jueves, 30 de mayo de 2019




Comercio de cabotaje

Apenas establecidos Guayaquil y su provincia eran ya un reducto diferente, pues su condición mercantilista las condujo al predominio sobre las demás. Y, por la demanda creciente de artículos de consumo, el comercio exterior y costero se agilitaron, se hicieron más eficientes y seguros mediante naves mayores y veleros de menor desplazamiento. Con estos últimos se dinamizó la construcción naval en los astilleros, cuya principal actividad estaba destinada a los grandes navíos de comercio y defensa, pero demandaba más tiempo.

En 1841, gracias a Rocafuerte se inició la navegación a vapor. Anteriormente todo el comercio de cabotaje se hacía mediante balandras y goletas de dos palos, conocidas localmente con el nombre de “pailebotes”, variante de la palabra inglesa payload boat (embarcación de carga útil). Ambas, mientras eran cargadas, permanecían atracadas en los muelles o a pilotes hincados en el lecho del río, frente al mercado de la orilla, o de las casas de comercio. La función que cada una cumplía era distinta: mientras la balandra penetraba por los esteros, o a los puertos de menor profundidad, el pailebote, navegaba a los más distantes. Aparejado con dos velas latinas y dos foques era más rápido y, por su mayor desplazamiento soportaba más carga.

Con la carga completa, generalmente de propiedad del armador, que consistía básicamente de harinas de trigo o plátano, subproductos o elaborados como maicena, galletas, fideos, etc. Azúcar, panelas, confites, etc. Sal en grano, arroz pilado, granos secos, frutas secas, etc. Tejidos burdos, como bayetas, jergas, yute; telas de algodón y otras suntuarias; tabaco elaborado, aguardiente, breva de mascar, pólvora, herramientas varias, etc. Suelas, cueros, pita, jarcia, alquitrán, cemento, zinc corrugado, etc., o con sus propietarios a bordo, zarpaban cuando se iniciaba la marea vaciante para facilitar la orza contra el viento.

La duración del viaje de ida y vuelta, dependía de las distancias, del viento y de los negocios de compra y venta en cada puerto, muchas veces debían esperar que se complete la carga. Desde Esmeraldas, traían de vuelta cocos secos, maderas, mangle, concha prieta, etc. De Manabí, cacao, café, maní, sal prieta, lana de ceiba, etc. Al paso por la península, recogían la carga de sal en grano y refinada, pescado salado, alquitrán, brea, etc. Cuando viajaban a Galápagos cargaban aceite de lobo marino o de ballena para el alumbrado público, bacalao salado, etc.

Desde la colonia este comercio cubría tres rutas básicas: 1) las balandras que penetraban por el río Naranjal hasta el puerto de Bola, llevaban mercaderías para Cuenca y volvían con sombreros, tejidos, maderas, aguardiente, etc. 2) El viaje a Puerto Bolívar y Santa Rosa por el canal de Jambelí, que también comerciaba con el norte del Perú. Y, 3, por el canal del Morro se bordeaba la punta de Santa Elena para cubrir la costa norte. A lo largo de ella recalaban en el Morro, Playas, Chanduy, Salinas, Santa Elena, en Guayas. En Manabí, tocaban en Cayo, Machalilla, Puerto López, Manta y Bahía. Fondeaban en los puertos esmeraldeños de Muisne, Atacames, Esmeraldas, Río Verde, Valdez y San Lorenzo. Alcanzaban también Galápagos, Tumaco en Colombia y Panamá.

Por entonces, era de uso corriente llevar cacao y sombreros de paja toquilla de contrabando a Panamá, desde donde se reexportaban a otros países. De allí nace el nombre de “panamá hat” que se endilgaba en forma ilegítima al sombrero de Montecristi. El retorno desde el istmo también lo hacían con mercadería ilegal que la introducían por las caletas costeras o por el Estero Salado hasta Guayaquil.

A partir de 1841, pese a que el privilegio de navegación concedido en 1839 a William Wheelwright exceptuaba el cabotaje, hizo tabla rasa de la ley, y se apoderó, hasta 1880, del comercio costero. En enero de 1866 el Gobierno contrató con la Compañía de Vapores del Pacífico el transporte de la valija del correo entre los puertos ecuatorianos y desde estos a los puertos colombianos, peruanos y chilenos que tocasen los vapores de la compañía; ésta recibía 1.000 pesos mensuales por efectuar tal servicio. Naturalmente, amparada por esta facultad, la empresa naviera derivó su actividad al comercio de cabotaje.
Dos años más tarde, se contrató el transporte del correo con la Compañía Sudamericana de Vapores, la cual continuó violando las leyes que prohibían ejercer el cabotaje. El Congreso Nacional, vista la violación de la ley, decidió regularizar tal situación, y, el 1º de septiembre de 1888 promulgó un decreto que, en lo concerniente decía: “El comercio de cabotaje costanero y fluvial en las costas occidentales de la República es libre para los buques tanto nacionales como extranjeros”. Con este golpe, el comercio costero casi quedó en manos de las compañías extranjeras de vapores. La balandra perdió importancia, más no el pailebote. Este se mantuvo firme en el cabotaje, hasta 1930 en que hizo su aparición el motovelero, el cual con velocidad e itinerarios fijos lo llevó a la desaparición. El “Faraón” fue no de los sobrevivientes que conocí cuando niño, el cual por no pagar parrilla para su carenaje, se varaba dos veces al año en la playa del barrio Las Peñas, frente a mi casa.

El motovelero, como su nombre lo indica, navegaba a motor de combustión interna, movido por diesel, y, por una vela que le permitía economizar combustible o salir de algún apuro por falla mecánica. Construido de madera en Puná o Posorja, bajo el mismo patrón de las balandras pero de mayor tamaño que los pailebotes. Bodegas amplias para la carga, camarotes para pasajeros y entrepuente para la tripulación. La cual, la mayoría de las veces estaba constituida, desde el capitán, el cocinero, hasta el último marinero, por una familia. Los más conocidos apellidos marineros, todos “cholos”, eran Tigrero, Orrala, Quimí, Mite, Parrales, Chalén, Yagual, entre otros, que abundaban en esas rutas.

El primer armador, dueño de una empresa de cabotaje, fue caballero manabita don Simón Delgado Gutiérrez, padre de los Delgado Cepeda, quien con sus motoveleros “Servia”, “Cóndor I” y “Cóndor II”, sirvió y prosperó dentro del comercio costero. Otro de ellos, fue don Julio Hidalgo Martínez, quien desde su oficina en “El Conchero” se mantuvo hasta el final, por 1950, en que gracias al Comité Ejecutivo de Vialidad del Guayas, se había iniciado el plan vial de la provincia. Las últimas naves de esta clase fueron el “5 de Junio”, “Carchi”, la motonave “Colón”, cuyo capitán era el “cholo” Arias. Las cuales dominaron el comercio de cabotaje en nuestra costa y Galápagos, y prosperaron llevando el progreso a los puertos ecuatorianos. Los guayaquileños entendieron que su futuro no estaba en las montañas si no en el río y el mar, por eso centraron en ellos sus esfuerzos y alcanzaron con éxito el desarrollo mercantil y urbano de la ciudad.


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