sábado, 28 de septiembre de 2019


El colonizador, su mujer, el reparto de la tierra y de los indígenas
Pese a las precisiones con que muchos estudiosos han seguido la trayectoria general de la conquista, de los soldados, los hijosdalgo que partieron en busca de fortuna, poco se ha tratado la mujer española que, desde los primeros años, estuvo presente en este encuentro de dos civilizaciones. 
Sin embargo, luego de permanecer intocada, la investigación sobre su presencia e importancia en la conquista, en la actualidad aunque con resultados algo escasos, el trabajo más significativo realizado a la fecha es el de la investigadora norteamericana, Nancy O’Sullivan-Beare, cuyo título es: “Las Mujeres de los conquistadores”, Madrid, 1960. 
Quien, además, de penetrar hábilmente en la forma de ser y conducirse del español del medioevo, rescata en toda su dimensión el gran papel que a la mujer le tocó jugar en su misión de compañera del conquistador. Investigadores de muchas nacionalidades han procurado acceder en diferentes aspectos sobre el tema, muchos de estos muy importantes, pero carentes de profundidad en el estudio del papel que esta jugó “en la economía, en la sociedad, en las artes, en la política y en su misión trascendente como creadora de pueblos” (Borges Analola: Anuario de Estudios Americanos, 1972).
Cuando Santiago de Guayaquil, luego de una larga trashumancia, logró asentarse en la seguridad del cerro Santa Ana en 1547, se inició el reparto de la tierra. Y la mujer española a finales del siglo XVI ya formaba parte de su población incipiente. Con el estímulo de su presencia, el conquistador-colonizador, empezó a tomar los campos y prepararse junto a ella para acceder a la propiedad de la tierra. 
Mediante las instituciones típicas del coloniaje, como la encomienda, repartimiento y hacienda, sistema que sometía al indígena al trabajo en los campos. La encomienda, fue una delegación del poder sobre los súbditos indígenas, que los colocaba bajo la tutela del encomendero. El cual, a cambio del tributo y trabajo de los encomendados, debía darles instrucción religiosa y administrar a cierto número de ellos. 
Para lograr un repartimiento durante la colonia, se podía recurrir a cuatro mecanismos distintos: 1.- Por repartimiento de tierras efectuados por los cabildos durante la conquista; 2.- Por Reales Cédulas de gracia y merced; 3.- Por prescripción de dominio (posesión y cultivo durante un periodo de cuarenta años o “desde tiempo inmemorial); y 4.- Por composición y venta. La tierra adquirida de esta forma fue elegida, preferentemente, entre la situada a orillas del sistema fluvial del Guayas. 
Lo cual constituyó el génesis de la “pepa de oro” y del auge económico de Guayaquil. Posesión de tierras que a finales del siglo XVIII y principios del XIX, devinieron en las grandes haciendas y ricas plantaciones en que se basó el poder económico de la provincia y se incorporaron a nuestra historia.
A través de esta gestión inicial de desarrollo, nos ha llegado la imagen de la mujer del pueblo, que tuvo el coraje de abandonar su vida en la Península, que aunque pobre, plácida y pueblerina tenía el recurso de proceder de grupos familiares sólidos. 
Por esto es imposible que las mujeres elegidas para ser desposadas con los conquistadores no se hayan forjado alguna ilusión, pues, no solo que esto es normal, sino que posiblemente, soldados o capitanes, serían hombres esforzados que habrían obtenido compensaciones por su valor y sacrificio, posición económica que la situaría en un estamento social que ella no habría alcanzado en la Península. Por el solo hecho de haber participado en la conquista, y poseer repartimientos de tierras o encomiendas de indios, el más sencillo de los soldados, ya habría alcanzado el rango de hijosdalgo o de home rico. (Anuario de Estudios Americanos).
Pese a que muchas veces, esto no pasó de ser si no simple expectativa, pues muchos de los conquistadores-colonizadores no alcanzaron a llenar sus ambiciones y con ello se produjo la frustración de la pareja. Los enormes sufrimientos que debió afrontar esta mujer sin identidad, responden a una migración planificada y orientada que no se detiene ni mengua, todo lo contrario, aumenta con los años. 
Las grandes extensiones que debía cubrirse estaban muy lejos de ser sometidas y las villas o ciudades ya fundadas, no tenían los vecinos necesarios para su desarrollo. Pese a lo cual, los apoderados de ultramar insistentemente reclamaban el envío de mujeres, demostrando que su presencia entonces era tan intensamente requerida como lo fuera en los primeros años.
La forma de repartir la tierra y su posesión en las zonas cacaoteras de la provincia de Guayaquil, al empezar la transición del periodo colonial al poscolonial, era básicamente la misma que la empleada inmediatamente después de la conquista. Por eso el masivo desplazamiento de hombres y mujeres españoles hacia los dominios de ultramar, a poblar sus tierras, no cesó.
Hay dos fechas distintas que permiten hacerse una idea bastante exacta de la importancia de la población española de las Indias. En 1574 se registran doscientos veinticinco pueblos y ciudades de españoles que sumaban aproximadamente veintitrés mil casas de familia, con cinco, seis o siete personas en cada una. 
La familia española en América frecuentemente era muy vasta y superaba largamente al marco familiar de la metrópoli. Parece ser que esta apreciación se queda corta según opiniones autorizadas, que sostienen haberse omitido muchas poblaciones y subestimado bastante el número de casas en cada una de las calculadas. Con lo cual, en el año señalado, se llegaría a los doscientos veinte mil españoles en América (Geografía y descripción universal de las Indias, 1574). 
El interés marido y mujer colonizadores, por establecerse en Guayaquil era menos significativo que en otras regiones. El clima, las altas temperaturas y humedad del ambiente, tanto en la ciudad como en las plantaciones. Alimañas provistas de venenos urticantes, víboras, insectos muchos de ellos ponzoñosos, mosquitos y la presencia endémica de la malaria, eran más que suficientes para desanimarlos. Sin embargo, la alta productividad de las tierras, el río y la proximidad del mar, vencían los temores. 
En estimación general datada entre 1612 y 1622, el religioso fray Antonio Vázquez de Espinosa propone la cifra de setenta y siete mil seiscientas casas españolas, lo que daría un total de entre cuatrocientos sesenta y cinco y quinientos cuarenta mil españoles a razón de seis o siete por casa. Considerable incremento por el cual la población de Guayaquil pasó de 785 a 2000 en el lapso de cinco años. Cosa que no sorprende, si consideramos que la ola de emigrantes hacia los territorios americanos, llegó a preocupar a Felipe II a comienzos del siglo XVII, por el gran despoblamiento que acusaba la Península (Compendio y descripción de la Indias occidentales, 1628).
La provincia de Guayaquil abarcaba casi la totalidad del litoral, es decir: las actuales provincias de El Oro, Guayas, Los Ríos, Manabí y la parte sur de Esmeraldas. Sus aproximadamente 50.000 Km. 2 de superficie, en 1763 al tiempo que dejó de ser corregimiento y para ser elevada a gobernación militar, estaban divididos en siete partidos: Portoviejo, Punta de Santa Elena, la Puná, Yaguachi, Babahoyo, Baba y Daule. Pero a mitad del siglo XVIII, los partidos de Puná, Daule y Baba, a su vez fueron divididos en Naranjal, Balzar y Palenque, respectivamente, con lo cual pasaron a ser diez. 
Pero esta evolución de su estructura política no termina allí: a principios de 1768, a costa de territorios de Esmeraldas se crea el partido de la Canoa; en 1780, por una segunda división del partido de la Puná, surge el de Machala, y en 1783, nace el de Samborondón, extraído del de Baba. Ya en el siglo XIX, precisamente en 1802, de una segregación de Babahoyo, nace el de Puebloviejo, con lo cual se completaron catorce partidos, a su vez divididos en curatos y pueblos. Cambios y divisiones que, vista la gran extensión de la provincia, tenían como finalidad básica, la civilización de los indígenas en base a someterlos a vivir en poblados, bajo la influencia de una administración de justicia y de la religión católica.
La presencia de la mujer en Guayaquil, como en todos los dominios ultramarinos tenía una doble importancia para la Corona Española: pues mediante la unión matrimonial se establecía un hogar y garantizaba la indispensable descendencia para la supervivencia de la sociedad. Fue considerada como medio para poblar y dominar, indispensable para parir hijos. Era necesario “crear hogares como lo es plantar árboles, explotar una mina o acrecentar las tierras cultivables. Se convierte, así la mujer en un objeto más de exportación en beneficio de la política socio-económica indiana” (Anuario de Estudios Americanos). La mujer española, exportada para dar a luz, multiplicó la población que impulsó la economía guayaquileña. 

