano Reconosca el cuerpo difunto”. El escribano Lorenzo José Núñez, en cumplimiento de la orden recibida, se trasladó a la casa del occiso Zúñiga, verificó los bienes para evitar su ocultamiento y reclamó a los deudos la presencia del cadáver para dar fe de su defunción: “Sacaron su cuerpo cargado En brasos y le pusieron Sobre una Estera al qual bi y Reconosi i llame por su nombre i apellido tres beses i no me respondió ya lo que me parece esta naturalmente muerto”. Cosas de la época, de la vida y la muerte: imaginemos por un instante la escena: el interfecto tendido sobre un petate, y el escribano llamándolo a gritos para determinar si vivía o no.
A lo largo del siglo XVIII se encuentran mayores referencias sobre la ubicación del cementerio o cementerios de Guayaquil. El 16 de octubre de 1761, el vicario doctor Alejandro Egüez y Villamar inauguró un camposanto a la espalda de la iglesia Matriz (actual catedral). Sin embargo, los planos levantados por Ramón García de León y Pizarro en 1772, y por Francisco de Requena en 1787, no registran panteón alguno en la ciudad. Lo cual indica que los ricos continuaron sepultándose en iglesias, o conventos, y los menos favorecidos en lugares más o menos inciertos o desconocidos. Una real cédula promulgaba en 1786, dispuso por razones de higiene la creación de panteones. Y en cumplimiento de la cual el Cabildo determinó establecer un cementerio en las afueras de la ciudad, sin embargo, pasaron los años sin concretarse su construcción.
Fue en noviembre de 1822, cuando la viruela apareció en la ciudad, que se encomendó al regidor Juan Francisco Ycaza diseñar y ubicar el panteón requerido y a Lorenzo de Garaicoa obtener la anuencia de Bolívar que se encontraba en la ciudad, para construirlo. El Libertador, a fin de proveerlo de rentas, creó un impuesto de medio real por pieza de comercio entrada o salida por el puerto.


No hay comentarios:

Publicar un comentario