jueves, 5 de septiembre de 2019



La mujer en la conquista

El espacio americano del imperio español desde Carlos V a Felipe II, sus límites y características, fueron el resultado inmediato de la apropiación por las armas de extensas zonas del continente. Para medir el que inicialmente abarcó y el ganado luego de las exploraciones, es preciso seguir la conquista, la epopeya de soldados y aventureros durante la primera mitad del siglo XVI. Por eso es imposible precisar la geografía del imperio sin evocar al mismo tiempo la historia de su elaboración, de sus éxitos, sus fracasos, sus vacilaciones, etc. La superficie realmente sometida, alcanzó la fabulosa inmensidad de más de tres millones de kilómetros cuadrados.
Pese a las precisiones con que muchos estudiosos han seguido la trayectoria general de la conquista, de los soldados, los hijosdalgo que partieron en busca de fortuna, nada o casi nada trata sobre la mujer española que, desde los primeros años, estuvo presente en este encuentro de dos civilizaciones. Sin embargo, luego de permanecer intocada, la investigación sobre su presencia e importancia en la conquista, en la actualidad empieza a tener algún significado y resultados aun escasos. 
El trabajo más significativo realizado a la fecha es el de la investigadora norteamericana, Nancy O’Sullivan-Beare, cuyo título es: “Las Mujeres de los conquistadores”, Madrid, 1960. Quien, además, de penetrar hábilmente en la forma de ser y conducirse del español del medioevo, rescata en toda su extensión el gran valor que a la mujer le tocó desplegar en su misión de compañera del conquistador. 
Investigadores de muchas nacionalidades han procurado intervenir en diferentes aspectos sobre el tema, muchos de estos muy importantes, pero carentes de profundidad en el estudio del papel que jugó la mujer española “en la economía, en la sociedad, en las artes, en la política y en su misión trascendente como creadora de pueblos” (Borges Analola: Anuario de Estudios Americanos, 1972).
Por medio de estos trabajos historiográficos nos ha llegado la imagen de aquella mujer del pueblo, que tuvo el coraje de abandonar su vida en la Península, que aunque pobre, y en cierto modo plácida, pueblerina tenía el recurso de familias constituidas. No es nuestra intención referirnos a quienes, como amantes o esposas de algún personaje destacado tuvieron en cierto grado una vida llevadera. Pues, vinculadas a tales maridos, muchas veces revestidos de autoridad, han sido de alguna forma encumbradas en las crónicas coloniales. 
Simplemente abordaremos el papel de las desconocidas, de las sin nombre que tras sus hombres o sin ellos viajaron a las Indias, a lo desconocido, al peligro, a la muerte prematura, e imprimieron el carácter de heroico, a su gesta en esta parte del mundo: “e era la muger de Rivera”; “havía entrellos una muger”; “Joana la nombraban”. Son citas vagas sobre aquellas que resulta imposible identificar, pero que dejaron huella. Tuvieron el valor de partir a las Indias y cumplir la hazaña de imprimir carácter a una gran parte del continente sin que por ello se le haya reconocido mérito alguno. 
Estas mujeres anónimas o con nombre propio pero sin identificar protagonizaron hechos históricos dignos de mejor recuerdo; por ello intentamos resaltar su misión trascendente. No cuenta el nivel social, ni la posición económica ni su abundancia o carencia de virtudes. Deseamos exponer el ambiente en que sufre, realiza actos heroicos, sucumbe o se enaltece en su viaje a tierra extraña para dejar la impronta de su misión fundamental: hacer posible el nacimiento de un pueblo nuevo.
No cabe, entonces, siquiera pensar en recoger testimonios de aquellas que vinieron como compañeras de los primeros conquistadores o mandatarios, porque no son la verdaderas heroínas anónimas, pues, en cierto modo, se hallaban protegidas por ellos y atendidas en sus necesidades más apremiantes por las autoridades. 
Además, algún cronista vinculado a sus maridos o amantes, o a ellos mismo, aprovechó la oportunidad para dejar algún recuerdo de ellas. Sin embargo, la mayoría, que se arrastró por la selva, remontó ríos y montañas tras el aventurero buscador de fortuna, empuñó las armas para defender su vida y la del grupo, debió desenvolverse y sobrevivir asistida solo por su propia determinación. Huérfana de amparo del conquistador obnubilado por sus propios intereses, ha sido relegada a un doble olvido. 
“Es sabido las escasas noticias que dan las crónicas sobre la presencia de la mujer en el complejo geográfico de la conquista, salvo aquellas que protagonizaron algún hecho trágico o inusitado. O las que lograron la atención de los historiadores por muy diversos motivos. Estas mujeres simbolizan actitudes muy varias frente a una situación desconcertante en el medio geográfico en que se desenvolvieron: pasión de dominio, pasión amorosa, heroica fidelidad conyugal, autoritarismo, extraordinaria fortaleza. Las verdaderas protagonistas del acto heroico de sumarse a la conquista se encuentran como desbordadas por la fuerza de los hechos, pero inmersas en ellos” (Anuario de Estudios Americanos).
La investigación sobre el tema desarrollado en la época, lamentable y mayoritariamente centrado en el relato y descripción de los hechos y personajes notables, no ha concedido la importancia que tuvo la mujer del pueblo, la verdadera “conquistadora”. Omisión en la que, penosamente, incurrieron tanto las autoridades españolas que regían la Península, como sus mandatarios de ultramar. 
Quienes no supieron valorar la importancia que ella tuvo solo por el hecho de sumarse a la aventura que determinó la implantación colonial en América. Tal parece que solo hubiesen pensado en la necesidad de poblar con ellas las tierras conquistadas y por conquistar, solamente por motivaciones económicas sin considerar lo trascendente de su presencia física y espiritual.
El punto de partida del imperio español es un mundo constituido por navíos y navegantes, por un trayecto minuciosamente estudiado, por una red de comunicaciones que por primera vez en la historia humana había alcanzado escala global. En época de Felipe II, hombres y mujeres procedentes de todos los reinos de España, “fatigados de cargar su altiva miseria partían los capitanes de Palos de Moguer, a un sueño heroico y brutal”. Como integrantes de la “Carrera de Indias”, como se llamaba entonces tal viaje, enfrentaban la furia de los océanos para convertirse en los mayores devoradores de espacios desde los primeros peninos de la humanidad.
Esta “Carrera” se inició con la nave más versátil construida en aquella época, la carabela. Diseñada por constructores navales portugueses, que gracias a sus especiales características se generalizó rápidamente por el mundo ibérico. Segura, y veloz, era capaz de navegar con viento en contra dando bordadas con su vela egipcia, y de velejar a favor del viento con su vela mayor, cuadrada, cercana al mástil. Pero esta grácil nave, tenía un inconveniente: no había sido concebida para transportar masivamente pasajeros, como era la demanda. Poco después se utilizó la carraca y finalmente el galeón para movilizar los colonos.
En cosa de treinta y siete años, de 1519 a 1556, se logró construir un imperio inmenso, el primero de la época moderna que al iniciarse el reinado de Felipe II, atraía en forma irresistible a hombres y mujeres de la Península Ibérica. Entre 1493 y 1519 quedaron oficialmente registrados cinco mil cuatrocientos ochenta colonos, y, entre 1520 y 1539, aproximadamente 22.538 pasajeros zarparon de los puertos españoles, y al finalizar el siglo XVI, se habían embarcado hacia América unas doscientas cincuenta mil personas. Cifra imponente si consideramos que en 1594, Sevilla tenía 90.000 habitantes, Toledo 54.665 y Madrid 37.500 (Ramón Carande, Carlos V y sus banqueros, 1943).

