La transportación pública se moderniza
Al finalizar el siglo XIX la ciudad casi había restañado las heridas del “incendio grande”, tenía 100.000 habitantes y ocupaba una superficie de 380 hectáreas. La cruzaban 70 kilómetros de calles en las que se levantaban 440 edificios particulares y 13 públicos. Fueron inaugurados el teatro Olmedo y el Colegio Nacional San Vicente. Por sus calles circulaban los carros de la Empresa de Carros Urbanos.
Las líneas del malecón partían de la plaza de la Concepción (actual Plaza Colón, Museo del Bombero) hasta la calle Colón. La de Pichincha, corría hasta la avenida Olmedo, donde tomaba Eloy Alfaro hasta el límite urbano sur. Otra se desplazaba por Chimborazo, desde 9 de Octubre hasta el hipódromo. De este a oeste había dos líneas importantes: Una por 9 de Octubre, desde el malecón hasta el puente del Salado y otra desde Pedro Carbo hasta Machala.
La Empresa, también estableció por esa época el servicio de pequeños vagones tirados por locomotoras que hacían un ruido infernal. El Grito del Pueblo, que circuló el 14 de septiembre de 1896, toma partido a favor del usuario: “La empresa de Carros urbanos es una calamidad mayor que el reinado de Abdul Assis en Turquía. En la línea del Salado hacía el tráfico un carro que llevaba el rótulo del Cementerio. Y hubo confusión de pasajeros. Figúrese usted que ninguno quería ir al Panteón. A pesar de que algunos eran cadáveres. Cadáveres, sí señores pues hay cadáveres vivos. ¡Ustedes se admiran! Parece que no vivieran en este siglo estrafalario”.
Los carros urbanos, y los “imperiales”, continuaron sirviendo a la ciudad, pero dada la demanda de los usuarios, la empresa había habilitado 17 rutas por las principales calles de la ciudad, las que sin contar los desvíos, cambios y curvas, sumaban una extensión de 75 kilómetros. La del malecón tenía una extensión de 3.736 m, y la del sur hasta el hipódromo, 3.613 m. Diez locomotoras a vapor, numerosos mulares, 70 carros para pasajeros, 2 carrozas funerarias y 80 carros y plataformas para transporte de carga en general. El pasaje costaba 5 centavos, que generaban a la empresa un ingreso diario de 500 sucres. La carga urbana y de la Aduana desde el Muelle Fiscal, era movilizada por la Compañía Nacional Comercial, con dos locomotoras a vapor y 63 plataformas.
Más adelante fue incorporado un vehículo diferente, llamado “Góndola”. Era una plataforma tirada por dos mulas, descubierto, con ocho asientos transversales. Durante el verano, concluido el trabajo aduanero salía de sus patios al atardecer. Diariamente circulaba desde las seis de la tarde hasta las ocho o nueve de la noche. Era un paseo de ida y vuelta por el malecón desde Las Peñas al “Conchero”. Este recorrido, que tardaba una hora, lo preferían los jóvenes enamorados para “dar una vuelta”, o personas que simplemente deseaban disfrutar de la brisa y la vista apacible del río.
Con frecuencia, los mulares de servicio se encontraban en tan mal estado que se negaban a continuar con su carga. El pobre animal, “terco como una mula” no cedía hacia atrás ni adelante, causando un congestionamiento de dos o tres carros. Era entonces cuando el “vagonero” y su ayudante mazo en mano, arremetían a garrotazos contra el exhausto animal, para forzarlo a caminar. Uno de esos días El Grito del Pueblo, protestó por tanto maltrato: “Nos parece un deber de parte de la Empresa del Tranvía, procurar los medios para mejorar la condición de los animales de su servicio, los que a primera vista revelan el estado en que se hallan. Por lo pronto les aconsejamos darles unos cuantos atados más de yerba (sic) y aumentar su número a fin de minorarles las horas de trabajo”.
Cada carro parecía extraído de la novela de Edmundo de Amici (La carroza di tutti). Especie de mentidero o silla del peluquero, que podría tomarse por un símbolo de la democracia, donde las clases sociales se confundían y hasta se amalgamaban. La gente se conducía como en su casa, sobre todo a la hora de retornar al hogar, ya desahogados del trabajo. Se opinaba libremente sobre temas políticos, y en íntimas tertulias hasta se confiaba secretos de familia.
