Los panteones
de Guayaquil
El cementerio de Guayaquil es tan
viejo como el primer deceso ocurrido en la ciudad. Toda defunción requiere de
un sepulcro, ya sea individual, en que amigos y parientes se empeñan en hallar
un espacio final para sus huesos, o colectivo con motivo de asesinatos en masa
o cataclismos que obligan a no ser muy exigentes con una fosa común. Podemos
decir que, desde la fundación de Santiago de Quito (Guayaquil) en 1534 y a lo
largo de 13 años de trashumancia en busca de un lugar seguro y conveniente para
su establecimiento y desarrollo en paz en el litoral, sus cementerios quedaron
esparcidos en tantos lugares cuantos fueron sus no menos de cinco
asentamientos. Accidentados trasiegos que quedaron sembrados de víctimas causadas
por los chonos en defensa de su territorio, hacen punto menos que imposible
situar cuándo y dónde se excavó y utilizó la primera tumba.
Cuando en 1547 se produjo la última
mudanza de la ciudad a la cumbre del cerro Santa Ana, es posible que se haya establecido
el primer cementerio de Guayaquil en un lugar permanente, que permitía a los
deudos honrar su memoria. A la sazón regía la orden que en 1539, el emperador
Carlos V, había dado a fray Tomás de Berlanga con el fin de que los difuntos
debían ser inhumados en iglesias o monasterios. Disposición que estuvo vigente
hasta pasada la independencia. Sin embargo, al afincarse la ciudad en el cerro
Santa Ana es que el vecindario debió empezar a tomar posesión de sus faldas
para establecer la necrópolis.
En 1573, la inhumación fue motivo de
disputa entre religiosos, pues el tal negocio, era entonces tan lucrativo como
debe ser hoy en los cementerios particulares modernos. Es fácil imaginar que
vender lotes por metro cuadrado a un precio alto, para que resida en él quien
no reclama ni demanda de obra urbanística, alumbrado, agua potable, etc., debe
ser muy lucrativo. El 1 de diciembre de ese año, en razón de la disputa habida
por el rico filón señalado, se expidió una real cédula, que metía en pretina a
los arzobispos, obispos y curas para obligarlos a moderar sus apetencias, pues
de tan exageradas que eran, causaban verdaderos quebrantos económicos entre los
dolientes.
Iniciado el siglo XVII la ciudad se
había afianzado en la parte llana entre el cerro Santa Ana y el estero de
Villamar y crecido en importancia y riqueza. Y con ello, surgieron nuevas
actitudes propias de la gente respecto de sus muertos y empezaron a mostrarse
tal como hoy. Las mismas tendencias a exagerar el culto a los muertos, que los
llevaba a exhibir la pertenencia social y cultural del difunto, como también la
importancia y poder económico de la familia del fallecido, provocaron que el
Cabildo porteño intentara poner coto a los rituales que se efectuaban.
En 1679 dispuso “que los entierros se
hagan como se debe, y que no se saque ni ponga mesas en las plazas públicas y
no lo cometan indios ni mestizos, ni en la iglesia se ponga más de una tarima”.
La contravención de esta ordenanza implicaba la imposición de una multa de diez
pesos. Como hacían caso omiso de la moderación que impone la religión
cristiana, y actuaban en “contra premáticas y Cédulas Reales”, la Corona
insistió en ordenar que “cualquier persona, sea mulato, cuarterón, negro o
mestizo, quieren poner y ponen mesas en las plazas y en las iglesias y túmulos
en los entierros y honras, y que ha sido común, contra toda razón y contra
cédulas de Su Majestad y Actas de este Cabildo”. Evidentemente la ostentación
no cesó. Cada vecino quería tener el mejor funeral del año para su deudo y tal
exageración continuó siendo noticia y práctica común. Por lo cual la
insistencia del Cabildo en regular las cosas no consiguió sino posturas
desafiantes.
El siglo XVIII llegó, y Guayaquil ya
estaba divida en Ciudad Vieja y Ciudad Nueva. Sin embargo, el Ayuntamiento
continuó empeñado en limitar la tendencia a exagerar las costumbres de la
cultura popular de celebrar con mucha pompa y honras las exequias de sus
parientes. El Concejo, en más de una ocasión, se vio obligado a dictar severas
medidas para neutralizarlas. Mediante bandos, colocados en las afueras de la
iglesia Matriz o en la plaza pública se intentó llamar a “la moderación que se
debe tener en hacer los túmulos, lutos y exequias funerales a los difuntos”.
Hay documentos coloniales respecto de
fallecidos que, pese a referirse a tema tan serio, los vemos como hechos muy
graciosos: el 5 de enero de 1717, el capitán Josseph de Gorostisa, oficial real
y alcalde ordinario de esta ciudad, informaba al Cabildo que a la una de la
tarde, debió verificar un óbito: “a pasado desta presente vida a la otra Diego
de Suñiga Dejando algunos bienes y dependensia y a fallecido abintestato i para
que no se aga ocultasion de ellos mando que El presente escrivano Reconosca el
cuerpo difunto”. El escribano Lorenzo José Núñez, en cumplimiento de la orden
recibida, se trasladó a la casa del occiso Zúñiga, verificó los bienes para
evitar su ocultamiento y reclamó a los deudos la presencia del cadáver para dar
fe de su defunción: “Sacaron su cuerpo cargado En brasos y le pusieron Sobre
una Estera al qual bi y Reconosi i llame por su nombre i apellido tres beses i
no me respondió ya lo que me parece esta naturalmente muerto”. Cosas de la época, de la vida y la
muerte: imaginemos por un instante la escena: el interfecto tendido sobre un
petate, y el escribano llamándolo a gritos para determinar si vivía o no.
A lo largo del siglo XVIII se
encuentran mayores referencias sobre la ubicación del cementerio o cementerios
de Guayaquil. El 16 de octubre de 1761, el vicario doctor Alejandro Egüez y
Villamar inauguró un camposanto a la espalda de la iglesia Matriz (actual
catedral). Sin embargo, los planos levantados por Ramón García de León y
Pizarro en 1772, y por Francisco de Requena en 1787, no registran panteón
alguno en la ciudad. Lo cual indica que los ricos continuaron sepultándose en
iglesias, o conventos, y los menos favorecidos en lugares más o menos inciertos
o desconocidos. Una real cédula promulgaba en 1786, dispuso por razones de
higiene la creación de panteones. Y en cumplimiento de la cual el Cabildo
determinó establecer un cementerio en las afueras de la ciudad, sin embargo,
pasaron los años sin concretarse su construcción.
Fue en noviembre de 1822, cuando la
viruela apareció en la ciudad, que se encomendó al regidor Juan Francisco Ycaza
diseñar y ubicar el panteón requerido y a Lorenzo de Garaicoa obtener la
anuencia de Bolívar que se encontraba en la ciudad, para construirlo. El
Libertador, a fin de proveerlo de rentas, creó un impuesto de medio real por
pieza de comercio entrada o salida por el puerto.
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