domingo, 26 de enero de 2020

Guayaquil diverso, siglo XVIII - XIX

La extensión de la provincia de Guayaquil era de unos 50.000 km2, espacio geográfico más que suficiente para el cuádruplo de sus habitantes. Sin embargo, contenía una bajísima densidad poblacional. Durante todo el siglo XVIII habría menos de un habitante por km2.  Al comenzar el siglo XIX el gobernador Urbina organizó un censo que contó a más de 50.000 personas. Para 1825 se logró una población de 1,4 personas por km2.
Este notorio incremento poblacional se debió a los inmigrantes serranos, atraídos por los jornales en efectivo que se pagaban en la plantaciones cacaoteras, pugnaban por abandonar sus patronos. Los cuales, además, de retribuir salarios muy reducidos y en especies, los mantenían en inhumana servidumbre. 
Este movimiento migratorio está estrechamente ligado a la gran expansión de la producción de bienes agrícolas exportables, principalmente del cacao, conocido también como la “pepa de oro”. 
Los  lugares  de  destino  de  esta   migración,  que  empezó a ser  considerable  a partir de 1793 eran: Guayaquil, Portoviejo, Babahoyo,  Puebloviejo,  Palenque,  La Canoa y Daule.  Solo el partido  de  la  Punta  de  Santa  Elena,  poblado por “cholos”, entonces conocidos como indios, quedó relegado  de  este  proceso por la inexistencia de cacahuales en la zona. El cual, más bien, fue un distrito proveedor de mano de obra para los otros partidos, especialmente para el de Guayaquil.
En 1754, el Cabildo guayaquileño efectuó una cuantificación  de los distintos grupos étnicos de la provincia. Este estudio de la población arrojó que esta se componía “de más de seis mil españoles, cinco mil indios y de doce a catorce mil mulatos, zambos y negros”. 
De la información obtenida  de  otras fuentes se desprende que, a mediados del siglo XVIII los blancos eran un poco más de dos millares. 
Esto hace suponer que el censo realizado por el Ayuntamiento, englobó  como españoles a blancos y mestizos, con lo cual, desde su particular punto  de vista aumentaba la “calidad” de los habitantes de la provincia. 
En realidad los mestizos debieron incluirse en el grupo que en ese entonces se catalogaba como “libres de varios colores”: pardos, plebeyos, es decir, la plebe, gentes de toda clase, constituida por los mismos zambos, mulatos y negros libres. 
Todas estas mezclas raciales gozaban en Guayaquil de una misma consideración social, aunque inferiores a los blancos, estaban por encima de los indígenas. Los cuales según Francisco de Requena en su Descripción de Guayaquil, eran menospreciados y maltratados por los negros: 
“solo por negros, aunque sean libertos, se tengan por eximidos de pagar tributos, a que los sujetan las leyes (…) trata a los indígenas; así en Babahoyo, a donde los miserables indios acuden para vender la sal y el pescado, son hasta del más vil negro víctimas, por su paciencia y sufrimiento”. 
Además, los indios eran los únicos que pagaban tributos, lo que explica la protesta de los mestizos cuando se les intenta hacer tributar. En 1789 Juan Tomás Álvarez pidió ser eximido del pago de tributos atendiendo a que él no era hijo del marido de su madre, el indio Leonardo Garay, sino hijo natural, “de padre no conocido”, por lo cual y siendo su madre mestiza él no debía “ser comprendido en las clases de tributarios”, como efectivamente declaró el gobernador accediendo a la petición. 
Según las leyes coloniales, los indígenas solo debían ser superados por los españoles (peninsulares y criollos). Pero, en realidad, ocupaban el lugar más bajo de la escala social, incluso, como hemos visto,  inferiores a los esclavos. Empero, no hay constancia que entre los mestizos, mulatos o negros libres se produjera gradación alguna en cuanto a status social. No así los zambos (los nacidos de negro e indio), a los cuales se los tenía por más rudos, menos hábiles, y, en un escalafón inferior por su cercanía a los indígenas. 
El padre Bernardo Recio dice que “hay un pueblo que se compone todo de zambos (que) mataron a los indios y se quedaron allí, casándose con sus mujeres”. Al reorganizarse en 1775 las milicias de Guayaquil, se creó el batallón de infantería de milicias de pardos (mulatos y mestizos), cuyo comandante era Bernardo Roca. También se formó un batallón de blancos, al que se incorporaron los indígenas. En ninguno de estos se reclutó aron a los zambos.
Los blancos se duplicaron entre los años 1765 y 1790, de lo que se colige que fue el grupo más dinámico. A partir de 1762 llegaron a Guayaquil numerosos desertores de las tropas españolas enviadas a América. Estos abandonan sus regimientos para instalarse en ciudades donde existían “mayores posibilidades de medrar”. Los blancos (aunque no los únicos), pronto se convirtieron en los detentadores del poder económico en la ciudad. De ellos salen los grandes comerciantes y hacendados, así como funcionarios y miembros del clero. El padre Recio dice al respecto: 
“Hoy día en todo el Reino de Quito no hay un sacerdote siquiera indio. Más afortunados han sido en esta parte los negros y mulatos, de los cuales conocí hartos y muy buenos en las tierras calientes”.
La dinámica economía guayaquileña, basada en la exportación, y la preponderancia numérica de las castas o mezclas raciales, configuraron una sociedad abierta, menos jerarquizada y dotada de un mayor grado de movilidad social que la existente en lugares de otros tipos de economía y poblados mayoritariamente por indígenas, como la sierra quiteña con su economía cerrada. 
Bernardo Roca, mulato cuarterón nacido en Panamá por 1740, que debió avecindarse en Guayaquil en la década de 1760, es el típico caso de las oportunidades que brindó la sociedad comercial guayaquileña. Es probable que haya llegado junto a la tropa enviada desde Panamá para la pacificación del motín de Quito. En 1770, ya había progresado, pues consta que vendió una esclava negra en la ciudad de Guayaquil. Por 1787 es ya uno de los mayores exportadores  de cacao de la provincia, por lo cual el presidente de la Audiencia informa que es un vasallo cuya actividad comercial “ha producido al Real Erario considerables sumas de dinero en los puertos de Guayaquil, Lima y demás de su comercio”.
En este mismo año hay varias denuncias contra el monopolio del comercio del cacao que varios vecinos intentan frenar con el apoyo del gobernador Pizarro. Roca es uno de los acusados como consta en el documento: 
“siendo el fruto del cacao el que ha sostenido a esta ciudad y sus vecinos, éste con malicia se ha reducido a un precio ínfimo porque han hecho un monopolio cuatro individuos, que son, el primero un mulato llamado Bernardo Roca, el segundo un don Manuel Barragán, el tercero don Jacinto Bejarano, y el cuarto don Martín Icaza”.
A comienzos del siglo XIX es uno de los 20 vecinos “de la mayor excepción y probidad de Guayaquil”. Solo en una sociedad liberal y abierta como históricamente ha sido y es la guayaquileña, es posible que en tiempos de la colonia, un mulato pueda haber prosperado tanto económicamente y alcanzado a figurar entre los vecinos distinguidos de la ciudad. 