Desde la primera tentativa de colonización de 1501, la Corona exigió de los viajeros que fueran acompañados por sus esposas. Muchos gobernadores de ultramar obligaban a los hombres casados en España a regresar a ella y volver con sus mujeres dentro de los lazos conyugales. Política generalizada por orden de Carlos V en 1554. Como su consecuencia, se podía autorizar una demora de dos años a un marido recalcitrante si encontraba fiadores que respondieran de su buena fe y su determinación de traer de la metrópoli a la esposa demorada.

Podemos imaginar las dificultades que estas disposiciones habrán provocado entre aquellos que habían caído seducidos por el entusiasmo que invadía a las indígenas, cuando los hombres barbados pronunciaban a su oído las palabras cálidas que obliga el ritual erótico. Como también las ingeniosas estratagemas que habrán utilizado para evadirlas o pasarlas por alto. No obstante, había funcionarios que, con mucho celo, se encargaban de velar por el estricto cumplimiento de tal atrocidad, como era la de llevar a la mujer donde las había no solo en abundancia si no receptivas en sumo grado como los registran las crónicas. La mansa sumisión de la indígena, le resultaba mucho más atractiva que una rezongona asturiana o el altivo desparpajo de la andaluza. En fin, es evidente que se salieron con la suya, pues del mestizaje blanco-indígena cobró forma una nueva raza, la hispanoamericana. 

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