viernes, 13 de septiembre de 2019


Los españoles: criollos y peninsulares
Los conquistadores, soldados, mujeres españolas y más tarde la afluencia de familias de colonos que se establecieron en el Nuevo Mundo, se constituyeron en el estrato dominante de la sociedad colonial americana, que captó toda la autoridad y administración del imperio. Una vez establecidos en la región que los acogió, se multiplicaron, y su producto fue clasificado como criollo. 
El primer testimonio del uso de tal término: 
“data de 1567, cuando Lope García de Castro, presidente de la Audiencia de Lima y gobernador del Perú, al referirse a los rebeldes empleó la palabra en cuestión: Esta tierra está llena de criollos que son éstos que acá han nacido, que nunca han conocido al rey ni esperan conocerlo” (Marina Alfonso Mola). 
Lapidaria referencia que evidencia no solo lo despectivo del término sino el desdén que los peninsulares sentían hacia los americanos.
Grupo dominante heterogéneo y fuertemente diversificado, que muy temprano, desde la primera generación nacida en América, empezó por no ser considerado del todo español, por no reconocerlos en los valores, el estilo y los intereses de los peninsulares que llegaban como nuevos emigrantes o como funcionarios recién nombrados, 
“la pérdida de privilegios y el desdén con que eran tratados los descendientes de españoles en América por los recién llegados, reforzó la identidad de una nueva élite” (Marina Alfonso).
La marcada diferencia de origen regional existente en España, fue trasplantada al Nuevo Mundo con todo su rigor y pasión. Feroces rivalidades que a menudo enfrentaban a vascos, aragoneses, castellanos y andaluces, especialmente en el gran centro minero de Potosí, donde era muy frecuente hallar cadáveres descuartizados a la vera de los caminos, como resultado de violentos encuentros nocturnos entre bandos regionales.
Al haber tales rivalidades entre los propios originarios de la Península, que eran minoría en comparación a los criollos, cuyo número aumentaba sin cesar, es fácil suponer que su actitud hacia estos sería expresada en forma bastante contundente. Con el solo hecho de llamarlos criollos, ya demostraban el discrimen, pero estos por su parte, a menudo designaban a los peninsulares en forma peyorativa que no ocultaba la gran hostilidad que sentían. En México los llamaban “gachupines”“cachupines” del portugués “cachopo”que significa muchacho. En nuestro país, y los vecinos de norte y sur, se los calificaba como “chapetones”por las mejillas enrojecidas, que adquirían especialmente en las alturas andinas. 
A quienes se identificaba de esta forma, generalmente era a los hombres de paso, que llegaban devorados por el ansia de hacer fortuna y que vivían en permanente nostalgia por su tierra. Para el criollo que se sentía verdaderamente amo de un país ganado con el sudor, sufrimientos y la sangre de sus antepasados, esta ave de paso, no era sino un intruso arrogante, con el perfil desagradable del funcionario ambicioso y corrupto, 
“hábil monopolizador de gajes y granjería, amigo o cliente de un virrey y relacionado con las autoridades, cuando no lo representaba directamente como un aventurero ávido e inescrupuloso. Hombre, por lo demás, desesperado por irse en cuanto hubiera hecho fortuna, porque no abandonaba sus costumbres y gustos metropolitanos” (Georges Baudot, La vida cotidiana en la América española en tiempos de Felipe II).
El nacimiento de los términos, tanto chapetones como criollos, está vinculado con las bastante frecuentes reacciones de protesta, inclusive armadas, que organizaron los encomenderos descendientes de los conquistadores o primeros colonos, contra las disposiciones de la Corona que buscaban eliminar de raíz las concesiones perpetuas de tributos y mano de obra indígena otorgadas a sus padres. En las cuales se hallaba implícito el gran orgullo de quienes reunían en su sangre el ancestro de las estirpes nativas y foráneas de donde provenían las princesas incas y aztecas y los conquistadores. 
Por el contrario, si el español había vivido gran parte de su vida en América, aunque no hubiera nacido en ella, se le aplicaba un sobrenombre más elogioso, el de “baquiano”,que significa veterano, conocedor. Este término, con el mismo significado, es aún utilizado por el hombre del campo litoralense, el montubio, quien desde aquellos tiempos usa también la expresión “a pies quedo”,que significa inmediatez de tiempo y distancia. 
Numerosos cronistas del siglo XVI han recogido las abundantes depresiones que carcomían el alma de los españoles que no tenían la menor intención de echar raíces en América. Productos como un racimo de uvas, o un puñado de aceitunas, o animales como un perro o un caballo, fácilmente alcanzaban precios increíbles, por la demanda que estos nostálgicos creaban, al imaginar que en ello encontraban estilos y sabores de España. 