Caminos coloniales
El paso por el estrecho camino original apto para ser recorrido a pie con dirección al este, pasaba por los poblados que algunos de ellos conservaban su nombre autóctono y otros españoles, como Telimbela, Tablas, Copalillo, La Florida y Guarumal. Coronada la cordillera, a una altura de 2.500 metros, se alcanzaba la meseta interandina y más adelante a la llanura de Cochabamba, punto desde el cual se alcanzaba los poblados de Chapacoto, Azancoto, Chimbo y Guaranda.
La  segunda  vía,  y  probablemente  la  más  utilizada  por cuanto era la menos agreste, salía del mismo punto en que luego  se  edificó  Babahoyo  hacia   el   occidente.   Atravesaba las  tierras  bajas   e   inundadas  de  Palmar  y  Pisagua,  para llegar  a Balsapamba,  pueblo  situado  donde iniciaba el ascenso de la cordillera de Angas o La Chima, hacia la serranía. 
Una vez alcanzado Bilován, se continuaba a San Miguel, luego a San José de Chimbo, y finalmente a Guaranda. 
La tercera ruta, algo más al norte de las anteriores, y probablemente   la  menos sujeta  a  las inundaciones de la época de lluvias,  igualmente nacía en las  Bodegas,  hasta llegar al pueblo indígena de la Ojiva, situado al pie de la cordillera. 
Desde este lugar, por la llamada cuesta de San Antonio, culminaba en el tambo de Pucará y desde el cual, luego de coronar las alturas de la hoya del río Chimbo alcanzaba Tanizahua y Santa Fe, para terminar en Guaranda. 
Como podemos ver que luego de salir de Babahoyo, se podría recordar al viejo dicho que asegura que “todos los caminos conducen a Roma”, excepto que en nuestro caso, apenas llegaban a Guaranda, que al finalizar el siglo XVII, las autoridades coloniales la designaron capital del corregimiento en reemplazo de San Miguel de Chimbo. 
Todos estos caminos hechos originalmente para ser cubiertos a pie en la época prehispánica, posteriormente convertidos a herradura, eran tolerables durante el tiempo de secano, mas, llegadas las lluvias eran verdaderos infiernos, por cuyas laderas con frecuencia rodaban hombres, bestias y carga hasta el fondo de las quebradas. 
Durante esa época del año, el desbordamiento de los ríos de la gran cuenca del Guayas inundaban los llanos y los hacían intransitables. Para alcanzar la estribación de cada uno de los caminos, se viajaba en balsas por la sabana inundada, desde Babahoyo hasta llegar a la misma pata de la cordillera por la cual cada uno ascendía a la Sierra. Estas inundaciones llegaban a niveles tan altos, que la población de bodegas emigraba hacia los tambos ubicados en las estribaciones hasta el cambio de estación.
Llegados a Guaranda, los viajeros tenían la oportunidad de descansar y tomar bestias frescas para reiniciar una nueva etapa del camino, ya fuese hacia el norte o al sur. En ambos caso implicaba ascender hasta los 4.000 metros de altitud en que se halla el páramo del Arenal situado al pie del Chimborazo. 
En esa desolación y altura no habían tambos, por lo tanto era necesario descender y buscar entre la breñas lugares algo abrigados para pernoctar. Al amanecer, los arrieros, viajeros, junto a las recuas de mulas cargadas de mercadería, reiniciaban el descenso hacia el interande hasta llegar a Riobamba. Aquellos que viajaban a Quito, que eran la mayoría, debían nuevamente ascender la montaña, atravesar las faldas del Chimborazo, pasar por Ambato y Latacunga, trepar las faldas del Cotopaxi, para caer luego al valle de Machachi. 
Había un trayecto que igualmente debía subir a El Arenal, se pasaba la noche en el tambo de Santa Rosa, y al amanecer se continuaba a Ambato por el camino de Latacunga luego por el poblado de ese nombre finalmente se llegaba a Quito. 
El viajero Andrés Baleato, partió desde Guayaquil hacia la Sierra. En una descripción detallada se refiere a la larga y agotadora jornada que debió hacer en una balsa y al peligroso ascenso por las estribaciones de Yunga, Angas o la Cuesta de San Antonio, en la cual se lamentaba diciendo: “que es de siete horas de horrible camino a Pucará, al fin de dicha cuesta, todo con mucho bosque”.
La intensa lluvia que se precipitaba entre diciembre y mayo, convertían el camino en un verdadero tobogán, que pese a la pisada segura y firme de los mulares, caían y levantaban o se atascaban hasta los ijares al cruzar las huellas hechas por los propios animales en su constante ir y venir.
Cuando aparecía, periódicamente, el entonces desconocido fenómeno de El Niño, parece ser que el único camino de ascenso posible era el de La Chima. En cambio, en esta ruta, la parte baja inundada, aunque menos peligrosa, era mucho más larga y agotadora. 
Los viajeros y la carga sobre las acémilas, se veían obligados a cruzar los bajiales y tembladeras con el agua hasta la mitad de sus costados, para llegar extenuados a Guaranda y con la mitad de la carga arruinada. Por cualquiera de las tres vías señaladas, sin contar el trayecto en balsa por el río Babahoyo, que en cualquier época del año tomaba de 3 a 4 noches para llegar a Bodegas, en verano, tanto en el ascenso como en el descenso se cubría el camino de Quito en 4 días, en cambio durante la temporada de lluvias se lo hacía entre 12 y 25 días.
En 1562, cuando la conquista y la guerra de los Pizarro cesó, la ciudad recibió la visita del recién designado corregidor, licenciado Juan Salazar Villasante (1562-1563), quien debió cubrir la ruta hasta Quito; primero lo hizo en una balsa hasta el Desembarcadero (Babahoyo), y de éste a Quito en una caravana de mulas. De aquel viaje del nuevo corregidor, nació la más completa descripción que se ha hecho sobre esta accidentada vía de transporte utilizada durante la Colonia:
“Por este río, arriba hasta el Desembarcadero que hay diez y nueve leguas, se va en unas que llaman balsas, en lugar de barcos, y son como palos grandes atados unos contra otro, ni mas ni menos que la escalera de una carreta, digo como una carreta quitadas las ruedas, salvo que van los palos juntos; el de en medio es mas largo y es la proa de la balsa, en la cabeza del cual va siempre gobernando un indio, y a los lados van cada tres, o cada dos o cada cinco indios, según son las balsas y la carga que llevan; porque algunas son de siete palos, y de allí no suben; van llanas por el agua que algunas veces las baña el agua, y los regalados y gente de respeto hacen poner una tabla sobre unos palos atravesados, y allí van echados. Otras veces hacen poner a los lados unas estacas y atravesados los palos como las varas de una carreta, por sí llevan niños no caigan al agua; y así subí yo con mi mujer y hijos; y por el sol hacen un tejadillo de paja; de manera que cuando ésta balsa va así parece una choza de pastores.
