Un
reloj de sol en Guayaquil
El proceso de desarrollo de Guayaquil,
empezó trece años después de su fundación el 25 de julio de 1547. La
importancia de su actividad comercial, la exportación de maderas exóticas, la
comercialización del cacao, su famoso astillero, etc., fueron el punto de
partida a su gran riqueza. La división de la ciudad, los pavorosos incendios,
asaltos de corsarios, pestes, etc., en lugar de desanimar a sus habitantes, los
estimularon y fortalecieron para continuar aferrados al espacio ganado con
esfuerzo y sacrificio.
Durante el siglo XVI, el
solo contacto de los guayaquileños con hombres de mar españoles y unos pocos
extranjeros (entonces las colonias americanas estaban cerradas a todo tráfico
marítimo que no fuera ibérico), ya producía un flujo de ideas, experiencias y
expectativas. No digamos cuando posteriormente lo tuvieron con la marinería,
oficiales y viajeros de otras nacionalidades que, pese a las restricciones,
lograban avizorar mundos diferentes.
En las primeras descripciones de
Santiago de Guayaquil hechas por españoles, como el fraile dominico Reginaldo
de Lizárraga en 1560, y el licenciado Salazar de Villasante, cuando fue
gobernador de la Audiencia de Quito entre 1562 y 1563, ya se destaca la gran
diferencia entre los habitantes del litoral y los del interande. Por estas
razones es necesario revisar la historia de Guayaquil, para conocer a una
sociedad especial y enterarse de su lucha permanente contra lo adverso.
Familiarizarse con la constante actitud que busca la superación espiritual y la
riqueza material, es entrar a la comprensión del siempre presente espíritu
libre y autónomo, fundamento de las transformaciones sociales, políticas y
económicas ocurridas en nuestro país.
Como ya conocemos, Guayaquil después de
su fundación y luego de una larga búsqueda por un espacio seguro para
desarrollarse, debió realizar varios asentamientos, que cada uno de estos
respondió a un acto jurídico distinto que demandaba cada posición. El 25 de
julio de 1547 fue asentada en la cumbre del cerro Santa Ana posición que les
permitía avistar con tiempo al enemigo y prepararse para la defensa.
En 1590 la ciudad aun
permanecía en la cumbre de los cerros, hecho que está debidamente anotado en la
descripción de fray Reginaldo de Lizárraga, pues asegura “que toda la vecindad
estaba poblada en la plaza de arriba donde se hallaban la casa del
cabildo y la Iglesia Mayor.” Según las primeras normas que regían al cabildo
promulgadas en Lima en 1598, el Ayuntamiento debía reunirse los días martes y
viernes de cada semana, y la asistencia de los capitulares era obligatoria, por
lo que cada falta injustificada era penaba con diez pesos de multa.
En 1636, este capítulo fue
modificado, limitando cada sesión solo a los viernes. La razón de esta
modificación a la ordenanza que ordenaba hacer cabildo dos veces a la semana
era bastante aceptable y justa, pues, aparte de que la ciudad estaba muy
extendida y había mucha dificultad para comunicarse entre los barrios durante
el invierno, había que subir el empinado cerro. Por tanto los capitulares
argumentaron que “por ser la tierra enferma y el invierno tan penoso y al
tiempo y cuando se despacharon las dichas ordenanzas toda la vecindad estaba
poblada en la Plaza de arriba donde estaban las Casas del Cabildo y la Iglesia
Mayor, y la continua asistencia del corregidor era en la dicha parte, y toda la
ciudad y el corregidor se has pasado a la población de abajo, con que es muy
grande trabajo y penalidad el subir dos veces cada semana a hacer cabildo”.
Pero hay algo que resultaba
indispensable para el orden y desarrollo del trabajo de la sociedad: un reloj
para regular las horas de trabajo, cambios de guardia, horas de zarpe de las
embarcaciones. Las corridas de toros en la Plaza de Santa Catalina y Santo
Domingo, peleas de gallos, las comedias en la Iglesia Matriz, etc. Es verdad
que los recursos de los vecinos para conocer las horas iban desde el canto del
“ollero”, con mucha aproximación a las seis de la mañana y a las seis de la
tarde a la proyección de la sombra de árboles, postes, aun de las mismas casas
que a lo largo del tiempo habían aprendido a identificar.
