miércoles, 13 de mayo de 2020


El dominó y las pesebreras en Guayaquil

Los guayaquileños de todas las clases sociales, tanto hoy como en 1840, fueron bullangueros y adictos a la diversión. Las cosas entonces eran algo diferentes, se disfrutaba de bailes y saraos, corrida de toros, pelea de gallos y carreras de caballos en la Sabana Grande o de “Cancha”. Y a la vez eran apasionados por el teatro en todas sus variantes. Los sábados en la tarde asistían a novilladas y corridas efectuadas en la plaza de la Concepción (actual plaza Colón). Todo esto debía hacerse antes de empezar el invierno, porque una vez instalada la temporada de lluvias todo lo mencionado se convertía en lodazal. 
En cada corrida torera los propietarios del ganado hacían gala de la bravura de los “bichos” y los empresarios se encargaban de exaltar las habilidades y el valor de los toreros extranjeros y nacionales. También llenaban el teatro, para admirar y deleitarse con las voces de las sopranos líricas señoras Rossi y Turri de Neumane que interpretando Norma, la ópera italiana de Vincenzo Bellini, libreto de Felice Romani estrenada en la Sacal de Milán en 1832, se hacían aplaudir a rabiar. 
Pero aparte de las populares corridas de toros, riñas de gallos o carreras de caballos, se practicaba un juego de azar que subyugó a los guayaquileños de hace un siglo y medio: este fue el juego del dominó. No solo los cautivó y deleitó, sino que los apasionó en el más alto grado. En 1840, el dominó fue para nuestros conciudadanos una especie de necesidad física que debía satisfacerse forzosamente tal cual la adicción a las drogas. Lo jugaban no solo las clases populares, sino también la clase media y aun las familias de estratos altos. Los  empleados fiscales y municipales, los de mayor y menor rango entre el comercio y la industria. Nadie escapaba, lo jugaban militares y paisanos, y hasta elevados funcionarios públicos. 
Entregados a su práctica, muchos, incluso, arriesgaban sus economías. Se jugaban pesos granadinos, bolivianos, peruanos, chilenos y mexicanos. Onzas y doblones de oro acuñados en nuestra Casa de Moneda. El doctor Pedro José Huerta, acota en su estudio sobre la fiebre amarilla: “se cruzaban apuestas de consideración, se perdía y se ganaba alegremente, entre el ruido seco de las fichas de marfil”, y el tintineo de las monedas. Durante el día y avanzada la noche se jugaba. Se lo hacía a pleno sol o bajo la trémula luz de las lámparas de aceite de ballena, que ahumaban el ambiente llenándolo de su olor acre. Por las noches, también servía de pretexto para la escapada galante y el amor clandestino de algún marido travieso o para tunantear con los amigos.
Los “mataperros” (chicos callejeros traviesos) de la calle lo jugaban en los portales. El pueblo llano en las barracas del mercado, en las fondas y en las chinganas. En los portales como hoy se juega a las damas, con tapa coronas de gaseosas, sobre un tablero pintado sobre el pavimento de la vereda. En el interior de las tiendas tampoco faltaba un rincón desocupado donde lo jugaban los empleados. Las damas y caballeros en sus casas; en las tertulias, saraos, reuniones y fiestas domésticas no fallaba la clásica mesita de dominó con sus fichas blancas y negras. Seguido con profunda atención, por las personas mayores, no faltaba en la mesa uno que otro peso mexicano, u onza de oro, para generar adrenalina, “darle aliciente y evitar la monotonía o el aburrimiento en que se resuelve casi siempre todo juego por curioso que sea sino tiene el atractivo de la apuesta” (Huerta).
¿Pero es que no había lugares especiales y adecuados para jugarlo entre amigos? Claro que sí: estos eran las famosas “Pesebreras” guayaquileñas. ¿Cómo pesebreras? preguntaríamos hoy, imaginando el atraso de nuestros abuelos que los levaba a jugar dominó entre caballos. Así es, ellos lo jugaban en las llamadas Pesebreras. Las cuales no eran precisamente aquellos espacios cerrados destinados para alojar y alimentar cuadrúpedos domésticos. 
Según el diccionario de la Real Academia de la Lengua, “hacer el pesebre”, es la práctica de aquel que asiste con frecuencia y facilidad donde le dan de comer. Es decir que hacían “buen pesebre”, dicho también muy castellano, aquellos que acudían diariamente a comer, tomar café, chocolate, refrescos o a solazarse en algún lugar. Fue así como por asociación de ideas, el lenguaje familiar y común de hace un siglo y medio llamó “Pesebrera” a estos espacios techados, abiertos, sin paredes, que los propietarios de fondas y cafés levantaban delante de sus establecimientos para reunir y servir a la juventud que buscaba esparcimiento. 

