martes, 10 de septiembre de 2019




El poblamiento y mestizaje.
El producto de la conquista y colonia española en América, fue un mestizaje que generó otro. No es una adivinanza la que planteo, si no que no hay pueblo más mestizo en Europa que el ibérico, pues la Península fue un crisol en que las grandes migraciones de la humanidad dejaron sus huellas. Mas, el mestizaje biológico impreso en las colonias ultramarinas constituye el rasgo más original y característico de la población del imperio español, pues produjo una sociedad organizada, segregada y estratificada conforme al color de la piel. Con el decurso del tiempo los mestizos hallaron un lugar definido dentro del orden social y una jerarquía precisa de graduaciones de color que soslayó a la fundamentada en el criterio económico.
El encuentro sexual entre los dos mundos se produjo en el momento en que Colón, tocó tierra americana el 12 de octubre de 1492. Cuando fue arrollado por una marinería en prolongada abstinencia, que a la primera indígena desnuda que avistó en la playa, se abalanzó sobre ellas en el más absoluto desorden. Como el correo de brujas también funcionaba entonces, su fama de rijosidad furiosa se esparció rápidamente por el Caribe, al punto que los indígenas antillanos ocultaban a sus mujeres de su lasciva mirada. 
Por cierto con resultados magros, porque muy pronto quedaron muy satisfechas con su suerte. Sin embargo, estos ardorosos impulsos llegaron a costar las vidas de quienes quedaron en tierra cuando Colón volvió a España. “Según el discreto testimonio del doctor Chanca, que fue como médico de la armada, los indios le dijeron que los cristianos, uno tenía tres mujeres, otro cuatro, donde creemos que el mal que les vino fue de celos” (Georges Baudot).
La belleza de la indígenas americanas en su estado natural, carente de malicia, tuvo muchos cronistas admiradores en el siglo XVI (sin embargo, las privaciones de seis meses de travesía pudieron sobredimensionar su apariencia). Entre ellos, el célebre Cieza de León. Uno de los más entusiastas admiradores de las mujeres de la zona norte del imperio incaico, lo que hoy es nuestro país, a las que describe como las “más que lascivas y gustaban particularmente de los españoles”. Esto evidencia que las relaciones entrambos, no siempre se daban bajo el signo de la imposición, si no practicadas de buen grado. También fueron motivo de obsequio de los caciques a los españoles, quienes consideraban un honor que pariesen un producto de estos.
En 1514, una real cédula estableció definitivamente la libertad de casarse con indígenas; en 1516 el cardenal Cisneros, regente de Castilla, recomendaba favorecer estos matrimonios con cacicas o hijas de caciques, sin embargo, no fue práctica generalizada. En cierto modo se vio estimulada, cuando en 1539 se fijó un plazo de tres año para aquellos que habían recibido una encomienda, se casaran so pena de perder sus beneficios. Con esta amenaza, muchos se vieron forzados a regularizar su estado civil, preferentemente con las recién llegadas de España, pues la idea de casarse con india estaba muy lejos de ser popular. 
Por otra parte, quienes se mantenían en el concubinato, tan pronto les era posible se casaban con las españolas y abandonaban a sus “barraganas” e hijos. Los personajes de alto rango, cuando se veían avocados al problema, las entregaban en matrimonio sus soldados de confianza. Uno de los más célebres mestizos abandonados por su padre, cuando este decidió casarse con española, fue el cronista Gracilazo de la Vega, “el inca”.
El español peninsular, para aspirar a cualquier cargo o dignidad debía probar su limpieza de sangre, y demostrar la inexistencia entre sus antepasados de todo rastro de judío converso, hereje o condenado por la Inquisición. El matrimonio con una indígena también podía arruinar a todo un linaje, y como había un sentimiento general de mantener la honra, que no coincidía con las alianzas con mujeres de una raza vencida, de hecho considerada inferior, las posibilidades de concretarlo con éxito eran muy remotas. También debemos recordar, que las controversias teológicas sobre la racionalidad de los indios americanos hicieron furor en el siglo XVI. Y pese a las bulas de Pablo III, que en junio de 1537 reconocieron su humanidad, su racionalidad y derecho al bautismo, no se logró calmar todas las aprensiones ni terminar con este prejuicio.
