La minería colonial
Tanto la explotación precolombina de minerales a cielo abierto o en yacimientos subterráneos, como el manejo de ciertas técnicas metalúrgicas sorprendieron a los conquistadores. La abundancia y calidad de joyas y piezas de orfebrería de oro y plata aparecieron ante sus ojos como producto de un mundo irreal… fantástico.
En Meso América, en la zona central de México, en Cuba y Sudamérica, además de los depósitos de metales preciosos, los había de caolín y alumbre; cobre y estaño. Cuya explotación fue probablemente inaugurada hacia el siglo III antes de Cristo y permaneció durante el periodo comprendido entre el siglo I y VI después de Cristo.
La metalúrgica aparentemente nació en el sur, en los actuales territorios de Colombia, Ecuador y Perú, cuyos comienzos puede situárselos alrededor del 500 a. C., y se difundieron a Centroamérica pasando por Panamá y Costa Rica, a través de la ruta marítima establecida por los navegantes veleros y de mar abierto: los manteño-huancavilcas. El cobre, específicamente, se lo trabajaba en el norte de nuestro país desde el siglo II d. C.
En el proceso de preparación del oro y el cobre utilizaban herramientas y método rudimentarios; martillos y morteros de piedra para moler minerales que se fundían en hornos de arcilla conocidos como huayrachinas, “hornos de viento”, porque a través de unos agujeros abiertos en sus paredes aprovechaban los fuertes vientos andinos para avivar el fuego. Sabemos que el hierro estaba ausente de sus habilidades, pero instrumentos de bronce hallados en el Perú dan testimonio de una técnica bastante avanzada.
De esta forma, los indígenas orfebres precolombinos mixtecos, incaicos y chibchas trabajaron con éxito el oro y la plata, aplicando técnicas refinadas como la filigrana, la soldadura o el moldeado al frío con martillo para elaborar máscaras funerarias, diademas, pectorales, brazaletes, estatuas, reproducciones de bulto o en alto o bajo relieve, representando una gran variedad de animales y plantas, cuya calidad y belleza asombró a los españoles.
Estas obras de arte, fueron el primer botín de la conquista y la recolección inicial de metales preciosos en el imperio español. Sin embargo, esta fuente duró muy poco, pues en dos o tres años los trabajos de oro y plata acumulados en un milenio por las civilizaciones prehispánicas, cayó casi en su totalidad en las manos ávidas de los deslumbrados conquistadores. Este primer despojo de ornamentos personales y ceremoniales atesorados por generaciones, aceleró su agotamiento y devino la urgencia de buscar las fuentes de su procedencia.
Su búsqueda empezó por la explotación a cielo abierto del mineral existente en estado natural: la recolección del oro aluvial por el viejo método del tamiz y la batea. Para lo cual se requería del trabajo de una masa importante de población indígena, especialmente femenina que, en un régimen de trabajo forzado iniciado en 1494, centenares de miles de hombres y mujeres fueron obligados a cernir toda la arena de los ríos americanos. Primera producción aurífera, responsable de un elevadísimo índice de mortalidad, que aportó a la Corona cuarenta toneladas de oro, de las trescientas que se extrajeron en todo el territorio durante siglo y medio.
A mitad del siglo XVI, en nuestro país, en la región de Zaruma, Loja y Zamora se explotaron varias minas. De un placer de Zamora se extrajo una pepa gigante de oro que valía 3.700 pesos, enviada como obsequio a Felipe II. En los yacimientos de sur (Perú y Chile), se extrajeron cantidades importantes de alta calidad. Cieza de León, en 1553, observó que en los últimos años se habían sacado más de 1’700.000 pesos de oro “tan fino que daba más que la ley”. Sin embargo, bajo el reinado de Felipe II, fue la plata la que se constituyó rápidamente en la parte más grande y sustancial, tanto en peso como en valor, de los aportes del imperio americano.
En 1454, apenas culminada la conquista de los territorios comprendidos en los actuales Ecuador, Perú y Bolivia, dos indígenas, quienes al arrancar una planta en el cerro por casualidad dejaron al descubierto la mina de Potosí. Avisaron al amo español, un tal Villarroel, quien en 1545 la registró a su nombre y al de uno de los indios. Ni en sueños se imaginó la enorme riqueza del descubrimiento: el Cerro Rico de Potosí, tenía cinco filones metalíferos principales y su riqueza eclipsó todo lo demás durante el reinado de Felipe II. Vale un Potosí o vale un Perú, era la expresión para referirse a Algo muy valioso.