domingo, 22 de septiembre de 2019


Traslado de Santiago de Quito al litoral
En junio de 1535, Benalcázar, al mando de considerable contingente, mayoritariamente formado por los hombres que habían pertenecido a la expedición de Pedro de Alvarado, salió de Quito con destino al Perú, como consta en la probanza de Diego de Sandoval fechada el 19 de noviembre de 1539:“Vido como el dicho capitán Sebastián de Benalcázar se partió desta villa para ir a la costa e vido ir con el dicho capitán al dicho Diego de Sandoval e que sabe que se conquistó la dicha tierra e se hizo la dicha ciudad”. 
Se detuvo en la ciudad de Santiago, en la llanura de Riobamba, que luego de su fundación había sido dejada como un simple campamento con presencia militar para vigilar y dominar el sector. Levantó el real y movilizó la dotación de hombres que lo guarnecía, entre los cuales se hallaban los soldados que habían sido designados para conformar el Cabildo, que como es fácil suponer, llevarían consigo el acta de fundación de Santiago que se hallaba en su poder. 
Luego de una larga marcha llegó al cuartel general de Pizarro, le entregó parte de los tesoros producto de su conquista del territorio quiteño, que a su paso por distintos poblados indígenas, y a pretexto de la búsqueda del tesoro de Atahualpa, los había esquilmado y saqueado. Este generoso obsequio que hizo al adelantado Francisco Pizarro, garantizó que este le extendiese la autorización para lograr sus propósitos. Con el poder omnímodo conferido por el emperador Carlos V, el comendador lo designó teniente de gobernador de las tierras que conquistase. 
Benalcázar, una vez obtenida la autorización de Pizarro, marchó a San Miguel de Piura, de la cual era teniente de gobernador. Al llegar a su destino concedió un mes de merecido descanso a sus hombres, y partió a Paita donde reclutó más hombres, y se aprovisionó de víveres y pertrechos: “dicho testigo vino a esta tierra puede haber cinco años, poco más o menos, e que vino a la ciudad de San Miguel e que allí asentó en la capitanía del capitán Sebastián de Benalcázar e que vino con él a estas tierras e provincias de Guayaquile, ques en la Culata” (Provanza de Sandoval).  
A fin de adelantarse a la estación lluviosa, a finales de agosto zarpó en varias balsas; también existe la posibilidad de que lo pudo hacer en dos navíos, los más pequeños y de menor calado que pertenecieron a la expedición de Alvarado. Entró al golfo de Guayaquil, pacificó Puná y remontó las aguas del Guayas. Por octubre o noviembre de ese año, en virtud de la Real Cédula de mayo de 1534, en presencia del Cabildo y en posesión del acta de fundación de Santiago de Quito, concretó el traslado y asentamiento de la ciudad en su nuevo enclave litoralense, a orillas del río de Guayaquil en la vecindad del poblado indígena de Guayaquile.
Los historiadores Adam Szaszdi y Dora León Borja, afirman que “Para enfrentarse a la intromisión de Alvarado, Diego de Almagro –en nombre de Pizarro­­– funda el 15 de agosto de 1534 la ciudad de Santiago, en el asiento de Riobamba, en plena zona Andina. Un año después, Sebastián de Benalcázar la traslada a los llanos costeros, junto a un pueblo indio llamado Guayaquil, a unos 25 kms. al este de su actual ubicación. El principal motivo de este traslado fue la necesidad de mejorar las comunicaciones entre el núcleo conquistador de Quito y el mar, por donde se podían recibir refuerzos de hombres y animales”.
Hay muchas versiones sobre la primera ubicación de Santiago en el litoral. Pero Ángel Véliz Mendoza (El Universo, mayo 17 de 1988), recoge investigaciones efectuadas por los esposos Szaszdi, en las cuales fundamentan una hipótesis que, por asociación de ríos y poblados con Guayaquil me parece la más cercana a la verdad. 
“La tarea que nos hemos propuesto en este trabajo es, dicen los Szaszdi, concretamente, la de fijar el punto geográfico que corresponde al desaparecido pueblo de Guayaquil, estructuraremos la presente indagación sobre la existencia y múltiple mención en la documentación del s XVI, del río de Guayaquil distinto al actual Guayas-Babahoyo que se conoce bajo el mismo nombre en los s XVII y XVIII”. La primera mención que los investigadores encuentran del nombre de la ciudad y el río, “está en el Libro de Cabildos de Lima, julio y agosto de 1544, en que aparece Rodrigo Núñez de Bonilla como procurador de la ciudad de Santiago del río de Guayaquil”.
Por razones de espacio, no podemos abundar en los numerosos documentos que citan los Szaszdi para mostrar claramente que el lugar en que fue asentada la ciudad de Santiago en 1535, se hallaba a orillas del río de Guayaquil, que corresponde al actual río Bolubulo-río Boliche, cuyo cauce y desembocadura fueron cambiados por las variantes hidrográficas sufridas a través del tiempo.
Hay tres descripciones que citan los autores que transcribiré para mayor ilustración: Fray Reginaldo de Lizárraga por 1650, cita a la fuente que abastecía de agua a la ciudad: “Guayaquil el viejo, que es donde se pobló este pueblo. Van por ella en balsas grandes”. La siguiente dice: “Otro río nombran la relaciones, de Bulobulo, dicen que entra en el río grande, que por otro nombre se llama Guayaquil, el viejo”. Una versión inédita dice: “está… de la otra parte del río Guayaquil, orilla de otro que llaman de Bulobulo o Guayaquil el viejo”. Es decir que: Guayaquil el viejo, es sin duda el primer emplazamiento de la ciudad, situada a orillas del río de Guayaquil que era el mismo Bulubulo o el Boliche.
En esta primera posición quedaron “hasta cuarenta españoles” que Benalcázar dejó a cargo de los alcaldes ordinarios Antonio de Rojas y Diego de Daza. Días después remontó la corriente del río en busca de las vertientes andinas que le permitirían el paso por la cordillera. Guiado por los soldados que ya habían hecho ese camino con Alvarado, coronó Los Andes, llegó a Quito y el 28 de diciembre de 1535, convocó a cabildo: “que desde la dichas provincias de la Culata e la Puná, el dicho capitán Sebastián de Benalcázar, con la gente que tenía después de pacificadas las dichas tierras e poblada la dicha ciudad, se volvió a esta villa de San Francisco de Quito, e desde aquí hizo apartar mucha gente que consigo traía para ir a dar socorro con ella al capitán Juan de Ampudia que era ido a descubrir las tierras e provincias de Quillasinga.” Testigo Gregorio Ponce, probanza de Diego de Sandoval, 19 de noviembre de 1539. 
Benalcázar, con habilidad y mucho valor personal, más una gran dosis de ambición y el apoyo incondicional de su protector y financista de la conquista, licenciado Gaspar de Espinoza, se hizo un lugar como conquistador del espacio andino del territorio quiteño y desde entonces empezó a amasar su propia fortuna. Antes de partir hacia el norte para cumplir con su destino, luego de presidir el Cabildo, dejó a Diego de Tapia como alcalde ordinario y posesionó a los nuevos capitulares. 
Benalcázar conquistó el sur de la actual Colombia, llegó hasta Santa Fe de Bogotá, explotó su expedición en beneficio propio y se olvidó de Pizarro. En 1537 volvió a Quito, pero debió regresar por donde había venido y de apuro, pues Pizarro lo quería capturar para ejecutarlo por considerarlo traidor. 

martes, 17 de septiembre de 2019


JOYA histórica  de la gastronomía GUAYACA, lectura OBLIGADA  :

"LA COMIDA EN EL GUAYAQUIL DE 1736

Jorge Juan de Santacilia y Antonio de Ulloa fueron dos destacados marinos y científicos españoles, enviados por Felipe V en 1735, a la Real Audiencia de Quito, para que acompañaran a La Condamine en la "Misión Geodésica Francesa" cuya finalidad fue medir el meridiano terrestre y comprobar que la tierra era achatada en los polos.

En 1736 llegaron a Guayaquil y entre las varias descripciones y relatos que hacen de su travesía, se refieren de la siguiente manera a la comida que se servía en esta ciudad:

«Aquí la naturaleza y la necesidad han hecho que se preparen distintos tipos de pan (o tortillas) hechos de diferentes granos, frutos y raíces en remplazo del trigo. El más usado aquí es el "criollo" hecho de plátano verde asado. Y aunque se consigue harina que llega de las tierras altas en suficiente cantidad, debido en parte al elevado precio del pan de harina trigo y en parte al propio gusto, el pueblo prefiere el plátano verde.