De todos modos había el
recurso del reloj de sol implantado en la plaza de arriba, pero, cuando la
ciudad bajó del cerro, era necesario subirlo para ver la hora. Después se
intentó ponerlo en la Plaza de Santa Catalina, pero tenía el inconveniente que
a partir de las 4 de la tarde el cerro tapaba el sol y no era posible saber la
hora, En1603 los frailes Franciscanos establecieron su convento a orillas del
estero de Villamar (actual calle Loja) e instalaron un reloj de sol y las horas
se anunciaban desde los campanarios del recinto. A partir de 1678, el espacio que
ocupada la ciudad resultaba inadecuado para un trazado moderno y en 1693, una
parte de la ciudad se desplazó al sur y la otra se mantuvo en las faldas del
cerro Santa Ana.
Es en el cabildo celebrado en Ciudad
Nueva el 11 de septiembre de 1770, que por primera vez se encuentra una
referencia a un reloj destinado al servicio público: “En este cabildo se mandó
que el Mayordomo dé los pasos necesarios para un reloj de sol, para que de este
modo se alivie la ciudad y que los carpinteros no se aparten de la hora
acostumbrada”.
Durante el periodo de Ramón García León
y Pizarro (1779-1790), se emprendió en una serie de obras públicas. Muchas de
las cuales se mantenían en pie al momento de la independencia. En Ciudad Vieja,
por ejemplo, se reconstruyó el antiguo cuartel de milicias, se levantó la
cárcel nueva y se inauguró el templo de La Concepción. Se edificó un mercado en
la orilla; se rehabilitaron los galpones de la Real Aduana, la Sala de Armas y
el viejo matadero. A un costo de dos mil quinientos pesos se refaccionó el
muelle de la “Aguardientería”, facilidad portuaria y orgullo de los vecinos.
Entre estos adelantos estuvo la erección de una
torre para instalar un reloj público. En la sesión del Cabildo del 7 de enero
de 1783, se conoce el pedido del contratista Salvador Sánchez Pareja, de un
anticipo de doscientos pesos, para lo cual “se mandó agregar el expediente de
la materia y que se trajese para el primer cabildo”. Esta gestión fue resuelta
favorablemente, “luego de revisar el expediente formado sobre la colocación de
la campana que ha de señalar las horas, y para este efecto se le mandaron
entregar doscientos pesos al práctico que se nombró para dirigir la obra, bajo
el permiso que presta el señor Gobernador y formal recibo del citado práctico”.
El 8 de marzo de ese año solicitó
doscientos pesos más, y el 17 de mayo cuatrocientos pesos adicionales. El
Cabildo exigió la exhibición de “las cuentas de la obra de la torre que se le
había encargado”, que trasladó al procurador general para su revisión. Como aun
faltaba un tramo de la construcción, el 8 de julio de 1783, don Gaspar Ruiz
Cano y don Gaspar Gutiérrez fueron designados avaluadores, a fin de que
“proceda el Ilustre Cabildo con acuerdo del señor Gobernador, a presentar el
correspondiente obedecimiento para dar principio a su ejecución”.
Finalmente en el cabildo celebrado el 8
de agosto de ese año, “se aprobaron las cuentas presentadas por don Salvador
Sánchez Pareja, de los gastos impendidos en la obra de la torre que ha sido de
su cargo; y se mandó satisfacer el alcance en cantidad de doscientos nueve
pesos seis reales que demandó la instalación del reloj público que gobierna la
ciudad”.
El aparato era un vetusto y herrumbrado
cronógrafo, originalmente instalado en el Colegio San Francisco Javier de los
jesuitas que se instalaron en Guayaquil en 1639 y luego de la expulsión de los
jesuitas en 1767 por orden de Carlos III, quedó abandonado en la torre del
plantel. Viejo y todo, con el limitante de marcar las horas, mas no anunciarlas
mediante una campana fue acomodado en su atalaya. El campanero, que habitaba en
los bajos de la torre, debía, mediante una cuerda, repicar la campana para
anunciar la hora con tanta sonoridad como imprecisión. Arrancado el cordel por
el uso, la comunidad hizo una colecta de “tres mil maravedíes para compra de
una soga para la campana del reloj”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario