Puestas en funcionamiento y
apegando su accionar a una política reformista, la vigencia de las Reformas
Borbónicas, buscó en su aplicación, la afirmación del absolutismo, y la
declaratoria de libre comercio entre los puertos coloniales, los más afectados,
al punto de sufrir una reducción importante, fueron los derechos y beneficios
de los españoles americanos o criollos. Y pese a ciertas medidas paliatorias
nada se pudo hacer para evitar el enfrentamiento de la ideología oficial con el
pensamiento de la ilustración criolla.
Por otra parte, excluidos de los
cargos importantes de la Administración, vedada su libertad de ejercer sus
actividades comerciales y aprovechar los beneficios de su economía, más “la
pérdida de privilegios y el desdén con que eran tratados los descendientes de
españoles en América por los recién llegados reforzó la identidad de la nueva
elite”,[2]
que incluía a comerciantes y hacendados, actores de un florecimiento económico
que sobrepasaba en mucho al de la metrópoli.
“Pero el relativo bienestar y
comodidad no bastaron para contentar a los colonos. Como agudamente señala
Harina: <la libertad de comercio dentro del Imperio sólo engendró un deseo
de libertad para comerciar con todo el mundo>. La posibilidad de un
autogobierno que libere a las trabas comerciales del pacto colonial se hizo
cada vez más apetecible”.[3]
De esta forma, acicateados por
unas reformas centralistas, que más se parecían una mayor dependencia y mayor
sujeción a la corona, los criollos, a lo largo del siglo XVIII y en forma
paulatina, incubaron un profundo sentimiento de cosa propia, de nacionalismo en
ciernes. Pues, los estratos dominantes americanos interpretaron que todas estas
medidas afectaban directamente a sus intereses económicos.
Sin embargo, a finales del siglo
XVIII las cosas variaron notablemente como resultado de las reformas que
propiciaban el aumento de la producción y de mayores beneficios para la
metrópoli y el control de la administración colonial. La mayor parte de la
burocracia profesional que actuaba en la “administración colonial estaba en
manos de la elite criolla, de manera que las Indias habían alcanzado un nivel
de autonomía, que se ha descrito como autogobierno
a la orden del rey”.[4]
También, un importante sector
social, de los criollos, nada desestimable para la época, por su número e
incidencia social, también constituyeron buena parte de la oficialidad de un
ejército permanente, que fue fortalecido con el envío desde la Península de
regimientos completos, estableciendo un sistema de relevos en el servicio con
las tropas locales. Esto permitió a los americanos ser parte de un ejército
profesional formado por mestizos y “pardos”, del que buena parte de la
oficialidad era criolla;[5]
esto explica el número considerable de comandantes militares criollos,
debidamente formados y entrenados que se apartaron de la corona y participaron
en la guerra de independencia.
Esta conciencia de autoridad
adquirida los condujo a alcanzar, además de los cabildos de sus lugares de
nacimiento, cargos públicos importantes desde donde hicieron valer su poder y
vínculos sociales, lo que influyó enormemente en el desarrollo de un profundo
sentimiento de ”patria chica”, es decir, hacia una ciudad o región determinada.
Pero, con el paso del tiempo y el conocimiento del continente, este sentimiento
se amplió a espacios mayores, y una vez que se crearon universidades en las
capitales virreinales y de las audiencias, se fortalecieron los vínculos
intelectuales entre las elites criollas, creándose una “conciencia ilustrada” de
clase.
Este orgullo se acrecienta con
las descripciones de cientos de viajeros, científicos, tratadistas, etc., en
que destacan la hermosura de sus capitales, de sus puertos. La prodigiosa
naturaleza americana, su fauna y flora, los grandes ríos y cataratas, sus
magníficas montañas, en fin, tantas y tan diversas descripciones como las muy
numerosas referidas a Guayaquil durante los “viajes románticos” de los siglos
XVIII y XIX.
Mientras España se debatía en
una grave crisis proveniente del fracaso de la reforma emprendida por Carlos
III, que pretendía, además, aumentar el poder político del monarca, los
súbditos ultramarinos sucumbían ante la influencia de las bellezas y recursos
naturales americanos, relevados por científicos tan diferentes como José Celestino
Mutis y José Antonio de Alzate, La Condamine, Jorge Juan de Santacilia y
Antonio de Ulloa, Humboldt y muchos más. “Quienes supieron ver con inteligencia
y generosidad tanto las maravillosas ventajas de las Indias, como las
crueldades de los españoles o la mala administración política y económica”,[6] y
además, expresadas en forma magnífica en la literatura del siglo XVIII,
protagonizada tanto por criollos americanos como por peninsulares.
Influenciados por la atmósfera de
estas condiciones históricas muy singulares, en un gran segmento de los
criollos, especialmente de los de mayor preparación filosófica y social desarrollaron
un sentimiento de valoración y autoestima que generó indignación por una
marginación latente que dejaron sentir mediante numerosos escritos dirigidos al
propio rey, al que no cesan de advertir que tal actitud discriminatoria podría
llevar a la corona no solo a perder las posesiones americanas, sino a la ruina
total del Imperio.
Sin embargo, pasará mucho tiempo
antes de que se empiece a conformar una ideología independentista, la cual
“sólo surgirá abiertamente cuando se produzca la crisis de la Ilustración,
cuando el espacio concebido como <España> cambie radicalmente de
significado en la percepción de los que hasta entonces se consideraban, sin
perder sus señas de identidad <de las que se sentían profundamente
orgullosos>, como los hijos más fieles de la Monarquía Hispánica”.[7]
Por ejemplo, en el caso de
nuestra ciudad, los criollos guayaquileños, abogados José Joaquín de Olmedo,
Francisco de Icaza y Silva y Justo de Figuerola, fueron designados como
apoderados del Cabildo para que “promuevan ante el Rey nuestro Señor, sus
Consejos y Tribunales, las causas, negocios y pretensiones de este Cabildo”.