Se esperaría que en el río (Guayas) y sus ramales abundaran los peces. Pero ocurre que los que se capturan aquí, en el agua turbia, son pequeños y espinosos mientras que algunas leguas aguas arriba, donde el agua es clara, el río aporta una abundancia de excelentes pescados, los cuales, para su conservación, deben ser salados. Las costas (marítimas) y puertos cercanos abundan también en deliciosos pescados algunos de los cuales son llevados a vender a Guayaquil y duran más que los de río. Este conjunto de peces constituyen una parte considerable de la comida de los habitantes de Guayaquil. En los bajos costeros se capturan grandes langostas con las cuales preparan deliciosos ragús (estofados). De Jambelí se traen gran cantidad de ostras que en todo sentido son mejores que las de Panamá y Perú.

Sus platos son todos sazonados con abundante "pimienta de Guinea" que es muy fuerte y cuyo aroma ya indica su actividad. Quienes no están acostumbrados, o se acostumbran a esta sazón o soportan hambre. Una vez que uno se acostumbra opina que es el mejor de los ingredientes para dar realce al sabor de los platos.

Los habitantes de Guayaquil celebran con gran esplendor sus ocasiones formales y entretenimientos. El primer plato consiste en diferentes tipos de dulces. El segundo en ragús (estofados, de los que derivarían nuestros actuales «secos») de distinto tipo de carne, muy sazonados. Y a continuación se sirve alternadamente una sucesión de dulces y platos bien sazonados.

Las bebidas más comunes son el aguardiente de uva de Castilla (pisco) y el vino, que se ingieren libremente durante las celebraciones. Últimamente ha aumentado la costumbre de tomar punch, que cuando se toma con moderación, va muy en concordancia con el clima de esta ciudad"

domingo, 15 de septiembre de 2019



La minería colonial
Tanto la explotación precolombina de minerales a cielo abierto o en yacimientos subterráneos, como el manejo de ciertas técnicas metalúrgicas sorprendieron a los conquistadores. La abundancia y calidad de joyas y piezas de orfebrería de oro y plata aparecieron ante sus ojos como producto de un mundo irreal… fantástico.
En Meso América, en la zona central de México, en Cuba y Sudamérica, además de los depósitos de metales preciosos, los había de caolín y alumbre; cobre y estaño. Cuya explotación fue probablemente inaugurada hacia el siglo III antes de Cristo y permaneció durante el periodo comprendido entre el siglo I y VI después de Cristo. 
La metalúrgica aparentemente nació en el sur, en los actuales territorios de Colombia, Ecuador y Perú, cuyos comienzos puede situárselos alrededor del 500 a. C., y se difundieron a Centroamérica pasando por Panamá y Costa Rica, a través de la ruta marítima establecida por los navegantes veleros y de mar abierto: los manteño-huancavilcas. El cobre, específicamente, se lo trabajaba en el norte de nuestro país desde el siglo II d. C.
En el proceso de preparación del oro y el cobre utilizaban herramientas y método rudimentarios; martillos y morteros de piedra para moler minerales que se fundían en hornos de arcilla conocidos como huayrachinas, “hornos de viento”, porque a través de unos agujeros abiertos en sus paredes aprovechaban los fuertes vientos andinos para avivar el fuego. Sabemos que el hierro estaba ausente de sus habilidades, pero instrumentos de bronce hallados en el Perú dan testimonio de una técnica bastante avanzada.
De esta forma, los indígenas orfebres precolombinos mixtecos, incaicos y chibchas trabajaron con éxito el oro y la plata, aplicando técnicas refinadas como la filigrana, la soldadura o el moldeado al frío con martillo para elaborar máscaras funerarias, diademas, pectorales, brazaletes, estatuas, reproducciones de bulto o en alto o bajo relieve, representando una gran variedad de animales y plantas, cuya calidad y belleza asombró a los españoles.
Estas obras de arte, fueron el primer botín de la conquista y la recolección inicial de metales preciosos en el imperio español. Sin embargo, esta fuente duró muy poco, pues en dos o tres años los trabajos de oro y plata acumulados en un milenio por las civilizaciones prehispánicas, cayó casi en su totalidad en las manos ávidas de los deslumbrados conquistadores. Este primer despojo de ornamentos personales y ceremoniales atesorados por generaciones, aceleró su agotamiento y devino la urgencia de buscar las fuentes de su procedencia.
Su búsqueda empezó por la explotación a cielo abierto del mineral existente en estado natural: la recolección del oro aluvial por el viejo método del tamiz y la batea. Para lo cual se requería del trabajo de una masa importante de población indígena, especialmente femenina que, en un régimen de trabajo forzado iniciado en 1494, centenares de miles de hombres y mujeres fueron obligados a cernir toda la arena de los ríos americanos. Primera producción aurífera, responsable de un elevadísimo índice de mortalidad, que aportó a la Corona cuarenta toneladas de oro, de las trescientas que se extrajeron en todo el territorio durante siglo y medio.
A mitad del siglo XVI, en nuestro país, en la región de Zaruma, Loja y Zamora se explotaron varias minas. De un placer de Zamora se extrajo una pepa gigante de oro que valía 3.700 pesos, enviada como obsequio a Felipe II. En los yacimientos de sur (Perú y Chile), se extrajeron cantidades importantes de alta calidad. Cieza de León, en 1553, observó que en los últimos años se habían sacado más de 1’700.000 pesos de oro “tan fino que daba más que la ley”. Sin embargo, bajo el reinado de Felipe II, fue la plata la que se constituyó rápidamente en la parte más grande y sustancial, tanto en peso como en valor, de los aportes del imperio americano.
En 1454, apenas culminada la conquista de los territorios comprendidos en los actuales Ecuador, Perú y Bolivia, dos indígenas, quienes al arrancar una planta en el cerro por casualidad dejaron al descubierto la mina de Potosí. Avisaron al amo español, un tal Villarroel, quien en 1545 la registró a su nombre y al de uno de los indios. Ni en sueños se imaginó la enorme riqueza del descubrimiento: el Cerro Rico de Potosí, tenía cinco filones metalíferos principales y su riqueza eclipsó todo lo demás durante el reinado de Felipe II. Vale un Potosí o vale un Perú, era la expresión para referirse a Algo muy valioso.
Las Ordenanzas del Perú elaboradas por el virrey Toledo proclamadas en 1574 constituyeron un monumento jurídico para la organización minera y protección de los indígenas. Entre otros aciertos, establecía que estos no podían ser obligados a trabajar en las minas, y en caso de que voluntariamente accedieran a hacerlo, recibirían una remuneración adecuada. Mas, la atroz realidad de este trabajo, tanto en México como en Perú, contravenía de la manera más violenta e inhumana tales disposiciones, convirtiéndolas en letra muerta.
Hubieron muchos funcionarios y religiosos que denunciaron vigorosamente las infamantes condiciones de vida y trabajo de los mineros, fray Domingo de Santo Tomás, en 1550, se dirigió al Consejo de Indias en los siguientes términos: “Habrá cuatro años, que para acabarse de perder esta tierra, se descubrió una boca de infierno por la cual entran cada año (…) gran cantidad de gente que la codicia de los españoles sacrifica a su dios”. 
Al final del siglo, la chimenea central había alcanzado 250 m de profundidad, y al respecto, Rodrigo de Loaisa, escribe que: “Los indios que van a trabajar a estas minas entran en esos pozos infernales por una sogas de cuero como escalas, y todo el lunes se les va en esto, y meten algunas talegas de maíz tostado para su sustento, y, entrados dentro, están toda la semana allí dentro sin salir (…) con gran riesgo, porque una piedra muy pequeña que caiga, descalabra y mata a los que acierta, así acontece entrar el lunes veinte indios sanos y salir el sábado la mitad de ellos lisiados”. 
Además, como en el interior de la mina reinaba un calor sofocante, un elevado número de los que habían salido ilesos, moría de pulmonía o neumonía al salir de pronto al gélido clima del páramo serrano.
Paradójicamente, la actividad minera demandaba de un control administrativo que era desempeñado por una elevada presencia de europeos, a los cuales, sorprendido, se refiere el inglés Henry Hawks en 1572: “El lujo y largueza de los dueños de minas es cosa maravillosa de ver. Su traje y el de sus mujeres sólo puede compararse con el de los nobles. Cuando las mujeres salen de casa, sea para ir a la iglesia o a otra parte, van con tanta pompa y tantos criados y doncellas como la mujer de un señor. Aseguro haber visto a una mujer de minero ir a la iglesia acompañada de cien hombres y veinte dueñas y doncellas. 
Tienen casa abierta, y todo el que quiere puede entrar a comer; llaman con campana a la comida y a la cena. Son príncipes en el trato de su casa, y liberales en todo”. La trágica verdad es que el poder y riqueza adquiridos sobre miles de cadáveres se extendían a todos los campos y actividades anexas indispensables para los centros mineros.
En cambio en este extremo opuesto del mundo, diferente al otro de abundancia, pese a todas las disposiciones emanadas de la Corona, la gran mayoría de indios llevaba una vida infrahumana. Condiciones de trabajo y vida, sumamente penosas que llevaban en las minas del imperio. 13.500 hombres por año demandaban las de Potosí. 
Para cumplir con tal exigencia, los caciques tenían la obligación de aportar una cantidad fija de mitayos entre 18 y 50 años. Si no entregaban la cantidad señalada se exponían a recibir toda clase de castigos, muchas veces hasta la flagelación pública. 
Abusos extremos, al punto que las deudas contraídas los ataban de por vida a sus propietarios, que los podían vender o alquilar a quienes requerían de ellos para explotar sus minas. Esta situación marcaba la miseria y el hambre de unos, con la riqueza y el fasto de otros. 
Hasta 1683, en poco más de un siglo, había desaparecido el 87% de la población indígena. Minas y ciudades de opulencia y pobreza donde se forjaba el tesoro del imperio, verdaderos monstruos que engulleron poblaciones enteras de naturales de las distintas regiones en que proliferaron.
La mita, pese a su enorme crueldad y a las innúmeras polémicas que suscitó, fue muy difícil de extirpar. Hubo de esperar hasta 1719 para que Felipe V firmara un decreto aboliendo tan nefasta institución. Sin embargo, nunca pasó más allá del Consejo de Indias. Sólo cuando el prócer ecuatoriano José Joaquín de Olmedo, fue a las Cortes de Cádiz como diputado por la provincia de Guayaquil en 1812, y pronunció su célebre y patético discurso, que fueron totalmente abolidas. 