 “Es de ver, cierto, los indios que las llevan lo que trabajan, porque se tardan tres días en subir hasta El Desembarcadero desde la ciudad de Guayaquil en los cuales no duermen ni descansan, sino es cuando allegan algún lugar de los que están en la ribera, que paran para comer y surgen a la orilla y luego tornan a remar; y aun algunos crueles españoles no los dejan hacer esto, sino que remando les hacen que coman, porque allí en las balsas se llevan las comidas y lo mismo los españoles y allí comen. Con todo esto van siempre cantando en su lengua y haciendo grandes regocijos; van desnudos en cueros, sólo con sus pañetes”.
El padre Mario Sicala S.J., autor de la más importante completa descripción de la Audiencia de Quito, describe su recorrido por los caminos señalados efectuado entre 1747 y 1768, en los siguientes términos: 
“Tan malo, peligroso, molesto y enojoso es el camino desde Guaranda hasta la playa de los Jíbaros, como lo es el de San Miguel de Chimbo hasta el Garzal y quizás éste es bastante menos molesto, toda vez que por el camino de San Antonio no tienen los viajeros y caminantes donde hospedarse ni donde aprovisionarse de víveres y vituallas ni de pastos para las bestias; al contrario (de lo que ocurre) por el camino de la Chima…. Hay solo una diferencia, que el camino de Guaranda es una sola prolongada cuesta y una sola bajada muy larga de 6 a 8 leguas, y los ríos caudalosos; en cambio el camino de la Chima  tiene una primera montaña de casi una legua y otra bajada de 6 a 7 leguas, (pero) las subidas y bajadas son menos molestas y peligrosas que las de San Antonio, y los ríos fácilmente vadeables. La única molestia … bastante enojosa es un sector del camino muy plano de tres leguas llamado Pisagua, que quiere decir pisar el agua y es un natural empedrado de grandes piedras lizas cubiertas continuamente de agua… Las mulas casi siempre tienen que caminar con la barriga sumergida en el agua y los que van a caballo tienen que avanzar con los pies fuera de los estribos…, bañados y enlodados con las salpicaduras de aquella agua lodosa…”.
En el cabildo celebrado en el Ayuntamiento de Guayaquil el 25 de mayo de 1610 consta el relato del célebre viaje en balsa hasta Paita, del entonces obispo de Quito, don Diego Ladrón de Guevara, por haber sido nombrado Virrey del Perú. Desde el pueblo de la Ojiva, en una balsa lujosamente aparejada, como nunca antes se había visto, fue transportado con toda su familia y equipaje a esta ciudad y de ella hasta el Salto y puerto de Tumbes. 
Los grandes navíos que hacían la ruta desde Panamá hacia el sur, también fondeaban en el surgidero de Puná –donde con el andar del tiempo se estableció el primer control aduanero– no navegaban río arriba pues no existían prácticos ni conocedores de sus cambiantes canales, formados en un lecho tachonado de bancos de arena. 
El ingreso a Guayaquil de las embarcaciones de mayor buque, se daba cuando estas necesitaban ser carenadas. Solo cuando empezaba la pleamar, ascendían río arriba sin ninguna carga, y tan pronto empezaba la bajamar, buscaban una profundidad adecuada para fondear en la espera de la próxima marea creciente y continuar hasta su destino.
Tan pronto llegaba la carga o pasajeros a Guayaquil destinados a la Sierra, se contrataba con otros balseros el transporte hasta el Desembarcadero (Bodegas, después Babahoyo), destino final de quienes viajaban a la serranía. En la temporada de invierno, se podía avanzar por aquellas tierras inundadas, hasta la población de la Ojiva, asentada muy cerca de las primeras estribaciones de la cordillera de Angas.
Por este río arriba se sube en balsas para ir a la ciudad de Quito, que dista de este pueblo 60 leguas en la tierra, y tierra fría, las veinte y cinco por el río arriba, las demás por tierra. Al verano se sube en cuatro o cinco días; al invierno en ocho cuando en menos tiempo. 
En el Desembarcadero había una posada o fonda, donde la gente negociaba su marcha hacia la Sierra, tomaba un descanso, mientras los recueros preparaban las cabalgaduras para los viajeros, enjaezaban y organizaban las acémilas para transportar la carga. El partir de la recua, era siempre un evento lleno de colorido, con sabor a partida y llegada a la vez. Matizado de adioses, los con relinchos, rebuznos, coces y ladridos de perros, que llenaban el ámbito con olor animal. Las voces del baquiano de la tropa, que con toda laya de imprecaciones y calificativos, animaba tanto a los subalternos que servían la caravana, como a las bestias que la formaban. 
Las graves dificultades que los caminos de Chimbo planteaban al tránsito, el comercio y la defensa militar del país quiteño, movieron a las autoridades coloniales a empeñarse reiteradamente en su mejora y reconstrucción, aunque las avenidas de agua y derrumbes de cada invierno destruían en poco tiempo las obras de reparación efectuadas. De ahí que fuera también reiterado el interés por establecer una nueva ruta de tránsito entre Guayaquil y Quito, a fin de que evitara las dificultades existentes en los tres caminos tradicionales. 
La primera propuesta para construir una nueva vía más segura y cómoda fue hecha en 1774 por el ingeniero militar español Francisco de Requena en su “Descripción histórica y geográfica de la Provincia de Guayaquil”, la cual consta en un el importante trabajo de María Luisa Laviana Cuetos. 
En efecto, tras constatar que el camino más corto entre las dos grandes ciudades quiteñas era el de Palenque, que además era “más cómodo porque se evitan los páramos de Guaranda y cuestas penosas de Chimbo y San Antonio (y) menos fragoso”, propuso abrir una nueva ruta, que fuera desde Babahoyo a Ventanas por vía fluvial que facilitaba un viaje más llevadero, pues la corriente así lo permitía. Otra ventaja que tenía esta ruta, es que era más corta ya que eliminaba ríos y páramos permitiendo llegar pronto se llegaba a Latacunga. 
Otro personaje preocupado por las comunicaciones fue don Miguel Agustín de Olmedo (padre del prócer José Joaquín de Olmedo). Comerciante originario de Málaga que había hecho fortuna en Panamá y avecindado en Guayaquil, quien, en sus andanzas comerciales, había observado y sufrido la interrupción periódica que sufría el tráfico entre las dos ciudades más importantes de la Audiencia. 
En 1784 propuso al presidente de la Audiencia “descubrir por su cuenta un camino transitable en toda estación”(María Luisa Laviana Cuetos, Estudios sobre el Guayaquil colonial).
Comerciante ambicioso que era, Olmedo necesitaba controlar el negocio de aprovisionar a Guayaquil con hielo del Chimborazo. El presidente Villalengua, aceptó la propuesta y ordenó a las autoridades que lo auxiliasen en tal cometido. 
Entre 1785 y 1786, en cuatro expediciones realizadas tanto en invierno como en verano exploró varias rutas posibles. Y según carta a la Audiencia, fechada en Quito el 16 de abril de 1787, da testimonio de que gastó en ellas “más de 1.500 pesos de su propio peculio fuera de una fatiga personal increíble”, sin considerar el abandono de sus negocios.
El resultado de sus investigaciones lo plasma en un informe elevado a Villalengua, fechado en Quito el 10 de julio de 1787, y un mapa (30 de marzo de ese año) en los que describe en detalle la nueva ruta que propone. 
