martes, 7 de enero de 2020


Breve descripción del itinerario de su progreso              


Parece ser que a Guayaquil estaba destinado el sitio de su último traslado. Pues no solo adquirió seguridad y tuvo algo de protección por la ubicación estratégica sino que, además, ha constituido a lo largo de su historia un importante referente que ha ayudado a su consolidación como ciudad de progreso.

Es a partir de esta última mudanza que la ciudad, libre de ataques e incendios causados por los indígenas y convertida en sedentaria sobre el Cerrillo Verde con figura de silla jineta o estradiota, único lugar a propósito para vigilar y protegerse del enemigo, afianzó su estratégico emplazamiento para no moverse de él jamás.

Españoles y criollos buscaron la expansión de sus actividades a base de encomiendas y otras concesiones. A partir de entonces, las probanzas de méritos se convierten en moneda corriente, como elemento principal en la búsqueda de ventajas en la posesión de tierras productivas e indios para trabajar.

Al 15 de agosto de 1534, fecha de la fundación de Santiago, no debe dársele importancia ni trascendencia en el tiempo. Tampoco convertir en objeto de polémica a la mayor o menor antigüedad de Guayaquil respecto de otra ciudad colonial de la Audiencia de Quito. Pues, además de constituir una discusión inútil, el 25 de julio de 1547, además de ser nuestra fiesta patronal no tiene otro significado para Guayaquil que ser el punto de partida de su historia y desarrollo efectivo hasta nuestros tiempos. 

De esta conciliación de fechas, saldrán beneficiados los estudiantes y maestros, pues alejados de la polémica que se ha venido sosteniendo, la enseñanza-aprendizaje, libre de confusiones, se centrará en la realidad de una urbe triunfante a lo largo del tiempo. 

Esta publicación, de ninguna manera intenta confrontar, oponerse o discutir las importantes conclusiones, concreciones e interpretaciones históricas logradas en muchos años de investigaciones por Miguel Aspiazu Carbo, Rafael Euclides Silva, Julio Estrada, y la más profunda y exhaustiva  realizada por los académicos Ádam Szaszdi y Dora León Borja de Szaszdi. 

Nuestro propósito no es otro que facilitar a estudiantes, maestros y ciudadanos en general, una herramienta ágil para una buena comprensión de la tan diversa, extensa y controvertida trayectoria histórica que siguió Guayaquil durante los primeros años de su existencia. En otras palabras, es un estudio historiográfico hecho en lenguaje coloquial que simplifica lo escrito especialmente para el real y detallado conocimiento de investigadores.

Simultáneamente a la “conquista de la ciudad” en la fecha indicada, se produce en Guayaquil un cambio trascendental: deja de ser el puerto de Quito que estableció Benalcázar para la logística que demandaba la conquista del norte y asume su propio destino. En el Libro Segundo de Cabildos de Quito, acta del 11 de marzo de 1549, consta que el Ayuntamiento quiteño a través del pacificador Pedro de La Gasca, solicita a la Audiencia de Lima restituya a Guayaquil en su ubicación anterior. 

Ítem. Pedir que por cuanto la çibdad de Santiago se pobló de próximo en el paso de Guaynacaba e para ir e venir se ha de ir con balsas y por ser puerto de esta çibdad le viene daño, pedir que se pueble donde solía, questaba en parte más conveniente para la dicha çibdad e para los pasajeros que vienen a ella e bien de los naturales que en ella sirven”. 

Este acontecimiento, aparentemente sin importancia, es el primer paso de Guayaquil hacia su transformación como ciudad-puerto, en que no solo cumple sus funciones de puerta de entrada y salida de la riqueza comercial que impulsó al país hacia su desarrollo, sino que, siendo rica y punto intermedio entre Acapulco y Viña del Mar, se convierte en plaza y parada obligada al teatro, ópera, y toda expresión cultural que llegaba a los grandes escenarios situados en la ruta.

Además, numerosos guayaquileños que habían alcanzado la ilustración republicana de finales del siglo XVIII y principios del XIX, cuyo pensamiento los llevó a lograr por sí solos su propia independencia y a constituirse en el centro político-militar que financió y organizó la independencia del Ecuador, fueron el medio por el cual la ciudad asumió la gran cultura venida de Europa por los viajes realizados por los ricos productores y empresarios del cacao.