viernes, 13 de septiembre de 2019


Los españoles: criollos y peninsulares
Los conquistadores, soldados, mujeres españolas y más tarde la afluencia de familias de colonos que se establecieron en el Nuevo Mundo, se constituyeron en el estrato dominante de la sociedad colonial americana, que captó toda la autoridad y administración del imperio. Una vez establecidos en la región que los acogió, se multiplicaron, y su producto fue clasificado como criollo. 
El primer testimonio del uso de tal término: 
“data de 1567, cuando Lope García de Castro, presidente de la Audiencia de Lima y gobernador del Perú, al referirse a los rebeldes empleó la palabra en cuestión: Esta tierra está llena de criollos que son éstos que acá han nacido, que nunca han conocido al rey ni esperan conocerlo” (Marina Alfonso Mola). 
Lapidaria referencia que evidencia no solo lo despectivo del término sino el desdén que los peninsulares sentían hacia los americanos.
Grupo dominante heterogéneo y fuertemente diversificado, que muy temprano, desde la primera generación nacida en América, empezó por no ser considerado del todo español, por no reconocerlos en los valores, el estilo y los intereses de los peninsulares que llegaban como nuevos emigrantes o como funcionarios recién nombrados, 
“la pérdida de privilegios y el desdén con que eran tratados los descendientes de españoles en América por los recién llegados, reforzó la identidad de una nueva élite” (Marina Alfonso).
La marcada diferencia de origen regional existente en España, fue trasplantada al Nuevo Mundo con todo su rigor y pasión. Feroces rivalidades que a menudo enfrentaban a vascos, aragoneses, castellanos y andaluces, especialmente en el gran centro minero de Potosí, donde era muy frecuente hallar cadáveres descuartizados a la vera de los caminos, como resultado de violentos encuentros nocturnos entre bandos regionales.
Al haber tales rivalidades entre los propios originarios de la Península, que eran minoría en comparación a los criollos, cuyo número aumentaba sin cesar, es fácil suponer que su actitud hacia estos sería expresada en forma bastante contundente. Con el solo hecho de llamarlos criollos, ya demostraban el discrimen, pero estos por su parte, a menudo designaban a los peninsulares en forma peyorativa que no ocultaba la gran hostilidad que sentían. En México los llamaban “gachupines”“cachupines” del portugués “cachopo”que significa muchacho. En nuestro país, y los vecinos de norte y sur, se los calificaba como “chapetones”por las mejillas enrojecidas, que adquirían especialmente en las alturas andinas. 
A quienes se identificaba de esta forma, generalmente era a los hombres de paso, que llegaban devorados por el ansia de hacer fortuna y que vivían en permanente nostalgia por su tierra. Para el criollo que se sentía verdaderamente amo de un país ganado con el sudor, sufrimientos y la sangre de sus antepasados, esta ave de paso, no era sino un intruso arrogante, con el perfil desagradable del funcionario ambicioso y corrupto, 
“hábil monopolizador de gajes y granjería, amigo o cliente de un virrey y relacionado con las autoridades, cuando no lo representaba directamente como un aventurero ávido e inescrupuloso. Hombre, por lo demás, desesperado por irse en cuanto hubiera hecho fortuna, porque no abandonaba sus costumbres y gustos metropolitanos” (Georges Baudot, La vida cotidiana en la América española en tiempos de Felipe II).
El nacimiento de los términos, tanto chapetones como criollos, está vinculado con las bastante frecuentes reacciones de protesta, inclusive armadas, que organizaron los encomenderos descendientes de los conquistadores o primeros colonos, contra las disposiciones de la Corona que buscaban eliminar de raíz las concesiones perpetuas de tributos y mano de obra indígena otorgadas a sus padres. En las cuales se hallaba implícito el gran orgullo de quienes reunían en su sangre el ancestro de las estirpes nativas y foráneas de donde provenían las princesas incas y aztecas y los conquistadores. 
Por el contrario, si el español había vivido gran parte de su vida en América, aunque no hubiera nacido en ella, se le aplicaba un sobrenombre más elogioso, el de “baquiano”,que significa veterano, conocedor. Este término, con el mismo significado, es aún utilizado por el hombre del campo litoralense, el montubio, quien desde aquellos tiempos usa también la expresión “a pies quedo”,que significa inmediatez de tiempo y distancia. 
Numerosos cronistas del siglo XVI han recogido las abundantes depresiones que carcomían el alma de los españoles que no tenían la menor intención de echar raíces en América. Productos como un racimo de uvas, o un puñado de aceitunas, o animales como un perro o un caballo, fácilmente alcanzaban precios increíbles, por la demanda que estos nostálgicos creaban, al imaginar que en ello encontraban estilos y sabores de España. 
El inca Garcilazo de la Vega habla irónicamente de tales precios y actitudes: 
“Estos excesos y otros semejantes han hecho los españoles con el amor de su patria en el Nuevo Mundo en sus principios, que como fuesen cosas llevadas de España no paraban en el precio para las compras y criar, que les parecía que no podían vivir sin ellas”.
Por otra parte, el funcionario que arribaba a América, venía predispuesto contra los criollos, de hecho daba por descontado que todos eran sospechosos de infidelidad a la Corona, que unidos en un hato de ingratos y descontentos, siempre estaban dispuestos a rebelarse al igual que lo hicieron sus antepasados, los conquistadores en la primera mitad del siglo XVI. Actitud hostil, a la que el criollo respondía con humor cruel: como el que contiene uno de los tantos sonetos que aparecen en Anónimos de sátira hispano-mexicana de Dorantes: 
“Minas sin plata, sin verdad mineros,/ mercaderes por ella codiciosos,/ caballeros de serlo deseosos,/ con mucha presunción bodegoneros./ Mujeres que se venden por dineros,/ dejando a los mejores muy quejosos;/ calles, casas. Caballos muy hermosos;/ muchos amigos, pocos verdaderos./ Negros que no obedecen sus señores;/ señores que no mandan en su casa;/ jugando sus mujeres noche y día;/ colgados del Virrey mil pretensores;/ tianguez, almoneda, behetría…/ Aquesto, en suma, en esta ciudad pasa”.
“Los criollos admiraban a Europa, pero eran víctimas de un profundo resentimiento hacia ella, por el desprecio que manifestaba para con los nacidos en el Nuevo Mundo. En segundo lugar, si los intelectuales europeos propugnaban el rescate de ilustres y variopintos pasados históricos para incorporarlos al acervo cultural, los criollos harían los mismo con el pasado prehispánico, con el objeto de poder exhibir ante los peninsulares unas señas de identidad específicas. No obstante, está claro que estas señas no pertenecían al criollo, sino al indio y las castas derivadas de él, profundamente despreciadas por los propios criollos (…) Confusamente el criollo se sentía heredero de dos imperios el español y el indio. Con el mismo fervor contradictorio con que exaltaba al imperio hispánico y aborrecía a los españoles, glorificaba el pasado indio y despreciaba a los indios”. 
Paradoja que aún persiste en la elite y el mestizo serrano respecto del indígena.
A pesar de esta actitud y los mutuos reproches, de las querellas y antipatías, existía una solidaridad real, de hecho, frente a las otras categorías de la sociedad. Criollos y chapetones, con suma frecuencia se aliaban entre ellos y más de un matrimonio contribuyó a acriollar a funcionarios, oficiales o mercaderes venidos de la Península. De tal manera que, en el siglo XVIII, la criollización de los hispanoamericanos era casi general, pues, el 95% del grupo blanco ya había nacido en el continente. 
Esto ocurrió con el ingeniero Francisco de Requena, cuya presencia en Guayaquil fue tan fructífera (1770-1774), pues, además de formar proyectos, mapas y descripciones, se ocupó de organizar la artillería, empedrar calles, dirigir el restablecimiento de la ciudad asolada por el incendio de 1764, construcción de puentes, etc. 
Pese a esta constante e intensa actividad se dio tiempo para contraer matrimonio con una hermosa criolla guayaquileña, Ma. Luisa Santisteban y Ruiz Cano, hija del connotado ciudadano Domingo Santisteban y Morán de Butrón. De este matrimonio, nacieron seis hijos: un varón y cinco hembras que pasaron a formar parte de esa casta mayoritaria.
Más de un siglo tardó la cultura criolla en expresar su incompatibilidad con la cultura española que había sido exportada e impuesta a la América. Las ideas independentistas se manifestaron con toda intensidad tan pronto desapareció entre aquellos criollos ilustrados el sentimiento y orgullo de ser hijos fieles de la “Madre Patria”. Sentimiento que cobró impulso con la promulgación de las reformas borbónicas, que despertaron una profunda sensación de agravio pues, además de una manifiesta intención del rey de reforzar el control y poder central, en medio de una época de bonanza se los discriminaba frente a los chapetones. 
También fue razón de peso la creciente marginación de los americanos para ocupar cargos públicos. Manifestaciones denunciadas con frecuencia al rey,  sosteniendo que “tal actitud discriminatoria puede encaminar no sólo a la pérdida de esta América, sino a la ruina del Estado” (Marina Alfonso). 