Él comienza por la hacienda Soledad, en el río Babahoyo, que pertenece a él, sigue hasta la Punta de Catarama para continuar a lo largo del río Piedras hasta un lugar que él identifica como La Sabanita 
“donde el camino se divide para dirigirse por un lado hacia Guaranda y por otro hacia Ambato por la trabajosa cuesta de Chaso Juan y los pueblos de Salinas y Santa Rosa” (Laviana). 
Este camino que él denomina “de Chaso Juan”, era más corto para dirigirse a Quito que las dos rutas existentes conocidas como camino de la China y de San Antonio, más largas que la propuesta en ocho y media y cinco leguas. Olmedo calculaba que sería necesario invertir entre 25.000 y 30.000 pesos. Villalengua lo aprobó, condicionando su ejecución a que el mismo Olmedo “proporcione los arbitrios regulares que ha ofrecido proponer para su costeo”. Según parece, nunca los proveyó, consecuentemente, no se llevó a la práctica por falta de fondos.
Una nueva ruta que debía superar la famosa “cuesta de San Antonio”, fue planteado en 1790 por el obispo José Pérez Calama, quien ofrecía cubrir los costos de la empresa con un donativo suyo. Sin embargo, cuando las propuestas son tan domésticas y salidas de la emoción, al momento de estimar costos, cálculos y consultas, los costos son tan altos que el filántropo acaba espantado. 
El corregidor de Guaranda, Gaspar de Morales, intentó ejecutarla por su cuenta, y el apoyo de varios pueblos de la jurisdicción de Chimbo para que cada uno arreglase un tramo. La población trabajó con ahínco, pero realizó un trabajo pobre que no soportó la primera temporada de lluvias.
El comerciante guarandeño Pedro Tovar y Eraso, propuso al Ayuntamiento guayaquileño, que se le concediese por diez años el monopolio del expendio de hielo en la ciudad. Y como contraparte ofrecía abrir una nueva ruta de comunicación con Guaranda, según acta del cabildo celebrado en esta ciudad el 9 de agosto de 1799; este sería construido “para facilitar el tráfico y comercio de la sierra con esta ciudad, de invierno y de verano, sin la pensión de pasar los ríos intermedios.” Una vez aprobado por la Audiencia, inició el trabajo y transcurrido un año había abierto una trocha por la ruta de Ojiva afirmada con material pétreo y madera incorruptible. 
En ciertos tramos que la topografía lo permitía, se la hizo tan ancha que cabían dos acémilas con su carga a los costados, y se establecieron espacios para la construcción de tambos. Una vez concluido el trabajo, la Audiencia comunicó oficialmente al Ayuntamiento guayaquileño, que el tránsito hacia Guaranda estaba libre, y que, había ordenado la instalación de los correspondientes tambos. Dos baquianos fueron contratados por la suma de cuatro pesos y medio diarios para recibir el trabajo y vigilar la construcción de los tambos en los espacios seleccionados. 
En el acta del cabildo celebrado el 18 de octubre de 1803, consta la apertura del camino, el cual complementaba al transporte fluvial de productos de consumo doméstico originarios del litoral y la Sierra, las importaciones del comercio quiteño, el comercio de tejidos, hielo tomado de los glaciares del Chimborazo, y víveres de origen serrano. A los pocos años de explotación de la ruta murió Pedro Tovar y nadie estuvo en capacidad de mantener su vía de comercio, y con el paso del tiempo se destruyó.  
Varios intentos se hicieron para mejorar las comunicaciones entre ambas regiones. Sin embargo, las dificultades continuaron y el problema se mantuvo a lo largo del siglo XIX; las lluvias intensas, las inundaciones, barrizales, ponían 
“en gravísimo riesgo y averías continuas en que perecen no solo las caballerías y bestias de carga, sino aun las gentes mismas que viajan en semejante estación, forzadas de la necesidad, como lo acredita la experiencia de todos los años” (Michael T. Hamerly, Historia social y económica de la antigua provincia de Guayaquil).

sábado, 25 de enero de 2020


El  Poblamiento  y  Mestizaje

El producto de la conquista y colonia española en América, fue un mestizaje que generó otro. No es una adivinanza la que planteo, si no que no hay pueblo más mestizo en Europa que el ibérico, pues la Península fue un crisol en que las grandes migraciones de la humanidad dejaron sus huellas. 
Mas, el mestizaje biológico impreso en las colonias ultramarinas constituye el rasgo más original y característico de la población del imperio español, pues produjo una sociedad organizada, segregada y estratificada conforme al color de la piel. 
Con el decurso del tiempo, los mestizos hallaron un lugar definido dentro del orden social y una jerarquía precisa de graduaciones de color que soslayó a la fundamentada en el criterio económico.
El encuentro sexual entre los dos mundos se produjo en el momento en que Colón tocó tierra americana el 12 de octubre de 1492. Cuando fue arrollado por una marinería en prolongada abstinencia, que a la primera indígena desnuda que avistó en la playa, se abalanzó sobre ella en el más absoluto desorden. Como el correo de brujas también funcionaba entonces, la fama adquirida de rijosidad furiosa se esparció rápidamente por el Caribe, al punto que los indígenas antillanos ocultaban a sus mujeres hasta de su lasciva mirada. 
Por cierto, con resultados magros, porque muy pronto quedaron muy satisfechas con su suerte. Sin embargo, estos ardorosos impulsos llegaron a costar las vidas de quienes quedaron en tierra cuando Colón volvió a España. 
“Según el discreto testimonio del doctor Chanca, que fue como médico de la armada, los indios le dijeron que los cristianos, uno tenía tres mujeres,  otro cuatro, donde creemos que el mal que les vino fue de celos” (Georges Baudot).
La belleza de las indígenas americanas en su estado natural, carente de malicia, tuvo muchos cronistas admiradores en el siglo XVI (sin embargo, es posible que las privaciones de seis meses a un año de travesía pudieron sobredimensionarlas a sus ojos). Entre ellos, el célebre Cieza de León. Uno de los más entusiastas admiradores de las mujeres de la zona norte del imperio incaico, lo que hoy es nuestro país, a las que describe como las “más que lascivas y gustaban particularmente de los españoles”. 
Esto evidencia que las relaciones entrambos, no siempre se daban bajo el signo de la imposición, si no practicadas de buen grado. Las mujeres nativas frecuentemente fueron motivo de obsequio de los caciques a los españoles, pues consideraban un honor que ellas pariesen un producto de estos.
En 1514, una real cédula estableció definitivamente la libertad de casarse con indígenas; en 1516 el cardenal Cisneros, regente de Castilla, recomendaba favorecer estos matrimonios con cacicas o hijas de caciques, sin embargo, no fue práctica generalizada. 
En cierto modo se vio estimulada, cuando en 1539 se fijó un plazo de tres años para aquellos que habían recibido una encomienda, se casaran so pena de perder sus beneficios. 
Con esta amenaza, muchos se vieron forzados a regularizar su estado civil, preferentemente con las recién llegadas de España, pues la idea de casarse con india estaba muy lejos de ser popular. 