Guayaquil no es solo una fecha fundacional, un santoral y un proceso de mudanzas, es mucho más que eso. Siempre deberemos entenderla como un proceso-producto histórico, geopolítico, socio-urbano, cultural y simbólico. Por eso nacionales y extranjeros han dicho que nuestra ciudad es un destino histórico. Desde esta perspectiva de proyecto inacabado, siempre en construcción, debemos identificarla y pensarla. Pensar la ciudad y sus procesos de cambio es una necesidad y una tarea de ella y nosotros”.[1]

La mujer en la conquista
El espacio americano del imperio español desde Carlos V a Felipe II, sus límites y características, fueron el resultado inmediato de la apropiación por las armas de extensas zonas del continente. Para medir la superficie que inicialmente abarcó y la incorporación de otros territorios luego de las exploraciones, es preciso seguir la conquista, la epopeya de soldados y aventureros durante la primera mitad del siglo XVI. Por eso es imposible precisar la geografía del imperio sin evocar al mismo tiempo la historia de su elaboración, de sus éxitos, sus fracasos, sus vacilaciones, etc. Los espacios realmente sometidos, alcanzaron la fabulosa inmensidad de más de tres millones de kilómetros cuadrados.
Pese a las precisiones con que muchos estudiosos han seguido la trayectoria general de la conquista, de los soldados, los hijosdalgo que partieron en busca de fortuna, nada o casi nada trata sobre la mujer española quien, desde los primeros años, estuvo presente en este encuentro de dos civilizaciones. Sin embargo, luego de permanecer intocada, la investigación sobre su presencia e importancia en la conquista, en la actualidad empieza a tener algún significado y resultados aún escasos. 
El trabajo más significativo realizado a la fecha es el de la investigadora norteamericana Nancy O’Sullivan-Beare, cuyo título es: “Las Mujeres de los conquistadores”, Madrid, 1960; quien, además de penetrar hábilmente en la forma de ser y conducirse del español del medioevo, rescata en toda su dimensión el gran papel que a la mujer le tocó jugar en su misión de compañera del conquistador. 
Investigadores de muchas nacionalidades han procurado penetrar en diferentes aspectos sobre el tema, muchos de estos muy importantes, pero carentes de profundidad en el estudio del papel que jugó la mujer española 
“en la economía, en la sociedad, en las artes, en la política y en su misión trascendente como creadora de pueblos” (Borges Analola: Anuario de Estudios Americanos, 1972).
Mediante estos importantes trabajos historiográficos nos ha llegado la imagen de aquella mujer del pueblo, que tuvo el coraje de abandonar su vida en la Península, que aunque pobre, y en cierto modo plácida y pueblerina; tenía el recurso de refugiarse en grupos familiares sólidos. No es nuestra intención referirnos a quienes, como amantes o esposas de algún personaje destacado tuvieron en cierto grado una vida llevadera. Pues, vinculadas a tales maridos, muchas veces revestidos de autoridad, han sido de alguna forma encumbradas en las crónicas coloniales. 
Simplemente abordaremos el papel de las desconocidas, de las sin nombre que tras sus hombres o sin ellos viajaron a las Indias, a lo desconocido, al peligro, a la muerte prematura, e imprimieron el carácter de heroico a su gesta en esta parte del mundo: “e era la muger de Rivera”; “havía entrellos una muger”; “Joana la nombraban”. Son citas vagas sobre aquellas que resulta imposible identificar, pero que dejaron huella. Tuvieron el valor de partir a las Indias y cumplir la hazaña de imprimir carácter a una gran parte del continente sin que por ello se le haya reconocido mérito alguno. 
Estas mujeres anónimas o con nombre propio pero sin identificar, protagonizaron hechos históricos dignos de mejor recuerdo, por ello intentamos resaltar su misión trascendente. No cuenta el nivel social, ni la posición económica ni su abundancia o carencia de virtudes. 
Deseamos exponer el ambiente en que sufre, realiza actos heroicos, sucumbe o se enaltece en su viaje a tierra extraña para dejar la impronta de su misión fundamental y hacer posible el nacimiento de un pueblo nuevo.
No cabe, entonces, siquiera pensar en recoger testimonios de aquellas que vinieron como compañeras de los primeros conquistadores o mandatarios, porque no son las verdaderas heroínas anónimas, pues, en cierto modo, se hallaban protegidas por ellos y atendidas en sus necesidades más apremiantes por las autoridades. Además, algún cronista vinculado a sus maridos o amantes, o a ellos mismo, aprovechó la oportunidad para dejar alguna crónica sobre su memoria. 
Sin embargo, la mayoría, que se arrastró por la selva, remontó ríos y montañas tras el aventurero buscador de fortuna, que empuñó las armas para defender su vida y la del grupo, que debió desenvolverse y sobrevivir asistida solo por su propia determinación. Y, además, permanentemente huérfana del amparo del conquistador obnubilado por sus propios intereses, ha sido relegada a un doble olvido. 