Las Ordenanzas del Perú elaboradas por el virrey Toledo proclamadas en 1574 constituyeron un monumento jurídico para la organización minera y protección de los indígenas. Entre otros aciertos, establecía que estos no podían ser obligados a trabajar en las minas, y en caso de que voluntariamente accedieran a hacerlo, recibirían una remuneración adecuada. Mas, la atroz realidad de este trabajo, tanto en México como en Perú, contravenía de la manera más violenta e inhumana tales disposiciones, convirtiéndolas en letra muerta.
Hubieron muchos funcionarios y religiosos que denunciaron vigorosamente las infamantes condiciones de vida y trabajo de los mineros, fray Domingo de Santo Tomás, en 1550, se dirigió al Consejo de Indias en los siguientes términos: “Habrá cuatro años, que para acabarse de perder esta tierra, se descubrió una boca de infierno por la cual entran cada año (…) gran cantidad de gente que la codicia de los españoles sacrifica a su dios”.
Al final del siglo, la chimenea central había alcanzado 250 m de profundidad, y al respecto, Rodrigo de Loaisa, escribe que: “Los indios que van a trabajar a estas minas entran en esos pozos infernales por una sogas de cuero como escalas, y todo el lunes se les va en esto, y meten algunas talegas de maíz tostado para su sustento, y, entrados dentro, están toda la semana allí dentro sin salir (…) con gran riesgo, porque una piedra muy pequeña que caiga, descalabra y mata a los que acierta, así acontece entrar el lunes veinte indios sanos y salir el sábado la mitad de ellos lisiados”.
Además, como en el interior de la mina reinaba un calor sofocante, un elevado número de los que habían salido ilesos, moría de pulmonía o neumonía al salir de pronto al gélido clima del páramo serrano.
Paradójicamente, la actividad minera demandaba de un control administrativo que era desempeñado por una elevada presencia de europeos, a los cuales, sorprendido, se refiere el inglés Henry Hawks en 1572: “El lujo y largueza de los dueños de minas es cosa maravillosa de ver. Su traje y el de sus mujeres sólo puede compararse con el de los nobles. Cuando las mujeres salen de casa, sea para ir a la iglesia o a otra parte, van con tanta pompa y tantos criados y doncellas como la mujer de un señor. Aseguro haber visto a una mujer de minero ir a la iglesia acompañada de cien hombres y veinte dueñas y doncellas.
Tienen casa abierta, y todo el que quiere puede entrar a comer; llaman con campana a la comida y a la cena. Son príncipes en el trato de su casa, y liberales en todo”. La trágica verdad es que el poder y riqueza adquiridos sobre miles de cadáveres se extendían a todos los campos y actividades anexas indispensables para los centros mineros.
En cambio en este extremo opuesto del mundo, diferente al otro de abundancia, pese a todas las disposiciones emanadas de la Corona, la gran mayoría de indios llevaba una vida infrahumana. Condiciones de trabajo y vida, sumamente penosas que llevaban en las minas del imperio. 13.500 hombres por año demandaban las de Potosí.
Para cumplir con tal exigencia, los caciques tenían la obligación de aportar una cantidad fija de mitayos entre 18 y 50 años. Si no entregaban la cantidad señalada se exponían a recibir toda clase de castigos, muchas veces hasta la flagelación pública.
Abusos extremos, al punto que las deudas contraídas los ataban de por vida a sus propietarios, que los podían vender o alquilar a quienes requerían de ellos para explotar sus minas. Esta situación marcaba la miseria y el hambre de unos, con la riqueza y el fasto de otros.
Hasta 1683, en poco más de un siglo, había desaparecido el 87% de la población indígena. Minas y ciudades de opulencia y pobreza donde se forjaba el tesoro del imperio, verdaderos monstruos que engulleron poblaciones enteras de naturales de las distintas regiones en que proliferaron.
La mita, pese a su enorme crueldad y a las innúmeras polémicas que suscitó, fue muy difícil de extirpar. Hubo de esperar hasta 1719 para que Felipe V firmara un decreto aboliendo tan nefasta institución. Sin embargo, nunca pasó más allá del Consejo de Indias. Sólo cuando el prócer ecuatoriano José Joaquín de Olmedo, fue a las Cortes de Cádiz como diputado por la provincia de Guayaquil en 1812, y pronunció su célebre y patético discurso, que fueron totalmente abolidas.
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