Por otra parte, quienes se mantenían en el concubinato, tan pronto les era posible se casaban con las españolas y abandonaban a sus “barraganas” e hijos. Los personajes de alto rango, cuando se veían avocados al problema, las entregaban en matrimonio a sus soldados de confianza. Uno de los más célebres mestizos abandonados por su padre, cuando este decidió casarse con española, fue el cronista Garcilazo de la Vega, el inca.
El español peninsular, para aspirar a cualquier cargo o dignidad debía probar su limpieza de sangre, y demostrar la inexistencia entre sus antepasados de todo rastro de judío converso, hereje o condenado por la Inquisición. 
El matrimonio con una indígena también podía arruinar a todo un linaje, y como había un sentimiento general de mantener la honra, que no coincidía con las alianzas con mujeres de una raza vencida, de hecho considerada inferior, las posibilidades de concretarlo con éxito eran muy remotas. 
También debemos recordar, que las controversias teológicas sobre la racionalidad de los indios americanos hicieron furor en el siglo XVI. Y pese a las bulas de Pablo III, que en junio de 1537 reconocieron su humanidad, su racionalidad y derecho al bautismo, no se logró calmar todas las aprensiones ni terminar con este prejuicio.
Los matrimonios con africanos, en cambio, fueron terminantemente combatidos. Esto, en realidad, tenía como finalidad económica, evitar que los esclavos consiguieran la libertad para sus hijos, lo cual atentaba contra la esclavitud institucionalizada, y en lo religioso impedir toda posibilidad de contaminación por contacto con el Islam. 
Los esclavos tenían que casarse entre ellos, porque la vida conyugal y el amor de la familia los mantendría en calma. Mas, la preponderancia del sexo masculino entre ellos, era un obstáculo que se intentó reducir por medio de la exigencia de que por lo menos un tercio de las importaciones de esclavos debían ser mujeres. 
Pese a estas disposiciones, los negros mantenían sus relaciones “con pleno consentimiento de las indias que los encontraban preferibles a sus maridos” (Baudot). 
Con la misma finalidad, se prohibió a los negros residir en poblados de nativos y en los casos de violencia sexual contra ellas se prescribió incluso la castración de los culpables. Pese a lo cual, el mestizaje entre los naturales de América y los importados de África, no solo no se detuvo, sino que alcanzó altos niveles especialmente en la vecindad de las zonas mineras, hacia donde se movilizaban considerables contingentes de negros e indígenas. 
Tal parece que estas medidas de control solo afectaban a estos niveles sociales muy poco favorecidos, en cambio, el concubinato entre españoles y negras, que era muy frecuente especialmente en las Antillas, al parecer no fue reprimido con la misma dureza.
Lo cierto es que, de una forma u otra, tanto españoles e indígenas como negros, siempre se dieron maña para burlar todo intento de restringir las relaciones sexuales interétnicas. Sesgo que fundió a negros, blancos e indios, y luego a sus descendientes, ya mezclados, en un crisol del cual surgieron, además de mestizos, mulatos y zambos, los conocidos como negros cuarterones, chinos, castizos, coyotes, etc. Nomenclatura a la que se llegó en el siglo XVIII, como resultado de un máximo de obsesiones negativas sobre el color de los individuos.
Estas circunstancias abundaron en la actitud ya prejuiciada de los españoles, la cual propiciaba que sujetos con el mismo grado de mezcla fuesen socialmente encasillados en niveles contrapuestos. 
De esta resultó la exageración de calificar y marginar a los criollos que mostraban más claramente rasgos raciales africanos que otros mestizos. 
“Se creó un sistema de castas que identificaba prestigio racial con poder económico, aunque las fronteras fueron imprecisas y cambiantes” (Pedro Tomé). 
La costumbre generalizada de utilizar esta oprobiosa estratificación sirvió nada más para diferenciar a los no españoles y marcarlos socialmente. 
Sin embargo, en medio de este racismo hay un acontecimiento feliz: el rápido desarrollo cultural y económico que, relativamente, en corto tiempo alcanzaron los mestizos. Progreso que hizo inviable la permanencia de este sistema injusto y discriminatorio. 
En más de una ocasión se dio el caso de personas que habiendo sido sucesivamente censadas como mestizos o mulatos, de pronto aparecieron empadronados como criollos. 
En tal sentido en nuestra ciudad, por ejemplo, es muy conocido el caso de un negro cuarterón enriquecido por su trabajo en Panamá, que fue muy bien recibido por nuestra sociedad y dentro de su descendencia, ya guayaquileña, nacieron personas notables que se destacaron en la vida pública del país.
Finalmente, pese a que el paso del tiempo nos ha proporcionado información que demuestra la concreción, en periodos relativamente cortos, de una significativa reestructuración en la distribución de los barrios ocupados por los bajos estratos en los espacios urbanos, podemos decir, que lo que realmente cambió fueron las condiciones socio económicas de sus habitantes. 
“Como consecuencia de este proceso se produjo una síntesis nominal de las castas que fue transformando la sociedad pigmentocrática en una multiétnica, por lo demás fuertemente jerarquizada, compuesta por seis calidades básicas: peninsulares o europeos, criollos o españoles, mestizos, mulatos, negros e indios. Necesario es, no obstante, recordar que el término indio, como categoría colonial, agrupa bajo un mismo nombre a culturas que, a su vez, pueden no tener nada en común entre sí” (Pedro Tomé). 
En Hispanoamérica, la discriminación social es, aún, mucho más posible de ocurrir, y de hecho se suscita, en razón de la gran variedad de individuos con diversos componentes raciales agrupados en sus sociedades.

La Negritud



Su presencia en el país se inicia con el hecho accidental de la llegada de un grupo de africanos a las costas esmeraldeñas, a partir del cual se establece la semilla negroide en Esmeraldas y el país, y se inicia desde época tan temprana el entonces nada frecuente mestizaje negro-indio. En esta compilación fundamentada en la obra de José Alcina Franch, “El problema de las poblaciones negroides de Esmeraldas, Ecuador” hallaremos en una lectura ágil el inicio del mestizaje surgido a partir de tal eventualidad. 
Por el mes de octubre de 1553 zarpó de Panamá un buque mercante, en el cual, entre otras “mercaderías”transportaba diecisiete hombres y seis  mujeres africanos de propiedad del sevillano Alonso de Illescas. Luego de algunos días de navegación entró en una zona de calma y con las velas al pairo permaneció inmovilizada casi por treinta días. Finalmente, con algo de brisa lograron doblar el cabo San Francisco y entraron en una caleta conocida como El Portete.
Por el tiempo transcurrido desde la partida, la tripulación que había permanecido inactiva y consumido las reservas de agua y víveres se encontraban en serios problemas. Dejaron el barco anclado en la ensenada y desembarcaron el capitán y la marinería llevando consigo a todos los negros, para que los ayudasen a encontrar agua y alimentos, por cuanto siendo procedentes de la Guinea Ecuatorial estaban acostumbrados a la selva, raíces comestibles, etc. 