“Es sabido las escasas noticias que dan las crónicas sobre la presencia de la mujer en el complejo geográfico de la conquista, salvo aquellas que protagonizaron algún hecho trágico o inusitado. O las que lograron la atención de los historiadores por muy diversos motivos. Estas mujeres simbolizan actitudes muy varias frente a una situación desconcertante en el medio geográfico en que se desenvolvieron: pasión de dominio, pasión amorosa, heroica fidelidad conyugal, autoritarismo, extraordinaria fortaleza. Las verdaderas protagonistas del acto heroico de sumarse a la conquista se encuentran como desbordadas por la fuerza de los hechos, pero inmersas en ellos”. (Anuario de Estudios Americanos).
La investigación sobre el tema desarrollado en la época, lamentable y mayoritariamente centrado en el relato y descripción de los hechos y personajes notables, no ha concedido la importancia que tuvo la mujer del pueblo, la verdadera “conquistadora”. Omisión en la que, penosamente, incurrieron tanto las autoridades españolas que regían la Península como sus mandatarios de ultramar. Quienes no supieron valorar la importancia que ella tuvo solo por el hecho de sumarse a la aventura que determinó la implantación colonial en América. Tal parece que solo hubiesen pensado en la necesidad de poblar con ellas las tierras conquistadas y por conquistar, solamente por motivaciones económicas sin considerar lo trascendente de su presencia física y espiritual.
El punto de partida del imperio español ultramarino es un mundo constituido por navíos y navegantes, por un trayecto minuciosamente estudiado, por una red de comunicaciones que por primera vez en la historia humana había alcanzado escala global. En época de Felipe II, hombres y mujeres procedentes de todos los reinos de España, “fatigados de cargar su altiva miseria partían los capitanes de Palos de Moguer, a un sueño heroico y brutal”.
Como integrantes de la “Carrera de Indias”, como se llamaba entonces tal viaje, enfrentaban la furia de los océanos para convertirse en los mayores devoradores de espacios desde los primeros peninos de la humanidad.
Esta “Carrera” se inició con la nave más versátil construida en aquella época, La Carabela, diseñada por constructores navales portugueses, que gracias a sus especiales características se generalizó rápidamente por el mundo ibérico. 
Segura, y veloz, era capaz de navegar con viento en contra dando bordadas con su vela latina, y de velejar a favor del viento con una vela mayor, cuadrada, cercana al mástil. Pero esta grácil nave tenía un inconveniente: no había sido concebida para transportar masivamente pasajeros, como era la demanda. Poco después se utilizó la carraca y finalmente el galeón para movilizar los colonos.
En cosa de treinta y siete años, de 1519 a 1556, se logró construir un imperio inmenso, el primero de la época moderna que al iniciarse el reinado de Felipe II, atraía en forma irresistible a hombres y mujeres de la Península Ibérica. 
Entre 1493 y 1519 quedaron oficialmente registrados cinco mil cuatrocientos ochenta colonos y entre 1520 y 1539, aproximadamente 22.538 pasajeros zarparon de los puertos españoles, y al finalizar el siglo XVI, se habían embarcado hacia América unas doscientas cincuenta mil personas. Cifra imponente si consideramos que en 1594, Sevilla tenía apenas 90.000 habitantes, Toledo 54.665 y Madrid 37.500 (Ramón Carande, Carlos V y sus banqueros, 1943). 
Desde la primera tentativa de colonización de 1501, la Corona exigió de los viajeros que fueran acompañados por sus esposas. Muchos gobernadores de ultramar obligaban a los hombres casados en España a regresar a ella y volver con sus mujeres dentro de los lazos conyugales. Política generalizada por orden de Carlos V en 1554. Como su consecuencia, se podía autorizar una demora de dos años a un marido recalcitrante si encontraba fiadores que respondieran de su buena fe y su determinación de traer de la metrópoli a la esposa demorada.
Podemos imaginar las dificultades que estas disposiciones habrán provocado entre aquellos que habían caído seducidos por el entusiasmo que invadía a las indígenas, cuando los hombres barbados pronunciaban a su oído las palabras cálidas obligadas y propias del ritual erótico. Como también las ingeniosas estratagemas que habrán utilizado para evadirlas o pasarlas por alto. 
No obstante, había funcionarios que, con mucho celo, se encargaban de velar por el estricto cumplimiento de tal atrocidad, como era la de llevar a la mujer donde las había no solo en abundancia si no receptivas en sumo grado como los registran las crónicas. La mansa sumisión de la indígena resultaba para el conquistador mucho más atractiva que una rezongona asturiana o el altivo desparpajo de la andaluza. En fin, es evidente que se salieron con la suya, pues del mestizaje blanco-indígena cobró forma una nueva raza, la hispanoamericana. 


[1] Willington Paredes Ramírez en, JA Gómez, “La Fundación de Guayaquil, y su permanencia en el tiempo a partir del 25 de Julio de 1547. Guayaquil, AHG, Pág. 14, 2007.

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