Los matrimonios con africanos, en cambio, fueron terminantemente combatidos. Esto, en realidad, tenía la finalidad de evitar que los esclavos consiguieran la libertad para sus hijos, lo cual debilitaba a la esclavitud institucionalizada, e impedir toda posibilidad de contaminación por contacto con el Islam. Los esclavos tenían que casarse entre ellos, porque la vida conyugal y el amor de la familia los mantendría en calma. Mas, la preponderancia del sexo masculino entre ellos, era un obstáculo que se intentó reducir por medio de la exigencia de que por lo menos un tercio de las importaciones de esclavos debían ser mujeres. Pese a estas disposiciones, los negros mantenían sus relaciones “con pleno consentimiento de las indias que los encontraban preferibles a sus maridos” (Baudot). 
Con la misma finalidad, se prohibió a los negros residir en poblados de nativos y en los casos de violencia sexual contra ellas se prescribió incluso la castración de los culpables. Pese a lo cual, el mestizaje entre los naturales de América y los importados de África, no solo no se detuvo, sino que alcanzó altos niveles especialmente en la vecindad de las zonas mineras, hacia donde se movilizaban considerables contingentes de negros e indígenas. Tal parece que estas medidas de control solo afectaban a estos niveles sociales casi nada favorecidos, pues, el concubinato entre españoles y negras, que era muy frecuente especialmente en las Antillas, al parecer no fue reprimido con la misma dureza.
Lo cierto es que, de una forma u otra, tanto españoles e indígenas como negros, siempre se dieron maña para burlar todo intento de restringir las relaciones sexuales interétnicas. Sesgo que fundió a negros, blancos e indios, y luego a sus descendientes, ya mezclados, en un crisol del cual surgieron, además de mestizos, mulatos y zambos, los conocidos como negros cuarterones, chinos, castizos, coyotes, etc. Nomenclatura a la que se llegó en el siglo XVIII, como resultado de un máximo de obsesiones negativas sobre el color de los individuos.
Estas circunstancias abundaron en la actitud ya prejuiciada de los españoles que propiciaba que, sujetos con el mismo grado de mezcla fuesen socialmente encasillados en niveles contrapuestos, produciéndose la exageración de calificar y marginar a los criollos que mostraban más claramente rasgos raciales africanos que otros mestizos. “Se creó un sistema de castas que identificaba prestigio racial con poder económico, aunque las fronteras fueron imprecisas y cambiantes” (Pedro Tomé). La costumbre generalizada de utilizar esta oprobiosa estratificación sirvió nada más para diferenciar a los no españoles y marcarlos socialmente. 
Sin embargo, en medio de este racismo hay un acontecimiento feliz: cual fue el rápido desarrollo cultural y económico que, relativamente, en corto tiempo alcanzaron los mestizos, haciendo inviable la permanencia de este sistema injusto y discriminatorio. En más de una ocasión se dio el caso de personas que habiendo sido sucesivamente censadas como mestizos o mulatos, de pronto aparecieron empadronados como criollos. En tal sentido, en nuestra ciudad, por ejemplo, es muy conocido el caso de un negro cuarterón, enriquecido por su trabajo en Panamá, que fue muy bien recibido por nuestra sociedad y dentro de su descendencia, ya guayaquileña, nacieron personas notables que se destacaron en la vida pública del país.
Finalmente, pese a que el paso del tiempo nos ha proporcionado información que demuestra la concreción, en periodos relativamente cortos, de una significativa reestructuración en la distribución de los barrios ocupados por los bajos estratos en los espacios urbanos, podemos decir, que lo que realmente cambió fueron las condiciones socio económicas de sus habitantes. “Como consecuencia de este proceso se produjo una síntesis nominal de las castas que fue transformando la sociedad pigmentocrática en una multiétnica, por lo demás fuertemente jerarquizada, compuesta por seis calidades básicas: peninsulares o europeos, criollos o españoles, mestizos, mulatos, negros e indios. Necesario es, no obstante, recordar que el término indio, como categoría colonial, agrupa bajo un mismo nombre a culturas que, a su vez, pueden no tener nada en común entre sí” (Pedro Tomé). En Hispanoamérica, la discriminación social es, aun, mucho más posible de ocurrir, y de hecho ocurre, en razón de la gran variedad de individuos con diversos componentes raciales agrupados en sus sociedades.



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