Mientras estaban en tierra se levantó el viento y con este la marejada, el ancla garró y el buque fue a estrellarse contra unos arrecifes y quedó totalmente destrozado. Salvaron lo que pudieron e intentaron hacer el camino por tierra, para lo cual los africanos les eran indispensables. Cuando trataron de reunirlos para la marcha, se dieron con la sorpresa que todos habían huido e internado en la selva.
Testimonio de Rafael Cabello Balboa:
“El año del Señor de mil e quinientos y cincuenta y tres, por el puerto de Panamá un barco, una parte del cual alguna mercadería y negros que en el venían, era y pertenecía a un Alonso de Illescas, vecino de la ciudad de Sevilla, el cual barco como hallase por aproa los sures [...] se entretuvo muchos días sin poder seguir su viaje, y pasados treinta de su navegación pudo hallarse doblado el cabo de San Francisco, en una ensenada que se hace en aquella parte que llamamos del Portete; tomaron tierra en aquel lugar los marineros y saltando a ella para descansar, de una tan prolija navegación, sacaron consigo a tierra diez y siete negros y seis negras, que en el barco traían, para que les ayudasen a buscar algo que comer, dejando el barco sobre un cable. Mientras ellos en tierra, se levantó un viento y mareta que le hizo venir a dar en los arrecifes de aquella costa, los que, en el barco habían venido, pusieron su cuidado en escapar si pudiesen, algo de lo mucho que traían y [...] trataron de hacer su camino por tierra, y procuraron en juntar los negros, y las negras se habían metido el monte adentro, sin propósito ninguno devolver a servidumbre...”.
El sector donde se produjo la fuga de los esclavos de propiedad de Illescas fue la frontera de dos tribus indígenas: los niguas de carácter pacífico y los campaces muy belicosos. Los primeros ocupaban una parte de la cuenca del río Esmeraldas, desde la región de los yumbos hacia el mar, y desde su desembocadura hasta el cabo San Francisco y zona del Portete, lugar del desembarco a que nos referimos. Los campaces dominaban la cordillera costera, “desde el cabo San Francisco hasta, quizás, la Bahía de Caráquez”. 
En estas circunstancias, como era de esperarse, surgió un líder, este era un hombre fornido y audaz llamado Antón. Acaudillados por él, se internaron en la selva hostil. Hambrientos y rodeados de indígenas cuyas costumbres desconocían, se les planteó un real problema de supervivencia para lo cual debieron tornarse agresivos y crueles.
El primer encuentro entre los acaudillados por Antón se produce con la tribu de los niguas. “Los bárbaros della, espantados de ver una escuadra de tan nueva gente, huyeron con la prisa que les fue posible y desampararon sus ranchos y aún sus hijos y mujeres”. Mas, al comprobar los indígenas que no podían vencer a los africanos, volvieron sobre sus pasos y pactaron con los intrusos. 
Antón, para afianzar su liderazgo, organizó una guerra contra los campaces que se hallaban más al interior. Sin embargo, “los belicosos Campas les dieron tal priesa que les mataron seis negros y algunos indios amigos” esta derrota la aprovecharon los niguas para intentar librarse de ellos, pero fue tan duro el castigo “que sembraron el terror en toda aquella comarca” (Cabello). Al poco tiempo muere Antón, y fue reemplazado por Alonso Illescas “quien había vivido en Sevilla y hablaba muy bien el castellano” (González Suárez). 
Illescas resultó tanto o más cruel que Antón, por lo cual extendió su fama a lo largo de la región. Efectivamente, 
“en un lugar cercano a la Bahía de San Mateo llamado Bey vivía un cacique poderoso de nombre Chilindauli a quien Alonso, de acuerdo con sus parientes propusieron alianza; hecha la amistad, dio el Curaca una fiesta en Dobe, a la que fue Illescas con sus compañeros y parientes, quienes, cuando Chilindauli y los suyos se encontraron embriagados, asesinaron al Cacique y a los más que podían serles de estorbo adueñándose de los demás. Entonces, Alonso alzose a Señor absoluto de la Comarca” (Jijón y Caamaño).
Identificados con el terror, los negros de Illescas realizaron “correrías en los naturales del Cabo de Pasao, repartimiento perteneciente a la ciudad de Puerto Viejo” (Cabello). Por esta nota podemos ver que ya estaban mucho más al sur de su asentamiento inicial  y en el curso medio del río Esmeraldas. Esto se hace evidente cuando Cabello Balboa en su exploración de Quito a Esmeraldas en 1578, es prevenido por los guías diciendo: “pasásemos sin parar adelante, porque hasta allí suelen llegar los indios del negro monteando” (Jijón).
De las relaciones entre negros e indios, como necesidad de supervivencia, surgió otro tipo de mestizaje. Los diecisiete hombres y seis mujeres negras, a consecuencia del enfrentamiento con los campaces y con los niguas cuando trataban de liberarse quedaron reducidos a once. Cabello Balboa dice que: 
“al cabo de algunos años, por muerte de el caudillo [Antón] nació entre ellos discordia, pretendiendo cada uno el mando así para finalmente venir el negocio a las armas y en tal demanda murieron tres”.
Es evidente que, aunque varias parejas negras hayan mantenido su pureza por algunas generaciones, la mayor cantidad de varones tuvo que mezclarse con mujeres indias. El licenciado Salazar de Villasante afirma que los primeros negros “han hecho un pueblo y tomado indias y casádose con ellas y multiplican”. Cabello, refiriéndose a Alonso de Illescas, ya como caudillo de negros e indios, dice que estos “le dieron por mujer una India hermosa, hija de un principal”.
La mezcla fue tan cierta que al poco tiempo la población de mulatos y zambos creció hasta el punto de que en 1600 se calculaba que había “más de cincuenta mulatos y zambaigos y en 1620 llegaban a ser un centenar” (Rumazo González).
Es importante destacar que hacia 1565, una vez que Alonso de Illescas era el caudillo indiscutible de toda la región, llegó a Esmeraldas un navío procedente de Nicaragua con negros e indios al servicio de españoles. Entre ellos uno “que venía amancebado con una India de aquellas”, los cuales también escaparon y huyeron internándose hasta Dobe: 
“donde fueron recibidos por huéspedes de los naturales de aquella tierra [y donde] parió aquella India de Nicaragua dos hijos, el uno llamado Jhoan y el otro Francisco” (Cabello).
El grupo que originalmente desembarcó en el Portete en 1553, aunque venía de España fue capturado en África, probablemente en Guinea, por tanto tendrían en su memoria las características de su sierra natal. Siendo Guinea y Esmeraldas territorios semejantes en clima y condiciones propias del bosque tropical lluvioso, es fácil suponer que su adaptación fue relativamente fácil. 
“La adaptación cultural, una vez salvada la barrera lingüística, no sería difícil tampoco, ya que el grado de desarrollo de ambas culturas no debía diferir demasiado, razón por la cual tomaron sus ritos y ceremonias y traje” (Rumazo). 
Por esta razón, cuando algunos mulatos descendientes de Esmeraldas subieron a Quito, se presentaron adornados tal cual los indígenas. 
“Llevaban aretes en las orejas y ciertos anillos de oro en la nariz y tenían los labios taladrados, con lo cual, adornando sus personas, se ponían de gala entre los suyos” (González Suárez).