martes, 10 de septiembre de 2019




El poblamiento y mestizaje.
El producto de la conquista y colonia española en América, fue un mestizaje que generó otro. No es una adivinanza la que planteo, si no que no hay pueblo más mestizo en Europa que el ibérico, pues la Península fue un crisol en que las grandes migraciones de la humanidad dejaron sus huellas. Mas, el mestizaje biológico impreso en las colonias ultramarinas constituye el rasgo más original y característico de la población del imperio español, pues produjo una sociedad organizada, segregada y estratificada conforme al color de la piel. Con el decurso del tiempo los mestizos hallaron un lugar definido dentro del orden social y una jerarquía precisa de graduaciones de color que soslayó a la fundamentada en el criterio económico.
El encuentro sexual entre los dos mundos se produjo en el momento en que Colón, tocó tierra americana el 12 de octubre de 1492. Cuando fue arrollado por una marinería en prolongada abstinencia, que a la primera indígena desnuda que avistó en la playa, se abalanzó sobre ellas en el más absoluto desorden. Como el correo de brujas también funcionaba entonces, su fama de rijosidad furiosa se esparció rápidamente por el Caribe, al punto que los indígenas antillanos ocultaban a sus mujeres de su lasciva mirada. 
Por cierto con resultados magros, porque muy pronto quedaron muy satisfechas con su suerte. Sin embargo, estos ardorosos impulsos llegaron a costar las vidas de quienes quedaron en tierra cuando Colón volvió a España. “Según el discreto testimonio del doctor Chanca, que fue como médico de la armada, los indios le dijeron que los cristianos, uno tenía tres mujeres, otro cuatro, donde creemos que el mal que les vino fue de celos” (Georges Baudot).
La belleza de la indígenas americanas en su estado natural, carente de malicia, tuvo muchos cronistas admiradores en el siglo XVI (sin embargo, las privaciones de seis meses de travesía pudieron sobredimensionar su apariencia). Entre ellos, el célebre Cieza de León. Uno de los más entusiastas admiradores de las mujeres de la zona norte del imperio incaico, lo que hoy es nuestro país, a las que describe como las “más que lascivas y gustaban particularmente de los españoles”. Esto evidencia que las relaciones entrambos, no siempre se daban bajo el signo de la imposición, si no practicadas de buen grado. También fueron motivo de obsequio de los caciques a los españoles, quienes consideraban un honor que pariesen un producto de estos.
En 1514, una real cédula estableció definitivamente la libertad de casarse con indígenas; en 1516 el cardenal Cisneros, regente de Castilla, recomendaba favorecer estos matrimonios con cacicas o hijas de caciques, sin embargo, no fue práctica generalizada. En cierto modo se vio estimulada, cuando en 1539 se fijó un plazo de tres año para aquellos que habían recibido una encomienda, se casaran so pena de perder sus beneficios. Con esta amenaza, muchos se vieron forzados a regularizar su estado civil, preferentemente con las recién llegadas de España, pues la idea de casarse con india estaba muy lejos de ser popular. 
Por otra parte, quienes se mantenían en el concubinato, tan pronto les era posible se casaban con las españolas y abandonaban a sus “barraganas” e hijos. Los personajes de alto rango, cuando se veían avocados al problema, las entregaban en matrimonio sus soldados de confianza. Uno de los más célebres mestizos abandonados por su padre, cuando este decidió casarse con española, fue el cronista Gracilazo de la Vega, “el inca”.
El español peninsular, para aspirar a cualquier cargo o dignidad debía probar su limpieza de sangre, y demostrar la inexistencia entre sus antepasados de todo rastro de judío converso, hereje o condenado por la Inquisición. El matrimonio con una indígena también podía arruinar a todo un linaje, y como había un sentimiento general de mantener la honra, que no coincidía con las alianzas con mujeres de una raza vencida, de hecho considerada inferior, las posibilidades de concretarlo con éxito eran muy remotas. También debemos recordar, que las controversias teológicas sobre la racionalidad de los indios americanos hicieron furor en el siglo XVI. Y pese a las bulas de Pablo III, que en junio de 1537 reconocieron su humanidad, su racionalidad y derecho al bautismo, no se logró calmar todas las aprensiones ni terminar con este prejuicio.
Los matrimonios con africanos, en cambio, fueron terminantemente combatidos. Esto, en realidad, tenía la finalidad de evitar que los esclavos consiguieran la libertad para sus hijos, lo cual debilitaba a la esclavitud institucionalizada, e impedir toda posibilidad de contaminación por contacto con el Islam. Los esclavos tenían que casarse entre ellos, porque la vida conyugal y el amor de la familia los mantendría en calma. Mas, la preponderancia del sexo masculino entre ellos, era un obstáculo que se intentó reducir por medio de la exigencia de que por lo menos un tercio de las importaciones de esclavos debían ser mujeres. Pese a estas disposiciones, los negros mantenían sus relaciones “con pleno consentimiento de las indias que los encontraban preferibles a sus maridos” (Baudot). 
Con la misma finalidad, se prohibió a los negros residir en poblados de nativos y en los casos de violencia sexual contra ellas se prescribió incluso la castración de los culpables. Pese a lo cual, el mestizaje entre los naturales de América y los importados de África, no solo no se detuvo, sino que alcanzó altos niveles especialmente en la vecindad de las zonas mineras, hacia donde se movilizaban considerables contingentes de negros e indígenas. Tal parece que estas medidas de control solo afectaban a estos niveles sociales casi nada favorecidos, pues, el concubinato entre españoles y negras, que era muy frecuente especialmente en las Antillas, al parecer no fue reprimido con la misma dureza.
Lo cierto es que, de una forma u otra, tanto españoles e indígenas como negros, siempre se dieron maña para burlar todo intento de restringir las relaciones sexuales interétnicas. Sesgo que fundió a negros, blancos e indios, y luego a sus descendientes, ya mezclados, en un crisol del cual surgieron, además de mestizos, mulatos y zambos, los conocidos como negros cuarterones, chinos, castizos, coyotes, etc. Nomenclatura a la que se llegó en el siglo XVIII, como resultado de un máximo de obsesiones negativas sobre el color de los individuos.
Estas circunstancias abundaron en la actitud ya prejuiciada de los españoles que propiciaba que, sujetos con el mismo grado de mezcla fuesen socialmente encasillados en niveles contrapuestos, produciéndose la exageración de calificar y marginar a los criollos que mostraban más claramente rasgos raciales africanos que otros mestizos. “Se creó un sistema de castas que identificaba prestigio racial con poder económico, aunque las fronteras fueron imprecisas y cambiantes” (Pedro Tomé). La costumbre generalizada de utilizar esta oprobiosa estratificación sirvió nada más para diferenciar a los no españoles y marcarlos socialmente. 
Sin embargo, en medio de este racismo hay un acontecimiento feliz: cual fue el rápido desarrollo cultural y económico que, relativamente, en corto tiempo alcanzaron los mestizos, haciendo inviable la permanencia de este sistema injusto y discriminatorio. En más de una ocasión se dio el caso de personas que habiendo sido sucesivamente censadas como mestizos o mulatos, de pronto aparecieron empadronados como criollos. En tal sentido, en nuestra ciudad, por ejemplo, es muy conocido el caso de un negro cuarterón, enriquecido por su trabajo en Panamá, que fue muy bien recibido por nuestra sociedad y dentro de su descendencia, ya guayaquileña, nacieron personas notables que se destacaron en la vida pública del país.
Finalmente, pese a que el paso del tiempo nos ha proporcionado información que demuestra la concreción, en periodos relativamente cortos, de una significativa reestructuración en la distribución de los barrios ocupados por los bajos estratos en los espacios urbanos, podemos decir, que lo que realmente cambió fueron las condiciones socio económicas de sus habitantes. “Como consecuencia de este proceso se produjo una síntesis nominal de las castas que fue transformando la sociedad pigmentocrática en una multiétnica, por lo demás fuertemente jerarquizada, compuesta por seis calidades básicas: peninsulares o europeos, criollos o españoles, mestizos, mulatos, negros e indios. Necesario es, no obstante, recordar que el término indio, como categoría colonial, agrupa bajo un mismo nombre a culturas que, a su vez, pueden no tener nada en común entre sí” (Pedro Tomé). En Hispanoamérica, la discriminación social es, aun, mucho más posible de ocurrir, y de hecho ocurre, en razón de la gran variedad de individuos con diversos componentes raciales agrupados en sus sociedades.