El inca Garcilazo de la Vega habla irónicamente de tales precios y actitudes: 
“Estos excesos y otros semejantes han hecho los españoles con el amor de su patria en el Nuevo Mundo en sus principios, que como fuesen cosas llevadas de España no paraban en el precio para las compras y criar, que les parecía que no podían vivir sin ellas”.
Por otra parte, el funcionario que arribaba a América, venía predispuesto contra los criollos, de hecho daba por descontado que todos eran sospechosos de infidelidad a la Corona, que unidos en un hato de ingratos y descontentos, siempre estaban dispuestos a rebelarse al igual que lo hicieron sus antepasados, los conquistadores en la primera mitad del siglo XVI. Actitud hostil, a la que el criollo respondía con humor cruel: como el que contiene uno de los tantos sonetos que aparecen en Anónimos de sátira hispano-mexicana de Dorantes: 
“Minas sin plata, sin verdad mineros,/ mercaderes por ella codiciosos,/ caballeros de serlo deseosos,/ con mucha presunción bodegoneros./ Mujeres que se venden por dineros,/ dejando a los mejores muy quejosos;/ calles, casas. Caballos muy hermosos;/ muchos amigos, pocos verdaderos./ Negros que no obedecen sus señores;/ señores que no mandan en su casa;/ jugando sus mujeres noche y día;/ colgados del Virrey mil pretensores;/ tianguez, almoneda, behetría…/ Aquesto, en suma, en esta ciudad pasa”.
“Los criollos admiraban a Europa, pero eran víctimas de un profundo resentimiento hacia ella, por el desprecio que manifestaba para con los nacidos en el Nuevo Mundo. En segundo lugar, si los intelectuales europeos propugnaban el rescate de ilustres y variopintos pasados históricos para incorporarlos al acervo cultural, los criollos harían los mismo con el pasado prehispánico, con el objeto de poder exhibir ante los peninsulares unas señas de identidad específicas. No obstante, está claro que estas señas no pertenecían al criollo, sino al indio y las castas derivadas de él, profundamente despreciadas por los propios criollos (…) Confusamente el criollo se sentía heredero de dos imperios el español y el indio. Con el mismo fervor contradictorio con que exaltaba al imperio hispánico y aborrecía a los españoles, glorificaba el pasado indio y despreciaba a los indios”. 
Paradoja que aún persiste en la elite y el mestizo serrano respecto del indígena.
A pesar de esta actitud y los mutuos reproches, de las querellas y antipatías, existía una solidaridad real, de hecho, frente a las otras categorías de la sociedad. Criollos y chapetones, con suma frecuencia se aliaban entre ellos y más de un matrimonio contribuyó a acriollar a funcionarios, oficiales o mercaderes venidos de la Península. De tal manera que, en el siglo XVIII, la criollización de los hispanoamericanos era casi general, pues, el 95% del grupo blanco ya había nacido en el continente. 
Esto ocurrió con el ingeniero Francisco de Requena, cuya presencia en Guayaquil fue tan fructífera (1770-1774), pues, además de formar proyectos, mapas y descripciones, se ocupó de organizar la artillería, empedrar calles, dirigir el restablecimiento de la ciudad asolada por el incendio de 1764, construcción de puentes, etc. 
Pese a esta constante e intensa actividad se dio tiempo para contraer matrimonio con una hermosa criolla guayaquileña, Ma. Luisa Santisteban y Ruiz Cano, hija del connotado ciudadano Domingo Santisteban y Morán de Butrón. De este matrimonio, nacieron seis hijos: un varón y cinco hembras que pasaron a formar parte de esa casta mayoritaria.
Más de un siglo tardó la cultura criolla en expresar su incompatibilidad con la cultura española que había sido exportada e impuesta a la América. Las ideas independentistas se manifestaron con toda intensidad tan pronto desapareció entre aquellos criollos ilustrados el sentimiento y orgullo de ser hijos fieles de la “Madre Patria”. Sentimiento que cobró impulso con la promulgación de las reformas borbónicas, que despertaron una profunda sensación de agravio pues, además de una manifiesta intención del rey de reforzar el control y poder central, en medio de una época de bonanza se los discriminaba frente a los chapetones. 
También fue razón de peso la creciente marginación de los americanos para ocupar cargos públicos. Manifestaciones denunciadas con frecuencia al rey,  sosteniendo que “tal actitud discriminatoria puede encaminar no sólo a la pérdida de esta América, sino a la ruina del Estado” (Marina Alfonso). 

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