Las Pesebreras eran construcciones de formas regulares que oscilaban entre los 20 y 35 metros cuadrados (cuatro o cinco metros de ancho por seis o siete de largo). Cubiertas con techo de zinc corrugado a dos aguas o tejas de Pascuales, que alcanzaban alrededor de los tres metros de altura. 
Nacían en la parte exterior de los portales, delante del establecimiento y se proyectaban hasta la calle. Las primeras instaladas en la ciudad eran abiertas, pero, con el paso del tiempo a fin de evitar que la lluvia afectase a los parroquianos fueron cerradas por tres lados, dejando abierto el que daba hacia el portal. 
El cerramiento consistía de vidrieras apoyadas sobre un antepecho de balaústres. “Con sus formas arquitectónicas, con sus ventanas, vidrieras y corredores, sus aleros y cornisas y sus caños por donde corrían las aguas fluviales, semejaban las Pesebreras pequeños edificios de paredes de cristal, no desprovistos de cierta elegancia” (Huerta). Bajo este espacio cubierto habían mesitas, donde mozos muy limpios, servían a los comensales comida costeña y serrana. 
Además, café, chocolate, y los famosos helados imperiales, enfriados sobre nieve traída del Chimborazo por el camino de Guaranda (entonces no había fábricas de hielo). También jugos variados de naranjas, piñas, naranjillas, tamarindos, etc., refrigerados de la misma manera que los helados. Tales eran estos lugares colmados de alegre bullanga, siempre llenos de variada clientela, que comía y se entregaba a la pasión del juego de dominó. 
No hace muchos años, aun había en la ciudad lugares con alguna semejanza, excepto en aquello del juego. En la acera frente al establecimiento colocaban varias mesas con cuatro o más sillas protegidas por una tolda de lona, donde se servía helados, refrescos, dulces, etc. Pero debido a la intensa circulación de peatones y vehículos desaparecieron de los portales. 
Mas, en la época de la referencia la población era reducida, por lo tanto muy los escasos transeúntes. Tampoco los coches eran problema, pues no los había de ninguna clase. A duras penas el carretón de la Policía destinado a la recolección de la basura. Quizás algún esporádico jinete procedente de las quintas de la calle de la Gallera o del Cangrejito, o de Mapasingue trayendo a la ciudad la leche del día. El cual se apeaba, ataba su animal al balaustre y entraba para vender sus quesos, o a beber un humeante “carajillo” acompañado de una tortilla de maíz.
En 1842, en que apareció la terrible fiebre amarilla, existían varias pesebreras en el centro de la ciudad. Pero, la más frecuentada y merecía los favores de los aficionados a los platos típicos y al juego, era la de don José Robles y de don Manuel Lara. Establecimiento que, además, poseía un billar, probablemente el único que por esa época se conocía en un lugar público de la ciudad. 
Comida, postres, billar y dominó atraían hacia el café y su Pesebrera una numerosa concurrencia que permanecía por largas horas del día y de la noche disfrutando de ellos. Hemos dicho que entre la pesebrera y el café se hallaba el portal, desde cual era fácil mirar los entretenidos y divertidos juegos. El resultado de esto era el amontonamiento de mirones que aglomerados ante las mesas de dominó y de billar bloqueaban el libre tránsito del público. 
Con toda  seguridad esta congregación de curiosos, no afectaba en lo más mínimo al negocio de los señores Robles y Lara. Creo que por el contrario, no solo lo fomentaban sino que, además, debieron alegrarse y congratularse por la enorme convocatoria de su establecimiento.
Pero, estos lugares que gozan de la preferencia del público, siempre tienen un envidioso o un mojigato que se torna su enemigo. El Síndico Procurador del Cabildo, quien seguramente vivía en el vecindario del mencionado establecimiento, declaró la guerra a todas las pesebreras de la ciudad. En la sesión del 21 de abril de 1842, con voz estentórea, conminó a los munícipes a no tolerar por más tiempo el juego del dominó. “No debe permitirlo, ni en las Pesebreras, donde se juega públicamente (…) porque es pernicioso a la moral y a las buenas costumbres (…) fuera de esto, el número de concurrentes impide el libre tránsito por los portales”. 
No estoy seguro cuál fue la razón que condujo a la desaparición de este juego del dominó, en su tiempo tan característico de nuestra ciudad, como lo es hoy en toda Cuba. No sé si fue por la arremetida del furibundo Síndico, pese a que la ley protegía su juego o por la muerte de fiebre amarilla de todos sus adeptos y dueños de locales. 

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