Guayaquil: centro vital
Guayaquil, a medio camino de la ruta comercial
entre Panamá y El Callao, fue lugar óptimo para el aprovisionamiento de los
barcos que navegaban por ella. Su ubicación y la condición de
ciudad-puerto-adentro le dio gran importancia en el Pacífico sudamericano.
Mantuvo unidas, como extensiones marítimo-portuarias, a Manta, Santa Elena y
Puná. Esta última, la más vinculada, fue paso obligado y surgidero de grandes
navíos. Las familias indígenas, excelentes marinos, proveyeron de pilotos y
prácticos, además de maestranza calificada y calafates para la carena de los
buques en sus astilleros.
Guayaquil fue vía de ingreso de artículos
extranjeros al territorio de la Audiencia de Quito y, única salida para sus
productos. Los ríos Babahoyo, Daule, Yaguachi y Naranjal, tenían sus puertos
terminales, y constituían la apertura más franca al movimiento comercial y a la
comunicación con la Sierra. El río Babahoyo la más importante ruta fluvial de
Guayaquil, por este se viajaba a Guaranda, Riobamba, Quito y al norte.
Por el Yaguachi se llegaba a Alausí, y, el río
Naranjal enlazaba el comercio guayaquileño con Cuenca, Loja y el norte del
Perú. Vías que entraban al callejón andino y se repartían por el Camino Real.
El Daule, y su puerto fluvial, terminal del camino de Manta y Portoviejo, era
la arteria con que Guayaquil se comunicaba con la mitad occidental de la
provincia.
La red hidrográfica del Guayas servía como sistema
expedito para llegar al centro y oriente la provincia de Guayaquil. Santa Elena,
Portoviejo, La Canoa, etc., estaban fuera de su influencia, y el contacto del
cabotaje costero era insuficiente. Esto motivó la apertura de caminos de
herradura, que casi todo el año se encontraban en mal estado.
Las rutas hacia la serranía partían de los puertos
fluviales, pero al paso de la cordillera debían afrontar dificultades y
peligros, por lo cual se decía que: “…es preciso que los hombres se conviertan
en animales para caminar metidos en el lodo y que los brutos se conviertan en
racionales para poder caminar con todo tiento y no hacer pedazos al jinete”.
El camino por Babahoyo hacia Quito, tenía dos
opciones: la de la Ojiva, la más importante, que en siete horas subía la cuesta
de San Antonio Tarigagua, hasta Guaranda. La segunda, utilizada en la estación
lluviosa, ascendía por la trocha de Angas, y por el pueblo de Chapacoto
alcanzaba Guaranda en tres días. Ambas convergían al Camino Real y por
Riobamba, Ambato, Latacunga, llegaban Quito en 12 días durante la estación
seca, y 25 en la lluviosa.
A tal punto llegaban los riesgos que en 1784, se
decía que “los caminos no pueden atravesarse sino con gravísimo riesgo y
averías continuas, en que perecen no sólo las caballerías y bestias de carga,
sino aun las gentes mismas que viajan en semejante estación forzadas de la
necesidad” (Miguel Olmedo).
Muchas veces se intentó sin éxito la construcción
de una senda transitable todo el año.
En 1799, los vecinos de Guaranda, ofrecieron
“abrir a su costa el camino de la montaña, desde su boca hasta el primer
embarcadero de invierno, para facilitar el tráfico y comercio de la sierra con
esta ciudad, de invierno y de verano, sin la pensión de pasar los ríos
intermedios”.
Pedro Vélez, también propuso unir Guayaquil con
Latacunga, bien a través del río Zapotal, o por el río Palenque. A cambio de lo
cual obtendría la exclusividad del comercio de la sal en la Sierra. Hubo otra
oferta para acceder al puerto a través de las montañas de Tabaloy y el pueblo
de Pasaje. Sin embargo no hay registro oficial alguno que respalde veracidad de
esta propuesta.