domingo, 8 de septiembre de 2019


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DOCUMENTO 8461 CARTA DE BOLÍVAR A FRANCISCO DE PAULA SANTANDER, FECHADA EN PATIVILCA EL 7 DE ENERO DE 1824, LE EXPLICA LA SITUACIÓN ANGUSTIOSA EN QUE SE ENCUENTRA. PIENSA DEJAR A SUCRE CON EL MANDO DEL EJERCITO PARA NO PERDER LA POCA REPUTACIÓN QUE LE QUEDA. SE ENCUENTRA GRAVEMENTE ENFERMO. PIENSA IRSE FUERA DE COLOMBIA. SI ENVÍAN TROPAS HABRÁ LIBERTAD*
Pativilca, 7 de enero de 1824.
A S.E. el general F. de P. Santander. Mi querido general:

Por este correo recibí la de Vd., y algunas desagradables nuevas. Un conjunto de circunstancias, tan tristes como casuales, me autoriza a renunciar mi destino público, mi mando del Perú y mi mando del Sur. Hablaré a Vd. con la franqueza de mi corazón, y con la que debo a Vd. ya como amigo íntimo, y ya como encargado de la suerte de Colombia.
Yo preveo que los godos se van a mover con todo su ejército como ya lo han indicado todos sus movimientos, antes que pueda recibir los primeros auxilios que me vengan de Colombia, y aun cuando éstos, por fortuna, llegasen a tiempo, no son tropas sino reclutas, sin disciplina, sin moral, sin orden y sin equipo. Así, pues, también preveo como infalible que el Perú se va a perder en nuestras manos, porque 7.000 hombres no se pueden oponer a 12.000, ya vencedores, aguerridos y orgullosos. Por supuesto, el resultado de esta pérdida será la de nuestro ejército en una retirada de más de trescientas o cuatrocientas leguas. En el caso de que se logre verificar dicha retirada, se nos dispersarán los más al llegar a su país por ser hijos del Sur, y no nos quedarán más que algunos esqueletos de batallones, pues debe Vd. saber, para su inteligencia, que jamás ha cesado la deserción de las tropas de Venezuela y Nueva Granada, y que hasta en Arequipa se han desertado esos señores. Esto lo digo para que Vd. sepa que todo el ejército es del Sur. Si hay 400 granadinos o venezolanos es lo más que tenemos, y los suranos son tan desertores como no hay ejemplo: tanto es, que hemos perdido ya 3.000 en el ejército del Perú. De todo esto se deduce que yo no me quiero encargar de la catástrofe de este país.
Además no quiero encargarme tampoco de la defensa del Sur, porque en ella voy a perder la poca reputación que me resta con hombres tan malvados e ingratos. Yo creo que he dicho a Vd., antes de ahora, que los quiteños son los peores colombianos. El hecho es que siempre lo he pensado, y que se necesita un rigor triple que el que se
emplearía en otra parte. Los venezolanos son unos santos en comparación de esos malvados. Los quiteños y los peruanos son la misma cosa: viciosos hasta la infamia y bajos hasta el extremo. Los blancos tienen el carácter de los indios, y los indios son todos truchimanes, todos ladrones, todos embusteros, todos falsos, sin ningún principio de moral que los guíe. Los guayaquileños son mil veces mejores.
Por todo esto yo me iré a Bogotá luego que pueda restablecerme de mis males, que en esta ocasión, han sido muy graves, pues de resultas de una larga y prolongada marcha que he hecho en la sierra del Perú, he llegado hasta aquí y he caído gravemente enfermo. Lo peor es que el mal se ha entablado y los síntomas no indican su fin. Es una complicación de irritación interna y de reumatismo, de calentura y de un poco de mal de orina, de vómito y dolor cólico. Todo esto hace un conjunto que me ha tenido desesperado y me aflige todavía mucho. Ya no puedo hacer un esfuerzo sin padecer infinito. Vd. no me conocería porque estoy muy acabado y muy viejo, y en medio de una tormenta como ésta, represento la senectud. Además, me suelen dar, de cuando en cuando, unos ataques de demencia aun cuando estoy bueno, que pierdo enteramente la razón, sin sufrir el más pequeño ataque de enfermedad y de dolor. Este país con sus soroches en los páramos me renueva dichos ataques cuando los paso al atravesar las sierras. Las costas son muy enfermizas y molestas porque es lo mismo que vivir en la Arabia Pétrea. Si me voy a convalecer a Lima, los negocios y las tramoyas me volverán a enfermar; así, pienso dar tiempo al tiempo, hasta mi completo restablecimiento, y hasta ver si puedo dejar al general Sucre con el ejército de Colombia capaz de hacer frente a los godos, para que éstos no se alienten con mi ida y el mismo Sucre y nuestras tropas no se desesperen, pero después, sin falta alguna, me voy para Bogotá a tomar mi pasaporte para irme fuera del país. Lo que lograré ciertamente, o sigo el ejemplo de San Martín. Todo esto quiere decir que tendrá lugar siempre que los godos nos den lugar para todo, lo que no creo. En el caso de que vengan sobre nosotros yo me iré y Sucre se retirará con las tropas. Desde luego, prepárese Vd. a recibirlos allá, a menos que vengan 12.000 veteranos con muy buenos jefes y que estén muy bien mandados. Añadiré más, para el desconsuelo de Vd., que estos godos no hacen caso de los armisticios de su gobierno, como no han hecho del de Buenos Aires, y que aunque nosotros tratemos con los españoles, ellos no harán caso ninguno, pues ellos tratan de fundar aquí un imperio de indios y españoles.
Yo he pasado una representación al tribunal de justicia de Quito quejándome como la principal autoridad del Sur ofendida en el libelo de los diputados y municipalidad de Quito contra nosotros. Yo quisiera que Vd. se quejara al congreso por la irregularidad del paso de los diputados, que, en mi opinión, es escandaloso y muy atrevido. Yo pido al tribunal de Quito que justifique la municipalidad algo contra nosotros, y yo creo que no justificarán nada, sino que hemos estado en guerra. Vds. pueden hacer los más pomposos elogios de Sucre y Salom que han mandado a los quiteños y que, a la verdad, son los mejores hombres del mundo. ¡Qué ingratos!! Haber sacado nosotros la
flor de Venezuela por hacerles bien, y pagarnos con calumnias. Crea Vd., y puede Vd. repetirlo, que en ninguna parte se ha ejercido menos el poder militar, a pesar de ser la gente más insubordinada y más renuente a todo servicio que hay en América, pues, a pesar de ser estos peruanos tan viciosos como ellos, son mil veces más dóciles.
Terminaré mi carta con mi antiguo adagio: vengan tropas y habrá libertad.
Soy de Vd. de todo corazón, su enfermo y disgustado amigo, que no sé cómo ha podido dictar esta carta según está mi cabeza. Otra vez adiós.
BOLÍVAR
* De un impreso moderno; "Cartas del Libertador" (Fundación V. Lecuna). To IV, págs. 12-15

