martes, 9 de julio de 2019


El Reloj público de Guayaquil


La ciudad venía padeciendo la falta de un reloj público eficiente desde siempre, por tanto es de suponer la permanente preocupación de las autoridades por suplirla de tan importante elemento. El 25 de febrero de 1817, el Cabildo se trasladó al malecón e inauguró su nuevo edificio “que se caracterizaba por una continua galería exterior, con arcadas, a lo largo de sus dos fachadas”. En 1825 Olmedo partió a Londres como embajador especial, y llevó el encargo municipal de negociar, entre otras cosas, cuatro bombas contra incendio y un reloj. 
El 8 de julio de 1828 “El señor Municipal Antonio Vítores hizo la moción de que era sabedor se vendía un reloj de campana a precio muy cómodo (…) supuesto que el que actualmente existe, por su antigüedad, necesita de continuo gasto en su composición, y a más el sueldo de veinte pesos mensuales al campanero, que toca las horas, que pocas veces son puntuales y exactas”. Para lo cual se debió conciliar, “tanto la necesidad que hay de dicha máquina, cuanto la escasez en que se hallan los fondos por sus muchas como diarias indispensables atenciones”.
En 1829, el Ayuntamiento procuró adquirir uno, pues el viejo armatoste había pasado a ser, además de problemático, un elemento decorativo en la torre que estaba a punto de desplomarse. Los guayaquileños debieron volver la vista al sol o a las sombras proyectadas para aproximarse a las hora. En el atardecer al igual que al amanecer, no les quedaba más remedio que referirse al canto alegre de los gallos del vecindario, igual cosa ocurría con el que tunanteaba en la noche oscura debía escuchar su arbitrario canto para formarse una idea de la hora en que se hallaba. 
Cuando Rocafuerte era todavía jefe supremo, el 11 de febrero de 1835, el Municipio buscaba apoyo para adquirir un reloj. Por recomendación suya, la Comuna, consideró una oferta hecha por el señor N. Quispe, para construir uno. Y “por informe del procurador se resolvió que fuese de martillo, que las caras  se colocasen una al oriente y otra al poniente, que las péndulas sean sostenidas por el metal más a propósito y no por cabos. Que al mes, después de haber experimentado su resultado, se le satisficiese la cantidad que pide, y que, presentando el reloj bajo estas condiciones, el Concejo se compromete a darle las garantías que solicita el exponente”. 
De esta forma, máquina y campanero continuaron haciendo de las suyas con las horas. El 17 de mayo de 1838, se despidió al empleado, y se ordenó el traslado de “la Ronda de Policía a la pieza que ocupa el Campanero, y ordenar que el ministro Cuartelero se encargue de tocar las horas”. Esto no dio resultados y dos años más tarde, ante la queja del público se reconvino fuertemente al nuevo campanero, el cual adujo que “el Reloj se dañaba a cada rato, y que era imposible poder cumplir bien guiándose por dicho Reloj; que, en su virtud, resolviese su señoría lo que debía hacerse, que a su parecer cree debe comprarse otro Reloj
El cuento era de nunca acabar, pues al no tener referencia del tiempo “los Rondines dejaban de pregonar” durante su guardia nocturna. Finalmente se contrató a “Marcelina Coello, encargada de la Campana que anuncia las horas al público”. Mas, el cuarto en que vivía quedaba a media cuadra de la campana, por lo cual necesitaba “de mucha fuerza para tañerla y frecuentemente se arranca la soga”. 
En enero de 1839, la torre estaba en estado deplorable y el reloj no funcionaba, por lo cual se dispuso retirar la pesada máquina e iniciar su reparación. Una vez reconstruida, el 21 de marzo de ese año, en vista que un buque de Manuel Antonio Luzárraga partía para Europa, el Cabildo ordenó un reloj, bajo las condiciones siguientes: “que su valor no exceda de 1.500 pesos; (…) que tenga números latinos negros sobre esferas blancas (…) que dé las horas y cuartos en una campana de un sonido suficiente para percibirse en una legua de distancia”. 
Transcurrió el año 1840, y poco antes del 9 de octubre de 1842 la nueva máquina llegó y en brevísimo se la instaló. El señor Luzárraga, que había financiado la compra, y a fin de que recupere su inversión fue autorizado a retener los impuestos con que se gravaba la introducción marítima de víveres. 
A partir de entonces a torre del reloj, tuvo algunos cambios de domicilio. Por un tiempo se la mantuvo adosada al edificio del Cabildo, posteriormente en el Mercado de la Orilla. En esa posición se le agregó dos niveles a fin de que la ciudadanía pudiese ver la hora. Cuando este mercado fue demolido. 
Más de dos siglos debieron transcurrir, durante los cuales el clamor fue constante. La ciudadanía permanentemente expresaba su desazón al Cabildo por la falta de un reloj público que rigiese el ritmo citadino, Pero este, constantemente daba evasivas o se escudaba en las limitaciones monetarias que sufría. Transcurría el año 1840, y pese a la preocupada dedicación de Rocafuerte la ciudad permanecía sin el tan deseado reloj público. En diciembre de 1841, se sabe de su próxima llegada, y se inician los preparativos para la instalación. Con la finalidad de hacer una revisión general y reparación de la torre, etc., se gestionó el apoyo económico del gobierno de la provincia.