La comunicación con la Sierra sur presentaba aun
más dificultades. Para llegar a Cuenca había que navegar por el Guayas hasta el
río Naranjal, y remontarlo hasta el puerto del mismo nombre, o al de Bola.
Desde donde se subía a la sierra por Molleturo y cruzaba los Andes a través de
la cuesta de Chalapud, la cual, con la estrechísima ladera de Mivir, eran los
puntos más peligrosos.
Senda que además de lo agreste de la cordillera,
se interrumpía por 6 o 7 meses al año. Dificultades que reconoce Francisco de
Requena, y en 1774: “recomienda despejar la cuesta de Chalapud desmontando las
paredes que espantosamente encajonan en ella el camino, retirando las piedras
que lo cierran y hacen dar esforzados saltos a las bestias y no requieren más
trabajo que hacerlas rodar por la misma cuesta hasta que se pierdan en las
quebradas, y, finalmente, talando los árboles de la zona”.
“En cuanto a la ladera de Mivir, no necesita más
arreglo que ensancharla, arañando la tierra para que las bestias que tropiecen
no se precipiten al formidable abismo que por el monte abajo les espera. Se
debe, además, construir un puente en el último vado del río Chacayaco para
asegurar el paso en el invierno y, por último, es necesario establecer como
mínimo dos tambos donde se recojan los pasajeros y recuas, y hallen abrigo en
que reforzarse para continuar el viaje”. Requena calculaba que el costo total
llegaría a 6.000 pesos, amortizables en tres años, con la contribución de un
real por viajero (estimó que transitarían unas 16.000 personas al año). Ninguna
autoridad se interesó por su proyecto.
En 1814 seguía usándose la ruta Naranjal-Cuenca,
transitable solo cuatro o cinco meses al año. Había una alternativa, aunque
bastante más larga, que accedía a la zona maderera por el río Yaguachi, subía
por Alausí y tomaba el Camino Real hacia Riobamba o Cuenca. Todos, sin
excepción, eran senderos de mulas totalmente alejados del concepto de lo que es
una carretera.
Las dificultades propias de una topografía
agreste, obstaculizaron la construcción de vías de comunicación, e impidieron
la vinculación entre el litoral y la Sierra. Las cuales, dejando de lado las
grandes diferencias en las formas de ser de sus habitantes, son las causales
del desconocimiento y desconfianza mutuas que tenemos entre litoralenses e
interandinos. Grandes proyectos se plantearon como urgentes y, pese a haber
sido motivo de preocupación de muchos gobiernos, por intereses mezquinos,
propios de localistas carentes de visión de futuro, la mayoría quedaron truncos
o no pasaron de meras intenciones.
Por otra parte, desde la conquista hasta los dos
tercios del siglo XVIII, la falta de interés de los comerciantes del litoral
por establecer rutas terrestres con la serranía, se debió no solo a la gran
disponibilidad de enlaces que ofrecía la cuenca del Guayas. Comunicación
amplia, expedita y sin obstáculos, que los conducía al mar, al mundo y a un
promisorio futuro. Sino, en porcentaje muy elevado, a las pocas alternativas
que ofrecían la economía y los productos serranos, enclaustrados y feudalizados.
La limitada economía de hacienda, sin perspectiva
comercial, vigente en el altiplano, carecía de productos exportables y no
ofrecía ningún estímulo al desarrollo de una política de apertura vial. El
comercio doméstico y estrecho que se podía practicar con los valles andinos
condujo al hombre del litoral a buscar su futuro en el mar y su apertura, no en
las montañas y sus limitaciones.
Este horizonte de una ciudad centro de comercio
nacional e internacional, se ha reflejado en la actitud y pensamiento de sus
próceres, poetas, hombres de letras, música y cultura, es el que ha marcado en
el litoralense el espíritu autonómico que lo identifica y domina. Es el que se
ha expresado en las grandes transformaciones sociales y mantenido vigente a lo
largo de la historia.
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