domingo, 12 de enero de 2020


La mujer en el poblamiento de Hispanoamérica        
Para afianzar la posesión de las Indias y enseñorearse en sus territorios, los conquistadores debieron fundar villas y ciudades; repartir los solares entre los soldados elegidos para constituirse como vecinos y designar el Cabildo y sus capitulares. Estos hombres avecindados en cada aldea, a falta de mujeres españolas, debían elegir si se unían legítimamente o no, a las aborígenes. Sin embargo, pese a estar los solteros autorizados por el rey para hacerlo, la unión legal con ellas implicaba el riesgo de que nunca alcanzarían a convertir en ciudad su villorrio inicial. Ese era el criterio que primaba en España y Europa medievales sobre la constitución de una urbe. 
Por otra parte, estaban los casados, cuya relación permanente con las indígenas, implicaría un adulterio tolerado por la Corona. Esta circunstancia, producto de la religiosidad del español de la época, suponía el riesgo que estos se volviesen a España. Ante esta posibilidad y para evitarla, se recurrió a la medida de enviar tras ellos a sus esposas. Pues al imperio le convenía mantener allí 
“por razones económicas, sociales y aun para la seguridad de las zonas ya conquistadas, al conquistador convertido en vecino, pero sin abandonar la espada” (Anuario de Estudios Americanos).
Pero, el envío de las mujeres casadas en pos de sus maridos no era suficiente, ya que la mayoría de los conquistadores estaba constituida por solteros. Por eso, apenas llegados, ante la necesidad de mujer acicateada por la desnudez de las indígenas, debieron ser autorizados para unirse en matrimonio con ellas, como efectivamente muchos lo hicieron. 
Sin embargo, por las razones señaladas en párrafos anteriores, las autoridades trataban de evitarlo, ya que la nueva sociedad debía, por fuerza, fundamentarse en la pareja española peninsular o en la criolla, es decir: en los hijos de españoles nacidos en las Indias. 
De tal manera que, sin dejar de lado la necesidad de trasladar a América a la mujer casada, la Corona, de acuerdo con sus apoderados ultramarinos, diseñó una política conocida como “poblamiento”, que consistía en embarcar solteras vírgenes, de ninguna manera prostitutas declaradas, y en base a su unión en matrimonio establecer sólidos controles en todos los estamentos del dominio. Porque 
“es cierto que los pueblos de Indias nuevamente poblados no se tienen por fijos o estables ni permanecedores hasta tanto que mujeres españolas entren en ellos, y los encomenderos y conquistadores se casen, por muchas causas y respetos buenos y saludables que para ello hay” (Anuario).
Los hombres del Viejo Mundo, soldados conquistadores primero, después colonizadores o funcionarios que partían hacia América, en la mitad del siglo XVI, representaban el estrato superior de la sociedad colonial americana. 
Por esta razón, la disposición entre las mujeres solteras para viajar a las colonias fue relativamente fácil de encontrar, pues de hecho pasaban a un estrato social superior al que probablemente tenían en España. Esto permitió a los conquistadores y colonizadores fundar hogares españoles en buena y debida forma. Con tal demanda creada que se convirtió en verdadero tráfico, y con el fin de facilitar el traslado masivo de solteras, autoridades intermedias llegaron a eximirlas de la autorización real para viajar al Nuevo Mundo. Circunstancia ampliamente aprovechada y explotada, pues en 1604 Felipe III quedó sorprendido al enterarse de la presencia de aproximadamente seiscientas mujeres en la flota salida ese año hacia México, cuando él no había autorizado oficialmente y tras las debidas formalidades administrativas más que cincuenta.
En su viaje de miles de leguas, la pobladora se dirigía a una América múltiple, a una extensión territorial que superaba toda imaginación, a un lugar impreciso de una desmesurada geografía.  Una extensión territorial de ese tamaño ofrecía naturalmente una sobrecogedora y extrema variedad de paisajes y de conjuntos bioclimáticos que parecerían aplastarla. Además, los territorios sometidos se ensanchaban cada mes, cada año; y el destino final de la pobladora, que sería el lugar de su residencia, era tan incierto como el soldado que la iba a desposar. 
Tan pronto quedaba unida a él, compartiría hambres, enfermedades, guerras, heladas, caminos de selva, de sierra, de ríos, de desiertos. No era la dama del tiempo de la caballería que, desde la torre de un castillo, se supone que esperaba el regreso del caballero andante, sino la doncella que arriesga su vida, y pese a tormentas de mar, huracanes, asaltos piráticos, mutilaciones en sus cuerpos va al encuentro de su héroe anónimo. 