Estos criollos ilustrados en esas
funciones promueven la defensa de sus intereses y buscan negociarlo de mejor
manera con la Corona. Por eso, en sus cargos que no dejan de utilizar para
plantear proyectos y constantes reclamos en beneficio de la ciudad y la
provincia. También, Vicente Rocafuerte, a los 26 años de edad es elegido
Alcalde de segundo voto, con lo cual se incorpora por primera vez a la vida
pública guayaquileña. Asimismo, cuando la representación americana en las
Cortes consiguió la ampliación de su participación, fue elegido diputado don
José Joaquín de Olmedo.
Su actuación fue tan distinguida
desde el principio que, en la Comisión Permanente de Legislación, sucesora de
las Cortes Extraordinarias, ocupó el puesto de secretario. Posteriormente fue
primer secretario de las Cortes Ordinarias. No tomó parte activa en las
discusiones de la Asamblea hasta el 12 de agosto de 1812 en que habló de las
Mitas. En su extenso y dramático discurso presentó a la Cámara todos los
horrores que causaba tan monstruosa práctica de explotación, y terminó
exhortando a los diputados a abolirla. Nunca antes se habían pronunciado ideas
tan revolucionarias y transformadoras, que solo su libérrima mente pudo
concebir y a la vez exponer tan patéticamente la descripción de aquella gran
crueldad, impropia de seres humanos, ejercida contra el indígena.
El 19 de marzo de 1812, en medio
de serios procesos políticos de contradicciones y enfrentamientos internos
entre los distintos sectores sociales de España, que buscaban promover la
liberación, se dan procesos singulares de reivindicación política que se los
hace desde la tribuna política de ese momento: las Cortes. En efecto, en 1812 desde
las Cortes se promulgó la Constitución Política Española, de corte liberal y en
ella, José Joaquín de Olmedo, Diputado por Guayaquil y secretario de las Cortes
firmó la mencionada acta, el notable quiteño José Mejía Lequerica, Diputado por
Nueva Granada, no pudo firmar por cuanto se hallaba gravemente enfermo y los
pocos días murió. Pocas veces, como en esta oportunidad, se puede enorgullecer
nuestro país de haber sido representado tan dignamente. Posteriormente, volvió
a ocurrir cuando se aumentó la representación a todo el imperio y Vicente
Rocafuerte fue elegido a las Cortes españolas para engrosar las filas
americanas. Antes de incorporarse, en 1814, pasó por varios países estudiando
diferentes legislaciones europeas.
La presencia de estos
guayaquileños en Cádiz (Olmedo y Rocafuerte, especialmente el primero) no busca
ni pretende el liderazgo de los criollos hispanoamericanos. Tampoco ser simples
exponentes de un discurso ilustrado, desde las colonias. Llevan planteamientos
políticos concretos para que su dinámico espacio y unidad geopolítica (la
antigua provincia de Guayaquil) continúen con su ascenso socioeconómico que se
había iniciado en la segunda mitad del siglo XVIII, pese, a la crisis de la
estructura socioeconómica colonial.
La formación ilustrada, más
francesa e inglesa que específicamente española, de Olmedo y Rocafuerte, los
intereses que representaban y la visión estratégica en la cual se movían las
elites guayaquileñas, les permitía entender que “para una América que estaba
atravesando una crisis económica y que se encontraba amenazada por graves
conflictos sociales, el viejo estado imperial había dejado de tener utilidad
alguna, de modo que no tenía sentido seguir participando en los costos
crecientes de su mantenimiento” (Mario Hernández Sánchez-Barba, América y la
Crisis del Antiguo Régimen).
Esta lectura adecuada del
momento histórico que vivían, explica tanto el discurso de Olmedo, la
resolución final sobre la abolición de la servidumbre indígena, cuanto la
conducta posterior de Rocafuerte de no inclinarse ante representante alguno del
antiguo régimen.
[1] Marina
Alfonso Mola, “Lo mejor de ambos mundos: Criollos”, en La Aventura de la
Historia 60, Madrid, 2003. Pág. 66. “No está muy claro en qué momento empezó a
emplearse la palabra “criollo” para denominar a los blancos naturales de las
Indias, término que además haría fortuna en otras lenguas (créole, creole,
criolo). El primer testimonio data de 1567, cuando Lope García de Castro, presidente
de la Audiencia de Lima y gobernador del Perú, al referirse a los rebeldes
empleó la palabra en cuestión “Esta tierra está llena de criollos que son éstos
que acá han nacido. que nunca han conocido al rey ni esperan conocerlo”,
sentencia lapidaria, que define admirablemente el término, al tiempo que señala
su connotación desdeñosa”
[2] Marina
Alfonso Mola, “Lo mejor de ambos mundos, Criollos”, en La Aventura de la
Historia, Nº 60, Madrid, Arlanza Ediciones SA. Pág. 67, 2003. “Mitologías y nacionalismo criollo”, Marina Alfonso
Mola (Profesora de Historia Moderna de la UNED).
[3] Mariano Fazio Fernández, Op. Cit., Págs. 13-14.
[4] María
Luisa Laviana, Op. Cit., Págs. 96-97.
[5] Laviana,
Ibídem.
[6] José Luis
Peset (investigador de la Historia, C.S.I.C.), “Las expediciones científicas:
El rapto de América”, en Aventura de la Historia Nº 60, Madrid, Arlanza
Ediciones, Págs. 82-83, 2003.
[7] Marina Alfonso, Op. Cit. Pág. 69.