sábado, 7 de septiembre de 2019



La mujer en el poblamiento de Hispanoamérica.
Para afianzar la posesión de las Indias y enseñorearse en sus territorios, los conquistadores debieron fundar villas y ciudades; repartir los solares entre los soldados elegidos para constituirse como vecinos y designar el Cabildo y sus capitulares. Estos hombres avecindados en cada aldea, a falta de mujeres españolas, debían elegir si se unían, legítimamente o no, a las aborígenes. Sin embargo, pese a estar los solteros autorizados por el rey para hacerlo, la unión legal con ellas implicaba el riesgo de que nunca alcanzarían a convertir en ciudad su villorrio inicial. Ese era el criterio que primaba en España y Europa medievales sobre la constitución de una urbe. Por otra parte estaban los casados, cuya relación permanente con las indígenas, implicaría un adulterio tolerado por la Corona. Esta circunstancia, producto de la religiosidad del español de la época, suponía el riesgo que estos se volviesen a España. Ante esta posibilidad y para evitarla, se recurrió a la medida de enviar tras ellos a sus esposas. Pues al imperio le convenía mantener allí “por razones económicas, sociales y aun para la seguridad de las zonas ya conquistadas, al conquistador convertido en vecino, pero sin abandonar la espada” (Anuario de Estudios Americanos).
Pero, el envío de las mujeres casadas en pos de sus maridos no era suficiente, ya que la mayoría de los conquistadores estaba constituida por solteros. Por eso, apenas llegados, ante la necesidad de mujer acicateada por la desnudez de las indígenas, debieron ser autorizados para unirse en matrimonio con ellas, como efectivamente muchos lo hicieron. Sin embargo, por las razones señaladas en el párrafo anterior las autoridades trataban de evitarlo, ya que la nueva sociedad debía, por fuerza, fundamentarse en la pareja española peninsular o en la criolla, es decir: en los hijos de españoles nacidos en las Indias. De tal manera que, sin dejar de lado la necesidad de trasladar a América a la mujer casada, la Corona, de acuerdo con sus apoderados ultramarinos, diseñó una política conocida como “poblamiento”, que consistía en embarcar solteras vírgenes, de ninguna manera prostitutas declaradas, y en base a su unión en matrimonio establecer sólidos controles en todos los estamentos del dominio. Porque “es cierto que los pueblos de Indias nuevamente poblados no se tienen por fijos o estables ni permanecedores hasta tanto que mujeres españolas entren en ellos, y los encomenderos y conquistadores se casen, por muchas causas y respetos buenos y saludables que para ello hay” (Anuario).
Los hombres del Viejo Mundo, soldados conquistadores primero, después colonizadores o funcionarios que partían hacia América, en la mitad del siglo XVI, representaban el estrato superior de la sociedad colonial americana. Por esta razón, la disposición entre las mujeres solteras para viajar a las colonias fue relativamente fácil de encontrar, pues de hecho pasaban a un estrato social superior al que probablemente tenían en España. Esto permitió a los conquistadores y colonizadores fundar hogares españoles en buena y debida forma. Con tal demanda creada que se convirtió en verdadero tráfico, y con el fin de facilitar el traslado masivo de solteras, autoridades intermedias llegaron a eximirlas de la autorización real para viajar al Nuevo Mundo. Circunstancia ampliamente aprovechada y explotada, pues en 1604 Felipe III quedó sorprendido al enterarse de la presencia de aproximadamente seiscientas mujeres en la flota salida ese año hacia México, cuando él no había autorizado oficialmente y tras las debidas formalidades administrativas más que cincuenta.
En su viaje de miles de leguas, la pobladora se dirigía a una América múltiple, a una extensión territorial que superaba toda imaginación, a un lugar impreciso de una desmesurada geografía.  Una extensión territorial de ese tamaño ofrecía naturalmente una sobrecogedora y extrema variedad de paisajes y de conjuntos bioclimáticos que parecerían aplastarla. Además, los territorios sometidos se ensanchaban cada mes, cada año; y el destino final de la pobladora, que sería el lugar de su residencia, era tan incierto como el soldado que la iba a desposar. Tan pronto quedaba unida a él, compartiría hambres, enfermedades, guerras, heladas, caminos de selva, de sierra, de ríos, de desiertos. No era la dama del tiempo de la caballería, que desde la torre de un castillo, se supone que esperaba el regreso del caballero andante, sino la doncella que arriesga su vida, y pese a tormentas de mar, huracanes, asaltos piráticos, mutilaciones en sus cuerpos va al encuentro de su héroe anónimo. 
No cabe duda que poblar es fundar, consecuentemente esta mujer utilizada para poblar, de hecho pasó a ser fundadora (sin embargo estos sacrificios, de por sí heroicos, nunca se le ha reconocido tan extraordinaria participación). En otras palabras su presencia tenía una doble importancia para la Corona Española, esto es: establecer mediante la unión en matrimonio de parejas el asiento fijo del hogar y garantizar la indispensable descendencia para el arranque inicial de la sociedad. De esa forma la mujer fue considerada como un medio para generar un producto más dentro de la economía colonial. Era forzoso poblar para dominar, pero para poblar era indispensable alguien que pariese hijos, esto fue la mujer pobladora. Pero, nada sobre su identidad, su dignidad ni sobre sus particularidades personales. Era necesario “crear hogares como lo es plantar árboles, explotar una mina o acrecentar las tierras cultivables. Se convierte, así la mujer en un objeto más de exportación en beneficio de la política socio-económica indiana” (Anuario de Estudios Americanos). Se la exportó para que pariese y se multiplicase en beneficio de la Corona, era lo que contaba. 
Es imposible que las mujeres elegidas para ser desposadas con los conquistadores no se hayan forjado alguna ilusión, pues, no solo que esto es normal, sino que posiblemente, soldados o capitanes, serían hombres esforzados que habría obtenido compensaciones por su valor y sacrificio, posición económica que la situaría en un estamento social que ella no habría alcanzado en la Península. Por el solo hecho de haber participado en la conquista, y poseer repartimientos de tierras o encomiendas de indios, el más sencillo de los soldados, ya habría alcanzado el rango de hijosdalgo o de home rico. “En uno u otro caso cualquier doncella hijosdalga no haría ascos al rudo campesino extremeño, castellano o andaluz, que luciera rica armadura y poseyera un rendimiento económico apreciable además de la aureola de las gestas bélicas” (Anuario de Estudios Americanos).
Pese a que muchas veces no pasaron de ser si no simples expectativas, y de los enormes sufrimientos que debió afrontar esta mujer sin identidad, la migración planificada y orientada no se detiene ni mengua, todo lo contrario, aumenta con los años. Las grandes extensiones que debía cubrirse, las villas o ciudades ya fundadas, están muy lejos de estar sometidas las primeras y de tener las segundas los vecinos necesarios para su desarrollo. Aun, con el transcurso de los años, los apoderados de ultramar insistentemente reclaman el envío de mujeres, demostrando que su presencia era tan intensamente requerida como lo fuera en los primeros años.
Este masivo desplazamiento de hombres y mujeres españoles hacia los dominios de ultramar, en tiempos del reinado de Felipe II, apenas constituyeron el uno por ciento de la población global del imperio americano. Hay dos fechas distintas que permiten hacerse una idea bastante exacta de la importancia de la población española de las Indias. En 1574 se registran doscientos veinticinco pueblos y ciudades de españoles que sumaban aproximadamente veintitrés mil casas de familia, con cinco, seis o siete personas en cada una. La familia española en América frecuentemente era muy vasta y superaba largamente al marco familiar de la metrópoli. Parece ser que esta apreciación se queda corta según opiniones autorizadas, que sostienen haberse omitido muchas poblaciones y subestimado bastante el número de casas en cada una de las calculadas. Con lo cual, en el año señalado, se llegaría a los doscientos veinte mil españoles en América (Geografía y descripción universal de las Indias, 1574). La segunda estimación data entre 1612 y 1622, efectuada por el religioso fray Antonio Vázquez de Espinosa, quien proponía la cifra de setenta y siete mil seiscientas casas españolas, lo que daría un total de entre cuatrocientos sesenta y cinco y quinientos cuarenta mil españoles a razón de seis o siete por casa. Considerable aumento que llega a más del doble, cosa que no sorprende, si consideramos que la ola de emigrantes hacia los territorios americanos, llegó a preocupar a Felipe II a comienzos del siglo XVII, por el gran despoblamiento que acusaba la Península (Compendio y descripción de la Indias occidentales, 1628).
“La mujer-pobladora había de compartir con el guerrero. Pero, además, para ellas solas quedó el dolor de tener hijos, el sentir en la propia carne el desgarro de las muertes prematuras y violentas de esos mismos hijos que habían dado a luz en circunstancias a veces dantescas. Igualmente las invadió el pánico, las enfermedades, la espectacular y sobrecogedora geografía” (Borges Analola, 1972).