La empresa de Carros Urbanos era un negocio, que repartía el 16% anual a sus accionistas, y como tal, tenía que ser lo más rentable posible. El problema surgía cuando lo hacían a costa de la calidad del servicio, y era durante el invierno que salían a relucir tales las deficiencias. Algunos coches tenían la parte posterior abierta, e instalado un asiento panorámico llamado “imperial”, espacio que al momento de la lluvia se convertía en piscina. A su interior muchos tenían tal cantidad de goteras, que daba igual viajar dentro o fuera del carro. Uno de estos, conocido como “de jardinera”, tenía cortinas laterales de lona, las cuales al momento de la lluvia y el viento esparcían tanta agua que el pasajero resultaba encharcado. Muchos se inundaban de tal forma que, los usuarios debían sentarse en el respaldo de las bancas y colocar los pies en el asiento.
La Empresa construyó un carro en sus talleres que salió con el número 33, pero resultó el peor de todos. Tenía los asientos colocados frente a frente, para dos pasajeros cada uno. Escasamente cabían dos personas, una en cada extremo, y con mucha incomodidad. Cuando se ocupaban todos los asientos los pasajeros viajaban mirándose las caras y tocándose las rodillas, lo cual debió espeluznar a más de una señora o señorita. La mejor disposición de asientos la tenían “el imperial” y el “jardinera”. Una hilera de cada lado, siempre mirando al frente en la dirección que llevaba el carro.
Los conductores en el frente del carro iban al descubierto, y durante el invierno no tenían siquiera un poncho de agua. En su mayoría descorteses y descuidados, reunían méritos suficientes para gozar de la antipatía pública. Los reclamos más frecuentes se referían a su higiene personal. El Grito del Pueblo, el 13 de marzo de 1900, recoge la protesta: “Que tengan las manos y las uñas limpias para el contacto que tienen con los pasajeros al recibirles el pasaje o darles el vuelto, sobre todo en estos tiempos en que la medicina ve microbios hasta en los labios más puros y aconseja el uso de antisépticos”.
Defectuosos y todo movilizaban la ciudad, la vida diaria y lo cotidiano era su campo. La línea “Plaza de Rocafuerte al Gas”, y la calle “Industria”, eran las más utilizadas, de allí su mayor frecuencia. A partir de las 5 de la tarde, hora de guardar, los carros “pertenecían a la juventud”. Cinco centavos bastaban para la vuelta completa, la animación de quienes salían del trabajo era mucha, particularmente en la línea del Astillero. Una tumultuosa fiesta sobre rieles de ida y vuelta, resumía la alegre sencillez de una juventud plena. El pasaje de medio real, servía para la vuelta completa, pues permitía abordar al que venía en sentido contrario. De uno a otro se trasbordaban los jóvenes para flirtear con las bellas asomadas en los balcones.
También había lo negativo, jovenzuelos que se divertían desde el piso alto del coche “Imperial” fastidiando al prójimo. El Grito del Pueblo, el 18 de marzo de 1900 dice que: “Los vecinos de la calle del Morro se quejan, de que hay muchos jóvenes de los que pasean en los carros imperiales, que tienen la mala costumbre de ir golpeando los balcones con sus paraguas. Una pandilla de estos malcriados o mataperros, que no puede dárseles otro nombre, pasean en el carro número 25 a las siete de la noche, y al pasar por la curva de la ya nombrada calle, golpearon el balcón con sus paraguas. Una de las persianas que estaba abierta cayó violentamente ocasionando la caída de una lámpara de kerosene, que por poco se inicia un incendio”.
Por las noches no había el recorrido de los carros urbanos, por tanto el gremio de cocheros prestaba su servicio de transporte. Estacionados en forma ordenada en las inmediaciones de los centros sociales, servían a las parejas o familias que se retiraban de los eventos. Situados también en las afueras de los bares o cantinas, recogían a los que se habían pasado de copas. Y a partir de las diez de la noche, uno tras de otro, se estacionaban en la calle Luque, a lo largo de la cuadra entre Escobedo y Chimborazo, en espera de los amantes de la tuna.
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