Por esa época, hubo un naufragio frente a Esmeraldas, y tripulantes y pasajeros, una vez llegados a tierra decidieron continuar a pie por la costa para alcanzar algún destino. Entre ellos venía un fraile novicio originario del Monasterio de Nuestra Señora de las Mercedes de Panamá, que enfermó gravemente y fue abandonado para que muriese precisamente en el espacio que el negro Illescas dominaba. Este lo encontró, lo llevó a su casa, curó y puso en condiciones para que siguiese su camino. Mas, durante el tiempo que permaneció entre ellos, bautizó sus hijos e instruyó en la religión.
Este encuentro con el novicio despierta en Illescas los lazos que lo unían a la cultura hispana, de la cual huyera en determinado momento y circunstancia, a la que piensa volver en un futuro. 
Con esta disposición, se produce su encuentro con Juan de Reina y María Becerra, náufragos también frente a la costa de Atacames. Estas personas cuando llegaron ante las autoridades de Quito, les expresaron que Alonso de Illescas, cuya hija María estaba “ayuntada suciamente con Gonzalo Dávila”, deseaban todos volver al seno de la Iglesia y al servicio del rey. 
Recibida esta noticia por la Real Audiencia, de común acuerdo con el obispo fray Pedro de la Peña, enviaron al presbítero Miguel Cabello Balboa (hijo de Rafael Cabello) “para que fuese a otorgar toda clase de perdones y reducirlos a la obediencia de la Corona. No se contentó con ello la Audiencia, sino que otorgó a Illescas el título de Gobernador” (cita del propio Cabello). Sin embargo, esta intención de incorporar a los negros al sistema dominante español, fracasó. Mas, con el paso del tiempo se hicieron nuevos intentos de acercamiento con negros y mulatos. 
A lo largo del siglo XVII hay una verdadera explosión de la población negra dentro del territorio indígena. En 1657 ya existía un pueblo de mulatos identificado como San Mateo, probablemente corresponda a Esmeraldas Vieja. En 1678, la población de la recién fundada Atacames contaba con veinte mulatos. Y a principios del siglo XVIII, en los territorios del sur de Esmeraldas, o norte de Manabí, los mulatos ya se encontraban afincados en Coaque y Pasao. 
Es lamentable la falta de datos precisos sobre la expansión negroide en Esmeraldas, grupo étnico generado a partir de un reducido y muy concreto número de reproductores.
Quien visita Esmeraldas habrá encontrado un alto componente racial negro que minimiza a los grupos indígenas locales o serranos, incluso a los blancos. Este es un fenómeno reciente promovido por la presencia negroide que entre 1850 y 1920 se concentraba en la zona minera de Barbacoas, sur de Colombia, la cual movilizada a Tumaco se introdujo en territorio ecuatoriano hasta la zona de Limones y los ríos Santiago, Cayapas y Esmeraldas hacia el interior.
En los últimos la migración no ha variado pues la comunicación entre Colombia y Ecuador es muy fácil y mantiene una población flotante que se desplaza según las circunstancias económicas de ambos países. Azarosa trayectoria que incluye al afroecuatoriano en la construcción de la riqueza cacaotera y azucarera. Escribe la historia nacional desde las transformaciones sociales. Los “tauras” de José María Urbina inspiraron la manumisión de esclavos.
Hasta nuestros días, el negro ha enriquecido la cultura costeña, no solo con su arte y folclore, sino en las letras, la poesía, la novela y el liderazgo femenino. Hoy, a través de “su majestad el fútbol”, son los que mayoritariamente llevan a los estadios el nombre de Ecuador. Por todo esto y por su constante fluir a esta ciudad, reconocemos su contribución al desarrollo del país.

miércoles, 22 de enero de 2020




El decreto de manumisión de esclavos, del Presidente José María Urbina dice textualmente lo siguiente:
Considerando:

Que los pocos hombres esclavos que todavía existen en esta tierra de libres son un contrasentido a las instituciones republicanas que hemos conquistado y adoptado desde 1820; un ataque a la religión, a la moral y a la civilización, un oprobio para la República y un reproche severo a los legisladores y gobernantes, Decreta:
 Art. 1º- 
Mientras el Gobierno se procura los fondos necesarios, para dar libertad a los hombres esclavos, queda exclusivamente afectado a este objeto, desde la publicación del presente Decreto, el producto libre del ramo de la pólvora.
 Art. 2º- 
No podrá destinarse a otro objeto que al expresado ninguna cantidad por  pequeña que sea, de este ramo, y el empleado que lo hiciera sufrirá la pena dedestitución quedando obligado, además, a reintegrar a los fondos de manumisión la cantidad distraída sin que pueda servirle de excusa ninguna orden superior.
 Art. 3º- 
Cada vez que se hallen reunidos doscientos pesos de este fondo se procederá a dar libertad al hombre esclavo de mayor edad, por avalúo.
 Art. 4º 
- En cada capital de provincia habrá una Junta denominada Protectora de la Libertad de Esclavos compuesta por el Gobernador de la provincia, de los Concejeros Municipales y de cuatro ciudadanos de conocidos sentimientos filantrópicos; los mismos que deberán ser nombrados por el Concejo Municipal de la capital de la provincia.
 Art. 5º 
- Son deberes y atribuciones de las Juntas Protectoras de la Libertad de los Esclavos. 
Firmado en la Casa de Gobierno de Guayaquil, a 25 de julio de 1851 ± 7º de la Libertad ± José María Urbina, Jefe Supremo.- José de Villamil, Ministro General. Oficial Mayor- Francisco de P. Icaza.

lunes, 20 de enero de 2020



Función de las regulaciones del Cabildo guayaquileño

El estudio de las regulaciones u ordenanzas municipales de Guayaquil nos muestra los grandes cambios en su evolución, pese a haber insuficiente información del siglo XVI, pues en 1633 se produjo un incendio que consumió al edificio del Ayuntamiento, y se perdieron 100 años de documentos. En la documentación publicada por el Archivo Histórico del Guayas, se encuentran las actas del Cabildo desde 1634 y otros documentos y bibliografía, que nos ha permitido elaborar esta corta descripción.
Los cabildos coloniales fueron organismos representantes de la administración, y a la vez, los más conspicuos corresponsales de sus intereses. En 1548, la Corona reconoció el derecho a promulgar sus propias ordenanzas, pero, condicionadas a la aprobación del virrey. Pese a haberse instituido la venta de las concejalías y en cierto momento perdido el espíritu democrático, no es menos cierto que América debe su vida a sus cabildos. 
El caso de Guayaquil es típico, pues de quienes en 1820 formaban la Corporación Municipal, nació el primer gobierno de la Provincia Libre de Guayaquil, que la podríamos llamar como una ciudad estado. 
Las circunstancias actuales son diferentes, la Ley de Régimen Municipal especifica que: 
“Los actos decisorios de carácter general que tengan fuerza obligatoria en todo el Municipio, se denominarán ordenanzas, y los que versen sobre asuntos de interés particular o especial, acuerdos o resoluciones.” 