jueves, 5 de septiembre de 2019



La mujer en la conquista

El espacio americano del imperio español desde Carlos V a Felipe II, sus límites y características, fueron el resultado inmediato de la apropiación por las armas de extensas zonas del continente. Para medir el que inicialmente abarcó y el ganado luego de las exploraciones, es preciso seguir la conquista, la epopeya de soldados y aventureros durante la primera mitad del siglo XVI. Por eso es imposible precisar la geografía del imperio sin evocar al mismo tiempo la historia de su elaboración, de sus éxitos, sus fracasos, sus vacilaciones, etc. La superficie realmente sometida, alcanzó la fabulosa inmensidad de más de tres millones de kilómetros cuadrados.
Pese a las precisiones con que muchos estudiosos han seguido la trayectoria general de la conquista, de los soldados, los hijosdalgo que partieron en busca de fortuna, nada o casi nada trata sobre la mujer española que, desde los primeros años, estuvo presente en este encuentro de dos civilizaciones. Sin embargo, luego de permanecer intocada, la investigación sobre su presencia e importancia en la conquista, en la actualidad empieza a tener algún significado y resultados aun escasos. 
El trabajo más significativo realizado a la fecha es el de la investigadora norteamericana, Nancy O’Sullivan-Beare, cuyo título es: “Las Mujeres de los conquistadores”, Madrid, 1960. Quien, además, de penetrar hábilmente en la forma de ser y conducirse del español del medioevo, rescata en toda su extensión el gran valor que a la mujer le tocó desplegar en su misión de compañera del conquistador. 
Investigadores de muchas nacionalidades han procurado intervenir en diferentes aspectos sobre el tema, muchos de estos muy importantes, pero carentes de profundidad en el estudio del papel que jugó la mujer española “en la economía, en la sociedad, en las artes, en la política y en su misión trascendente como creadora de pueblos” (Borges Analola: Anuario de Estudios Americanos, 1972).
Por medio de estos trabajos historiográficos nos ha llegado la imagen de aquella mujer del pueblo, que tuvo el coraje de abandonar su vida en la Península, que aunque pobre, y en cierto modo plácida, pueblerina tenía el recurso de familias constituidas. No es nuestra intención referirnos a quienes, como amantes o esposas de algún personaje destacado tuvieron en cierto grado una vida llevadera. Pues, vinculadas a tales maridos, muchas veces revestidos de autoridad, han sido de alguna forma encumbradas en las crónicas coloniales. 
Simplemente abordaremos el papel de las desconocidas, de las sin nombre que tras sus hombres o sin ellos viajaron a las Indias, a lo desconocido, al peligro, a la muerte prematura, e imprimieron el carácter de heroico, a su gesta en esta parte del mundo: “e era la muger de Rivera”; “havía entrellos una muger”; “Joana la nombraban”. Son citas vagas sobre aquellas que resulta imposible identificar, pero que dejaron huella. Tuvieron el valor de partir a las Indias y cumplir la hazaña de imprimir carácter a una gran parte del continente sin que por ello se le haya reconocido mérito alguno. 
Estas mujeres anónimas o con nombre propio pero sin identificar protagonizaron hechos históricos dignos de mejor recuerdo; por ello intentamos resaltar su misión trascendente. No cuenta el nivel social, ni la posición económica ni su abundancia o carencia de virtudes. Deseamos exponer el ambiente en que sufre, realiza actos heroicos, sucumbe o se enaltece en su viaje a tierra extraña para dejar la impronta de su misión fundamental: hacer posible el nacimiento de un pueblo nuevo.
No cabe, entonces, siquiera pensar en recoger testimonios de aquellas que vinieron como compañeras de los primeros conquistadores o mandatarios, porque no son la verdaderas heroínas anónimas, pues, en cierto modo, se hallaban protegidas por ellos y atendidas en sus necesidades más apremiantes por las autoridades. 
Además, algún cronista vinculado a sus maridos o amantes, o a ellos mismo, aprovechó la oportunidad para dejar algún recuerdo de ellas. Sin embargo, la mayoría, que se arrastró por la selva, remontó ríos y montañas tras el aventurero buscador de fortuna, empuñó las armas para defender su vida y la del grupo, debió desenvolverse y sobrevivir asistida solo por su propia determinación. Huérfana de amparo del conquistador obnubilado por sus propios intereses, ha sido relegada a un doble olvido. 
“Es sabido las escasas noticias que dan las crónicas sobre la presencia de la mujer en el complejo geográfico de la conquista, salvo aquellas que protagonizaron algún hecho trágico o inusitado. O las que lograron la atención de los historiadores por muy diversos motivos. Estas mujeres simbolizan actitudes muy varias frente a una situación desconcertante en el medio geográfico en que se desenvolvieron: pasión de dominio, pasión amorosa, heroica fidelidad conyugal, autoritarismo, extraordinaria fortaleza. Las verdaderas protagonistas del acto heroico de sumarse a la conquista se encuentran como desbordadas por la fuerza de los hechos, pero inmersas en ellos” (Anuario de Estudios Americanos).
La investigación sobre el tema desarrollado en la época, lamentable y mayoritariamente centrado en el relato y descripción de los hechos y personajes notables, no ha concedido la importancia que tuvo la mujer del pueblo, la verdadera “conquistadora”. Omisión en la que, penosamente, incurrieron tanto las autoridades españolas que regían la Península, como sus mandatarios de ultramar. 
Quienes no supieron valorar la importancia que ella tuvo solo por el hecho de sumarse a la aventura que determinó la implantación colonial en América. Tal parece que solo hubiesen pensado en la necesidad de poblar con ellas las tierras conquistadas y por conquistar, solamente por motivaciones económicas sin considerar lo trascendente de su presencia física y espiritual.
El punto de partida del imperio español es un mundo constituido por navíos y navegantes, por un trayecto minuciosamente estudiado, por una red de comunicaciones que por primera vez en la historia humana había alcanzado escala global. En época de Felipe II, hombres y mujeres procedentes de todos los reinos de España, “fatigados de cargar su altiva miseria partían los capitanes de Palos de Moguer, a un sueño heroico y brutal”. Como integrantes de la “Carrera de Indias”, como se llamaba entonces tal viaje, enfrentaban la furia de los océanos para convertirse en los mayores devoradores de espacios desde los primeros peninos de la humanidad.
Esta “Carrera” se inició con la nave más versátil construida en aquella época, la carabela. Diseñada por constructores navales portugueses, que gracias a sus especiales características se generalizó rápidamente por el mundo ibérico. Segura, y veloz, era capaz de navegar con viento en contra dando bordadas con su vela egipcia, y de velejar a favor del viento con su vela mayor, cuadrada, cercana al mástil. Pero esta grácil nave, tenía un inconveniente: no había sido concebida para transportar masivamente pasajeros, como era la demanda. Poco después se utilizó la carraca y finalmente el galeón para movilizar los colonos.
En cosa de treinta y siete años, de 1519 a 1556, se logró construir un imperio inmenso, el primero de la época moderna que al iniciarse el reinado de Felipe II, atraía en forma irresistible a hombres y mujeres de la Península Ibérica. Entre 1493 y 1519 quedaron oficialmente registrados cinco mil cuatrocientos ochenta colonos, y, entre 1520 y 1539, aproximadamente 22.538 pasajeros zarparon de los puertos españoles, y al finalizar el siglo XVI, se habían embarcado hacia América unas doscientas cincuenta mil personas. Cifra imponente si consideramos que en 1594, Sevilla tenía 90.000 habitantes, Toledo 54.665 y Madrid 37.500 (Ramón Carande, Carlos V y sus banqueros, 1943).

Desde la primera tentativa de colonización de 1501, la Corona exigió de los viajeros que fueran acompañados por sus esposas. Muchos gobernadores de ultramar obligaban a los hombres casados en España a regresar a ella y volver con sus mujeres dentro de los lazos conyugales. Política generalizada por orden de Carlos V en 1554. Como su consecuencia, se podía autorizar una demora de dos años a un marido recalcitrante si encontraba fiadores que respondieran de su buena fe y su determinación de traer de la metrópoli a la esposa demorada.

Podemos imaginar las dificultades que estas disposiciones habrán provocado entre aquellos que habían caído seducidos por el entusiasmo que invadía a las indígenas, cuando los hombres barbados pronunciaban a su oído las palabras cálidas que obliga el ritual erótico. Como también las ingeniosas estratagemas que habrán utilizado para evadirlas o pasarlas por alto. No obstante, había funcionarios que, con mucho celo, se encargaban de velar por el estricto cumplimiento de tal atrocidad, como era la de llevar a la mujer donde las había no solo en abundancia si no receptivas en sumo grado como los registran las crónicas. La mansa sumisión de la indígena, le resultaba mucho más atractiva que una rezongona asturiana o el altivo desparpajo de la andaluza. En fin, es evidente que se salieron con la suya, pues del mestizaje blanco-indígena cobró forma una nueva raza, la hispanoamericana.