No cabe duda que poblar es fundar, consecuentemente esta mujer utilizada para hacerlo, de hecho pasó a ser fundadora (sin embargo, a pesar de estos sacrificios, de por sí heroicos, nunca se le ha reconocido tan extraordinaria participación). En otras palabras su presencia tenía una doble importancia para la Corona Española, esto es: establecer mediante la unión en matrimonio de parejas el asiento fijo del hogar y garantizar la indispensable descendencia para el arranque inicial de la sociedad. 
De esa forma la mujer fue considerada como un medio para generar un producto más dentro de la economía colonial. Era forzoso poblar para  dominar, pero para poblar era indispensable alguien que pariese hijos, esto fue la mujer pobladora. Pero, nada sobre su identidad, su dignidad ni sobre sus particularidades personales. Era necesario:
“crear hogares como lo es plantar árboles, explotar una mina o acrecentar las tierras cultivables. Se convierte, así la mujer en un objeto más de exportación en beneficio de la política socio-económica indiana” (Anuario de Estudios Americanos). 
Se la exportó para que dé a luz y se multiplicase en beneficio de la Corona, esto era lo que contaba. 
Es imposible que las mujeres elegidas para ser desposadas con los conquistadores no se hayan forjado alguna ilusión, pues, no solo que esto es normal, sino que posiblemente, soldados o capitanes, serían hombres esforzados que habría obtenido compensaciones por su valor y sacrificio, posición económica que la situaría en un estamento social que ella no habría alcanzado en la Península. 
Por el solo hecho de haber participado en la conquista, y poseer repartimientos de tierras o encomiendas de indios, el más sencillo de los soldados, ya habría alcanzado el rango de hijosdalgo o de hombre rico. 
“En uno u otro caso cualquier doncella hijosdalga no haría ascos al rudo campesino extremeño, castellano o andaluz, que luciera rica armadura y poseyera un rendimiento económico apreciable además de la aureola de las gestas bélicas” (Anuario de Estudios Americanos).
Pese a que muchas veces no pasaron de ser si no simples expectativas, y de los enormes sufrimientos que debió afrontar esta mujer sin identidad, la migración planificada y orientada no se detiene ni mengua, todo lo contrario, aumenta con los años. 
Las grandes extensiones que debía cubrirse, las villas o ciudades ya fundadas, estaban muy lejos de ser sometidas las primeras y de tener las segundas los vecinos necesarios para su desarrollo. 
Aún, con el transcurso de los años, los apoderados de ultramar insistentemente reclaman el envío de mujeres, demostrando que su presencia entonces era tan intensamente requerida como lo fuera en los primeros años.
Este masivo desplazamiento de hombres y mujeres españoles hacia los dominios de ultramar, en tiempos del reinado de Felipe II, apenas constituyeron el uno por ciento de la población global del imperio americano. Hay dos fechas distintas que permiten hacerse una idea bastante exacta de la importancia de la población española de las Indias. En 1574 se registran doscientos veinticinco pueblos y ciudades de españoles que sumaban aproximadamente veintitrés mil casas de familia, con cinco, seis o siete personas en cada una. 
La familia española en América frecuentemente era muy vasta y superaba largamente al marco familiar de la metrópoli. Parece ser que esta apreciación se queda corta según opiniones autorizadas que sostienen haberse omitido muchas poblaciones y subestimado bastante el número de casas en cada una de las calculadas. Con lo cual, en el año señalado, se llegaría a los doscientos veinte mil españoles en América (Geografía y descripción universal de las Indias, 1574). 
“La mujer-pobladora había de compartir con el guerrero. Pero, además, para ellas solas quedó el dolor de tener hijos, el sentir en la propia carne el desgarro de las muertes prematuras y violentas de esos mismos hijos que habían dado a luz en circunstancias a veces dantescas. Igualmente las invadió el pánico, las enfermedades, la espectacular y sobrecogedora geografía” (Borges Analola, 1972).
La segunda estimación data entre 1612 y 1622, efectuada por el religioso fray Antonio Vázquez de Espinosa, quien proponía la cifra de setenta y siete mil seiscientas casas españolas, lo que daría un total de entre cuatrocientos sesenta y cinco y quinientos cuarenta mil españoles a razón de seis o siete por casa. 
Considerable aumento que llega a más del doble, cosa que no sorprende, si consideramos que la ola de emigrantes hacia los territorios americanos, llegó a preocupar a Felipe II a comienzos del siglo XVII, por el gran despoblamiento que acusaba la Península (Compendio y descripción de la Indias occidentales, 1628).

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