Y en el segundo Inciso del Art. 228 de la Constitución, dice: 
“Los gobiernos provincial y cantonal gozarán de plena autonomía y en uso de su facultad legislativa podrán dictar ordenanzas, crear, modificar, suprimir tasas y contribuciones especiales de mejoras”.
Es decir, que ellas contemplan un ente autónomo más amplio, muy distinto del colonial que era vigilante de todas las minucias diarias que generaba la sociedad.
La ordenanza municipal emanada del virrey Hurtado de Mendoza, empezó a regir la vida guayaquileña a partir del 4 de mayo de 1590. Sus disposiciones se limitaban a asuntos domésticos, como multar la inasistencia de los regidores, que eran bastante frecuentes, y que justificaban con el mal clima, el fango, las distancias, etc. 
En el acta del 11 de enero de 1636, cuando aun el Cabildo permanecía en la cima del Santa Ana, proponen reducir las sesiones a los viernes, por:
“ser la tierra enferma y el invierno tan penoso (…) que es muy grande trabajo y penalidad subir dos veces cada semana a hacer Cabildo”.
No contienen ninguna disposición acerca de la educación ni sobre el reparto de tierras y solares a los vecinos, indispensable para el desarrollo y crecimiento de la ciudad. Sin embargo sí trata lo concerniente a “que las calles estén limpias y lo mismo la plaza y las carnicerías”. Las casas del Cabildo “que estén siempre limpias y reparadas”. 
La prevención de incendios disponía: 
“que nadie tenga lumbre encendida después del toque de queda; que no se haga fuego en la sabana cercana a la ciudad durante la estación seca; que no se construyan casas con rancho de paja; y que en cada casa haya siempre doce botijas con agua (…) por el riesgo del fuego, para acudir a lo apagar cuando lo hubiere”. 
37 de sus 90 capítulos se centran en “que la dicha ciudad esté siempre bien abastecida de carne y pescado y maíz y de todos los mantenimientos necesarios” y, además, en el control de precios. Disponía vigilar estrechamente la economía local y la especulación, evidenciada por el envío de delegados a los campos para evitar la acción de revendedores. 
“Que ninguna persona salga a los caminos a comprar la harina u otros bastimentos que vienen de fuera para el proveimiento de la ciudad porque con esto los encarecen”. 
Ordenaba evitar la compra de artículos hasta después de cuatro días de su arribo al mercado. Ni sacarlos de la ciudad, si es que en ella se requerían. Y si se hacía alguna excepción se autorizaba “una moderada ganancia, con que es la principal el proveimiento de las cosas de los vecinos de la dicha ciudad”. Era muy importante el suficiente abastecimiento de “vino, harina, bizcocho y otros mantenimientos”, por lo cual cuando escaseaba, el Cabildo, previo el pago de su justo precio al capitán, lo confiscaba de los navíos que entraban al puerto. 
María Luisa Laviana Cuetos, en un estudio que hace sobre las ordenanzas municipales de Guayaquil, determina que la importancia atribuida al abastecimiento de carne y la preocupación por su manejo, fueron aspectos que la diferenciaron de otras ciudades. 
Esto explica la insistencia para “cuando se hiciere el remate de las dichas carnicerías, sea en las casas del cabildo, dando primero quince pregones”. A la matanza de ganado y expendio de su carne se dedican 21 artículos: el rematista de la carnicería, para despostar una res:
“después de haberla descocotado, la haga degollar por el pescuezo y cargar con una polea de madera que no llegue al suelo, y antes de desollar y abrirla estará colgada una hora”.
El tiempo que la carne debía reposar antes de su pesaje, la forma de cortarla y limpiarla: “el puerco se ha de pelar y limpiar con agua caliente, de manera que no le quede pelo”. Las carnicerías debían permanecer abiertas al público “desde la mañana hasta puesto el sol”. La vigilancia sobre la limpieza era muy estricta: “que se limpie cada día y barra”, que los pesos y balanzas “se laven cada sábado con agua caliente”. Obligaba que los carniceros “tengan cada día sus delantales limpios, de lienzo y que sean personas sanas”.
En cuanto a los artículos de primera necesidad, el tendero no podía iniciar su expendio sin que primero la justicia o diputados de la ciudad se los impongan, y luego de ser fijado tal arancel a las puertas de sus tiendas y firmado por estos burócratas. 
Esta lista debía contener los artículos que el tendero estaba autorizado a vender, con sus respectivos precios. Para evitar el fraude, se regulaba las pesas, se las ajustaba y sellaba con el sello de la ciudad, y para su cumplimiento, el fiel ejecutor las revisaba periódicamente.
Otro aspecto fue la persecución a la inmoralidad y libertinaje. Buen cuidado se ponía en la seguridad de las cárceles a fin de que no se produjesen fugas, para lo cual el concejal de turno debía visitarlas todos los sábados. Cuando era necesario encarcelar a los encomenderos, regidores u otros municipales, se lo hacía en las casas del Cabildo. Excepcionalmente, cuando se trataba de “casos atroces de crimen” causados por funcionarios caían tras la reja. 
Los jueces, a fin de evitar que los vecinos incurriesen en faltas u otros desafueros, debían rondar y vigilar los barrios y establecer el horario para aplicar el toque de queda.
Las ordenanzas incluían disposiciones generales que regulaban la actividad de los plateros, sastres, y demás oficiales, los cuales solo podían tener sus tiendas en la plaza pública; los tenderos y pulperos estaban impedidos de abrir sus negocios en domingos ni fiestas de guardar; el algodón debía cultivarse al parejo que el maíz para evitar su escasez; todo jinete debía apearse del caballo al paso del Santísimo Sacramento y ninguna persona tendría más de un perro. 
Infringir estas disposiciones acarreaba las consiguientes multas que se aplicaban según las categorías: a los regidores y Cabildo en conjunto, por no cumplir las ordenanzas y su pregón una vez al año, se les imponía 500 pesos. 300 pesos a los revendedores e intermediarios que incurrían en el acaparamiento de abastos. Igual suma a quienes construían ranchos con cubierta de paja, y a los capitulares que no guardaban el secreto de las discusiones del Cabildo. Las de menor cuantía aplicaban solo a los españoles. Pero, las que gravaban a indígenas y negros, excepcionalmente implicaban dinero. 
Las más comunes eran la cárcel, trabajos forzados, azotes o ser trasquilados en la plaza pública. Eran estatutos municipales que nos muestran la complejidad de las diversas funciones y la numerosa  burocracia que intervenía en su aplicación y cumplimiento. Definen la importancia y lo amplio de las atribuciones del Cabildo en el desarrollo de las actividades y vida diaria de la sociedad. 
El análisis de las funciones municipales y la definición de las ordenanzas que regían la época colonial, nos permiten compararlas con lo actual. Naturalmente que son totalmente distintas, sin embargo, hay un punto de coincidencia. Ambas instituciones no solo surgieron como vigilantes del progreso de la ciudad, sino que expresaron la necesidad de atender y representar las inquietudes cívicas ciudadanas; por eso siempre el Municipio ha estado y estará más cerca de la población que el Estado. Es el gobierno local de la ciudadanía.