El 31 de agosto de 1842 apareció en Guayaquil la terrible epidemia de fiebre amarilla. Pero, ni la epidemia ni la pobreza en que estaba sumida la ciudad (todo se había paralizado, y los frutos se podrían en los árboles del campo), lograron que los guayaquileños olvidasen su reloj. En carta del 22 de septiembre de ese año, el gobernador Rocafuerte “aprueba el acuerdo del Y. Consejo Municipal asignando doscientos pesos para gastos en el reparo y seguridad de la Torre en que ba (sic) á colocarse el nuevo relox” (sic). 
Para lo cual se contrató al maestro carpintero de ribera don Juan María Martínez Coello (quien fuera fundador y primer presidente de la Sociedad Filantrópica del Guayas, y abuelo del presidente de la república, don Juan de Dios Martínez Mera). Gracias a este hombre adelantó la obra, pues, muchas veces al igual que lo hizo con el edificio del Colegio San Vicente del Guayas, facilitó dinero al Municipio para que no se detenga. De esta forma quedó terminada y lista la nueva torre adosada a la esquina norte de la Casa Municipal, cuya apariencia es tan característica en las imágenes de la época.
En el número 55 del semanario El Correo, que circuló en Guayaquil el 16 de octubre de 1842, aparece el discurso completo del gobernador Vicente Rocafuerte, pronunciado en la Casa Consistorial el 9 de octubre de 1842, con motivo del vigésimo segundo aniversario de la Gloria Máxima de los guayaquileños. En una parte de esta alocución dice: “La sonora voz de un reloj, que hoy mismo resuena, por primera vez a orillas del Guayas, y que anuncia una nueva época de orden y de regularidad, es una mejora muy interesante en un país industrioso, en donde un crecido jornal da un valor subido al empleo y medida del tiempo”. El Cabildo, desde 1840, había aceptado que el señor Manuel Luzárraga, naviero y financista, aporte el dinero para la compra del reloj y su transporte. Mas, la falta de recursos, no permitían al Ayuntamiento la cancelación de esa deuda, fue necesaria la intervención del gobernador Rocafuerte, quien en carta del 3 de diciembre de 1842, dirigida al Corregidor del Cantón, dispone que se entregue a Luzárraga la suma de 500 pesos como anticipo al pago total de la factura por el reloj.
Como podemos ver, por los documentos revisados, la nueva máquina llegó a Guayaquil antes del 9 de octubre de 1842, y en brevísimo tiempo fue instalada. Y no cabe duda que su montaje fue ejecutado con premura suma, pues, el 30 de noviembre de 1843, el Cabildo comisiona a Juan Francisco Icaza “como persona inteligente sobre el particular”, para que revise y calibre las pesas del reloj, que amenazaban caer sobre los transeúntes. 
El 15 de febrero de 1844, el gobernador dispuso que el Cabildo incluya en su presupuesto la suma de mil cuatrocientos once pesos con seis reales y cuatro octavos. Luego de mucha insistencia por parte del acreedor, el pago fue ordenado por el Cabildo el 29 agosto de ese año. Así eran entonces las cosas. Se pidió el aparato en 1839, luego de navegar por el Cabo de Hornos desde el Guayas al Támesis y viceversa,  llegó en 1841, se lo instaló en 1842 y se lo pagó en 1844.
Con el paso del tiempo parece que el reloj volvió a las andadas de no anunciar las horas y esta vez no había campanero a quien reclamar, ya que el artefacto, supuestamente con sus balancines ajustados, debía cumplir con la demanda pública de escuchar el anuncio de las horas sin necesidad de salir a la media calle para verlas. El 25 de febrero de 1863, en el semanario La Unión Colombiana, vistos la ineficiencia y otros problemas que presentaba el reloj, publicó el siguiente aviso, que con cierta sorna reclama al Concejo su disfunción: 
“RELOJ PÚBLICO: Parece que el reloj de la ciudad se ha molestado desde el momento en que el señor Gobernador comenzó a firmar los billetes de cuatro reales, porque desde ayer, se ha plantado, y ni señala y ni suena la hora. Medrados estamos si este pronóstico indica que no hemos de salir de la situación; mas nos alegramos, si la fijeza del reloj en la hora en que se pensó remediar al pueblo pobre, grita a las autoridades que deben ser impertérritas en este pensamiento bienhechor”. Debe haber surtido efecto la protesta, pues fue “reparado el reloj de la casa municipal, al que se instalaron las esferas transparentes donadas por don Juan Solines, y que entraron en servicio el día 9 de octubre de ese año”.
Dado el deterioro de la madera de la Casa Municipal, su general mal estado y la masiva proliferación de ratas, fue incendiada en 1908 por disposición de las propias autoridades guayaquileñas, bajo el control de los bomberos. De este lugar, el reloj público, fue trasladado e instalado en una torre que se había construido en el mercado de la orilla. En 1910 la citada torre fue incrementada en dos pisos más, a fin de que la hora que marcaban las manecillas fuese visible a mayor distancia. Así pasaron los años y la trashumancia del viejo regulador de la vida guayaquileña estaba destinada a terminar.

3 comentarios:

  1. Un gran relato, nos ubica en una época sin tanta tecnología, y como era para los guayaquileños y/o ecuatorianos saber algo tan simple hoy en día, ver la hora

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  2. Que excelente contenido y que linda manera de relatarlo! Muchas gracias por compartir estas historias de nuestro Guayaquil mi estimado e ilustre historiador!

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  3. Importante e interesante artículo estimado J.A. Gómez. Necesito consultarle e informarle sobre un tema que estoy preparando para el Bicentenario de Guayaquil Independiente. Mi correo: jlavayen@gmail.com

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